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ODIADORES

Sep 24, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en Rubio de bote, colaboración para el magazine semanal ON (diarios Grupo Noticias) 22/09/2018

 

 

Lo mejor es no leerlos. Los comentarios en la página de reservas del hotel que acabas de contratar para tus vacaciones, digo. Porque siempre vas a encontrar alguno que diga que las sábanas estaban llenas de cascarrias, que lo de “Se admiten mascotas” se refiere a las cucarachas del tamaño de mastines que se pasean por las habitaciones o que la comida sabe a rayos y la sirven unos camareros con cara y modales de afiliados de VOX en mitad de una Diada.

La parte buena de todo eso es que te plantas en el hotel como un reportero de guerra, parapetado con chaleco antibalas, mosquitera y potabilizador para el agua, y a nada que el establecimiento cumpla unos mínimos de habitabilidad, te parecerá que estás en el Hilton (claro que al revés también pasa y puede ser que la piscina climatizada que anuncia en su web el Hotel Jilton sean en realidad unos cuantos niños gritones meándose en tu bañera).

—Tiene que haber alguien que se dedique a ello —me digo—, alguien al que le paguen para escupir toda esa bilis en Booking o en Tripadvisor  sobre las reseñas de la competencia. ¿Será alguien del gremio, un negro literario? ¿Una especie de inspector de la Guía Michelín al revés? ¿Alguien que se pase la vida en un verano perpetuo, a la caza de la fideuá de bufet más reseca y los zumos de máquina más flatulentos, de la alcachofa de ducha con menos presión, del colchón que te succione con más fuerza? ¿Cuál será su esperanza de vida?…

Reconcomido por todas esas dudas existenciales me dirijo a una oficina de empleo para iniciar este reportaje de investigación, pero estoy a punto de abandonarlo a las primeras de cambio porque a sus puertas me encuentro a un montón de personas gritando “¡Viva el rey!”. Después, recuerdo que me pasó lo mismo ayer en el centro de salud, y el otro día cuando pasé por delante del comedor social. “¡Viva el rey!”, gritaban todos con lágrimas en los ojos, “¡Viva el rey, mecagoendiós!”, gritaba enardecido un actor a la puerta de un juzgado, “¡Viva el rey!” grita todo el mundo en el mercado, cuando echa gasolina, en el banco, al sentarse en la taza del baño…

Así que vuelvo más tranquilo sobre mis pasos y entro de nuevo a la oficina del INEM.

—Sí, sí, los haters y los trolls están muy solicitados —me responde muy amablemente un funcionario, tres días después, cuando regreso tras pedir mi cita previa, y me explica que hater quiere decir odiador (“Odiador, qué bonito. Amo la palabra odiador. Donde esté un buen odiador que se quiten todos los haters”, pienso yo).

Pero nos los piden para todo, no se crea, no solo para lo de los hoteles —continúa el funcionario—. Hay trolls para comentar las noticias y columnas de los periódicos digitales, haters que destrozan los libros de autores de otras editoriales (estos tienen menos salida porque hay muchos escritores que ya lo hacen gratis y también porque se lleva más la tendencia contraria, es decir, ensalzar como obras maestras novelas que son porquerías como una catedral de grandes)…

—¿Y que hay que hacer para ser un troll? —le interrumpo, y ya me imagino a mí mismo frente al ordenador, escribiendo con el pelo peinado para arriba y teñido de lila y con orejas puntiagudas de goma.

—Huy, no se lo recomiendo, hay mucha lista de espera, ¿no ve que la gente viene ya muy preparada, con lo de las redes sociales y eso?…

—Vale, vale —me despido, dando por concluida la investigación, pero antes de que pueda levantarme el funcionario me retiene un poco molesto, agarrándome por el brazo y pregunta:

—¿Qué se dice?

—¿Viva el rey? —contesto yo.

Los discos del verano: 10 (y último). NEVER MIND THE BOLLOCKS (SEX PISTOLS, 1976)

Sep 15, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 ¡Siga a ese coche!

Publicado en magazine ON (diarios de Grupo Noticias (15/09/2018)

 

La liaron parda. Hoy podría emitirse sin ningún problema en horario infantil, o ser una secuencia de alguno de los capítulos más ligth de Los Simpsons o de Historias corrientes, pero en 1976, en la BBC, decir en una entrevista “mierda” provocaba poco menos que un cataclismo que hacía temblar hasta los hielos del gintonic de la reina madre.

Fue Johnny Rotten, el cantante de los Sex Pistols, quien lo soltó, quien lo masculló más bien, por lo bajinis, ante las fanfarronerías de un presentador que abordó la entrevista con un tono paternalista y farruco, asegurando que estaba tan borracho o más que ellos.

Bill Grundy, que así se llamaba el presentador, retó a Rotten a repetir la palabrota, y el rostro del terrible “Juanito el podrido” se convirtió por un momento en el de un inocente niño pequeño alResultado de imagen de never mind the bollocks que pillan en mitad de una travesura. Pero lo hizo, volvió a decirlo, volvió a decir “mierda”, y una vez roto el hielo, o los hielos, el resto de Sex Pistols y de la troupe que los acompañaba, comenzaron a forjar la leyenda que los convertiría en  icono de la irreverencia y la rebeldía y en el emblema del que probablemente ha sido el movimiento juvenil más importante de las últimas décadas.

—Viejo verde —le espetó Steve Jones, el guitarrista de la banda, al borrachín y rijoso Bill Grundy cuando este coqueteó con Siouxsie Sioux, la cantante de Siouxsie and the bansees, de pie aquel día en el plató tras los Sex Pistols, con  el pelo corto y teñido de blanco y un ojo pintado como el protagonista de La naranja mecánica.

—Vamos, todavía te quedan cinco segundos  para decirme algo más —le provocó a continuación el presentador, como si estuvieran en un pub.

—Sucio hijoputa —volvió a arremeter Jones, sin achantarse.

—Mañana les esperamos de nuevo —se apresuró entonces Grundy en despedir el programa, dirigiéndose a sus telespectadores; y luego, volviéndose hacia  los Sex Pistols—: A ustedes no; a ustedes espero no volver a verlos nunca más.

La escena apenas dura dos o tres minutos, durante los cuales Malcolm Mclaren, el promotor de los Sex Pistols, aseguran,  se encontraba “cagado de miedo” tras las cámaras, aunque probablemente en realidad lo que le asustara fuera que el clinclín de la caja registradora se escuchara también fuera de su cabeza. Los Sex Pistols habían llegado a aquella entrevista, en un programa de máxima audiencia, como segundo plato, tras un plantón inesperado de última hora de Queen (con quien precisamente empezamos esta serie de discos del verano, que hoy termina), pero tampoco se puede decir que el grupo deba su fama a esta casualidad, pues McLaren no daba puntada sin hilo y si los Sex Pistols no hubieran pegado la campanada ese día, él se las habría arreglado para buscarles otro escándalo. No deja de ser paradójico, por otra parte, que un movimiento contestatario y anticomercial como el punk deba tanto a una perfecta y estudiada maniobra de marketing, terreno en el que Mclaren, se movía perfectamente. Los Sex Pistols, en definitiva, fueron lanzados como si se tratara de una marca de ropa, de la ropa que Mclaren diseñaba y vendía en su tienda, que por cierto se llamaba SEX, con lo cual de rebote se hacía publicidad a sí mismo.

El caso es que tras la sonada entrevista alcohólica (con la que inauguraban un subgénero periodístico en el que caben destacar apariciones como las de El Cigala en El hormiguero, Tijuana in blue en Plastic o Fernando Arrabal en aquel programa de Sanchez Dragó), la banda londinense comenzó a vender su recién publicado Never mind the bollocks como rosquillas, además de prender la mecha a un reguero de pólvora que se extendería por todas las barriadas obreras de Inglaterra primero y después de toda Europa, para mantener su aura de ruido y furia todavía hoy, varias décadas después, en Latinoamérica.

Entre nosotros, la semilla del punk encontró un terreno perfectamente abonado (“El estiércol hace crecer más fuerte la cosecha”, como decía el anarquista vasco Marc Legasse) en una Euskal Herria, la de los 80, asolada por la heroína, el paro y la violencia política, y así,  brotaron como bonguis en cada pueblo y ciudad decenas de grupos como Eskorbuto, RIP, Las Tampones, La Polla Records o Las Vulpess, a los cuales muchos escuchamos antes en realidad que a los propios Sex Pistols. Siguiendo la máxima del punk, “Hazlo tú mismo”, florecieron también los fanzines o las radios libres, como la Eguzki Irratia…

Y ahora es cuando toca hablar un poco de mí mismo, que es para lo que en el fondo, como ustedes ya habrán apreciado,  he escrito esta sección:  para la Eguzki irratia, precisamente, estuve maquinando durante algún tiempo la idea de poner en el aire mi propio programa radiofónico, que finalmente se vio reducido al nombre que ideé para él: “Siga a ese coche” (no tengo ni idea de por qué decidí llamarlo así, supongo que mi generación pertenecía a una segunda oleada del punk, a la que llegábamos ya algo aburridos de tacos y eructos en antena o canciones y fanzines con títulos como “Puta policía”, “Los testículos me cortaría por la calavera del rey”, o “Dolorosa leprosa”). La cuestión es que durante todo un verano estuve intentando grabar una cuña casera para ese programa que nunca llegué a emitir y  la sintonía que elegí para la misma fue Anarchy in the UK, uno de los temas más conocidos de Never mind the bollocks, el único álbum de estudio de los Sex Pistols, y del cual acabé precisamente hasta los bollocks, dada mi impericia con una grabadora prehistórica que me obligaba a adelantar y atrasar la canción decenas de veces.

 

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Mi intención, en aquel programa, era hablar no solo de música, sino también de lo que yo consideraba la equivalencia del punk en la literatura, es decir, de los libros de Bukowski (quien, por cierto, también concedió una memorable entrevista alcohólica en el programa Apostrophes de la televisión francesa), Celine, Raúl Núñez o, en general,  la colección Contraseñas de Anagrama, en la que, volviendo a los Sex Pistols, Gerald Cole publicó Sid y Nancy, libro en el que narra la historia de amor, locura y muerte entre Sid Vicious, el famoso bajista de la banda, y Nancy Spungen, la fan estadounidense del grupo con la que se hizo adicto a la heroína y a la que acabaría asesinando en el famoso Hotel Chelsey de Nueva York (el mismo en que Janis Joplin y Leonard Cohen tuvieron sexo oral, Cohen por partida doble porque se ocupó de airearlo a los cuatro vientos después en su tema Chelsey Hotel).

 

 

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Sid Vicious (es inevitable hablar de los Sex Pistols sin aludir a él), fan y personaje satélite  del grupo, amigo de Jhonny Rotten, acabaría incorporándose al mismo tras las desavenencias entre Rotten y el bajista original, Glen Matlock (al cual expulsaron  achacando que se lavaba los pies demasiado a menudo y que le gustaban los Beatles). Recientemente Viv Albertine, que formó parte del grupo de punk femenino The Slits ha publicado (también en Anagrama) un libro autobiográfico en el que rememora los años fundacionales del punk londinense, la ebullición previa a aquel seísmo que resquebrajó los hielos de los gintonics regios, y en el que podemos ver una estampa inocente y enternecedora de Sid Vicious, en la flor de su juventud, antes de que comenzara a sulfatarla con heroína. Como curiosidad  Ropa música chicos, así se titula la crónica de Albertine, retrata aquel microcosmos primigenio del punk en el que, entre otros, pululaba una jovenzuela malagueña, batería de las Slits, llamada Paloma Romero, alias Palmolive, que por aquella época era además pareja de Joe Strummer, el icónico cantante de The Clash. Nada parecía vaticinar que muchos años después volveríamos a encontrarnos a Palmolive, de casualidad, en un programa de Callejeros viajeros, convertida en predicadora de una secta cristiana estadounidense.

Resultado de imagen de rastros de carmínSid y Nancy, el libro de Gerald Cole, tuvo su adaptación cinematográfica homónima, en la que al bajista de los Pistols lo interpretó Gary Oldman y en la que aparece la famosa secuencia en la que Sid Vicious versiona en un teatro My way, de Sinatra, durante la cual, repentinamente, saca una pistola y comienza a disparar sobre las primeras filas, copadas por militares, aristócratas y ricachones, pura ficción (a pesar de que por aquella época algunos punks muy punks le daban credibilidad al episodio), una metáfora en definitiva de qué y a quién representaba el punk y contra quién arremetía: un movimiento nacido en los barrios obreros que ponía en cuestión una sociedad clasista, autoritaria, conservadora, y que como señalaría Greil Marcus  en una de las biblias de este movimiento, el ensayo Rastros de carmín, no hacía sino continuar de una manera inconsciente un hilo invisible que recorre las diferentes corrientes y movimientos contraculturales y heterodoxos de la historia de la humanidad  y que une a todos aquellos (anarquistas, milenaristas, dadaístas….)  que en algún momento la liaron parda. Estamos, por lo demás,  a la espera de nuevas sacudidas de ese hilo.

 


 

Los discos del verano. Todas las entregas

 

Los discos del verano 9: MADE IN JAPAN. Deep Purple (1972)

Sep 8, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 Un disparo en mitad de un concierto

Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 08/09/2018

 

Durante aquel verano, que sería el de 1982 u 83, yo estaba firmemente decidido a convertirme en estrella del rock, pero lo dejé antes de dar la primera clase de guitarra, pues el profesor vivía en la otra esquina del barrio y a mí me daba vergüenza atravesar todas sus calles en llamas con la modosita funda de cuadros escoceses a la espalda. Siempre me he parecido más a un seminarista que a Keith Richards y creía que la gente pensaría que iba a catequesis, a ensayar el Alabaré, alabaré, en lugar de a aprenderme el riff de Satisfaction. Así que tuve que conformarme con seguir haciendo solos de raqueta delante del espejo en casa e intentando aprender por mi cuenta los tres o cuatro acordes de Smoke on the water.

Pan pan pan, pan pan papán.

Todo el que alguna vez haya soñado con tocar la guitarra eléctrica sabe que Smoke on the water, de Deep Purple es el abecé del rock. Todavía lo sigue siendo y lo siguen aprendiendo las nuevas hornadas de guitarristas. Lo sé porque mi hija, que no tiene vergüenza —no al menos tanta, o tan enfermiza como yo—, ni pintas de seminarista, ni mucho menos funda de guitarra con cuadros escoceses, vino el otro día de la escuela de música trasteando sus notas.

Smoke on the water se publicó por primera vez en el disco Machine Head, de 1972, aunque la mayoría lo conocimos gracias a uno de los directos más famosos de la historia del rock, Made in Japan, grabado entre Osaka y uno de los templos del hard rock , el Budokan de Tokio, en agosto de 1972 (Made in Japan, por cierto, no fue el primer directo del grupo, antes, en 1969, habían grabado Concerto for the group and orchestra, junto a la Royal Philarmonic Orquestra, anticipándose varias décadas a los conciertos sinfónicos con grupos de rock ).

Curiosamente, Deep Purple publicaron Made in Japan a regañadientes, sin imaginar que miles de adolescentes y jóvenes nos lo acabaríamos aprendiendo  de memoria. Como se aprendían los discos entonces. En nuestra cabeza (en la mía al menos, lo sé porque ayer me bajé el cedé al coche y lo recordaba al dedillo) esculpimos para siempre cada punteo de Ritchie Blackmore; cada gorgorito de Ian Gillan; cada entrada con el órgano Hammond de Jon Lord. Incluso el solo de batería de Ian Paice en The mule, que dura varios minutos. Y, por supuesto, el momento exacto en que iba a sonar el disparo, durante el desgarrador Child in time.

Porque Made in Japan y Child in time (que para algunos será ahora la música de un anuncio de colonia, japonesa, por cierto), para nosotros eran el disco y la canción del disparo, aquella en la que un espectador se suicidaba, mientras escuchaba interpretar en directo su canción preferida, un tema de más de once minutos a lo largo de los cuales el aullido de Ian Gillan, ese Jesucristo del rocanrol, es capaz de llevarnos del cielo al infierno, de matarnos y resucitarnos en varias ocasiones.

La leyenda urbana de este heterodoxo harakiri ha acompañado al disco durante décadas. El estallido que se escucha en el minuto 9:44 se parece mucho más a un disparo que a lo que en realidad debió de ser, el chispazo de un bafle, un foco que explota, una nota o efecto inesperado en el órgano de Jon Lord… Y, por otra parte,  esa versión romántica y arrebatada del suicidio conviene mucho más a la épica de la canción, que aborda temas como el mal, el bien, la justicia o la propia muerte, con versos que hablan de hombres ciegos disparando al mundo, balas que rebotan y trozos de plomo que vuelan. Pero lo cierto es que no hay nada que pruebe la teoría del disparo, y nunca se encontró, como se decía, ningún cadáver en las gradas, tras acabar el concierto, a no ser que un gran manto de silencio lo cubriera como un sudario y con él esta macabra historia, que por lo demás, se convirtió en todo un reclamo para el disco, cuya comercialización, sin embargo, como hemos dicho antes, Deep Purple inicialmente no acogió con mucho entusiasmo.

Hay varios detalles que ilustran esta desgana. Por ejemplo, los conciertos se realizaron en horario japonés, es decir, a media tarde, algo a lo que no estaban demasiado acostumbrados los miembros del grupo británico, de hábitos más bien noctámbulos, como demuestra que el cantante Ian Gillan saludara al público con un irónico Good morning! O el hecho de que el virtuoso guitarrista Ritchie Blackmore fallara en dos de los tres conciertos con el riff de Smoke on the water, el abecé del guitarrismo: pan pan pan, pan pan papán ( la toma que se utilizó finalmente fue la del 15 de agosto, y Smoke on the Water la única canción aprovechable de aquella tarde). Claro que el despiste de Blackmore pudiera deberse, entre otras cosas, al extraño comportamiento del cívico público japonés, que cuando el músico llevaba a cabo el numerito en que destrozaba su guitarra y la arrojaba al foso, insistía en devolvérsela una y otra vez (cabe, por eso mismo, dar una oportunidad a la leyenda del disparo de Child in time, pues tal vez los fans japoneses fueran tan educados que respetaran el ceremonioso suicidio de uno de ellos, al que dejaron matarse en paz).

Made in Japan es, a pesar o por todo ello, una de las cimas del hard-rock, bajando de la cual Deep Purple se diseminó en una saga de memorables grupos como Rainbow o Whitesnake y de proyectos personales de cada uno de los miembros (por el grupo han pasado músicos como Joe Satriani, David Coverdale, Don Airey…).

Por lo demás, no me gustaría acabar sin comentar que precisamente, una de esas aventuras, uno de esos tentáculos de la saga acaricia de refilón la modosita funda de cuadros escoceses de la guitarra que nunca llegué a tocar, pues Ian Gillan, el cantante de Deep Purple, puso voz a Jesucristo en la ópera rock Jesus Christ Superstar (que en realidad es de 1970, previa por tanto a Made in Japan, y que en mi casa teníamos en una cinta doble, que despertaba en mí una extraña e intuitiva atracción, previa al descubrimiento del hard-rock).  Para redondearlo todo, a Ian Gillan le ofrecieron ese papel después de escucharle interpretar Child in time, que se grabó por primera vez en otro de los grandes discos de Deep Purple,  In rock (1970).

Así que, quién sabe, después de todo la catequesis igual tampoco habría sido un mal paso hacia el camino de perdición del rocanrol: de hecho, a mi hermana, que sí aprendió a tocar la guitarra, las monjas la llevaron a tocar una vez a una residencia de abuelitos y volvió de allí muy contenta, entre otras cosas porque como agradecimiento los anfitriones les ofrecieron unas cuantas copas de champán y moscatel. Lo que ya no sé es si les tocó el Alabaré, alabaré o el Smoke on the water.

Pan pan pán, pan pan papán.

 

Los discos del verano. Todas las entregas

 

 

 

 

 

 

 

 

CÁSCARAS

Sep 8, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en Rubio de bote, colaboración para magazine semanal ON (diarios Grupo Noticias) 08/09/2018

 

Cuando yo era pequeño lo habitual era tirar al suelo los envoltorios de las chuches, por ejemplo, de aquellos chicles Cosmos que te dejaban la lengua negra, o de los Cheiw (“Deme cinco chicles”. “¿Cheiw?” “No, chinco”); o las cáscaras de las pipas. Comíamos muchas pipas. Comíamos pipas a todas horas. Había parques enteros y  cines de barrio enmoquetados con sus cáscaras. Ahora ya casi no se comen pipas. Las palomas del parque ya no hablan conmigo. Y nadie siente dejar este mundo sin probar las pipas Facundo. Tampoco hace ya nadie rimas publicitarias de ese tipo, tan rotundas y efectivas: “¿Qué tal? Muy bien con Okal”. “¿Qué hora es? ¡La hora 103!”.  Ahora los publicistas se ponen estupendos, sin darse cuenta de que después hay un comercial que tiene que vender su creatividad de mierda. Recuerdo hace unos años el anuncio de un coche con “ziritione”. ¿Qué era el ziritione? Nada. La ocurrencia de un copy que después no tenía que recibir a quienes se acercaban al concesionario a preguntar: “¿Y este coche tiene ziritione?”. “Claro, ejem, todos nuestros coches tienen ziritione”. “¿Pero qué es exactamente el ziritione?”. “Eh, bueno, sí, la satisfacción que da conducir nuestros coches”. “¿Qué satisfacción: el asiento te masajea el culo, el coche te aplaude si haces un adelantamiento correcto…?”. “No, je, je, eso si quiere puedo hacerlo yo cuando usted lo pruebe”. “¿Lo primero o lo segundo”. “Lo de aplaudir, claro”. “Pues vaya”…

Tiene que ser en todo caso difícil ser publicista en estos tiempos, competir contra tantos hombres y mujeres-anuncio, que trabajan gratis, que pagan en realidad por pasear sus camisetas con las marcas —LEVIS, NIKE, ESPAÑA…—,  en letras que vería hasta Rompetechos con conjuntivitis.

Pero estábamos hablando de la basura. Ahora, si nuestros hijos tiran un papel al suelo los obligamos, como buenos ciudadanos que somos, a recogerlo y a llevarlo a la papelera; o al contenedor azul. Bueno, si el papel está sucio, ¿va al azul o al orgánico?… Da igual, la basura está, en todo caso, perfectamente clasificada y las aceras limpias de cáscaras y de plastones de chicles. Todo está bajo control. ¿Todo? ¡No! En realidad generamos más porquería que nunca. Cartón, plástico, plástico para envolver el cartón, cartón para envolver el plástico que envuelve al cartón… Y la guardamos bajo la alfombra, en los vertederos, que ahora se llaman centros de tratamientos de residuos, o enviándola a África, donde junto a las minas expoliadas de coltán se levantan montañas de inmundicia electrónica, contaminante y  cancerígena. Un crimen perfecto y circular. La mierda, en todo caso, acabará por comernos a todos. El principal problema de la humanidad en el siglo XXI será la basura (aparte de Albert Rivera o Pablo Casado, quien, por cierto, propuso un plan Marshall para África; para mí que se refería a eso, a enviarles comida caducada y ordenadores descacharrados).

Hablando de electrónica, hace unos días aparecía en el telediario una horda de adolescentes a los que sus padres llevaban a la estación para viajar rumbo a un festival veraniego de música. Y los abnegados progenitores sacaban de los maleteros de sus coches para meterlos al del autobús los equipajes, en los que a los “mochileros” no les faltaba de nada: ordenadores portátiles, consolas, palos selfie, aparte de sillas y mesas de camping, tablas de surf… Tenemos artefactos, con sus envoltorios y su ziritione, para todo: tampones con bluetooth, sandalias con capota para los días de lluvia, gafas inteligentes para picar cebolla… Y no podemos vivir sin ellos. En lugar de irnos de vacaciones nos vamos de mudanza. Nuestra huella ecológica es la de un dinosaurio en vías de extinción. Pero “a mí plin, yo duermo en Pikolín”. Con mucha suerte, acabaremos todos comiendo pipas otra vez. Y sus cáscaras.

 

Los discos del verano 8: ASEREJÉ (LAS KETCHUP, 2002)

Sep 1, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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«Y cuanto peor para todos, mejor para mí, el suyo»

El verano de 2002 lo pasé en un basurero. No es una metáfora. Lo pasé literalmente en un basurero, el de Payatas, en Manila, la capital de Filipinas, en el que viven y trabajan a cielo abierto unas sesenta mil personas. Estuve allí para escribir una serie de reportajes finalmente fallidos:

A la gente no le gusta leer este tipo de historias, los domingos por la mañana, cuando se come un cruasán —nos decían los redactores jefes de los magazines semanales—. La gente lo que quiere son reportajes de moda, entrevistas con Las Ketchup

¿Pero de dónde demonios habían salido aquellas Hijas del tomate —así era cómo se titulaba su primer albúm—, Las Ketchup, cuyo tema Aserejé, cantaba todo el mundo, acompañándolo de una ridícula coreografía?

Desde que había vuelto del viaje no dejaba de escuchar esa canción, que me parecía empalagosa y un poco boba. Para colmo siempre he aborrecido el ketchup. No se me ocurría un nombre más desafortunado para un grupo. Sin embargo, todos a mi alrededor parecían abducidos por Aserejé y le encontraban algún tipo de gracia que a mí me pasaba desapercibida.

Supuse que de algún modo, una parte de mí seguía en Payatas, al otro lado del mundo. Me parecía que había una distancia muy lejana, que no se contaba solo en kilómetros, entre aquellas dos realidades, la del basurero y la de nuestras mañanas de domingo tranquilas con periódicos y sus suplementos semanales, que en realidad leíamos solo para asegurarnos de que estábamos en este lado del mundo. En el lado amable del mundo.

¿Pero tú, dónde has estado metido, chaval, en una burbuja? —me preguntaban al principio, cuando comentaba que nunca había oído la dichosa canción.

Y pensaba también, recién regresado de Filipinas, que se trataba justo de lo contrario, que en realidad éramos nosotros los que vivíamos en una pequeña burbuja, aislados del resto del planeta, del planeta real, en el que había niños que morían sepultados por un alud de basura, o, a diario, por culpa de enfermedades corrientes, como una diarrea o un catarro mal curado.

A pesar de todo ello, comprendía muy bien la perplejidad de aquellos con quienes hablaba. Me acordaba de que, unos cuantos años atrás, mi hermana se había marchado de Erasmus a Francia y, cuando volvió a casa por Navidad, no era capaz de comprender cómo podía hacernos tanta gracia el numerito que hacía cada viernes en el “Un, dos, tres” un cómico llamado Ángel Garó.

Vestido de negro, alto, sonriente y con personalidad múltiple, el artista interpretaba a varios personajes, que salían desde detrás de un biombo: uno de ellos era capaz de hacer morir de risa a la gente contando los chistes mal, había también un japonés que cantaba sevillanas… y otro más, llamado Juan de la Cosa, que solía acercarse tímidamente a un micrófono de pie y, tras unos segundos en que millones de espectadores se contenían con regocijo, pronunciaba un escueto ¡Uh!, que desataba una carcajada general, estruendosa, liberadora…

Mi hermana era incapaz de entender cómo una cosa tan primaria conseguía mantener embobado a todo un país. Y, desde luego, era difícil de explicar, si uno no había asistido al proceso en que, de una manera imperceptible e inconsciente, aquel “¡Uh!” se había convertido en una especie de rito colectivo, en un extraño código compartido por millones de personas, que aguardaban toda una semana para poder estallar al unísono en aquella carcajada, que brotaba de un modo natural e incontenible.

Pues bien, el Aserejé era mi “¡Uh!”, y creo que en el fondo sucede lo mismo con todas las canciones del verano, en las que en realidad da igual si la canción es empalagosa y boba —quizás eso es de lo que se trata, de que lo sea— y lo que importa es que en ella exista algo que te conecta de un modo primitivo con millones de congéneres y te ayuda a sentirte un animal social. No existen, de hecho, canciones del verano de culto. Cantar una canción del verano que no conoce nadie no tiene sentido.

Por supuesto, tampoco es fácil, al contrario, es tremendamente difícil que un artista sea capaz de componer lo que podríamos llamar las mejores peores canciones, que es en definitiva lo que son las canciones del verano, canciones como El negro no puede, Macarena o Pajaritos a bailar (categoría aparte merecen sus coreografías, en las que esa máxima se lleva ya a los extremos: cuanto peor mejor para todos. “Y cuanto peor para todos, mejor para mí, el suyo”, podría añadir M. Rajoy, quien tal vez sería un buen compositor de letras de canciones del verano).

En el caso del Aserejé una de las claves del éxito de la canción tiene que ver seguramente con aquel absurdo estribillo: “Aserejé ja de je/ de jebe tu de jebere/ seibiunouva majavi/an de bugui an de güididípi”. Una letra indescifrable que, no obstante, acabaríamos sabiendo con el tiempo, venía a ser una especie de transcripción fonética y libre de las primeras estrofas de Rapper’s Deligth un rap ochentero del grupo The Sugarhill Gang; o al menos eso es lo que cuentan algunos sesudos estudiosos de la canción, y lo que guarda cierta lógica con la narrativa de la misma, es decir, con aquella parte que nadie tuvo en cuenta y en la que se describe cómo el personaje, un rumboso Diego viene “con la luna en las pupilas” y entra a un garito donde un DJ le pincha su canción preferida, y él la baila, y la goza, y la canta, poseído por el ritmo ragatanga —y por lo que sea que le ha puesto las pupilas de ese tamaño— como buenamente puede, es decir, en un inglés aznariano.

Aserejé, que rápidamente se extendió por todo el mundo como fuego en la rastrojera, no había llegado, sin embargo, todavía aquel verano hasta los karaokes de Filipinas —karaokes que se encontraban en cualquier esquina de Manila, también en sus casas, incluidas las que se levantaban entre la basura de Payatas—. Allí lo que incendiaba los oídos, lo que se escuchaba a todas horas en las emisoras de radio, en los transportes públicos, en las barberías, en los restaurantes callejeros, en los mercados, en los vertederos, en todos los sitios, era un tema titulado Stupid Love, de un grupo local llamado Salbakuta. Y esa fue para mí la canción del verano de 2002. Esa y Marea, del primer disco, La patera, del grupo de Berriozar —disco, por cierto, en el que acabaron intercambiándose el título del mismo y el nombre del grupo: es decir, el grupo se llamaba originalmente La patera y el disco Marea—, pero no nos despistemos, que es lo que me sucedía a mí cuando intentaba cantar aquella canción, Stupid Love, borracho en los karaokes de Manila, y perdía el hilo: que acababa vociferando la canción de Marea, aunque lo que sonara fuera el Aserejé tagalo.

Aserejé, por lo demás, fue el único éxito de Las Ketchup, tres hermanas hijas del tomate, en sentido estricto, pues su padre era el guitarrista flamenco El Tomate —y planteado de ese modo tanto el nombre del grupo como de su primer disco no resultaban en absoluto absurdos—. Reducidas a uno de esos grupos “one hit wonders”, estrellas de un solo éxito, a Las Ketchup las acabó de hundir su participación años más tarde en un festival de Eurovisión con un tema llamado Un Blody Mari, que pasó al olvido en forma inversamente proporcional al pegajoso éxito de su Aserejé, la canción de aquel inolvidable, para mí, verano filipino de 2002.

Los discos del verano. Todas las entregas

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