En este corte del video de callejeros aparece Payatas. Os dejo con un fragmento de mi libro referido a ese basurero:
Payatas era el resumen perfecto de Manila, de Filipinas, del mundo, incluso. Allá, en el basurero los extremos se tocaban, cerrando el círculo de la existencia humana: la alegría y la desgracia; la supervivencia salvaje y la solidaridad más admirable; la vida y la muerte; el arroz y las moscas. Y la basura, siempre la basura, aquel tesoro de valor incalculable, capaz de alimentar a los más pobres entre los pobres de la tierra. Los días fueron pasando. Ir a Payatas se convirtió en una rutina extraña, que siempre recompensaba con alguna joya refulgiendo entre los despojos. Un día, de repente, Bertín, uno de los líderes de los «scavengers», se murió. Le arrancó los pulmones a dentelladas el metano. El mismo que en algunos puntos alimentaba pequeñas y controladas lenguas de fuego (bio-gas, le llamaban) a cuya lumbre los vecinos hervían el agua o calentaban cabezas de pollo. Nadie lloró por Bertín. Cuando llegaron los de la funeraria hubo que apartar a la puerta de la chabola el karaoke en el que sus hijas cantaban «Stupid Love», la canción de moda, para colocar el ataúd. La muerte en el basurero era tan natural como la vida misma. Otro día Asunción nos llevó hasta una de las colinas próximas a la “Smoky Mountain”, desde la cual ésta se divisaba hermosamente terrible, envuelta en humo, majestuosa en su inmundicia, con sus 25 metros verticales de porquería. A medida que ascendíamos por el terraplén, sorteando las aguas fecales que brotaban desde las frágiles chabolas, era como si descendiéramos un peldaño en el escalón de la pobreza. Cuando llegamos a lo alto nos recibió un batallón de niños con barrigas infladas por las amebas y los parásitos. La noche anterior una diarrea se había llevado para siempre a dos niños como ésos. Algunos días se nos caía el alma a los pies. Otros nos reíamos hasta reventar. Una tarde, para regocijo de todos, me convertí en el hombre-macarrón. Cuando subíamos a la montaña, mientras Josean sacaba fotos, yo solía quedarme junto a los «scavengers» que aguardaban su turno de entrada, a un lado de la pista de acceso de los camiones. Al otro lado quedaba la selva de desperdicios, en la que vaciaban su carga. Para hacerlo los camiones debían maniobrar, dar marcha atrás. A medida que lo hacían el «container» se iba abriendo, elevándose, y junto con él dos o tres muchachos aupados a uno de sus extremos, con el rostro cubierto por viejas camisetas, como guerrilleros urbanos, que removían la basura que se quedaba adherida al remolque. A veces, cuando éste se replegaba, atrapaba las piernas de uno de esos muchachos, o el camión al culear atropellaba a alguno de los que acudían al reclamo de la basura fresca. Otras, las grandes ruedas se atrancaban en la maraña de desperdicios o en el barrizal, y al girar hacían salir despedidos como proyectiles trocitos de vidrio, latas… Era peligroso y yo mismo pude comprobarlo en una de esas ocasiones. No sentí dolor. Fue sólo como cuando una paloma con gastroenteritis defeca desde lo alto en tu rostro. Y como entonces, quienes me rodeaban me señalaban y se reían. Miré aterrorizado mi ropa. Estaba cubierta de grandes manchas rojas. Pensé que quizás la muerte era tan natural en el basurero que a veces hasta podía resultar divertida. Sobre todo si quien moría, por una vez, era un “gringo”. Uno de los cuajarones que me resbalaban por la cara se me introdujo en la boca. Sabía dulce, y fuerte a la vez. Sabía como a… Comprendí inmediatamente. Aquella muerte, afortunadamente, era sólo una muerte de película de serie B. Uno de los camiones había pisado un bote de ketchup y su contenido había salido disparado hacia mí. Yo también me reí. A partir de ese día me convertí en el hombre-macarrón del basurero.
Hace un par de meses me llamaron del programa Callejeros. No, todavía no estoy viviendo debajo de un puente, querían que les proporcionara contactos para un programa que iban a rodar sobre Manila, pues habían leído mi libro Atrapados en el paraíso (o alguna noticia o reseña del mismo), sobre la capital filipina y el vertedero de Payatas. Ayer emitieron el programa en Cuatro, y aparecieron algunos de los lugares que visité y en los que viví durante tres meses, como ese basurero de Payatas o este del vídeo, en Tondo. Me resulta impresionante, y difícil de creer que yo hubiera estado allá, y a la vez me alegra haberlo hecho, haber gastado los 6000 euros del premio en un viaje como ese.
Basurero de Payatas (Manila) Foto de Paul-Antoine Pichard
EL HUMOR DE LOS PERDEDORES (José Ángel Barrueco)
Publica estos días Patxi Irurzun un libro donde se reúnen relatos que estaban dispersos por revistas y periódicos, algunos de ellos galardonados con premio. Su título es “Ajuste de cuentos” (Eclipsados) e incorpora prólogo y epílogo de dos grandes de la música: Kutxi Romero (de Marea) y El Drogas (de Barricada). Estructurados por temas, Patxi recoge aquí historias de amor, de currantes, de actitudes punkis, etcétera. Suele haber en ellas una voluntad de rebeldía, un gesto de provocación hacia las empresas que explotan al trabajador y hacia lo establecido. La herramienta de Patxi es el humor, el humor de los perdedores que se toman las cosas con cierta filosofía.Creo que uno de los cuentos que mejor representan su mundo es “Tonta nostalgia”. Y aviso: voy a contar el final. En dicha historia, el narrador viene un poco beodo y exaltado de un concierto de La Banda Trapera del Río. El espíritu punk ha renacido en él gracias a las canciones. Está solo y se siente con ganas de hacer trastadas, de prepararla parda, de encabezar alguna revolución. Va en coche y se acerca a una gasolinera. Delante hay un anciano con aspecto de ricachón, en un Mercedes. El narrador se cuela y se coloca antes en el surtidor y, por la ventanilla, le grita: “¡En esta vida hay que tener reflejos, viejo!”, con lo que el otro se larga y el protagonista ha cumplido su gesto salvaje. Luego baja del coche y, mientras el empleado le llena el depósito, observa que el tío del Mercedes vuelve: “Venía de culo y a toda hostia”. Y el Mercedes se empotra contra su coche, destrozándole la carrocería. El viejo baja del vehículo y, muy tranquilo, se acerca a él y le entrega dos tarjetas donde constan su dirección y la de su abogado. Después se monta en el Mercedes y, antes de alejarse, grita por la ventanilla: “¡En esta vida, amigo, lo que hay que tener es dinero!” El relato termina con estas palabras en las que, con deportividad y humor, el protagonista acepta su sino y su torpeza: “Y comprendí que, desgraciadamente, el capullo tenía razón. Mierda de vida”. En “Nocturnidad, alevosía y descampado”, el autor cumple el sueño de muchos: se encuentra de noche con el tipo que le despidió de la fábrica y le parte la cara. Pero mi favorito es un cuento de amor, como le dije al propio Patxi tras leer el libro: “Parpadeos (Un viaje en autobús)”, donde el protagonista rememora algunos recuerdos dulces y otros amargos mientras viaja en ese transporte público. Es un relato de tono triste en el que podemos vernos reconocidos en ciertos momentos de nuestras vidas. Trece cuentos, en fin, explosivos. El humor ni siquiera falta en el currículum del autor; tras dar noticia de sus publicaciones, concluye con esta frase: “Es más feo que el copón pero tiene novia y dos hijos, los tres guapísimos”.Tras la lectura de “Ajuste de cuentos” rebusqué en mis últimas adquisiciones. Tenía por ahí un antiguo libro de Patxi y era el momento de leerlo: “Atrapados en el paraíso”. Tiene su historia: con el dinero que obtuvo al ganar una edición del Premio de Relatos de Viaje de “El País”, en vez de gastarse en un viaje de placer el millón de pesetas que le entregaban al ganador, optó por irse junto a un fotógrafo al vertedero de Payatas (en Manila) y a Papúa Nueva Guinea. De vuelta, tras pisar el paraíso, pero también el infierno, escribió este libro, que obtuvo el Premio a la Creación Literaria. Son páginas llenas de sabrosas historias: terroríficos viajes en camión o en avioneta, infectos cuartos de baño, puestos de comida donde se reúnen todas las moscas del basurero, bares regentados por enanos, cacerías de cocodrilo o niños que sobreviven de lo que recogen del vertedero. Quiere reeditarlo y ojalá lo consiga.
José Ángel Barrueco ha subido a su blog, además del fragmento de Ajuste de cuentos, otro de mi libro Atrapados en el paraíso, en el que cuento mi viaje al basurero de Payatas, en Manila. Este libro (finalista del Premio Desnivel 2004 y ganador del Premio a la creación del Gobierno de Navarra ese mismo año), además, está siendo traducido actualmente al francés (luego tocará buscarle un editor). Yo, por mi parte -y así me lo piden muchos lectores- no descarto intentar una reedición en castellano que le haga un poco de justicia. Ahí va el texto:
Junto al nuevo “check-point” había una pequeña “carindería”, en la cual unos cuantos militares, algunos de ellos evidentemente borrachos, mataban las horas bebiendo cerveza y espantando los miles de moscas que revoloteaban alrededor de las cazuelas. “Casa Mosca”, bautizamos aquel lugar, sin saber todavía que allá comeríamos más de un plato de arroz. Algunos de aquellos tipos se sumaron al grupo y todos juntos comenzamos a subir en dirección a la montaña. Resultaba dificultoso caminar, los pies se hundían en un barrizal impreciso, en el que afloraban bolsas de plástico destripadas, neumáticos rajados…; un barrizal que despedía un olor que era ya como una presencia física, casi como si uno de los tipos que nos saludaban te hundieran su gancho en la barriga y revolviera un poco. Por fin llegamos hasta la cima. Por un momento me quedé pasmado. Nunca había visto nada parecido. Entre pilas de inmundicia, que los camiones iban descargando sin tregua, cientos de personas desgarraban con sus ganchos las bolsas de basura, seleccionando el papel, el cartón, las latas…