“Habría que asesinar a todos los intrusos,
incluyéndome a mí” Kutxi Romero, cantante y escritor intruso
El cantante de Marea acaba de publicar Allanamientos, un libro en el que recopila artículos, prólogos y colaboraciones que ha escrito por amistad para otros artistas.
Kutxi Romero tiene una flor en el culo. Todo lo que toca lo convierte en mierda. Mierda de la buena. Además de sus trabajos al frente de Marea— con quienes ahora mismo anda trajinando el esperado disco nuevo—, de su disco en solitario y de sus poemarios, ha colaborado en cientos de canciones y libros de otros artistas, escribiendo en este último caso prólogos o textos para trabajos de diferentes escritores: Petisme, Manolillo Chinato, Enrique Cabezón Kb, Kike Babas…Y ha escrito también artículos para prensa, relatos, una novela de culto (tanto que solo la hemos leído tres o cuatro privilegiados que sabemos que es una bomba, un disparo de trabuco, un navajazo en las hojas de los manuales de literatura en los que debería figurar, pero no lo hace porque ella misma se ha negado repetidas veces y por diferentes circunstancias —a las que llamaremos el destino— a ver la luz).
De todo ello deja constancia en Allanamientos, el nuevo libro que de la mano de Desacorde, publica, recopilando buena parte de esos “prólogos, artículos y demás actos inútiles”, según reza el subtítulo. En ellos la pluma del de Berriozar vuelve a dejar resplandecientes destellos de poesía, golpes de kárate en la nuez de la corrección política, carretadas de mierda, en definitiva, que huele que alimenta, porque la flor en el culo de Kutxi Romero en realidad es puro talento natural, y aunque él se sienta un intruso en el mundo de la literatura muchos escritores se cortarían la mano —o habría que cortársela— a cambio de solo alguna de sus frases o versos.
En las páginas de Allanamientos también se oye el eco de carcajadas, plenas de vida y nicotina, como las que Kutxi profiere a lo largo de esta entrevista que realizamos en el Kutxitril, su txoko de Berriozar. A la puerta del mismo siguen los grafitis con la imagen de Silvio, el artista sevillano, y Rockberto, el cantante de Tabletom; algo más allá también se ve dibujado en una pared a Evaristo; pero además en la plaza hay una novedad: la placa con su nombre nos indica ahora que, desde mayo, esta se llama Plaza Marea. Los Marea son ya toda una institución, en Berriozar y en el mundo del rock. Podría haber plazas con su nombre en todos los barrios. Como decimos, ahora andan mareando las nuevas canciones, pero después de que estas vean la luz, Kutxi amenaza con ponerse con una nueva novela, que sin duda dará que hablar. Aunque cuando se trata de hablar, nadie como él, el bandolero Kutxi Romero, tal y como demuestra, una vez más, a continuación.
La portada de tu nuevo libro es una flor plantada en un retrete, en algunas fotos de promoción apareces sentado en una taza, haciendo al caganer… Puede parecer pura provocación, pero en realidad no es algo nuevo, siempre has establecido símiles entre crear y mover las tripas
Yo siempre he dicho que para mí escribir es algo fisiológico, algo que te pide el cuerpo, igual que otras veces te pide potar o cagar. Y por eso siempre he sido un escritor muy escatológico, a pesar de todo lo poético que soy, o que se supone que soy, porque cuando me llaman poeta es como si me llamaran astronauta de la Nasa. En realidad nunca he tenido ninguna intención de ser escritor, yo solo soy un intruso. Sí me gusta el acto en sí de escribir, escribir canciones… pero escribir canciones es otra cosa, eso no es ser escritor. Aunque yo siempre he defendido que escribir canciones es mucho más complejo de lo que parece, porque con diez versos tienes que ser capaz de hacer música, el arte más inmediato. Lo de la escritura lo hago porque, como digo, me gusta, lo necesito, y porque con las canciones no tengo suficiente, sin más. Aunque debo de tener cierta gracia porque llevo escribiendo veinticinco años y engañando a todo el mundo. Lo de la portada, por lo demás, fue para hacerme el farruco, porque siempre digo que intento poner un poco de luz entre tanta mierda. Y por eso también lo de la flor del libro, que en realidad se iba a titular, Qué bien huele cuando cago, pero ya me parecía demasiado fanzinero y yo ya soy un señor de 42 años, así que lo he dejado en Allanamientos, que en realidad es lo que hago aquí, entrar en las casas ajenas.
¿Llevas la cuenta de esos allanamientos, de los discos o libros en los que has colaborado?
Discos las estuvimos hace poco contando y son 211, y todos ellos los he gafado, han sido fracasos absolutos.
Y sin embargo te siguen llamando
Sí, pero porque saben que voy a estar, que si llaman a Fito u otros, que siempre andan liados, no van a poder. Yo como saben que soy un gandul… Y además yo siempre tengo el mismo tono y entonces no hay canciones que me queden mal.
En el caso de los libros, en realidad no hay ese movimiento de tripas o acto creativo del que hablabas antes, puesto que son encargos…
Sí, bueno, encargos… En el 100% de los casos, igual que en la música, siempre lo he hecho por amistad, nunca he tenido compromisos ni económicos, porque siempre he colaborado gratis (bueno, la única vez que me querían pagar era en Rolling Stone, una colaboración mensual, y me pidieron una de prueba, pero en el primero me quiso denunciar la SGAE, que me mandó una carta amenazante, y ya no hice más; sale en el libro, por cierto), ni de otro tipo, como articulista o articulero, que también me han ofrecido pero no he querido porque eso ya implica una responsabilidad, que no quiero. Yo hago estas cosas solo por placer, o por amistad.
Supongo que también habrás tenido muchas veces que decir que no
Sí, pero en esa ecuación ya no entraba la amistad. Yo tengo un ego superlativo, tengo tanto ego que no necesito ni cantar ni escribir ni nada, me aplaudo yo solo. Hay peña que necesita el escenario, el aplauso, o la hoja de papel… A mí no me hace falta. “Entonces ¿por qué editas tus libros?”, dirán algunos. Porque me gusta tenerlos a mí, para ordenarme y no tener desperdigado todo por ahí en papeles sueltos. De ese modo ya tengo mi poesía, toda juntita, mis articulitos, todos juntitos… Es como que el archivo me lo va haciendo otra gente. Así que me lo publican y después yo en realidad ya me olvido. De hecho en los dos últimos libros he hecho dos entrevistas solo, una contigo y otra más. Y luego aparte esta el tema del intrusismo, porque yo me siento un intruso en la literatura e intento no hacer mucho ruido. Habría que asesinar a todos los intrusos, incluyéndome a mí. Es lo que siempre digo del neocirujano: igual que yo no opero del corazón con el Quimicefa los fines de semana a los intrusos no deberían de dejarnos hacer nada, debería estar prohibido y penado con tortura previa al asesinato.
De hecho, a los largo de los diferentes Allanamientos se repite la idea de que ese prólogo o ese texto para un libro ajeno va a ser el último que escribas.
Sí, siempre es el último. Cuando son gente joven, que es lo primero que sacan, me cuesta menos. Pero cuando son escritores consagrados te siente ridículo y te preguntas qué mierdas querrán de ti, o por qué, ellos que conocen a lo más granado de la literatura, te llaman a ti, que eres un zoquete… Entonces es cuando me digo “Hago este y ya está”, pero luego me vuelven a pedir y como son gente a la que tengo respeto y admiración, no puedo negarme.
Y que además te lo piden con mucha educación.
Claro, yo la mayor virtud que aprecio es la educación, si a mí un asesino en serie me viene y me pide educadamente un artículo para su libro seguramente se lo haga. Aprecio mucho la educación, pero además la educación cristiana, que es algo que tenemos metido los que nacimos en el franquismo. Cosas del tipo: a este señor le voy a meter dos tortazos pero se los voy a meter educadamente. O como cuando te atracan en México, que te ponen la pistola en la cabeza y te dicen muy educadamente “Me va a dar usted lo que lleve o se me muere ahorita mismo”.
Además de los prólogos en el libro hay algunos cuentos y algunos fragmentos de una novela que nunca llegaste a publicar, y que sin embargo dejan con las ganas, porque transmiten mucho pulso, mucha potencia literaria y, eso que se dice, un universo propio (Berriozar, los gitanos, la calle)…
La novela la escribí en mayo del 2004 y sacarla ya sería como poner a hacer la comunión vestido de marinero a un hombre de cincuenta años. Pero sí que tengo planeada otra novela. No me he puesto a escribirla todavía, pero llevo dándole vueltas dos o tres años y voy notando que me ronda, que ahora es el momento de ponerse con ella, de escribir una macarrada por la que sea odiado por todos los estratos sociales y políticos.
Quizás porque eres músico se te nota un gran oído para los diálogos, las jergas…
Los escritores que me han gustado siempre son los que su punto fuerte son los diálogos, con jerga, o muy visuales, en los que puedas ver el lenguaje no verbal. Yo en lo que escribo si salen picoletos o gitanos, intento que les puedas ver la jeta, a través de lo que dicen.
Pero no es nada fácil escribir ese tipo de diálogos con naturalidad
Para eso tienes que haber vivido lo que cuentas. Como Pedro Juan Gutiérrez en Centro Habana, o Bukowski, que vivía en los bares… A ellos les sale con naturalidad, y para mí igual, no entiendo otra manera de hacerlo
Da la sensación de que escribes sin tener que apretar, sin esfuerzo, pero esa naturalidad es muy compleja, y en tu caso, además del talento, de la flor en el culo, también hay todo un bagaje cultural detrás, muchas lecturas, porque eres un lector compulsivo.
Sí, y en eso agradezco haber sido un lector indiscriminado. Hasta que no tuve más de veinte años no me fui haciendo un criterio o un gusto definido, como lector, luego ya sí, y me dije que si lo que me gustaba era una cosa para qué seguir intentando abarcar otras, otros géneros, que no acababan de entrarme; pero gracias a eso leí mucho de chavalico, y algo de eso se queda ahí.
Tú alardeas, por ejemplo, de ser de los pocos que han leído todos los libros de Sánchez-Ostiz
Para mí es uno de los cinco mejores escritores de la península histérica y el mejor escritor navarro de la historia con mucha diferencia. Yo lo voy a reivindicar siempre, lo reivindico todo el rato. Lo he tratado poco, y no puedo juzgar, pero creo que tiene un desequilibrio de los que me gustan a mí, de los que tenemos los que nos dedicamos a esto, del tipo vamos a morir solos. Yo a gente como él, o como David González, o en la música El Drogas, o Gorka de Berri Txarrak, los admiro, porque son los que son por encima de todo. No conozco a Sanchez-Ostiz como para asegurarlo, pero estoy seguro que es de esa gente que está dispuesta a sacrificarlo todo por ser escritor. Hay quien dirá que eso se llama egoísmo, pero yo creo que es valentía, porque supone estar dispuesto a sacrificar cosas muy importantes de tu vida, porque has decidido que lo más importante de ella es escribir, o la música, y eso va en detrimento de tu vida social, familiar, y genera un montón de problemas, que en el fondo no son tales, porque es lo que tú has decidido y lo que quieres ser. Y Sánchez-Ostiz o El Drogas ya no pueden ser otra cosa. Con 18 años puedes ser muchas cosas, con 35 bastante menos y con 50 ya solo una, y ojalá tengas suerte y seas lo que has decidido ser, porque el 99% de la población se planta con esa edad y se encuentra con que es algo que odia. Así que si hemos de acabar en algo hay que intentar al menos convertirse en lo que uno ha elegido, aunque sea un error.
Allanamientos es una muesca más en su trabuco. ¿Para qué proyectos le queda todavía pólvora todavía al bandolero Kutxi Romero?
No sé, yo no hago proyectos de una forma premeditada. Las cosas hay un momento que me llegan. Sé que hay cosas que voy a hacer, por ejemplo, sabía que un día iba a hacer un disco con flamencos, como el de los Jatajá, que llevaba cuatro o cinco años dándole vueltas en la cabeza. La novela que te digo también sé que la voy a hacer, porque la noto rondándome. Es algo que la cabeza o el cuerpo te pide. O las canciones. Yo nunca me siento a escribir una canción, cuando me siento ya está escrita. Me pego un mes con ella en la cabeza, pienso en ella cuando voy a hacer la compra, y ya luego cuando me siento ya está escrita. Hay mucha gente que dice: “Todos los días me siento a las cuatro a escribir”, y yo pienso “¿Y todos los días tienes ganas?” Es como si dijeras: “Todos los días me siento a las cuatro a cagar”. Que igual te vienen las ganas a las seis y has perdido ahí dos horas…
Pero para que vengan las ganas de sentarse, en la taza o en el escritorio, sí que tiene que haber antes un proceso digestivo.
Sí, pero es mental, y como no podemos dejarnos la cabeza en casa, que más nos valdría la mitad de las veces… Yo es que además, ya te digo, soy muy vago, a mí no me pasa eso que decía Picasso, que la inspiración te tiene que coger trabajando, porque entonces a mí no me pilla nunca. Yo me quedé en el oficio del rocanrol porque es muy plácido: de vez en cuando se te ocurre una canción bonita, sales a tocarla, te aplauden, te pagan… Me parece algo maravilloso, e incompresiblemente me ha durado hasta hoy. Y lo de hacer poemas y textos en realidad es una manera de reciclar cosas que igual para canciones no me valen, ideas que tienes, o cosas que ves, que las escribes y cuando tienes 150 las juntas y sacas un libro. Hombre, sí que tienes que estar predispuesto a ello, a ver esas cosas, y a rumiarlas. Las canciones las rumio más, porque tienen un montón de rejas, métrica, melodía, fonética, y hay que darles mil vueltas, son lo que más loco me vuelven, así que cuando me pongo con un poema o con uno de estos textos del libro, me resulta en cierto modo fácil, me parece que son cosas que podría hacer mi hijo. Por cierto, mi hijo cuando llegó el libro y leyó la solapa dijo: “¡Pues para lo vago que eres ya has hecho cosas!”. Y, después de todo, la verdad es que sí.
Cuento incluido en «La tristeza de las tiendas de pelucas» * (Patxi Irurzun/Pamiela 2013).
—En este pueblo solo hay sitio para un negro— escupió Gorka Iruretagoiena, el concejal de festejos, mientras sobre su cabeza la ETB2 echaba una de vaqueros.
Pero nadie en el bar se rió, a pesar de lo ridículo de la situación: Iruretagoiena iba disfrazado de Baltasar, el rey mago; algunas gotas del octavo pacharán que se atizaba esa tarde le resbalaban por la barbilla, borrando la pintura negra de su cara; y sobre todo, había dirigido sus desafiantes palabras a Amadú, un senegalés que trabajaba como arrantzale en uno de los barcos del puerto, y que también estaba disfrazado de rey mago.
—Pues como negro, yo soy más negro que el copón —contestó Amadú, en un perfecto euskera, y, después de atizarse de un trago una lata de Aquarius y dejarla bruscamente sobre la barra, añadió, encañonando con la mirada al concejal: — O sea, que igual el que sobra aquí eres tú.
El humo de su cigarrillo humeó en la boca igual que el cañón de un revólver recién disparado y un silencio denso y circulante como la sangre se hizo en el bar. Solo se escuchaba temblar la esquina de un poster del Atlethic, pegado en la pared y agitado repentinamente por una corriente de aire de galerna, que se había filtrado por debajo de la puerta.
—Anda la hostia, lo que faltaba por oír—comenzó a gesticular el concejal, e intentó arrastrar con las aspas de sus brazos a alguno de los txikiteros y de quienes jugaban al mus, pero nadie le siguió el aire esta vez.
Iruretagoiena, además del concejal de festejos, es decir, quien organizaba la cabalgata de reyes cada año (reservándose para él el papel estelar), era el patrón de la cofradía de pescadores. Un hombre acostumbrado a mandar y a ser obedecido. Amadú, por su parte, era un joven rebelde y orgulloso. No había venido desde tan lejos para dejarse pisar por nadie. La historia de siempre. Hombres que quieren progresar y hombres que quieren conservar lo que tienen. Y alrededor, hombres que miran la pelea y tal vez desean que por una vez gane el menos fuerte, pero no dicen nada, por temor a llevarse algún golpe.
—Eso no me lo repites tú a mí ahí fuera, en la calle —retó Iruretagoiena, acorralado por aquel silencio nuevo y extraño.
—En la calle y donde haga falta — contestó Amadú, sin achantarse, y él mismo echó a andar hacia la puerta del bar.
Pisaba con fuerza y a cada paso tintineaban las tapas doradas de latas de anchoas con que había cubierto su capa de rey mago. Pero tampoco entonces nadie se rió, ni intentó detenerlo. Amadú se había hecho respetar y querer en el pueblo. En el barco trabajaba bien. Tenía iniciativa. Había aprendido euskera. Y era valiente. Fue el primero en decir en voz alta lo que todos comentaban en corrillos: que los niños no eran tontos y se daban cuenta de que Iruretagoiena no era un negro de verdad; que decían que olía a pacharán; que cualquier día habría una desgracia y se le caería un crío de los brazos al subirlo a la carroza o sería él mismo el que se descalabrara…
Por todo ello, en la comisión de festejos se aceptó de buen grado que Amadú se ofreciera para representar a Baltasar ese año en la cabalgata. El problema fue cuando se lo contaron a Iruretagoiena, a quien, como compensación, ofrecieron hacer ese año de Olentzero.
—Los cojones— fue su testicular respuesta.
Un hombre como él no podía rebajarse a ser un simple carbonero. Él era el concejal de festejos. El patrón de la cofradía de pescadores. Y nadie iba a destronarlo así como así. Mucho menos un extranjero, un recién llegado…
—Un arrantzale que solo bebe Aquarius— se burló de él.
El concejal, pues, se negó a ceder su corona (su corona y todo el traje de rey mago, aunque eso no hizo desistir a Amadú, que decidió confeccionar él mismo su propio disfraz), así que ahora, a solo unas horas de la cabalgata, allá estaban los dos Baltasares, plantados uno frente al otro en mitad de la calle mayor, desafiantes y con ganas de pelea.
Iruretagoiena fue el primero en desenfundar. Le lanzó a Amadú una patada entre las piernas, pero este se apartó sin demasiada dificultad y el concejal, borracho como una cuba, giró sobre sí mismo y cayó de bruces sobre un charco, donde se quedó inmóvil, incapaz de levantarse por sí mismo. Todos vieron cómo el senegalés se acercó para ayudarle a ponerse en pie y cómo el concejal aceptó el brazo que este le tendía.
Fue un acto conciliador, con el que parecía que todo había terminado, pero de repente alguien gritó:
—¡Los morroskos!
Y por una esquina de la calle vieron aparecer a los dos hijos gemelos del concejal, dos muchachos de veinte años, dos bestias pardas, altos como montañas y con brazos como chuletones, que se abalanzaron sobre Amadú y lo golpearon por sorpresa y brutalmente. Descargaron sobre él patadas y puñetazos que dolían incluso desde detrás de las ventanas. Amadú quedó tumbado en el suelo, como un muñeco de trapo, ocupando el mismo lugar sobre el que unos segundos antes yacía Iruretagoiena, al que sus hijos cogieron en brazos y volvieron a introducir en el bar.
—Tres pacharanes—pidió desafiante uno de ellos, mientras el otro reanimaba y volvía a acomodar a su padre en la barra, el trono que al parecer no resultaba tan fácil arrebatarle.
Nadie dijo nada. De nuevo el silencio se apoderó del bar. Un silencio que poco a poco volvía a colocar todo en su sitio. Al cabo de un rato, alguien tiró una carta sobre el tapete y envidó a chiquitas. Otro se acercó a la barra y pidió una sidra. “Su tabaco, gracias”, se escuchó la voz metálica y deshumanizada de la máquina… Y de reojo, todos miraban por la ventana y comprobaban aliviados que algún alma caritativa debía de haber socorrido a Amadú, quien ya no estaba tirado en la mitad de la calle, malherido e inconsciente.
Pasaron varios minutos más y cuando ya todos se habían olvidado de él y tranquilizado sus conciencias, la puerta volvió a abrirse, y una bocanada de aire frío y húmedo colocó al senegalés en el centro del bar. Tenía un ojo hinchado y una tirita en la ceja, justo debajo de la corona de cartón del Burger King, en la que él había escrito con una cuidada caligrafía: Baltasar.
Amadú se acercó renqueante hasta la barra. Al pasar bajo una lámpara las tapas de las latas de anchoas en su capa de rey mago refulgieron con destellos dorados.
—Una lata de Aquarius —pidió, y clavó su mirada desafiante y orgullosa en Gorka Iruretagoiena y en sus dos hijos.
Sobre la cabeza del camarero, en la película de vaqueros de la ETB2, sonaba música épica y crepuscular, pero todos sabían que aún quedaban varias escenas hasta que aparecieran aquellas dos palabras:
Publicado en Rubio de bote, sección quincenal del semanario ON (Grupo Noticias)
28 de diciembre: Hoy he salido a probar el inhibidor de villancicos. He ido al Ultramarket, porque mi invento en principio está concebido como una herramienta de trabajo, que proteja a los dependientes de los centros comerciales del bucle insoportable de canciones navideñas que deben soportar durante estas fechas. Con el inhibidor los villancicos los escucharían solo los clientes (quien dice villancicos dice el txunda-txunda del resto del año). Funciona medio bien (la versión de El tamborilero de Raphael se ha colado porque el aparato la detecta como música indie), pero debo solucionar algunos flecos que resuelvan mis dilemas éticos, como que el inhibidor pueda ser utilizado fuera de este ámbito profesional y pueble el mundo de seres intolerantes e ignorantes que desprecian los gustos de los demás. Los inventores estamos sometidos a esos peligros, al uso inmoral de algunos de nuestros inventos, como le sucedió a Einstein con la bomba atómica. Claro que a veces yo mismo también le doy vueltas a esa idea de inventar una bomba. Una bomba que mate solo a gilipollas.
29 de diciembre: La idea de la bomba no es mía, la escuché en una canción de UGE y empecé, por deformación profesional, a pensar en ella. Ser inventor no es algo para mentes superdotadas, solo hay que tener un poco de predisposición y ser algo obsesivo. Fijarse en los pequeños detalles de la vida, en los inconvenientes que esta nos plantea a cada paso y rumiar sus soluciones. Hoy, por ejemplo, he visto uno de esos olentzeros que se cuelgan de los balcones con una guirnalda de luces intermitentes en la espalda. No tiene sentido. Olentzero, en teoría, tiene que entrar en las casas sin que nadie lo vea. Así que he empezado a pensar en algún dispositivo que mantenga la fantasía de los niños, por ejemplo, que llame su atención con esas luces en un primer vistazo, pero que en la siguiente intermitencia haga desaparecer a sus ojos la figura del carbonero.
Es una tontería, pero a veces pienso en esas cosas, solo por entrenar. Como lo de la bomba antigilipollas. Creo que podría hacerse, pero nunca patentaría algo así. Lo que sí estoy meditando seriamente es revisar mi luz trasera para el coche con el aviso “Distancia de seguridad”, para advertir a los conductores que se te pegan en carretera. He observado que, lejos de disuadirlos, esa luz aviva sus instintos asesinos, así que creo que debería cambiarse la luz por una bazooka que se active automáticamente, en defensa propia, cuando se acerquen a menos de tres metros.
31 de diciembre: Hoy suele ser uno de esos días que se echa la vista atrás, se hace balance del año, pero yo me he ido más lejos, y me he dado cuenta de que llevo toda la vida con esto de los inventos. Han sido muchos años de esfuerzo y dedicación, y a veces pienso ¿para qué? Es curioso, porque quizás los inventos de los que más orgulloso estoy son aquellos que no he conseguido sacar adelante o no eran pragmáticos, en el sentido en que no lo es, por ejemplo, la poesía, como el matamoscas con un agujero en el centro, para darle una oportunidad a la mosca, o las sandalias con capota para los días de lluvia (los dos los tuve que regalar finalmente a un escritor, un tal Patxi Irurzun, para una de sus novelas titulada Pan duro). Otras veces, sin embargo, cuando alguien me da las gracias por uno de mis inventos, siento que ha merecido la pena. Me ha pasado hoy, cuando he regresado a probar el inhibidor de villancicos al Ultramarket y un dependiente al testarlo ha comenzado a llorar como un niño. “¡Gracias! Estaba a punto de volverme loco”, me ha dicho, y luego, de hecho, ha empezado a desvariar: “¿Por qué se peina la virgen a escondidas? ¿Los peces beben agua? ¿Tanta agua?”, gritaba, tirándose de los pelos. Luego, cuando se le ha pasado la crisis, me ha abrazado. Y finalmente me ha deseado feliz año. Lo mismo digo. Feliz año. Feliz año a todo el mundo. Menos a los gilipollas que no guardan la distancia de seguridad.
“Me gustaría pensar que este de hoy es también un Bilbao verdadero que sabe dónde está el mar, el camino»
Carlos Egia. Escritor
El autor bilbaíno acaba de publicar El sacrificio de los peces (Txertoa), una historia ambientada en el Bilbao de la posguerra en la que la ciudad, sus muelles y barrios, son algo más que el escenario de una novela tan dura como tierna.
En El sacrificio de los peces el Bilbao de posguerra comparte protagonismo con Miguel y Bego, dos niños que a través de su mirada inocente y sincera retratan una época convulsa y triste, de imposición, hambre, humillación de los vencidos, en la que la vida y el morral se ganaban con estraperlo, imaginación y una solidaridad doméstica y clandestina. Esta es la primera novela publicada por Carlos Egia, escritor curtido ya en los relatos breves (fue ganador, por ejemplo, del premio Bruma Negra).
Esta es su primera novela y es, curiosamente, en parte también una novela de iniciación ¿es una casualidad?
Probablemente, aunque no es, exactamente, mi primera novela. En todo caso, si tiene un claro componente de iniciación, la que sufre todo adolescente que se enfrenta a un mundo nuevo, desconocido y peligroso, y lo hace, además, solo y con la inocencia como única arma.
Es cierto que usted lleva toda una vida escribiendo, pero ¿por qué se decide ahora a publicar, qué circunstancias se han dado?
Creo que se han dado dos circunstancias básicas, que son (y no sé si en este orden o al revés) la oportunidad de escribir y la necesidad de hacerlo. He pasado mucho tiempo ocupado en otras cosas y, poco a poco, iba sintiendo cada vez más la presión, la urgencia también, de volver a escribir. Por último, he tenido la suerte de que alguien (el binomio Elkar – Txertoa) se haya fijado en mi trabajo y me haya dado la oportunidad de publicar, que no es poco.
La novela se sitúa en una época y un lugar muy concretos, el Bilbao de posguerra y escenarios más o menos marginales (los muelles, los ambientes de estraperlo, etc.). ¿Cómo conoció todas esas historias y por qué le atrajeron?
En la novela se mezclan tres tipos de historias: las escuchadas, las vividas en primera persona y las inventadas. Todas ellas, lógicamente, adaptadas a una época y a un escenario muy concreto, el Bilbao de la inmediata posguerra, el Bilbao del hambre y la enfermedad, malherido pero vivo todavía. Creo que lo que me atrae de esa situación es su crudeza, su dramatismo, y también su fuerza y su vitalidad. Fue un momento crítico. La ciudad, y sus gentes, tuvieron que empezar de nuevo, y para eso valía todo, o casi todo.
¿Queda algo de ese Bilbao?
Creo que muy poco, o al menos así lo veo yo. Queda el recuerdo y, supongo, también el carácter que debería resultar de lo aprendido, pero es todo muy distinto. Me gustaría pensar que este de hoy es también un Bilbao verdadero que sabe dónde está el mar, el camino, pero no estoy del todo seguro.
Son historias duras pero que de alguna manera dulcificas con la mirada infantil de Miguel, ¿lo hace conscientemente?
Creo que pensé que la mejor forma de expresar las verdaderas consecuencias que para nosotros tuvo la guerra, y lo que vino después, era a través de la mirada inocente de un niño. Y la más sincera.
Es también una novela de personajes en diferentes planos, los personajes principales de Miguel y Bego están al frente, pero el resto, los “secundarios”, tienen también mucha presencia…
Es una novela de personajes, es cierto. Me gusta pensar que todos, incluso el que menos presencia pueda tener en la historia, tienen una personalidad definida y clara; tienen su carácter y son reconocibles. Además, son como las historias: algunos tienen un referente real, otros son más tipos que todos conocemos y, por último, hay personajes que solo son producto de mi imaginación, como Miguel, Tomás y Bego, el trío protagonista.
Y están los personajes ausentes, los padres de Miguel, ¿quería contar de alguna manera su historia, y la de los perdedores de la guerra, a través de quienes se quedan en Bilbao?
La historia de la familia de Miguel es la de tantos que sufrieron las consecuencias de la guerra. De perder la guerra, además, porque una guerra es un desastre en sí misma, una tragedia de consecuencias incalculables, pero si, además, la pierdes, el sufrimiento se multiplica por cien. No conviene olvidar ese “detalle”, ya que lo que vino después fue un escenario de vencedores y vencidos. El padre de Miguel, capitán del ejército vasco, está desaparecido desde la batalla de Sollube. Algunos le dan por muerto. La madre y la hermana pequeña de Miguel han escapado en el vapor Habana, en la última gran evacuación poco antes de la caída de Bilbao. Miguel no sabe exactamente dónde están unas y otro, pero no pierde la esperanza. Él, lo mismo que su abuela, decidió quedarse. Su idea era la recuperar a su padre, pero entretanto se tiene que dedicar a otras cosas, como cuidar de su vecina enferma y hacer todo lo posible por ella y su madre. De alguna forma, es cierto que Miguel es también un homenaje a los que se quedaron, aguantaron y lucharon.
Otro personaje, como hemos comentado antes, es la propia ciudad, parece claro por tanto que estaba claro que la historia la quería ubicar en Bilbao…
Bilbao es un personaje de la novela, de los más importantes, y de la ciudad nacen también otra serie de personajes que se dispersan por la historia y le sirven de sustento, de armazón: la ría, las Siete Calles, Solokoetxe, Zabalbide, el mercado de la Ribera, los puentes destrozados, los muelles, las gabarras, las Cortes, San Francisco, el Arenal y también la estación de San Nikolas, el tren a Plentzia y me atrevería a decir que, incluso, el Sanatorio de Gorliz, al final de la última estación.
Hay una cosa que me ha resultado curiosa y es que en cierto modo el libro tiene también algo de guía de lectura, repasa de algún modo lecturas de adolescencia como Oliver Twist
Sí, Oliver Twist, la Isla del Tesoro, Pinocho. Miguel se cree en la obligación de orientar a su vecina Bego en cuanto a las lecturas y a lo que se puede obtener de ellas. Bego entiende el mensaje a la primera. Lo importante, siempre, está en la historia. La historia, una buena historia, sobrevive siglos, avances y costumbres, porque sigue sirviendo a las personas para entender la vida.
Por último, aunque no contaremos el final, ¿se puede decir que un aspecto fundamental en la novela es la fantasía o la evocación como manera de escapar o combatir la realidad?
Es una forma de hacer frente a la realidad. Miguel la utiliza, se sirve de ella, pero lo que no diremos es quién controla a quien. Lo dejaremos a criterio del lector.
Rubio de bote. Colaboración quincenal en magazine semanal ON (diarios Grupo Noticias) / 16/12/2017
Cada vez que pronunciamos una palabra sale un animal palpitante de nuestra boca. Las palabras tienen vida, memoria, crecen, envejecen, mueren, resucitan, se ponen y pasan de moda, se contagian, enferman, quedan viejunas… ¿Es viejuna ya la palabra viejuna? ¿Quién recuerda ya lo qué es un taquillón? ¿Qué ámbito geográfico tienen términos como pantaloneta o txirrinta? ¿Por qué decir muffin cuando con la esponjosa magdalena se te llena toda la boca? ¿ “Alabuyé” o “anganga” son palabras, animales domésticos que solo se pasean por mi casa a la hora de comer? ¿Alguien recuerda si alguna vez Mortadelo y Filemón utilizaron “mono-cactus” como insulto o es un recuerdo inventado? ¿Hay alguna palabra para denominar a los recuerdos inventados? ¿Qué demontre son engendros como poner en valor o monitorizar? ¿Alguien menor de sesenta años utiliza la palabra demontre?…
Y así podríamos seguir, ad infinitum.
Son dudas que llevan corroyéndome desde hace unos días, cuando en un grupo de wathsapp (por cierto, ¿qué esperanza de vida tienen términos como whatsapp o tuitear, a los que sin duda no tardarán en barrer y borrar de nuestro vocabulario las nuevas- nuevas tecnologías?); decía —disculpen la interrupción, las palabras a veces también se amontonan, se interrumpen unas a otras, crean bucles… ¡lo ven!—; en fin, al grano: decía que decía que estas dudas filológicas llevan corroyéndome desde hace unos días, cuando en un grupo de whatssap utilicé la palabra carroza y alguien me hizo ver que, como sucede con viejuno, también era de carrozas decir carroza.
Herido el adolescente que todavía habita al fondo de mi cuerpo ya casi cincuentagenario realicé dos encuestas, una entre mis hijos, que, por una parte, me confirmó que soy un hombre con un vocabulario desactualizado (o un viejales, que es como al parecer se dice ahora carroza), pero, por otra, me hizo ver la relatividad de tal afirmación, pues aguzando el oído les oía repetir coletillas como jambo, chacho o primo que estaban ya pasadas de moda cuando yo tenía su edad.
La segunda encuesta la hice a través de las redes sociales y diversos informantes me hicieron saber que, para gran dolor de mi muchachil corazón, también habían caído en desuso otras como “dabuten” o “¿Qué pasa, tron?, a las que yo todavía otorgaba preponderancia en la jerga juvenil.
Qué le vamos a hacer, jambos, tal vez de aquí a unos años estas moribundas criaturas vuelvan a convertirse en animales majestuosos que pueblen los argots de las faunas modernas. ¿Volverá a parecerles demasié algo a los jóvenes? ¿Saldrán de naja, se comerán el tarro, fliparán en colores? Y, por otra parte, ¿me dan repelús solo a mí locuciones como “No, lo siguiente” o el pomposo “Tengo para mí” que escriben algunos columnistas en los periódicos? ¿Todas las catástrofes —hablando de periodismo— son por decreto dantescas y todos los artistas que se mueren legendarios y míticos y todos sus discos las bandas sonoras de nuestras vidas? ¿Cuándo se llenó el mundo de monstruos y de cracks? ¿Qué diferencia hay entre un crack y un pro? ¿Utilizar ciruelo para referirse al miembro viril da gracia o resulta zafio? Y, sobre todo, si colocas el taquillón en otra parte de la casa que no sea la entrada ¿deja de ser taquillón? ¿Y entonces cómo se llama?…