Serial de verano para magazine ON (diarios Grupo Noticias, 21/07/2018)
«TENÍAMOS DIECISÉIS AÑOS»
El primer cantante de Eskorbuto era tartamudo. Eso sí que era actitud punk. O como ellos mismos cantaban: “Eso nos demuestra que somos antitodo”. Eskorbuto. Un grupo con demasiados enemigos. Había que estar con ellos o contra ellos.
Hoy resulta mucho más fácil ser eskorbutiano. Repetir sus máximas. Ponerse sus camisetas. Ponerles sus camisetas a tus hijos pequeños. Pero cuando el grupo estaba en activo, declararte seguidor suyo suponía tener que defenderlos constantemente. Defender a veces lo indefendible. Con uñas y dientes. Como si estuvieras enterrado vivo. Arañando las tapas de todos los ataúdes.
Con Eskizofrenia (1985) nos hicimos definitivamente punkis. La batería electrónica que sonaba como una taquicardia en aquel primer disco de la banda de Santurtzi nos hizo hervir la sangre y tratamos de calmarla aplicándonos hielos en las orejas, que agujereamos con imperdibles. Teníamos dieciséis años. Fue nuestro primer verano en libertad. Durmiendo en las playas, o en las bocas de ventilación de los parkings, cuando hacía frío. Poco después, Josema se compró su primera furgoneta. Mi casete de Ya no quedan más cojones. Eskorbuto a las elecciones (1986) se derritió en su salpicadero, un día en que el sol se hizo navajero. El fanzine que la acompañaba se lo presté a una chica que me gustaba. Nunca volví a saber de ella. Ni del fanzine. Hoy esa maqueta cuesta trescientos euros.
Escuché las canciones de Eskorbuto millones de veces, pero solo los vi tocar en dos ocasiones. Una fue durante unos sanfermines. El ayuntamiento organizó un concierto y las barracas políticas otro alternativo, con el escenario al lado, a la misma hora. Por llevar la contraria, más que nada, pues los grupos de uno y otro eran perfectamente intercambiables. De hecho, alguno de ellos tocó en los dos conciertos. No sé si fue Eskorbuto, pero pudo haberlo sido perfectamente. Les pegaba.
La segunda vez que vi tocar a Eskorbuto no recuerdo dónde fue. Creo que en el frontón de algún pueblo de Gipuzkoa. Fuimos en la furgoneta de Josema. Con nosotros vino el hermano de un amigo, algo mayor que nosotros, que acababa de salir de Proyecto Hombre, y el primo de otro, algo menor, al que la policía le había disparado meses atrás un bote de humo en la cara.
Antes de entrar al concierto nos bebimos mil cervezas y en cada una de aquellas rondas el hermano de nuestro amigo pedía siempre un vaso de leche. Era su bandera blanca, pero, a pesar de todo, los yonkis y los camellos no le daban tregua, no dejaban de acercarse y hablarle al oído. Durante el concierto, al primo del otro amigo, aquel al que le habían disparado un bote de humo en la cara, comenzó a dolerle la cabeza y tuvimos que sacarlo fuera del frontón. Mientras lo hacíamos Eskorbuto cantaba Mucha policía, poca diversión.
Después —después del Antitodo (1986) y del directo Impuesto revolucionario (1986)—, Eskorbuto sacó aquel disco raro, Los demenciales chicos acelerados (1987). A muchos no les gustó. Era un disco ciertamente raro. Fallido. A mí, sin embargo, es el trabajo que más me gusta del grupo, precisamente porque en él se apunta todo lo que Eskorbuto pudo haber llegado a ser, si no hubieran vivido tan deprisa, con un caballo coceándoles las venas del corazón, y un talento vendido al mejor postor, en trapicheos en los que siempre salieron perdiendo, en los que solo ganaron algún pico.
La idea de Jualma Suarez y Iosu Expósito era grabar una ópera punk, su propia Quadrophenia, a imitación de sus admirados The Who. Escribieron incluso un guión, prolijo en detalles y descripciones con ínfulas literarias, que llegó a emitir Roge Blasco por capítulos en uno de sus programas de Radio Euskadi, narrado por los propios miembros del grupo, incluido el batería Pako Galán, el tercer Eskorbuto, siempre a la sombra de Iosu y Jualma (algunos de esos capítulos se pueden encontrar buceando en internet, el resto se han perdido).
En dicho guión se cuenta la historia de dos socios capitalistas, uno de los cuales asesina al otro (“No es fácil ser pobre y con familia/ combatiendo diariamente por sobrevivir/ No es fácil ser rico y asociado/combatiendo diariamente por no ser pobre”, cantaban en uno de los temas). Tras hacerse con toda la fortuna de su socio y convertirse en uno de los hombres más acaudalados del mundo, este empresario sueña con dominarlo, con dominar el planeta, y para ello crea su propio ejército personal, al frente del cual coloca a los demenciales chicos acelerados, Pij, Ortan y Ángel, los tres huérfanos más hijoputas reclutados en los reformatorios más duros.
La idea era, pues, ambiciosa, pero entre las virtudes de Eskorbuto no estaba la paciencia, o, mejor dicho, tenían otro tipo de urgencias, y finalmente la ópera, o la zarzuela punk, como también la llamó Iosu en alguna entrevista, se grabó de manera precipitada, con las canciones desordenadas, para ajustar el minutaje, convirtiéndolo en un disco carente de sentido argumental, sin ningún tipo de hilo narrativo. Es más, algunos detalles del mismo, como la portada y contraportada en la que aparecían fotos de dirigentes nazis o Hitler, o canciones cuyos mensajes misóginos o totalitarios debían atribuirse a algunos de los personajes, quedaron peligrosamente descontextualizados (aunque con otras, como Las multitudes son un estorbo, resulta fácil estar de acuerdo cuando uno va a un centro comercial, por ejemplo).
Los demenciales chicos acelerados, más allá de lo que pudo haber sido y no fue, se convierte así en una extraña colección de canciones, en la que sin embargo hay varios hallazgos valiosos, flores en la basura, giros inesperados… Musicalmente, Eskorbuto introduce teclados y sorprendentes medios tiempos, en canciones como La canción del miedo, Paz, primero la guerra, Asesinar la paz… Y junto a ellas algunos de sus primeras y nerviosas canciones, clásicos ya del punk comoEnterrado vivo o Más allá del cementerio (más allá del cementerio, por encima de la tapia del mismo, era por donde Iosu Expósito enviaba los balones, cuando de chaval jugaba al fútbol con muy buenas maneras, según cuentan; de hecho Unai Expósito, el exfutbolista del Athletic de Bilbao, es sobrino del músico; y, ya que hemos abierto paréntesis y sección de cotilleos, ¡hola corazones!, Urko Igartiburu, hermano de la famosísima presentadora Anne Igartiburu tocó durante algún tiempo en Eskorbuto, tras la muerte, con apenas unos días de distancia, de Iosu y Jualma, cuando Pako, el batería del grupo intentó mantener en activo la banda; por si eso fuera poco Urko Igartiburu es pareja de Mamen Rodrigo, guitarra y voz de Las Vulpess; es decir, ¡Anne Igartiburu es cuñada de una de Las Vulpess!; cerramos paréntesis y con él esta minisección del ¡Hola! punk).
Volviendo al disco que nos ocupa, tras publicarlo con la compañía Discos Suicidas, el grupo robó el master de Los demenciales chicos acelerados y se lo vendió a otra compañía, Twins, que se limitó a comercializarlo con una portada distinta y el mismo orden desordenado de las canciones (el grupo podía al menos, haberle cambiado el título y llamarlo, no sé, Coge el dinero y corre). Todo, en definitiva, muy eskorbutiano.
Arrogantes, bocazas, contradictorios, insobornables y a la vez capaces de cualquier cosa por dinero, odiados y admirados a partes iguales por los grupos con los que compartieron escenarios, a los que de vez en cuando intentaban robar una guitarra o un amplificador, Eskorbuto fueron la mejor banda del mundo, aunque tocaran peor que nadie y disolvieran su talento en chutonas contaminadas con heroína y agua sucia de la ría. Sus vidas son el retrato generacional más crudo de unos años violentos, turbios y desesperanzados, pero no tanto como para no intentar hacerles frente con un puñado de canciones honestas que seguirán escuchándose durante toda la eternidad mientras no haya futuro; que resonarán incluso en nuestros cerebros destruidos cuando llegue el exterminio de la raza del mono.
Publicado en magazine ON (Diarios Grupo Noticias 14/07/2018)
—¡Hala, ahora a leer tebeos!
Eso es lo que dijo, con cierto recelo, una señora cuando al club de lectura llevé por primera vez un cómic. Luego resultó que el tebeo era Maus, de Art Spiegelman, y la señora se hizo fan incondicional del noveno arte, al que además ahora también podemos llamar novela gráfica para que los adultos no nos sintamos culpables por leer tebeos.
Yo también llegué al cómic tarde, sin otro recorrido detrás que Mortadelo y Filemón o Maki Navaja. Fue como vivir una segunda adolescencia. Como cuando entraba al viejo cuarto de los ficheros de la biblioteca e iba recorriendo por orden alfabético los autores, hasta que, en la B, me detuve en Bukowski y después Bukowski me llevó a Fante y Fante a Dalton Trumbo y así.
Con los cómics volví a sentirme de ese modo, muchos años después: un explorador, entre las baldas de la biblioteca: Joann Sfar, Paco Roca, Marjane Satrapi, Patxi Gallego, Alison Bechdel, Guy Delisle… Todavía me queda mucho camino por recorrer pero con la humildad del recién llegado, del diletante, del rubio de bote, me gustaría recomendar desde esta página tres cómics para este verano.
El primero es El tesoro de Lucio, de Belatz. Publicado por Txalaparta, esta estupenda novela gráfica es una biografía del irreductible anarquista navarro —tal vez el último anarquista vivo— Lucio Urtubia. La leyenda de Lucio es conocida (estuvo, entre otras peripecias, a punto de hundir, falsificando cheques de viaje, al poderosísimo City Bank), pero quizás en este cómic Belatz ha sabido retratar como nadie la personalidad del cascantino, o al menos eso dicen quienes conocen a Lucio, y ha conseguido, sobre todo, transmitir su mensaje, el legado, el verdadero tesoro de Lucio, e inspirar nuevos brotes (“Lucio es el puto amo”, dice La Chula Potra que dijo su hijo de doce años tras leer el cómic). Puede, en fin, que gracias a este cómic, Lucio no sea el último anarquista vivo sino el primero de los que vengan detrás.
El segundo cómic es Los puentes de Moscú, publicado por Astiberri, en el que Alfonso Zapico dibuja la entrevista a Fermín Muguruza que le hizo Eduardo Madina (el joven socialista vasco a quien una bomba de ETA arrancó de cuajo una de sus largas piernas de voleibolista) para la revista Jot Down, y que acabaría convirtiéndose en un emocionante y generoso encuentro, en una ejemplar muestra de empatía entre distintos, que en el fondo, se parecen mucho más de lo que creían. En la entrevista de Jot Down, que yo leí en su día boquiabierto, desconociendo que Zapico estuvo presente y después la glosaría en una novela gráfica, se revelan algunas anécdotas como que el técnico de sonido de Kortatu y Negu Gorriak era hermano de Yoyes, o el hijo del general Galindo fan de esos grupos. Un país pequeño, el nuestro, en el que estar tan próximos solo ha servido para herirse con más saña, en lugar de para hablarnos sin levantar la voz. Alfonso Zapico, ha tenido esa virtud: ser testigo de esa conversación y escuchar a quienes la mantenían con la limpieza de un papel en blanco.
Por último, en Arde Cuba (Grafitto editorial) el fabuloso dibujante pamplonés Agustín Ferrer reconstruye el estallido de la revolución cubana a través de la figura de un decadente Errol Flynn (quien ya no es la estrella de cine que en las fiestas de Holliwood epataba a sus invitados tocando el piano con el pito; bueno, eso ya era algo decadente), y que recala en la isla caribeña con la intención de entrevistar a Castro en Sierra Maestra. Un trepidante cómic, de corte histórico, que consigue trasladarnos a uno de esos momentos en que está a punto de pasar algo gordo.
Son solo tres recomendaciones, pero hay muchas más esperándoles en las baldas de librerías y bibliotecas, así que ya saben:
Serial de verano para magazine ON (diarios Grupo Noticias, 14/07/2018)
Un estadio entero cantando una canción rara
Mi recomendación es que, antes de seguir leyendo, ustedes tecleen ahora en Google “Bohemian Rhapsody+concierto Green Day” y vean el vídeo (aquí, en la edición digital, lo tienen ahí arriba). Serán unos seis o siete minutos, pero es más que probable que se les ponga la piel de su corazón rockero en carne de gallina. Hasta dentro de un rato.
Hola de nuevo. Queen —voy a hablar de ellos, claro, y, en particular de esa canción, Bohemian Rhapsody, que, si han visto el video, está claro que es un himno— fue tal vez el primer grupo de rock por el que sentí curiosidad.
Fue durante un verano, a principios de los ochenta, en el que operaron a mi madre de un desprendimiento de retina. Yo tendría por entonces doce o trece años y mientras ella estuvo ingresada mi hermano y yo nos quedamos en casa de una tía que habría sido un pequeño oasis en mitad de la canícula si en los oasis en lugar de cocos o dátiles uno pudiera encontrar bandejas llenas de croquetas. Ese es el recuerdo que tengo de mi tía: a ella preparando sobre la mesa de la cocina montañas de aquellas croquetas caseras tan ricas; o si no, cuando no lo hacía, recortando y cosiendo pequeños cocodrilos, que luego lucían los niños pijos en sus polos, a la altura del pecho, en el lugar del corazón.
Mi tía tenía dos hijos algo mayores que nosotros y fue en la habitación de uno de ellos, de uno de mis primos, donde escuché por primera vez Bohemian Rhapsody, mientras él pintaba un cartel de San Fermín (creo recordar que el dibujo era el reflejo de gente bailando en el bombardino de una charanga). La habitación de mi primo era a su vez un oasis dentro del oasis. De una manera inconsciente supongo que me atraía el aire más o menos artístico o bohemio que en ella se respiraba: mi primo dibujando sobre el tablero, mientras escuchaba o tarareaba las canciones de Queen, como si fueran estas las que guiaran los trazos de su lápiz.
Entre todas esas canciones Bohemian Rhapsody me llamaba especialmente la atención, primero, porque era una canción rara, en la que se alternaban el rock con lo que parecían fragmentos de ópera, o estribillos y coros en inglés con otros en los que reconocía algunas palabras en castellano: ¡Fandango! ¡Galileo, Galileo!; y segundo, porque mi primo anunciaba, de un modo tan arrebatado como litúrgico, la llegada de cada una de las partes que componían aquella rapsodia: “Ahora el piano”, “Ahora el punteo de Brian May”…, tan diferentes unas de otras y a la vez tan maravillosamente engarzadas.
Ese mismo año pedí para mi cumpleaños un disco de Queen. Me regalaron una cinta de casete titulada Greatest hits, en inglés, aunque debajo, por el contrario se añadía “Incluye el éxito Bajo presión”, en español, en referencia al tema Under pressure que el grupo compuso y grabó junto a David Bowie, a todo lo cual se sumaba, en aquel sindios marketiniano, una pequeña orla amarilla en la que se podía leer “¡Anunciado en televisión!”, lo cual sin duda convertía ya al disco, o al casete, mejor dicho, en total.
En aquella cinta había temas como We are the champions o We will rock you que han pasado de ser clásicos de Queen a convertirse en clásicos de los spikers de los partidos de baloncesto. Y por supuesto, estaba Bohemian Rhapsody, a la que durante años di mil vueltas con los botones FWD y REV del radiocaset o con un boli Bic, si la cosa se liaba.
Durante una temporada, además, convertí la canción en una especie de himno, que escuchaba a todo volumen minutos antes de salir a las batallas de los viernes y los sábados. Por entonces, me gustaba especialmente la parte en que tras el bel canto, tras los coros de ópera (que tardaron en grabarse tres semanas, con voces grabadas y superpuestas una y otra vez: ¡Mama mía, mama mía!… ¡For me, for meeeee!), irrumpen la batería y la guitarra y la canción se acelera, se electrifica, se vuelve energética, sin perder su épica. Sentía que aquella descarga me infundía fuerza y valor, me protegía en cierto modo ante los peligros de la noche y sus promesas. Y que a la vez, todo eso hacía cobrar sentido a la parte anterior de la rapsodia, más pausada, en la que me imaginaba al narrador con el alma en posición fetal, tratando de protegerse del mundo feroz que había tras las paredes del búnker de su habitación. De algún modo, me identificaba con esa voz, pues en realidad yo, como cualquier adolescente, todavía no era sino un niño muriendo, asesinado por una sobredosis de hormonas y de melancolía por la infancia arrebatada. En esa parte inicial de la canción, de hecho, hay unas frases desgarradoras en las que podemos oír: “Mamá, he matado a un hombre”.
Freddie Mercury, en realidad, nunca explicó el significado de la letra de Bohemian Rhapsody, una letra enrevesada y enigmática. E hizo bien, porque de ese modo cada cual podía interpretar su versión (incluso yo, que no sabía inglés). Lo que sí tuvo que explicar y defender el añorado cantante (del cual próximamente se estrenará un biopic que lleva por título precisamente Bohemian Rhapsody), fue la peculiar estructura del tema, que dura más de seis minutos y tiene seis partes distintas: introducción, balada, solo de guitarra, ópera, rock y coda, con cambios abruptos de tonalidad y estilo. En definitiva, un tema nada propicio para pincharlo en la radio; o eso creían los ejecutivos de la compañía discográfica, que como todos los ejecutivos en el lugar del corazón tenían un cocodrilo.
Afortunadamente, se equivocaron y Bohemian Rhapsody no solo acabó siendo un éxito, sino convirtiéndose en un himno (y ese es uno de los grandes méritos de la canción y de Freddie Mercury y Queen, un triunfo y una defensa del arte y la belleza por encima del mercantilismo y de las convenciones, algo que, por otra parte, resulta difícil de imaginar que pudiera suceder hoy en día); un himno que permanece y atraviesa décadas y generaciones, como demuestra el video que mencionábamos al inicio de estas líneas, en el que quien, a pesar de las recomendaciones, todavía no lo haya visto, podrá escuchar a sesenta mil personas entonando de manera espontánea Bohemian Rhapsody, durante los momentos previos a un concierto del grupo Green Day, cuando en el hilo musical que amenizaba la espera sonó la emblemática canción de Queen. Sesenta mil personas coreándola de pe a pa, con el corazón en la garganta.
Sucedió el verano pasado, en Londres. Bohemian Rhapsody se grabó en 1975, cuando la mayoría de los que estaban en ese concierto, e incluso algunos de los padres de quienes estaban en ese concierto, todavía ni siquiera habían nacido.
“La reacción de la gente de Iruñea después de la intervención policial les pilló de sorpresa”
Juan Retana, escritor
Coincidiendo con el cuarenta aniversario de los sanfermines de 1978 el escritor iruindarra narra en la novela 22 de septiembre, San Fermín los trágicos sucesos de aquel año, de los cuales fue testigo de primera mano.
Durante aquellos sanfermines, Juan Retana era un camarero novato, que se enfrentaba nervioso al caos sanferminero tras la barra de la cafetería Roma, a solo cien metros del Gobierno Civil; además, como Germán Rodríguez, el mozo que cayó abatido por las balas de la policía y cuyo crimen, cuarenta años después, todavía sigue impune, militaba en LKI. Testigo de primera mano, por tanto, de aquellos acontecimientos, en 22 de septiembre, San Fermín, publicada por Pamiela, Retana describe minuto a minuto aquellas fiestas arrebatadas a los pamploneses, los cuales se resarcirían en los sanfermines chiquitos de septiembre, que la ciudad todavía recuerda con emoción. Por las páginas de esta novela coral deambulan, entre otros muchos, personajes como los sociólogos Mario Gaviria y Henri Lefrebve, el propio Germán Rodríguez, o un trasunto del autor, quien años más tarde ganaría el Premio Villa de Bilbao con el polémico en su día relato Epitafio del desalmado Alcestes Pelayo, enviado a la hoguera por el primer edil de la villa. Desde entonces Retana ha recibido diferentes premios, como el Max Aub, el Kutxa Ciudad de San Sebastián de cuento o el Francisco Umbral de novela. Entre sus publicaciones recientes destacan obras como Gentes de otro lugar o Preguntádselo a Katherina Meier, cuentos del siglo corto (2012).
La novela se publica coincidiendo con el 40 aniversario de los sanfermines 78, ¿ha sido algo premeditado o una bonita casualidad?
Más casualidad que premeditación aunque en la recta final sí que decidimos hacer coincidir la presentación con el 40 aniversario. Yo he tardado mucho en escribir esta novela, que comencé a finales del 2011, y creo que esa tardanza se explica bien por las dos dedicatorias que ha tenido. Comencé dedicándose a “Zaiditu, que dentro de poco cambiará de nombre” cuando esperábamos en un proceso eterno la llegada de nuestro hijo y he acabado con una dedicatoria a mi padre, que murió hace tres años. La paternidad y la orfandad que me hicieron ralentizar la escritura permitiéndome, a cambio, presentarla en el marco del 40 aniversario.
¿La idea que sobrevuela todo el libro es que fue algo planeado que la fiesta acabara de ese modo trágico ?
No, o al menos no era esa mi intención. Sí es cierto que en la novela, que es coral, con muchos personajes y por lo tanto muchos puntos de vista, hay quien deduce en caliente que todo estaba planeado de antemano, pero yo no he querido hacer una novela de tesis porque tengo más dudas que certezas sobre lo ocurrido en los sanfermines del 78, aunque haya utilizado las certezas para hilvanar una trama que conduce a la intervención policial de día 8. La certeza de que la tensión político-social vivida en los meses anteriores a los sanfermines fue descomunal. La certeza de que los aparatos de estado y especialmente los represivos eran furibundamente franquistas y tenían un resquemor evidente con Navarra, que había pasado en pocos años de ser una provincia leal al alzamiento a ser una provincia traidora. La certeza de que el día ocho todas las medidas de protesta que hasta entonces habían organizado las peñas se habían desactivado. Y una intuición que es casi una certeza. Tanto si estaba planeado como si no, la reacción de la gente de Pamplona después de la intervención policial, y especialmente, desde que se conoció la muerte de Germán, les pilló de sorpresa. No estaban preparados para semejante insurrección que mantuvo un asedio al Gobierno Civil durante más de cuatro horas.
En la novela se distinguen dos partes, una primera en la que se hace una inmersión en las fiestas, y una segunda tras el momento en que estas se rompen. Respecto a la primera, en algún momento se habla de la intención de hacer una especies de Ulises sanferminero, aunque también es una parte que se acerca al costumbrismo. ¿Cómo abordó esa parte del libro?
Yo creo que hay tres partes. Una primera en que la tensión política le echa un pulso a la fiesta, la segunda en que la fiesta se impone y la tercera en que la fiesta se rompe. Supongo que te refieres a la segunda, que pretende ser un retrato de los sanfermines y no sólo de aquellos sanfermines. Es una parte que puede acercarse al costumbrismo pero que me resulta esencial, narrativamente hablando, porque me permite anestesiar al lector, sobre todo al que no conoce la historia, con el sopor de la fiesta y de las historias personales que se van trenzando, generando en torno a ellas pequeños suspenses, para que la ruptura del día ocho le desconcierte como nos desconcertó a nosotros. Lo del Ulises sanferminero es un guiño en boca de un personaje más que una intención, porque la estructura de la novela me vino a la cabeza en mi enésimo intento de acabar la novela de Joyce, tras leer un capítulo en que una docena de personajes secundarios se cruzan en el centro de Dublín hilvanado narrativamente lo cotidiano.
Para retratar los sanfermines resulta muy acertado ese protagonismo coral, en tercera persona, que sin embargo se rompe con el personaje del camarero bisoño, que narra en primera persona. ¿Por qué?
Porque soy yo. Yo estaba trabajando en la cafetería Roma, en Paulino Caballero, a cien metros del gobierno civil y a otros tantos de donde cayó Germán. Una zona que se convirtió en el frente de Gandesa, primera línea de fuego y que estuvo en litigio durante varias horas. Podía haber elegido mimetizarme en la tercera persona con otros personajes pero en un momento dado me di cuenta de que narrarme en primera persona me permitía dar pistas de lo que acabaría pasando, pensadas sobre todo para el lector que no conociera la historia, porque yo era el único personaje que podía saber el final, el camarero bisoño convertido en narrador omnisciente.
La segunda, o tercera parte parte corresponde al momento en que la fiesta se rompe ¿Cómo recuerda aquellos días?
Yo, en aquel tiempo, militaba en la LKI y fue de madrugada, al salir de la cafetería, que se había convertido en hospital de campaña, cuando me enteré de la muerte de Germán paseando por unas calles desoladas, con mi padre, que se había agenciado una máquina de fotos y el golpe fue descomunal. El domingo lo recuerdo por el dolor y el activismo. El lunes lo marcó el funeral, que resultó abrumador. Y el martes fue un día desconcertante, al menos hasta que nos llegó la noticia de la muerte de Joseba Barandiarán. De hecho yo por la mañana volví a incorporarme al Roma. Pero la bronca, la insurrección, la viví como espectador, eso sí, más en el escenario que en primera fila.
Otra de las ideas que se apuntan en el libro es el de la lucha entre dos legitimidades, la de la autoridad, la policía, y la de las peñas o la ciudad, que por unos días son dueñas de Iruñea. ¿Se podía entender como una idea, o una metáfora política que trasciende los propios sanfermines?
Desgraciadamente no. No creo que se pueda trasladar más allá de los sanfermines. La idea la apunta en la novela Henri Lefebvre y yo me aprovecho de ella, tanto para explicar una de las características de los sanfermines, su peculiar autogestión y dilución del concepto de autoridad, como para subrayar la apabullante presencia policial en el entorno de la plaza de toros en medio de un ambiente ya rabiosamente festivo que tanto le sorprende al sociólogo francés.
Para acabar, usted vive en Sabadell ya desde hace muchos años, ¿cómo ve los sanfermines ahora, si es que vuelve de vez en cuando a ellos?
Vuelvo muy a menudo y eso quizás me hace perder la perspectiva. En lo fundamental -la fiesta incansable que no da horas de tregua, que tiene reglas aunque no las tenga generando un caos organizado donde la creatividad anónima se generaliza- lo veo igual que hace cuarenta años. Aunque en los sanfermines lo accesorio acaba teniendo tal importancia que puede modificar lo fundamental sin que te enteres. En la novela, en la parte de pura fiesta, hay una larga descripción del encierro del día siete que en lo esencial podría servir para los encierros de hoy en día: toros y gente corriendo. Pero en lo accesorio, que acaba siendo fundamental porque es lo que me obliga a utilizar veinte páginas para describir tres minutos, es posible que no se reconozcan.
Los oigo hablar con sus hijos cuando volvemos de la escuela en un castellano de lengua de trapo, con su sintaxis de supervivencia y la lógica de los verbos irregulares mal conjugados, y me parece, en sus bocas y sus acentos, una lengua hermosa, perfecta, sobre todo cuando son sus hijos los que les contestan con soltura, en un español fluido, salpicado de jerga preadolescente y condicionales acertadamente mal usados.
Son senegaleses, búlgaros, marroquíes… Imagino el esfuerzo que debe suponer para ellos dirigirse a aquellos a quienes aman en una lengua que no dominan y percibo la generosidad que hay tras ese gesto. Intento imaginarme después a mí mismo en un país extraño, solo, sin trabajo, sin dinero, sin casa, con mi familia y mis amigos a miles de kilómetros, en un lugar del que desconozco por completo todas sus costumbres, todos sus códigos sociales y culturales…
Me resulta imposible.
Lo más parecido que viene a mi mente es un aeropuerto internacional, en el que se ha extraviado mi equipaje o he perdido un vuelo o hay algún malentendido con mi pasaporte, y todavía eso sigue estando a miles de kilómetros de distancia del lugar hasta el que ellos han llegado o del modo en que deben de sentirse.
Me gustaría seguirles, entrar en sus casas, verlos sentarse junto a sus hijos, con un diccionario entre las manos, para ayudarles a hacer los deberes, colocarse frente al televisor a mirar las noticias, repetir varias veces para sí mismos cada palabra cuyo significado acaban de descubrir, leer el correo y tratar de descifrar dos veces las facturas de la luz, escucharlos reír junto a los suyos de un modo distinto al que ríen en la calle, entre desconocidos que les miran mal si sus carcajadas son demasiado altas, observar cómo se acercan al ordenador y ponen música de su país, cómo cierran los ojos y ese gesto se convierte en un pasaje de avión, que por un momento los transporta al lugar donde nacieron…
Me pregunto cómo habrán llegado hasta nosotros, cuántos padecimientos y humillaciones habrán sufrido, cuánto habrán llorado en almohadas que nunca eran las suyas, en camas calientes, en pisos pateras, bajo cielos en los que las estrellas brillaban con promesas que nunca acababan de cumplirse… Trato de pensar en el vértigo que deben de sentir cuando el sello de turista expira y se convierten en clandestinos, o en el que provoca un océano carnívoro cuyo fondo está empedrado de miles de cadáveres sin nombre. Pero no puedo, también soy incapaz de imaginarlo, e imagino a la vez que serán sus hijos quienes lo hagan.
Serán ellos, los que no son de aquí ni de allí, los que son extranjeros en todas partes, en su país y en el país de sus padres, quienes lo cuenten, quienes lo escriban, quienes lo rapeen, quienes lo enseñen en las aulas, quienes expliquen su historia, que será también la nuestra, que ya es la nuestra, porque las ciudades que habitamos son solo ciudades, civilizaciones amontonadas, sustratos que se mezclan y compactan el suelo que pisamos, en el que solo estamos de paso y del cual somos solo la última capa de polvo.
Pienso en todo eso durante todos estos días en que hemos visto a niños enjaulados como animales, separados de sus padres, o a emigrantes trasladados en barcos de un puerto a otro como fardos. Y me gustaría creer que una buena forma de evitar que eso siga sucediendo, o que se solucione de otro modo más humano, es que cualquier persona fuera capaz de sentir esa empatía, de reconocer el esfuerzo, el valor, e incluso la admiración por aquellos que han dejado todo a sus espaldas, que se han jugado la vida, para hablar a sus hijos en nuestra lengua, para ser unos más entre nosotros, a pesar de todo.