Me acuerdo del sonido que hacían mis zapatillas bajando las escaleras y de que, escuchándolo, podía bajar con los ojos cerrados los cinco pisos del bloque en que vivíamos.
Me acuerdo del número de la matrícula del 127 de mi madre, NA-6580-B y del número de teléfono de casa: 226689.
Me acuerdo de que si querías llamar a otra provincia tenías que buscar el prefijo en la guía de teléfonos.
Me acuerdo de que mi madre siempre decía: yo para vosotros soy madre y padre.
Me acuerdo del día que llamó a la radio y de lo orgulloso que me sentí de ella.
Me acuerdo de los tickets de cuatro viajes de la villavesa, que se compraban antes de las 9 de la mañana, y de que la parte superior del billete estaba tres veces escrita la fecha. Me acuerdo que para cada viaje había que doblarlos para que el chófer arrancara uno de ellos y a veces había conductores con los dedos muy gordos y rompían más de uno de los números. Me acuerdo de lo difícil que era para un niño conservar a lo largo de un largo día el ticket sin perderlo.
Me acuerdo.
Me acuerdo del descampado, que hoy es una pista de futbito, debajo de casa y del barranco, que hoy es una carretera de circunvalación, detrás del descampado.
Me acuerdo de la vieja carretera hasta Donosti.
Me acuerdo de que al pasar junto a la papelera de Tolosa nos poníamos un pañuelo en la cara.
Me acuerdo, no se me olvidará nunca, de una tarde antes de entrar al colegio, unos hombres limpiando con una manguera un charco de sangre y los sesos de un hombre asesinado en un atentado a la entrada de un restaurante, en la Cuesta de Labrit.
Me acuerdo, años más tarde, los sábados en el casco viejo, del gesto automático de agacharse cada vez que al final de la calle se oía el disparo de una pelota de goma.
Me acuerdo de un hombre repartiendo pegatinas con el escudo de Navarra y la laureada en la puerta de la diputación.
Me acuerdo.
Me acuerdo del Rastro de la Txantrea y de que en él me compré mi primera cinta de caset, una de Tequila.
Me acuerdo de que desde el balcón de mi casa se veían los partidos de beisbol que jugaban en el colegio Irabia y de que eran interminables.
Me acuerdo de las pirámides junto al Eroski de la Txantrea
Me acuerdo de las películas de Tarzán los sábados por la tarde.
Me acuerdo de mi madre agachada fregando el suelo de la cocina mientras las veíamos y repitiendo: ¡qué higadazos!
Me acuerdo de que a los porteadores negros les gritaban: “Andagua, Patxi, Patxi”.
Me acuerdo de que un día los chicos poníamos y quitábamos la mesa y las chicas secaban la vajilla y al siguiente al revés.
Me acuerdo de la maraña de partidos de fútbol en el patio del colegio y de los balonazos que de vez en cuando recibías. Los peores eran los que te daban en el estómago.
Me acuerdo del juego del puntero y del sonido de la pelota golpeando el frontón.
Me acuerdo de que Iribas, el mejor pelotari de la clase, me dio una vez con la pelota en la cabeza y estuve mareado todo el día.
Me acuerdo de mi abuelo, haciendo de juez en los partidos de pelota durante las fiestas de Huarte.
Me acuerdo de la torta que El Mono, el profesor de pretecnología, le dio a Juangarcía y que lo tumbó en el suelo.
Me acuerdo de que se me rompían todos los pelos de la sierra de marquetería. Y de que solo muchos años más tarde supe que chapa ocúmen se escribía de esa manera y no chapacumen.
Me acuerdo de los viejos pupitres del colegio, con el hueco para el tintero, que nunca utilizamos.
Me acuerdo de cuando el boli escupía pequeñas gotas que emborronaban los cuadernos y de las manchas de tinta en la mano.
Me acuerdo de los bolis bic de cuatro colores y de Donan Pher vendiéndolos en el Paseo Sarasate y de su casco de explorador y de sus fotos con serpientes. Me acuerdo de cómo me decepcionó saber que Donan Pher era Fernando al revés.
Me acuerdo de que el Paseo Sarasate también se decía Paseo Valencia y la Avenida Baja Navarra Avenida General Franco.
Me acuerdo.
Me acuerdo de mi otro abuelo pegándole con el bastón a nuestro gato Pelusa.
Me acuerdo del día que mi hermano Santi trajo a Pelusa a casa y de que cabía dentro de una caja de galletas.
Me acuerdo también del día que mi hermano se torció el tobillo jugando en el Fuerte de San Cristóbal y de que yo me asusté porque mi madre ya se había ido a casa y salí corriendo detrás de ella y de que él tuvo que bajar el monte Ezkaba solo y cojeando.
Me acuerdo de que mi hermana Blanca se tocaba con la punta de los pies la nuca.
Me acuerdo de que mi hermana Marta se abrió tres veces la barbilla.
Me acuerdo de que mi tío Jose Luis, que era misionero en Japón, nos traía cada cuatro años sellos de colores y aparatos de radio y cámaras de fotos muy modernos.
Me acuerdo de la gente fumando en los autobuses. Y en los ambulatorios.
Me acuerdo de la brasa naranja de un cigarrillo en la oscuridad mientras entrenábamos en a minibasquet en el patio del colegio.
Me acuerdo de un entrenador que nos mandaba a correr para robarnos mientras tanto el dinero que dejábamos en el vestuario. Me acuerdo de que algunos años después lo encontraron muerto en los baños de la estación de autobuses, con una jeringuilla colgando del brazo, como una amapola de sangre.
Me acuerdo de que el vestuario olía a pis y de que el suelo de las duchas siempre se encharcaba.
Me acuerdo de que dentro del colegio había una tienda de chucherías y de que al señor que la atendía le llamábamos el Monsieur.
Me acuerdo de que dentro del instituto había bar y servían alcohol.
Me acuerdo
Me acuerdo de que me daba vergüenza ponerme en bañador en la piscina.
Me acuerdo de una vez que me tiré del cuarto trampolín del Club Natación con carrerilla y de otra del tercero de cabeza y de que entonces no me dio vergüenza ir en bañador.
Me acuerdo de un dibujo en un libro que se titulaba ¿Qué me está pasando? en el que un chaval tenía una erección en lo alto de un trampolín.
Me acuerdo de una chica que se tiró del primero de bomba y salpicó a toda la grada y que cuando salió todos le gritaban “¡Foca, foca!” y de que ella se quedó llorando en la esquina de la piscina, sin atreverse a salir. Me acuerdo de que nadie, yo tampoco, le ayudó y de que todos nos reíamos de ella. Me acuerdo de que esa chica años más tarde se hizo piragüista y fue a las olimpiadas.
Me acuerdo del juego de verdad o atrevimiento, durante los veranos, y de que yo siempre elegía verdad y de que siempre mentía.
Me acuerdo de que había que hacer la digestión antes de bañarse.
Me acuerdo.
Me acuerdo de las primeras John Smith rojas, y de otras con muchos colorines, y de otras bajas de color azul cielo.
Me acuerdo de cuando me eligieron mejor jugador en un torneo de minibasket de Navidad y de cuando me llevaron a la selección navarra juvenil, aunque ahora nadie me crea.
Me acuerdo de los patinetes naranjas Amaya y de un Sancheski al que mi madre le pegó una tira de lija en el centro.
Me acuerdo de la dinamo en la rueda trasera de la bici. Me acuerdo de que mi hermano le quitó a la suya los guardabarros y de que a mí nunca se me pasó por la cabeza cambiarle nada.
Me acuerdo de que Santi sabía pillar con la radio la frecuencia de la policía, los días que había broncas.
Me acuerdo de que durante los sanfermines del 78 un policía antidisturbios disparó cuando nos asomamos a la ventana. Y de que un manifestante quiso romper con una piedra la luna delantera del coche cuando intentamos atravesar con el 127 un hueco entre una barricada de fuego.
Me acuerdo.
Me acuerdo de mi madre estrechándome los bajos de los pantalones y que los vaqueros solo comenzaban a gustarnos cuando los desgastábamos.
Me acuerdo de que comprábamos macutos militares en una trapería para llevar los libros al instituto y de que en ellos escribíamos con boli “Mili KK”.
Me acuerdo de que salíamos durante el recreo a comprar un bollo de pan y quince pesetas de chorizo a la plaza del Abuelo.
Me acuerdo de que el instituto me presenté a un concurso de mates en una canasta de minibasquet.
Me acuerdo, no se me olvidará nunca, de cuando me subieron al equipo de los mayores y del día que vinieron a verme jugar todos y de que aquel fue el peor partido de mi vida.
Me acuerdo de la semana cultural de Irubide y de que un año trajeron a El Drogas y otro a José Luis San Pedro y otro echaron The Wall de Pink Floy.
Me acuerdo mucho de una canica de metal que me regaló mi abuelo y que me quitó un cura en el patio del colegio.
Me acuerdo de la nieve entrando en las katiuskas.
Me acuerdo de cuando la basura se dejaba amontonada en el suelo y de los gatos que rasgaban las bolsas.
Me acuerdo de los basureros arrojando esas bolsas al camión de la basura.
Me acuerdo de que tirábamos los papeles, los envoltorios, las cáscaras de pipas al suelo.
Me acuerdo de los balones Mikasa, los naranjas y los de tres colores, y cuando se les borraba de la piel los puntitos y los botabas de otra manera, peor.
Me acuerdo cuando se helaban las manos y no los podías botar de ninguna manera.
Me acuerdo de un compañero que siempre me daba una descarga de electricidad cuando se rozaba conmigo en los entrenamientos.
Me acuerdo.
Me acuerdo de los teleñecos y de un cocinero sueco que cantaba Buskibukibuski y del que nadie se acordaba.
Me acuerdo de la película que pusieron el día del golpe de estado, El chico de Brooklin, y de aquel boxeador patoso y pelirrojo golpeando al compás del Danubio Azul.
Me acuerdo de la primera persona que conocí que recordaba esa película y de que llevo junto a ella ya quince años y tenemos dos hijos y de que siempre decimos que algún día tenemos que ver todos juntos esa película.
Me acuerdo de un programa en el que entrevistaban juntos al cocinero sueco y el actor que interpretaba a aquel boxeador patoso.
Me acuerdo.
Me acuerdo de la primera vez que me emborraché en la fiesta del instituto, en primero de BUP, y que no me acuerdo de nada de lo que pasó después.
Me acuerdo de que a veces, muchos años después, soñaba que habían cambiado los planes de estudios y tenía que volver al instituto.
Me acuerdo de que antes de la selectividad unos cuantos nos fuimos de acampada al monte y que se nos acabó el tabaco y que nos fumamos las infusiones de menta y que nos bañábamos desnudos en un pantano y que nos untábamos al salir el cuerpo con barro y que hacía sol y que éramos felices y que todos aprobamos el examen.
Me acuerdo de que durante las fiestas de verano se cantaba una canción que decía “Voló, voló, Carrero voló y en un tejao se encaló, ¡eup!” y con el eup lanzábamos a lo alto los jerseys.
Me acuerdo de que cuando tenía seis años me operaron porque me apretaban los zapatos y me limaron un trozo del tobillo. Recuerdo que después de darme la anestesia me hablaban y me decían que quería ser de mayor y yo contestaba que cazador y misionero.
Me acuerdo de que el último día en el hospital me dejaron elegir el menú y yo elegí macarrones y albóndigas, pero me dieron el alta al mediodía y tuve que irme a comer a casa. Me acuerdo de que mi madre hizo lentejas.
Me acuerdo de los Don Mikis y del Manual del pequeño castor.
Me acuerdo de la noche que murió Charlot, de que fue en Nochebuena y esa misma noche, en casa de mis abuelos, oí a los mayores poniendo los regalos junto a nuestros zapatos.
Me acuerdo de que en Nochevieja decían que pasaba por la calle un hombre con 365 narices.
Me acuerdo.
Me acuerdo de que una vez la Vuelta Ciclista llegó a Pamplona, de que acabó junto a El Porrón y de que fuimos a verla y cuando acabó nos cruzamos con Vicente Belda. Me acuerdo de que, aunque éramos niños todavía, era más bajito que nosotros.
Me acuerdo de que cada año la canción que elegían para los resúmenes de las etapas era todo un hit.
Me acuerdo de “Me estoy volviendo loco”, de Azul y Negro.
Me acuerdo.
Me acuerdo de una película del Gordo y el Flaco en la que hacían de niños y todos los muebles eran gigantes.
Me acuerdo de los locos que se subían en la villavesa de las tres, cuando íbamos al cole. Me acuerdo de Chichi el amoroso, de Gloria, de Lola la loca. Me acuerdo de que Lola la loca se metía con los niños y de que empezamos a coger la villavesa de las tres menos cuarto.
Me acuerdo de un hombre que iba vestido de sheriff por Pamplona y de otro que de repente se quedaba parado durante diez o quince minutos. Me acuerdo de que los días de lluvia, sin embargo, nunca se paraba.
Me acuerdo del cuartito de la biblioteca general en el que estaban los cajones con las fichas de los libros, y de que cuando los pedías a la bibliotecaria se los traían en un pequeño ascensor.
Me acuerdo de que me propuse empezar a leer autores por orden alfabético y que llegué hasta la B, de Bukowski y que después todas mis lecturas se desordenaron.
Me acuerdo de los Me acuerdo de Joe Brainard, y del Je me souviens de Georges Perec y del Akordatzen de Joseba Sarrionandia.
Me acuerdo de que me arrepentí casi inmediatamente cuando empecé a anotar desordenadamente mis propios Me acuerdo, porque se convirtió en una peligrosa obsesión.
Gainsbourg, mi conejo enano belier, ha vuelto de Alcalá Meco hecho un quinqui. No sé si recuerdan que se lo llevó la policía una noche por quebrantar la ley bozal, o la mordaza, no sé, alguna de esas para preservar nuestras libertades.
Ha estado en prisión preventiva dos meses, que no parece mucho, pero en tiempo conejil equivale a año y medio. Y total para dejarlo libre y sin cargos (ya me parecía a mí que escribir en el twiter que se lo estaba pasando bomba delito no podía ser), aunque los periódicos, los que titularon con letras gordas “El conejo asesino” o “Un terrorista muy peludo”, no han publicado ahora nada.
El caso es que desde que Gaisnbourg ha vuelto no hace más que mear en aspersión.
—En el talego uno aprende pronto a marcar el terreno, primo —me dice.
Y también se pasa el día montando a un muñeco de Homer Simpson. Eso lo puedo entender, por la abstinencia y la promiscuidad propia de su especie (los conejos ya se sabe que son unos cerdos), aunque yo también le digo que salga un poco a la calle, vaya a discotecas, se apunte a un curso de bachata sensual, si lo que quiere es quitarse de encima el mono, bueno de debajo—igual dicho así suena raro, zoófilo, o atenta contra el honor de los peluches o contra alguna ley sobre la propiedad intelectual-comercial, yo ya no sé—.
Pero él que no, que todavía no está preparado, que en el trullo lo han maleado mucho y si sale de casa va a ser para liarla parda.
—Chico, ¿pues qué vas a hacer?, ¿atracar una tienda de zanahorias?, ¿afilarte los dientes con un ejemplar de la Constitución de tapa dura?… —le pregunto yo.
—No, comprarme un periódico, o, peor todavía, un libro y pasearme con él debajo del brazo, sembrando el pánico —contesta.
Por lo visto, en la cárcel eso, leer, es tendencia, si quieres ser malo malote, y lo de los tatuajes se ha quedado demodé (aparte de que ¿cómo o dónde se hace un tatuaje un conejo?).
—Llevar tatuajes es propio de la gente normal, sin antecedentes penales ni amantes en cada puerto —añade Gainsbourg.
La verdad es que me paro a pensar y no se me ocurre nada más rompedor y a contracorriente que ver a un chaval de veinte años con un periódico debajo del brazo, en lugar de tanto tatoo y tantos agujeros en los cartílagos y otras partes blandas, que ya no asustan a nadie. ¡Uy qué miedo, un tío con los pantalones cagados!
Igual al principio estos jóvenes iconoclastas se llevan alguna colleja, claro, pero finalmente salvarán la prensa escrita y también la regenerarán, la harán libre e independiente, y dignificarán la profesión y los sueldos de plumillas y columnistas, y gracias a ellos viviremos en una sociedad más culta y, en consecuencia, crítica, en la que hasta los conejos presidiarios saben qué quiere decir iconoclasta.
—Anda, espabila y bajas a la tienda y me traes tabaco, el Liberation y una edición de bolsillo de Corre, Conejo—me saca de mis ensoñaciones Gainsbourg.
Y yo salgo presto a por el recado, porque con esas pistas me da que en dos días mi conejo enano belier se crece, vuelve a ser el de antes y no lo vemos por casa más que a la hora de comer o para pedir la paga. Y, la verdad, ya tenemos ganas, Homer y yo, porque últimamente aquí dentro huele todo a pis que mata.
Entrevista publicada en ON, magazine de los diarios de Grupo Noticias (18/03/2017)
“Para encontrarse a uno mismo a veces hay que perderse antes un poco”
Ha compartido escenario con Adriano Celentano, Renato Carosone o Manu Chao. Le ofrecieron hacerlo con Elton John y Youssou N’ Dour y lo rechazó. Tonino Carotone, que antes fue el Toñín de Kojón Prieto y los Huajolotes, el mariachi más punk del mundo, es el autor de “Me cago en el amor”, la canción que lo convirtió en una celebridad, sobre todo en Italia. Canalla, irónico y hedonista, se define a sí mismo como artista etílico-romántico.
Agárrense, que llega el rey del vodevil. Tonino Carotone se presenta a la cita, en el Café Iruña de Pamplona, puro en ristre y pide un orujo. Sin hielo, claro. Se está quitando la resaca. El día anterior tocó en un concierto en favor de los refugiados. Está en casa de paso. Al día siguiente vuelve a Madrid, a Lavapiés, donde vive, y dentro de unos días a Nápoles, a grabar un videoclip con la actriz y cantante Pietra Montecorvino. Es todo un artista de la música y de la vida, que apura también como un aguardiente, sin hielo, paladeando todos sus ardores. Un desengaño amoroso le recompensó con su mayor éxito, Me cago en el amor, que compuso sentado en una taza de váter. El Toñín, el Toñín que estuvo en la trena cumpliendo por la cara una injusta condena, se convirtió de un día para otro en Tonino Carotone y compartió escenario con sus ídolos: Renato Carosone, Adriano Celentano… En este mondo dificcile de futuro incerto, Antonio de La Cuesta ha sabido siempre cómo cambiar de traje y de piel para seguir vivo, feliz e insumiso, primero vistiéndose de mariachi, con los Huajolotes, el grupo más salvaje del mundo, y después de crooner italiano. Es Tonino Carotone, le invitas a una birra y te canta una canzione.
Patxi Irurzun
¿Cómo se inició usted en la música, le viene de familia?
Yo en realidad me llamo Antonio de la Cuesta, es decir tengo el mismo apellido que el impresor de Cervantes, Juan de la Cuesta. Y mi abuelo me contaba que un manuscrito original del Quijote, era nuestro, pertenecía a nuestra familia, un documento valiosísimo, pero que lo quemaron, aunque yo no me lo creo, pero tampoco me apetece investigar, por seguridad de “la mía familia”… Es una historia familiar, no sé si cierta, pero la cuento porque ese es el único supuesto vínculo familiar con el arte. Quitando eso, yo fui el primer artista de la familia. Siempre me ha tirado el rocanrol, primero por vivir en Pamplona y por todo lo que ha habido en esta ciudad, Barricada, Tubos de Plata… Empecé tocando la batería en Cagando duro, tocábamos canciones punkis, sin salir prácticamente del local de ensayo, luego acompañaba a los Tijuana in blue en todo el golferío, las giras… Yo dejé los estudios por el rocanrol, y todavía a veces sueño que estoy en clase, preguntándome qué hago allí… En el instituto me pegaba más tiempo en el bar que en clase, contestaba a los profesores … Por aquella época comencé a ir a los conciertos de la discoteca Ilargi en Lakuntza, allí vi, por ejemplo, a Ian Dury, que cantaba aquello de Sex & drugs & rock & roll, que yo me lo tomé al pie de la letra. Algunos de aquellos conciertos eran los domingos y yo llegaba a clase todavía colocado… Después empecé a tocar la armónica con los Huajolotes, más tarde a componer alguna canción…
¿Cómo recuerda esa época con los Huajolotes?
Era muy punki, una borrachera continua, y droguerío, siempre puestos, pero con ganas… No ha habido una banda más punki, mas canalla ni más sobrada en el mundo… Solo la puedo comparar con los Pogues… Íbamos por allí en un autobús inglés, con el volante al otro lado, con perros, pulgas, a veces nos paraba la guardia civil, se asomaban y salían corriendo, parábamos en los pueblicos vestidos de cuatreros… Muchos, cuando hablaban de los Huajolotes, decían que éramos la mitad drogadictos y la otra mitad delincuentes, y algunos de las dos. Y bueno, sí, estaba toda esa cultura del alcohol, pero lo que queríamos era pasarlo bien, y cambiar las cosas. Y así estuvimos seis, siete años sin parar: quedábamos el jueves por la mañana en San Lorenzo, que ya llegábamos algunos de gaupasa, y acabábamos en el A la carga, un bar gay de Pamplona el lunes de madrugada, invitando a todo el mundo, cuando ganábamos dinero, que íbamos con fajos de billetes…
Parte de aquella etapa coincidió también con su condena por insumiso…
Fue la época en que los Huajolotes estábamos en pleno apogeo, triunfando, y a veces en la vida hay momentos en los que tienes que decidir si vas por un lado o por otro. Yo tenía veinte años, era salvaje, follador, estaba enamorado, así que pensaba ¿yo voy a ir a dormir todas las noches al talego? Pero hice bien, tire por el lado que debía, fui consecuente. No me llegaron a juzgar, porque el día de mi juicio fui con los Huajolotes y le canté una serenata a la jueza y le dije que me declaraba en rebeldía y que si querían algo de mí que me vinieran a buscar… Y a partir de ahí estuve fugado. En una entrevista en Radio 3, que te hacían un carnet para entrar, yo me lo guardé, y después puse el nombre de un vecino mío, y cuando me paraba la policía por ahí, con mis melenas, yo se lo enseñaba, les decía que estaba trabajando, y al ver aquello de Radio Nacional se cuadraban… Aunque tampoco había realmente una voluntad de detener, porque éramos miles de insumisos y no sabían qué hacer con nosotros. Fue, en definitiva, como la canción de Barricada: “Mis mejores años, clandestinidad”.
Pero después si, después vino ya la cárcel…
Sí, Navarra siempre ha sido un laboratorio para la represión, contra la rebeldía, y aquí mucha gente, los más consecuentes, nos comimos marrones a pulso, sentencias de un año, o de dos años, cuatro meses y un día, algunos nos negamos a la libertad condicional, nos dispersaron… El día que a mí me dispersaron yo tenía vis a vis, algo importante para un preso, y recuerdo que me crucé de camino con mi pareja, que venía de Madrid. Por cierto, me dispersaron a mí y a mi guitarra, me la hicieron llevar conmigo, nos echaron a los dos a patadas. Y con ella compuse después la de Carcelero que me ponía a cantar y los gitanicos me hacían los coros, o me sacaban al patio y yo me ponía en medio a cantarla y después llegaban los funcionarios y me llevaban otra vez al chabolo y entonces yo les cantaba “No me amenaceeees”…
Recorrió unas cuantas prisiones…
Yo iba a Puerto de Santa María, pero me quedé en Navalcarnero, tras pasar por Langraitz, Burgos… Por cierto, cosas de la vida, yo nací en Burgos de casualidad, porque mi padre estaba allí, en la cárcel, en una prisión militar, por defender a unos soldadillos que se metieron con un mando… Y allí, en Burgos, me puse en una huelga de hambre y los funcionarios me metían al chabolo morcillas… Luego también estuve en régimen FIES… Sí, fue duro, y cuando salí yo no era persona, estaba descolocado, estaba como agarrotado, en la cárcel no te rozas, estás como metido en un zoológico, guardas mucho los espacios, las distancias…. Me costó volver a ser yo mismo. Pero después me invitaron a dar una charla en Granada en el 95, en el Espárrago Rock, sobre la insumisión, y allí conocía a Manu Chao, que me invitó a cantar una canción con él, una mexicana, y fue cuando ya me solté otra vez…
Siempre se ha dicho que en la furgoneta de Tijuana in blue, o después con los Huajolotes, se escuchaba música diferente, Luis Aguilé, Raffaella Carrá… ¿Comenzó ahí a gestarse Tonino Carotone?
Sí, con los Huajolotes ya cantábamos la de Felicita, de Albano y Romina Power, o aquello de “Sapore di mare, antimilitare”… Nos gustaba mucho eso de cambiarles las letras a canciones famosas… En aquella época íbamos contracorriente, porque entonces todo era muy cuadriculado, los punkis, los heavys… Pero, bueno, yo siempre he ido a mi bola, siempre he estado un poco loco…
¿Crear ese alter ego de Tonino fue algo premeditado, un personaje para reinventarse?
Siempre me había gustado, me había dado morbo esa música, la música mediterránea, que era lo que decían que yo hacía cuando empecé como Tonino Carotone, pero yo en realidad me defino como artista etílico-romántico, porque vengo de los bares, de la fiesta, vengo de los Huajolotes, vengo del punk… Y creo que por ahí sigo… ¿Un personaje? Todos somos personajes, en realidad, el mío quizás es público, pero yo ya era antes así, el rey del vodevil, siempre a la contra, sinvergüenza… Para encontrarse a sí mismo a veces hay que perderse antes un poco, hay que sentirse canalla. Y ahora, de hecho, estoy un poco en crisis, porque estoy menos golfo, que es cuando salta la chispa. Hay que hacer el tonto, jugarse la vida, y tiene que haber algo, drama, ironía, para que esa chispa salte.
El éxito de su canción Me cago en el amor, en todo caso sí que sobrepasó todo lo que usted podía imaginar. ¿Cómo fue todo aquello?
Yo estaba enamorado, mi novia se fue a Madrid, allí se enamoró de otro, y con todo el dolor de mi cuore me dije: “Me voy a Barcelona”. Y allí hice esa canción Me cago en el amor, que me la inventé un día sentado en el váter. El váter es una capilla en la que estás solo y a veces te vienen las ideas, melodías. Entonces fueron esas frases en italiano, “E’ un mondo difficile / e vita intensa / felicita’ a momenti / e futuro incerto”, que son como un padrenuestro laico. Lo de me cago en el amor ya vino después, y al principio nadie me entendía, menos Manu Chao, que me dio toda su confianza, así que sacamos un single con cuatro canciones, que eran las cuatro diferentes versiones de Me cago en el amor, y esta se convirtió en todo un éxito.
¿Pero no hará todas las canciones en el baño? ¿Cómo compone?
No, no sé, me viene un ritmo, o alguna una idea asociada a él, alguna chaladura, ahora por ejemplo tengo artrosis y entonces me sale un ritmo griego, porque artrosis me suena a griego… Hay que reírse del mal, de la enfermedad, porque cuando te ríes te duele menos. Cuando voy en avión y hay turbulencias hay gente que dice que se va a morir y empieza gritar, pero a mí me divierte, es como montarte en las barracas…No sé, yo canto lo que siento, lo que veo, me gusta interpretar, y a lo hago a mi bola, mis músicos siempre me dicen que mis canciones son raras, que no tienen estructura…
Con Me cago el amor usted se convirtió en una celebridad, sobre todo en Italia, aparecía en la RAI, conoció y cantó con Celentano… ¿Cómo llevó todo eso?
Sí, la canción fue número uno, me llamaron para cantar incluso con Youssou N’Dour y Elton John, en un festival para la FAO. El Toñín y Elton Jhon, imagínate. Aunque yo me negué. Yo ya no era un chavalico, estaba curtido, había pasado por la cárcel, así que no me perdí, entre otras cosas porque yo ya estaba perdido. Y estuve fino para no entrar donde no debía entrar…
Pero sí pudo conocer a sus ídolos y compartir escenario con ellos. ¿De qué habla uno cuando le presentan a Adriano Celentano?
Yo a Celentano lo valoro mucho, por sus letras, su forma de ser. Cuando me lo presentaron me miraba como a un bicho raro, como yo lo he mirado también a él toda mi vida, por otra parte. Lo mejor fue que me presentó a Francesca Neri, que sabía castellano, conocí también a su mujer… Y aquel día estaban también allí Manu Chao y Compay Segundo, imagínate tú. Hice fotos, pero me robaron la cámara los servicios de seguridad de la RAI, que son una mafia.
Tambien conociste a Renato Carosone, del que tomaste tu alias
Sí, yo me llamo Tonino Carotone por Renato Carosone, a quien descubrí una vez de tripi que me pusieron un disco suyo, y ya me quedé enamorado para toda la vida. Carosone consiguió unir toda la música tradicional napolitana con toda la esencia norteamericana del swing, rocanrol, y darle la vuelta, ir a contracorriente…. Con él canté Tu vuo a fa l’ americano, luego me dieron el Premio Carosone, y fue todo un honor.
El futuro incerto de su Me cago en el amor no se diferencia mucho del No future punk… ¿Piensa en el futuro, en qué pasará con Tonino, o con Toñín, si habrá nuevas reinvenciones?
La energía se transforma, yo me voy reconvirtiendo toda mi vida, hay que estar siempre aprendiendo, si no aprendes estás muerto… Lo que sí espero es tener siempre mi punto de inspiración, hay veces que estás más o menos inspirado, y a mí en ese sentido me da mucha vida colaborar con otros artistas. Ahora quiero grabar un disco de duetos con artistas con todo el mundo, tipo Tonino & Friends, empezando por los artistas italianos. Acabo de hacer una canción con Pietra Montecorbino, vamos a grabar un videoclip, que estamos dándole vueltas a diferentes ideas, localizaciones, algunas aquí en Pamplona, otras en Nápoles, a donde me voy dentro de unos días. Nápoles un sitio caótico, a veces fantasmagórico, pero en el que viven al día, porque están bajo un volcán, y a mí me encanta, me encanta ir a comer a las cuatro y que te sirvan, que la gente se ría, su ironía…
¿Qué le aportan todas esas colaboraciones con otros artistas?
Le doy mucha importancia no solo a hacer mis cosas, sino también a compartir ideas con otra gente, tanto si son mías como suyas, liarte, divertirte, mezclar, en definitiva y dicho a la navarra, enredar. Y, además, cuando estoy falto de ideas y espíritu creativo basta tirar del hilo, que me den una idea para sacar lo mejor de mí. El ser humano es una especie animal, mamífera, vertebrada y, dicen, civilizada, social, nos necesitamos unos de los otros y eso a mí me da la vida. Me encanta compartir, el amor sin compartir no es nada, solo masturbación. Hombre, puedes ir solo, si subes montañas o haces maratones, pero luego a la gente le dan infartos… aunque soy consciente de que yo también formo parte de un gremio que tiene uno de los más altos índices de mortalidad, porque el arte, la pintura, la poesía, la música van al límite, y en el caso del rocanrol es la hostia, porque los músicos también nos morimos mucho, de infarto, o de sobredosis, o de pena… Pero a pesar de todo, merece la pena, sí, el rocanrol ha merecido la pena.
Personal
Edad: 47 años. 9 de enero de 1970
Lugar de nacimiento: Nació en Burgos pero se crío en el pamplonés barrio de la Rotxapea y en Barañain. Actualmente vive en Lavapiés (Madrid).
Trayectoria: Comenzó tocando en un grupo punk llamado “Cagando duro”, toda una premonición del tema que lo haría mundialmente famoso: Me cago en el amor. Antes de convertirse en Tonino Carotone estuvo en los inolvidables Kojón Prieto y los Huajolotes. Como Tonino Carotone ha publicado tres discos: Mondo dificcile (2000), Senza retorno (2003) y Ciao Mortali! (2009) y junto al escritor italiano Federico Traversa, el libro Il Maestro dell’Ora Brava (2006). Ha colaborado con artistas como Manu Chao, Adriano Celentano o Renato Carosone, a quien homenajea con su nombre.
Publicado en la sección «Rubio de bote» de ON, suplemento semanal de diarios de Grupo Noticias (11/03/17)
Lo siento, Donald, hoy vamos a hablar de canciones. Y de libros. De Jhonny cogió su fusil , por ejemplo, que es una novela escrita por Dalton Trumbo en la que se narra la estremecedora historia de un soldado estadounidense alcanzado por un obús durante la Primera Guerra Mundial, cuyo impacto le arrancó las piernas, los brazos, la nariz, la boca, las orejas… Joe Bonham, asi se llamaba, sin embargo, conservó su cerebro y su pellejo intactos, de modo que, aunque incapaz de oír y hacerse entender, podía percibir lo que sucedía a su alrededor, recordar y, lo más terrible, ser consciente de su situación.
Las últimas páginas de este libro, cuya lectura debería ser obligatoria en los institutos, como una mili civil, son uno de los alegatos más rotundos contra las guerras y contra quienes las alientan, las necesitan, se enriquecen con ellas (la industria armamentística es una de las más boyantes del mundo, sus principales ejecutivos algunos de los que se hacen llamar a sí mismo “nosotroslosdemócratas”; es sangrante, por ejemplo, y nunca mejor dicho, el caso del anterior ministro de defensa, el getxotarra Pedro Morenés, a quien en alguna ocasión se ha definido como una puerta giratoria en sí mismo, pues llegó al cargo directamente y sin ningún escrúpulo desde una de las principales empresas armamentísticas y ya en el ministerio firmó con ella jugosos contratos; tú mismo, Donald, has declarado hace poco que aumentarás el presupuesto militar de tu país, que seguramente es lo que necesitan quienes viven en él, eso y un muro bien alto. Cierro paréntesis).
Pero nos estamos despistando, íbamos a hablar de libros. Y de canciones. El caso es que Joe Bonham, el protagonista de Jhonny cogió su fusil, consiguió finalmente comunicarse con su enfermera a través del código Morse, que punteaba cabeceando sobre su almohada. La imagen se puede ilustrar con el video de una de las canciones más conocidas de Metallica, One, en el que se incluyen imágenes de la película homónima, Jhonny cogió su fusil, que el propio Trumbo dirigió (bueno, ya puestos vamos a despistarnos otra vez: no sé si Metallica se inspiró directamente en la película o en el libro; es algo que observo con frecuencia últimamente, las versiones de versiones de versiones, que acaban por hacer olvidar por completo el original, de modo que, por ejemplo, Aitormena no es una canción de Hertzainak sino de Go!azen; creo que todo ello tiene que ver con que todos los programas de música de la televisión de hoy en día no son en realidad programas de música sino karaokes. Cierro paréntesis)
Dalton Trumbo fue, efectivamente, además de escritor, cineasta. Escribió los guiones de películas como Espartaco o Papillon, que también fue antes que película novela, otro clásico, este de la literatura carcelaria, y del cual conservo uno ejemplar prestado, en este caso por mi amigo Juantxo el jipi, que nunca pienso devolverle, porque él no lo echa de menos y también porque fue una de sus lecturas mientras estuvo encarcelado por insumiso, lo cual lo convierte para mí en una especie de fetiche, un pedacito de historia y de memoria, un plano para una fuga (los libros siempre lo son y también la fuga en sí misma). Juantxo, por cierto, compartió prisión con Tonino Carotone —cuando era el Toñín y estaba en la trena—, quien cantaba el famoso himno antimilitarista Insumisión con los Huajolotes y a quien la semana que viene entrevistaré en esta revista.
Pero, enfin, creo que no voy a seguir, Donald, porque a ti todo esto, los libros, las canciones, te dan igual; espero que al resto de mis amables lectores no (porque si no acabarán pareciéndose a ti y teniendo el pelo y los pensamientos de color napalm, advierto. Y cierro, definitivamente, paréntesis.)
El pasado miércoles Punto de Vista dedicó una sesión especial a las películas del danés Jørgen Leth y la bilbotarra Olatz González Abrisketa, Pelota y Pelota II. En la misma estuvieron presentes algunos de sus protagonistas, como los pelotaris Panpi Ladutxe y Juan Martinez de Irujo… y entre ambos un cronista.
Yo iba a escribir, en realidad, otra película (o sobre otra película, o sobre otras películas), pero esto es Punto de Vista, donde la excepción, la heterodoxia es la norma; un festival que puede programar una sesión de un cineasta sin cine o convertir la pantalla en blanco de un cine en la pared de un frontón. Y sin pretenderlo, por pura casualidad, los duendes del festival propiciaron que de repente me encontrara sentado en la sala al lado de dos de los protagonistas principales de sendos documentales que ayer se proyectaron en la sesión especial dedicada a la pelota vasca: los pelotaris Panpi Ladutxe (a mi izquierda, y que aparece tanto en Pelota, la película de 1982 del danés Jørgen Leth , como en Pelota II) ,) y Juan Martínez de Irujo (en la butaca anterior, y a quien la cámara sigue en esta segunda película, en la que el director danés vuelve en 2015 sobre sus pasos de la mano de la antropóloga Olatz González Abrisketa).
¿Cómo escribir entonces, una crónica al uso, si los protagonistas de la película que estás viendo están a la vez sentados a tu lado? ¿Cómo hacerlo cuando aparece en pantalla Panpi entonando una canción, en su trinquete familiar de Ascain, y al mismo tiempo lo oyes tararearla junto a ti? ¿Cómo cuando las imágenes lo proyectan jugando un partido y al estrellar una pelota en la chapa se lamenta entre dientes: “¡Ahí tenía tanto a la derecha!”?… Ha sido la primera vez que no me ha molestado que alguien hablara en el cine. Y Martínez de Irujo y Ladutxe hablaron mucho, entre ellos: “¿Juan, tu las guardas?”, pregunta Panpi cuando en pantalla aparece la colección de pelotas usadas en las finales ganadas por Retegui II, “Algunas”, contesta el de Ibero; “¡Esas son mis manos!”, exclama Ladutxe cuando aparece poniéndose los tacos…
Manos. En Pelota y Pelota II salen muchas manos. Manos, con dedos quebrados y blancos, manos hinchadas; manos de pelotaris, pero también de corredores de apuestas o de fabricantes de pelotas, engomándolas, cosiéndolas… “Cada pelota es única”, repite varias veces la voz en off en ambos documentales, y vemos las manos del artesano colocando el caucho, que previamente ha extendido sobre papel de periódicos. Cada pelota lleva pues, en su núcleo, restos de tinta de las noticias del año en que se fabricó. Cada pelota tiene su historia y su voz, y vemos a pelotaris, seleccionadores de material, botándolas, escuchando qué les dicen…
Pelota y Pelota II tienen la enorme virtud de convertir la pelota, más allá del puro ámbito deportivo, en una metáfora o un espejo de la personalidad de un pueblo y de su cultura, de lo que es y por qué lo es (preciosas las imágenes de Pelota II, con pelotaris profesionales jugando al puntero en un frontón de Leitza, con niños del pueblo), o de lo que ese pueblo anhela o puede ser (no menos emocionantes, las de Irujo y Oinatz Bengoetxea, rivales en la cancha, compartiendo vestuario y charlando amigablemente, mientras se quitan los esparadrapos que protegen heridas enquistadas golpe a golpe, durante años).
Los dioses pequeños de la casualidad y del cine de no ficción, en definitiva, propiciaron ayer a este cronista una oportunidad única, es cierto, pero también lo es que cualquiera que hubiera visto ayer estas dos magníficas películas seguramente también pudo sentir esa sensación inigualable, cuando el cine traspasa la pantalla.