Y entonces, al acabar el video, Michael Jackson giraba la cabeza y los ojos se le ponían amarillos y le hacían chiribitas al tiempo que se escuchaba una carcajada malévola que helaba el corazón de los espectadores. Bueno, al menos la primera vez, luego el videcoclip ya resulta más cómico que otra cosa. ¿Qué podía temer la chica, a fin de cuentas, de aquel Michael Jackson medio zombi-medio hombre lobo? ¿Que volviera a hacerle el bailecito con sus amigotes los muertos vivientes? ¿Desde cuándo los zombies llevaban hombreras? ¿Y los hombres lobo escayolas en los tobillos?
Para mí, en realidad, lo más terrible de aquel Thriller, que se parecía más bien a un cortometraje de serie B, era tener que volver a escuchar la canción, a la que había cogido una manía muy gorda, después de que uno de mis amigos me la machacara en su casa una y otra vez durante el verano de 1983, es decir, durante tres meses y un día. Como una condena.
El videoclip Thriller se estrenó un año después de publicarse el álbum con título homónimo, en un intento por relanzar las ventas del mismo. A pesar de que esta canción era la que daba título al disco fue el séptimo de los singles en un trabajo que incluía nueve temas. Es decir, para la compañía era algo así como un tema de España en Eurovisión. Y lo cierto es que entre las que se habían lanzado antes había hits tan indiscutibles como Billi Jean, The girl is mine (con la colaboración de Paul MacCartney) o Beat it (en la que hace un punteo Eddie Van Halen)
El caso es que a mi amigo, que tenía unos primos que tocaban en un conjunto beat, estos le habían grabado en una cinta virgen el disco de Michael Jackson y él no paraba de ponerla una y otra vez en la cadena musical. Mi amigo y yo teníamos maneras diferentes de entender la música. Cuando a él le gustaba una canción no se cansaba de escucharla. Hasta que un día, de repente, renegaba de ella y no volvía a hacerlo nunca más. Yo por el contrario, prefería dosificarla, no permitir que se quemara. Yo pensaba que a una canción hay que dejarle siempre balas en la recámara. Él que tenía que salir a acribillarte el corazón.
Llegué a aborrecer Thriller. Recuerdo incluso la cinta de casete, de color verde, indestructible, a pesar de todas las veces que fue rebobinada. En alguna ocasión, como le pasaba a todas las cintas, se enganchó, e incluso se partió, pero mi amigo entonces la pegaba con celo y aquello volvía a funcionar, con un salto casi inapreciable en mitad del tema, pues coincidía con el momento en que la voz de Vincent Price, el actor de películas de terror como Los crímenes del museo de cera, recitaba algo cavernosamente unos versos: “La oscuridad cae sobre la tierra/la media noche se está acercando/las criaturas se arrastran en busca de sangre… (Vincent Price, por cierto, prefirió cobrar a tocateja por su cameo vocal, mil dólares, en lugar de un porcentaje de los beneficios; o sea, que negoció fatal el “Price”).
No sé por qué mi amigo tenía fijación con aquella canción. Ni por qué decidió olvidarse de ella precisamente cuando se puso en boca de todos. Quizás por eso mismo; o porque en España el videoclip se estrenó en la nochevieja de 1983, tras la campanadas, al inicio de un especial de Martes y Trece. Aquello no era serio.
A mí, por el contrario, Billi Jean, que como hemos dicho también aparecía en el disco Thriller, me parecía mil veces mejor (y a la mayoría de la gente, también, al menos hasta que se estrenó el video de Thriller, que, por cierto, filmó John Landis, el director de películas como The Blues Brothers, El príncipe de ZamundaoUn lobo hombre americano en Londres, que fue la que inspiró la idea del videoclip a Michael Jackson).
Billi Jean fue número uno en prácticamente todo el mundo durante meses. En ella, según cuenta la leyenda urbana y la wikipedia, Michael Jackson narra algo crípticamente la historia de una fan fatal que aseguraba haber tenido un hijo con él y que lo acosaba con cartas que le provocaban pesadillas. No era para menos, pues junto con una de esas cartas incluso le envío una pistola con la que debía preparar un suicidio concertado, a la misma hora que ella también se volaría la cabeza, después de haber asesinado al hijo que tenían en común. De esa manera los tres se reunirían en la eternidad y podrían por fin vivir juntos su amor imposible.
“Pero el niño no es mi hijo”, reivindicaba Michael Jackson en la canción, subiéndose por las paredes (fue precisamente durante una interpretación en directo de Billi Jean, cuando comenzó a hacer el moonwalk, su conocidísimo y característico baile arrastrando los pies por el suelo, que, no obstante no es una creación propia del rey del pop, pues antes que él ya lo habían utilizado artistas como James Brown o The Electric Boogaloos).
La historia, o la intrahistoria de Billi Jean, por tanto, en realidad resultaba mucho más aterradora que Thriller y sus zombies de tercera división, y quizás lo más lógico hubiera sido intercambiar los videos de ambos temas. De hecho, entre las numerosas versiones de Billi Jean hay una del grupo The Bates en la que se escenifican secuencias de Psicosis, la película de Hitchock, y que resulta bien inquietante. Aunque si hay que quedarse con alguna, entre las innumerables versiones (mariachi, flamenca, punk…) del tema, para mí es la que interpreta, en un desgarrador blues, Chris Cornell, el cantante de Soundgarden y Audioslave, que apareció ahorcado en un hotel hace poco más de un año.
Michael Jackson, por su parte, se puede decir que también comenzó a morir, o a matarse, a convertirse en algo diferente en todo caso, precisamente a partir de Thriller. Fue durante aquella época cuando se sometió a las primeras cirugías estéticas, hasta tal punto que en el tiempo que transcurre entre la edición del disco y del videoclip de Thriller ya se puede apreciar algún cambio en su rostro. Lo que no sabemos es si se aficionó a ello por culpa de las largas sesiones de maquillaje que, para grabar el video, lo convertían en un licántropo engominado o en el zombie que se movía más deprisa del mundo.
Al año siguiente, en 1984, el más pequeño de The Jackson 5 sufrió el accidente en el que se quemó la cabeza, mientras rodaba un spot (existe un video del momento y a favor del artista hay que reconocerle su profesionalidad, pues con la cabeza en llamas todavía seguía haciendo giros y pasos de baile, ensimismado en su trabajo) y hay quien afirma que es a raíz de estas quemaduras, para mitigar su dolor, cuando se convirtió en adicto a los calmantes.
Más tarde llegarían más operaciones estéticas –hasta que ya no quedó nariz que modelar—, el blanqueamiento de la piel, la cámara hiperbárica, el mono —al que vestía como él, y en realidad era un chimpancé—, la mascarilla, el parque de atracciones en Neverland, las acusaciones de pederastia, su propio hijo descolgado por la ventana del hotel, un catálogo de horrores y excentricidades que desembocaron en una muerte turbia por una sobredosis de calmantes, precisamente, una muerte que no fue sino el colofón de una vida con tantas luces y lentejuelas, en lo artístico, como sombras, complejos y contradicciones en lo personal (empezando por el propio videoclip de Thriller, al principio del cual Michael Jackson consideró necesario incluir una declaración que rezaba, nunca mejor dicho: “Debido a mis fuertes convicciones personales, deseo enfatizar que la película de ninguna manera respalda la creencia en lo oculto”, pues Michael Jackson era en aquella época un abnegado Testigo de Jehová, hasta tal punto que de vez en cuando salía a evangelizar de puerta en puerta disfrazado de hombre gordo y con bigote).
En cuanto a mi relación personal con el rey del pop y con el propio pop en general, creo que me convertí en republicano y mis gustos musicales tomaron otros derroteros, hacia el punk y el rock, supongo que por culpa de mi amigo, que a su vez fue quemando discos y etapas (al verano siguiente, por ejemplo, le dio por una cinta de Gwendal, todavía resuena en mi cerebro, taladrándolo, el arpa de boca del grupo de folk bretón) y de una novia que tuve poco después, que era fan incondicional de Michael Jackson y a la que, de hecho, creo que le interesaba mucho más Michael Jackson que yo.
Hoy, en fin, las únicas reminiscencias michaeljacksonianas que me quedan son cuando ando en calcetines de deporte por el pasillo de casa y me animo con un moonwalk patético, que se parece más bien a los pasitos de Chiquito de la Calzada y que, estoy seguro, ustedes también han intentado en alguna ocasión, no me lo nieguen.
Publicado en semanario ON 25/08/18 . Ilustración: PEDRO OSÉS (incluida en la novela PAN DURO, Patxi Irurzun)
Era su semana salvaje. Así la llamaba. La esperaba como una fiera hambrienta a su presa, tachando a zarpazos en el calendario los días que faltaban para sus vacaciones.
Al llegar el verano, cada año, conducía hasta el viejo caserón familiar en un pueblo abandonado y se convertía en uno más de los animales —arañas, ratas, culebras— que se enseñoreaban de aquellas ruinas.
Una vez allí, se abría camino entre la maleza y la basura, los huesos, las botellas y latas vacías, las hojas amarillas de otros años y subía las escaleras de la casa, que crujían temblorosas. Abría después el grifo de la cocina, escuchaba el glugú de las cañerías y veía caer aquella agua marrón, oxidada, que parecía sangre sucia. Entraba por último en su habitación, retiraba las telarañas y las cagadas de ratón de la cama, cambiaba las sábanas, se tumbaba sobre el viejo colchón y, simplemente, esperaba, hasta que su cuerpo le dijera qué quería hacer.
Algunos días, no quería hacer nada, se quedaba allí, tirado en el catre, escuchando aquel silencio colosal, que solo interrumpía el ladrido de algún perro a lo lejos, el rumor entre las zarzas de una culebra o, al anochecer, el viento ululando allá en lo alto de La Cerda; otros días ponía la música a todo volumen, Black Sabbath, Beethoven, Pink Floyd, se tomaba una pastilla y miraba cómo temblaban las paredes, cuando las pateaban los elefantes rosas; o leía durante horas, e iba arrancando las páginas a medida que lo hacía y arrojándolas a la cuadra por un agujero en el suelo, que también utilizaba a veces para orinar o defecar, si no le apetecía salir de la habitación. A veces, se limpiaba el culo con los libros que no le gustaban, que eran la mayoría. Otras, se masturbaba frenéticamente, como un mono, como un bonobo, hasta que las sábanas se acartonaban y el vello del vientre y del pubis se le convertían en un remolino de semillas secas; u olisqueaba como un Narciso en celo sus manos, después de hurgarse la hendidura entre las dos nalgas.
Bebía mucho. Y arrojaba las botellas vacías por la ventana. Algunas noches, cuando se emborrachaba, bajaba desnudo a recorrer las calles vacías del pueblo y hablar con los muertos, o a asesinarlos con un cuchillo jamonero; otras, subía a la montaña, desafiando a aquella Cerda, como la llamaban, que decían que devoraba a quienes se perdían en ella, desorientados entre la niebla o tragados por un desfiladero. Esperaba acurrucado bajo un árbol, temblando de frío y excitación, hasta el amanecer, hasta que veía pasar a algún excursionista sonriente y confiado. Y después, regresaba al caserón, donde dormía durante horas, como una fiera que ha saciado su apetito.
Un día antes de que finalizaran sus vacaciones, cada año, abandonaba la casa y hacía noche en la ciudad más próxima, en un hotel, siempre el mismo hotel, donde ya lo conocían y lo esperaban y no se asustaban de su aspecto. Sentía un enorme placer al asearse, después de tantos días sin hacerlo, al dormir en sábanas limpias, al comer un menú de cincuenta euros… A veces pensaba que hacía todo aquello solo para eso, para disfrutar de aquellos momentos, de una cerveza fría y bien tirada, de la lectura de un periódico del día, pero, sobre todo, de aquella ducha en el hotel, bajo la que permanecía durante más de una hora, dejando que el agua caliente y el vapor limpiaran en su piel la tierra, el semen, la sangre, todos los rastros de su semana salvaje.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 18/08/2018
El Señor Tomás, Polo Montañez y Diego el Cigala, todos en la misma cinta
Con el dinero que me dieron en el primer concurso literario que gané me compré dos cosas. La primera era un radiocasete con doble pletina con el que me convertí en el rey del mambo (o del punk-rock, más bien). De ese modo podía grabar de cinta a cinta aquellas que me dejaban mis amigos, o aquellas cintas que mis amigos habían grabado a su vez de las cintas de otros amigos suyos, y así sucesivamente. A veces, con tanto trasiego, las canciones sonaban como el demonio, pero nos daba igual. A veces lo que nos gustaba, de hecho, era que sonaran como el demonio, con toda la suciedad que se pegaba en las manos durante esas transacciones, y en la que reconocíamos cuándo habíamos grabado aquellas cintas, quién nos las había prestado, por qué…
Grabar cintas era una cuestión personal. A veces, no grabábamos discos enteros, sino recopilaciones, canciones de diferentes discos, y se las regalábamos a la chica que nos gustaba, o a los amigos con los que queríamos compartir los caminos que íbamos descubriendo a nuestro paso, en esos años de búsqueda. Aquellas cintas hablaban de nosotros, de nuestros gustos, de lo que aborrecíamos, de nuestra curiosidad, del mundo en el que aspirábamos a vivir…. Con aquellas cintas no había medias tintas. Si al otro le gustaban se convertía en uno de los tuyos, si no, pasaba a ser automáticamente más tonto que un zapato.
Cualquiera, además, no sabía grabar buenas recopilaciones. Las canciones debían tener algún vínculo, estar ordenadas correctamente, crear una atmósfera…
Pues bien, el disco de esta semana pretende ser una de esas cintas; y el vínculo entre las diferentes canciones algunos viajes que he hecho en diferentes veranos de mi vida.
Marruecos y el Señor Tomás (1986)
La segunda cosa que pude pagar gracias al primer concurso literario que gané fue el viaje de estudios al acabar el instituto. Recuerdo que me dieron el premio durante el invierno, un día que nevaba copiosamente, y que en el acto de entrega actuó el Señor Tomás (el humorista tudelano, precursor de Marianico el Corto) y también que me regalaron una de sus cintas de chistes. No sé por qué, acabé llevándome aquella cinta al viaje de estudios, y a veces, en el autobús que nos llevaba de Azilah a Fez, de Tánger a Marrakech, la poníamos y no podíamos parar de reír. En realidad, en aquel viaje, que hicimos envueltos en una nube de humo azul, todo nos daba risa, pero en el caso del señor Tomás creo que se trataba, más que de los propios chistes, de lo absurdo de la situación y del hecho de que tras la primera escucha adoptamos como coletillas para todas nuestras conversaciones deshilvanadas por el hachís algunos pasajes de esos chistes (“Yo pongo dos mil pesetas para la capa del cura”, por ejemplo, cada vez que había que poner bote. “¡Pero solo si al cura lo capo yo!”, añadía a continuación alguien, y todos nos reíamos). Una tontería, en fin, más grande que la plaza Jamaa el Fna. Meses después, al disiparse el humo azul, la sonrisa se nos congeló, cuando supimos que el señor Tomás murió en un accidente de tráfico, un día que nevaba copiosamente.
Chiapas y El Cigala (2005)
Años más tarde, en otro viaje, otro autobús volvió a llenarse de humo, en este caso de tabaco negro. Por entonces yo estaba intentando dejar mis cinco cigarrillos diarios, pero elegí un mal viaje para dejar de fumar, junto a una partida de rudos anarcosindicalistas que viajaban a una comunidad zapatista en Chiapas, donde harían entrega de la recaudación obtenida para financiar un hospital, y que fumaban sin parar, como si el humo negro que escupían al cielo pudiera taparlo para que bajo él no quedara ni dios ni amo. Lo malo era que todo aquel humo se atoraba en el techo del autobús. Y junto a él todas las discusiones políticas, filosóficas, económicas, con las que aspiraban a derribar el capitalismo y sustituirlo por el mundo nuevo que llevaban en sus corazones; discusiones que a menudo eran encendidas y en las que solo había tregua cuando el chófer ponía el cedé Lágrimas negras de Bebo Valdés y El Cigala. Entonces, una paz extraña se iba extendiendo poco a poco por el autobús y nos sumía a todos en una melancolía y un silencio sedantes. Yo nunca hasta entonces había escuchado a Diego El Cigala. Cuando años más tarde lo vi en una entrevista en un conocido programa televisivo, me preguntaba cómo alguien capaz de emocionarte hasta tal punto, podía hacer de aquella manera tan bochornosa el gamba cuando no estaba cantando. Poco después, escuché que el día que su mujer murió, El Cigala decidió no suspender el concierto que tenía programado y dedicárselo a ella. Y supe que, en el fondo, todas aquellas tonterías que El Cigala hacía en las entrevistas y su voz hermosa en los discos no eran sino dos caras de la misma moneda, en las que quien aparecía retratado era siempre un hombre que se esforzaba con toda su alma por sacudirse una tristeza infinita.
Cuba y Polo Montañez (2005)
Aquel mismo año al regresar de Chiapas me encargaron la redacción de una guía turística de La Habana (es decir, la ciudad donde Bebo Valdés se forjó como uno de los grandes de la música cubana). Durante las semanas que pasé allí sonaban en todos los lugares las canciones de un músico llamado Polo Montañez. En los bares, los bicitaxis, las azoteas… Lo jineteros vendían sus discos, agotados ya en todas las tiendas, en el top-manta cubano (que en realidad eran unos tipos paseándose con unos grandes bolsos de deporte llenos de libros y discos, a uno de los cuales compré la edición cubana de Animal tropical de Pedro Juan Gutiérrez y los discos Guajiro natural y Guitarra mía de Polo Montañez). Todos, viejos y jóvenes, adoraban incondicionalmente a Polo Montañez cuando estaba vivo y lo convirtieron en mito al morir. Su historia reúne ciertamente todos los componentes del mito. Hijo de un leñador, aprendió de manera autodidacta a acariciar con sus dedos gruesos de campesino las cuerdas de una guitarra y a cantarles de una manera natural a las cosas sencillas y trascendentales de la vida. Lo hacía en un garito para turistas por el que, como en las películas, cayó por casualidad un representante que se lo llevó para Colombia, donde de un día para otro vendió cuatrocientos mil discos. Ya de regreso a Cuba, Polo se convirtió en un fenómeno de masas. Y de repente, en el momento álgido de una fama que nunca se le subió a la cabeza ni le hizo olvidar quién era —un campesino, un guajiro natural—, murió en otro desgraciado accidente de tráfico. Sólo unos meses antes había escritoLa última canción, un tema que pone en piel de gallina el corazón, y en el cual Polo anticipa su final con un estribillo que vaticina que el último minuto de su vida debe ser extraño, romántico y amargo.
Los últimos minutos
Una recopilación, en fin, esta de hoy, de lo más extraña y en la que aún queda un pequeño hueco, algunos minutos, un par de párrafos. Uno de ellos para añadir que rellenar los minutos finales de las cintas grabadas, conseguir que la última canción no se cortara abruptamente, era también un arte. En este caso algunos de los temas con que podríamos completar este disco díscolo del verano podrían ser: la noche que escuché a Leonard Cohen en el Madison Square Garden; el día en que tras de mí apareció Alphablondy en el aeropuerto de Abdijan; la tarde en que entramos a tomar una cerveza a un bar de Rentería y dentro estaba tocando en acústico Iñigo Muguruza…
El otro párrafo lo reservamos para añadir que todas esas cintas que hablaban de nosotros mejor que nosotros mismos, que contaban las cosas que no sabíamos sobre nosotros o no nos atrevíamos a confesar cara a cara, también hicieron su propio viaje y duermen hoy en el trastero en dos cajas de cartón, junto con el viejo reproductor de casete de doble pletina, convertido en la corona oxidada de un rey del mambo (o del punk-rock) derrocado.
Colaboración para Rubio de bote, magazine ON (diarios Grupo Noticias) 11/08/2018
Sábado, 11 de agosto: Querido diario: te odio. Tengo que escribirte todo esto por la cara, porque si no el aitona me quita el móvil y no me deja bajar al bufet libre. Llevamos ya casi una semana, aquí en la playa. El hotel es una mierda (ni siquiera tiene wifi en las habitaciones) y la animación una puta mierda (menos el otro día, que vino un tipo con bichos, serpientes, ratas y un papagayo to-random que le quitó el peluquín a un señor del público, qué risa). Pero, por lo general, esto es un rollo. Tengo muchas ganas ya de volver a casa a amuermarme como a mí me dé la gana. Aunque, claro, con lo de la ama…
Martes, 14 de agosto: El aitona es un macarra. Todos los días madruga para bajar a la piscina y coger hamaca y ya le he visto desde el balcón embroncarse con más de uno. Lo bueno es que entonces yo suelo aprovechar para ir a desayunar. Desayunar con el aitona también es un rollo. No me deja beber zumos de la máquina porque dice que hacen pedos. Así que cuando voy sola me inflo, to-gocha. Y luego, me desinflo durante todo el día, eso también es verdad.
Fuera del hotel también la lía, el aitona. Como estamos a media pensión (desayuno y cena), y a veces no nos llega para comer con los panecillos y la mortadela que choramos del bufet, algunas tardes vamos al híper. El otro día entramos en el parking del Eroskidona y como eran las tres de la tarde y caía fuego no había nadie. Pues bien, de repente aparece otro coche y aparca to-pegado al nuestro, casi sin dejar sitio para abrir la puerta.
—¡Se va a enterar, ese caraculo! —empezó a ladrar el aitona, pero luego resultó que cuando el otro se bajó del coche era un hijo de la gran Bretaña de dos metros de alto y uno y medio de ancho y el aitona solo fue capaz de soltar un “gurmonin” to-penoso, como para dentro de su garganta.
—¿Me devuelves el móvil, aitona? —fue lo único que se me ocurrió a mí decirle, a ver si colaba.
Miércoles, 15 de agosto: No coló, así que tengo que seguir escribiendo este diario mierder. Menudo rollo. Por las noches el aitona me lleva con él a algunos bares u hoteles en los que hay grupos de versiones de Extremoduro, Marea, Eskorbuto… Se piensa que me gustan esas antiguallas, pero yo lo único que hago es deprimirme, viendo a los abuelos poniendo cuernos con las manos. Por las mañanas todavía es peor, porque tengo que recorrerme con él todo el paseo marítimo hasta que encontramos alguna tienda en la que vendan prensa.
—Me siento un hombre de otro tiempo —dice el aitona, cuando se coloca los tres o cuatro periódicos que pilla debajo del brazo.
Ni que lo diga. A mí lo único que me interesan de esos periódicos son las noticias to-raras de la última página: “Un chimpancé aprende a perrear”; “Un toro disecado siembra el pánico”… Eso y unos artículos que escribe otro viejales, un tal Patxi Irurzun. Claro que tampoco miro nunca las noticias en el móvil, ni en la tele, por si acaso. Siempre pienso en que me voy a encontrar algo relacionado con la ama que me va a cabrear.
Domingo, 19 de agosto: Hoy por fin volvemos a casa. Bueno, a casa… A casa del aitona. Antes de irnos le he escrito una postal a la ama. Le he dicho que no se preocupe porque con el aitona estoy guay y que la quiero mucho y la echo de menos y que todos los días escucho alguno de los raps de su último disco (mis preferidos son “El Bribón del Rey”, “Ley mordaza, ley mierdaza” y “Por la noche todos los picoletos son pardos”)… En la postal he puesto su nombre con letras bien tochas, a ver si esta vez en la cárcel no vuelven a escribir eso de “Dirección ilegible” y no nos viene de vuelta otra vez. Lo de la ama sí que es un rollo. Un rollo to-chungo.
Colaboración para la serie estival «Los discos del verano». Publicado en magazine ON (Diarios de Grupo Noticias), 11/08/2018
EL VERANO QUE MEÉ SANGRE
A Janis Joplin la nombraron una vez el chico más feo de su instituto. A mí, por el contrario, siempre me ha parecido una mujer muy hermosa. No hay ninguna voz que me haya enamorado como la suya, que me haya hecho temblar de igual modo. Ella decía que hacía el amor con miles de personas cada vez que salía a cantar. Después, en los camerinos, en las habitaciones de hotel, en las barras de bar venía el bajón, la insondable tristeza post-coito. Tras aquel orgasmo cósmico aparecía esa Janis de andar por casa, que se volvía vulgar al bajarse de cada escenario, insegura, frágil, desamparada, y a la que también, en realidad, era posible vislumbrar a veces en los conciertos o en las grabaciones en directo, al escuchar las coletillas y las risitas nerviosas que acompañaban sus palabras para presentar cada canción.
No recuerdo cuándo escuché la voz de Janis por primera vez. Supongo que en algún hilo musical o alguna radio de estándares de rock. Pero entonces era solo una voz que se oía a lo lejos, pidiendo ayuda, o tal vez ofreciéndola, entre todo el ruido y el silencio ensordecedor del mundo: en la duermevela de los viajes en autobús a la fábrica, a las cinco de la mañana; en las salas de espera de las oficinas de empleo; en los bares en los que simulaba esperar a alguien y no me atrevía a hablar con nadie…
Sí recuerdo, sin embargo, la primera vez que hice el amor con ella. La primera vez que aquella música se me pegó a la piel y me estremeció. Fue durante el verano que meé sangre. Por entonces trabajaba en una fábrica de porcelana. Tenía que descargar unas vagonetas, recubiertas con una manta de amianto, que salían de un horno tan caliente como el mismísimo infierno, cargadas de tazas, platos, soperas y de vez en cuando, como un broma cruel, algún tirador de cerveza. Durante algunas semanas estuve haciendo turnos de doce horas. Eran los años 90, había cuatro millones de parados, pero nos obligaban a cubrir las vacaciones estivales de ese modo.
Un día, al ir al baño, una mariposa roja brotó de mi cuerpo y batió sus alas contra el urinario. “Es un carcinoma vesical”, dijeron los médicos, y también dijeron que aquel tumor en la vejiga se debía al tabaco. Supongo que tenían razón, aunque yo fumaba solo cinco cigarrillos diarios pero trabajaba sesenta horas semanales pegado a una manta de amianto. Tenía por entonces 27 años, la edad a la que morían los mitos del rock (Jimi Hendrix, Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse, la propia Janis Joplin). Pero yo no era una estrella del rock, así que nunca pensé que algo pudiera salir mal. Sabía que aquello solo era una señal, un gesto de rebeldía que enviaba mi cuerpo.
Para el ingreso en el hospital me compré un discman y algunos cedés, entre ellos Cheap Thrills, de Big Brother & The Holding Company, sin saber que Janis Joplis era la cantante de ese grupo. Elegí aquel disco por la portada, que había realizado el dibujante de comics Robert Crumb, a quien en realidad todavía tampoco había leído. Me gustaron sus caricaturas voluptuosas y coloridas, tras las que también se adivinaba un mundo propio lleno de obsesiones.
La portada de Cheap Thrills, cuyo título original era Dope, sex and cheap thrills (Droga, sexo y emociones baratas), que Robert Crumb, haciendo honor a ese título —al menos en cuanto a las drogas se refiere—, pintó durante una noche de speed, era en realidad su contraportada. La compañía discográfica desechó, junto con el título, la primera portada, en la que aparecían dibujados desnudos los miembros del grupo (y también el resto de sus cuerpos); Crumb diseñó entonces una segunda opción y esta vez fue el propio grupo quien la rechazó, pues les gustaron más los dibujos que hizo para los créditos del disco. De hecho, lo que se puede leer en los bocadillos de las diferentes viñetas que aparecen en la portada final de Cheap Thrills son los títulos de las canciones, los nombres de los músicos de la banda, incluso alguna que otra broma, como el sello que certifica que el trabajo cuenta con la aprobación de los Ángeles del infierno.
En el centro de esa portada hay un círculo del que emanan el resto de viñetas. En él aparece la caricatura de Janis Joplin, vestida de presidiaria y arrastrando una cadena y su bola, sobre la que flota la leyenda Big Mama Thorton, el nombre de la intérprete original de la canciónBall & Chain, incluida en el disco, a la que hace referencia el dibujo (esa bola de preso, por cierto, también recibe en inglés el nombre de Blackberry, como la marca de los primeros teléfonos móviles que comenzaron a condenarnos a la estulticia). No es, por supuesto, una casualidad que ese dibujo sea el núcleo irradiador no solo de la portada sino también de todo el disco, pues la música de Janis Joplin se encadena y es deudora sin ningún disimulo de las grandes y malogradas damas negras del blues, como la mencionada B.M. Thorton, Bilie Holliday o Bessi Smith.
Por esta última, Bessi Smith, además de compartir una inclinación a la dipsomanía, Janis Joplin sentía una especial devoción, hasta tal punto que pagó una lápida para la tumba sin nombre de aquella a la que llamaron la emperatriz del blues, pero que murió como una perra callejera. Los clubs en los que Bessie Smith solía cantar durante los años 20 y 30 del siglo XX se abarrotaban para oír su voz limpia y enérgica (existe un cortometraje en el que se la ve interpretando Saint Louis Blues en uno de esos clubs, acodada sobre la barra, con una jarra de cerveza en la mano, tambaleándose… El video es probablemente una ficción pero desde luego Bessie Smith se sabía el papel muy bien). Sin embargo, a pesar de su éxito, cuando en 1937 su coche se salió de una carretera de Misisipi (probablemente porque Bessie Smith no tenía la necesidad de pararse en los cruces de caminos en los que el diablo compraba almas a cambio del don del blues, pues ella lo traía de serie), nadie quiso atenderla en ninguno de los dispensarios médicos para blancos a cuya puerta llamó y en los que, en lugar de una emperatriz del blues, los médicos solo veían a una negra enorme y borracha. Murió desangrada bajo una tormenta bíblica. Y, durante muchos años, estuvo enterrada en una tumba anónima. Hasta que Janis Joplin pagó su lápida.
Cheap Thrills es, pues, un aullido, una colección de aullidos por la memoria de todas esas damas malditas del blues. En el disco, además de Ball & Chain de Big Mama Thorton, aparecen varias de las canciones (algunas de ellas en directo) más emblemáticas de Janis Joplin, como Piece of my heart o Summertime, el clásico de George Gerwin. Publicado durante el verano de 1968, tras el éxito obtenido por la cantante durante el verano anterior (el famoso verano del amor) en el festival precursor de Wodstock, el de Monterrey, Cheap Thrills se convirtió en un éxito, llegando a vender un millón de copias. Fue el segundo disco de Janis Joplin, tras su debut en Big Brother & The Holding Company (1967). A él le seguirían I Got Dem Ol Kozmic Blues Again Mama! (1969), ya con una nueva banda, y el póstumo Pearl (1971), publicado tan solo tres meses después de su muerte, tras una sobredosis, cuando todo parecía indicar que la cantante se había desenganchado de la heroína.
Muchos años después de su muerte, el verano que meé sangre, Janis Joplin hizo el amor conmigo en la cama de un hospital y sus canciones me mantuvieron empalmado a la vida.