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LENTILLAS

Jul 19, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para semanario ON (diarios de Grupo Noticias) /Ilustración de Tasio para la portada de Cuentos sanfermineros (Patxi Irurzun)

La primera vez que me puse lentillas, bueno lentilla, fue durante otros sanfermines, hace muchos años, cuando todavía no había visto nada, aunque yo pensara que ya lo había visto todo y que todo lo sabía: tenía dieciocho años y me creía el rey del mundo.

Fue el día del txupinazo. Durante los días anteriores había estado entrenando para colocarme (las lentillas). No era nada fácil. Era un nuevo tipo de lentillas, blandas y desechables, que se convertían en una especie de pececillos sobre la yema de los dedos. En los primeros intentos me costaba media hora. Y una vez que lo había conseguido tenía que acostumbrarme también a aquella nueva dimensión; las gafas al menos me dejaban un respiradero entre mi punto de vista y el nuevo mundo que se abría a mis ojos, limpio, luminoso, con aquellas caras tan feas y enfadadas cerca de la mía.

Al principio, por ejemplo, si me quitaba las gafas dejaba de oír. No sé por qué pasaba aquello. Era como si las patillas hubieran sustituido al nervio auditivo. Así que, tras colocarme (las lentillas) en la óptica, me daba un paseo de media hora por las calles de la ciudad, boquiabierto, pasmado, como si fuera Paco Martínez Soria. Poco a poco fui reduciendo la maniobra inicial, veinte minutos, un cuarto de hora, cinco minutos; y mi oído, además, fue acostumbrándose a los “¡Epa!”, “¿Que pasa o qué?” o “¡Ya falta menos!” que brotaban a mi alrededor como hongos acústicos.

Y llegó el gran día. El día del txupinazo. Mis primeros sanfermines sin ser un cuatrojos. Qué guapo iba a estar. Todas las chicas se iban a fijar en mi mirada chispeante, arrebatadora, miope.

La primera lentilla se acomodó en mi ojo derecho a la primera. Me acerqué a la ventana para comprobarlo y de paso celebrar el ritual de todos los años: ver pasar al primer peatón vestido de blanco nuclear, con el pañuelo rojo anudado en la muñeca. Comprobar que no estaba soñando y era realmente seis de julio, el día que todos los sueños y promesas podían hacerse realidad (y que, básicamente, por entonces se reducían a uno: ligarme a alguien).

Con la segunda lentilla no resultó tan sencillo. Lo intenté una y otra vez, pero no había manera. Y, tic tac, el reloj iba corriendo. Finalmente el pececillo se escurrió nervioso de mi dedo y se perdió por los recovecos de la piscifactoría que era mi ojo. ¿Me la había puesto o no? Volví a acercarme a la ventana. En la calle ya eran decenas las personas vestidas de blanco, haciendo cola en la villavesa. Pero yo solo las veía por el ojo derecho. No podía esperar más, de modo que salí así a la calle. Tuerto. Qué más daba. Yo seguía siendo el rey del mundo porque estaba en el país de los ciegos.

El ojo derecho me mostraba aquel mundo diáfano, perfectamente delimitado. Pero mi ojo izquierdo volvía a ser mi mundo, aquel mundo que perdí el día que me puse las gafas, aquel mundo que yo reconstruía e imaginaba a mi antojo, aquel mundo lleno de cábalas, de fantasías, de trucos y maneras retorcidas de buscarse la vida y la luz, de gente que me saludaba o a la que yo saludaba y no sabía quién era. Aquel mundo que establecía una barrera de niebla entre yo y los demás, entre yo y el mundo y que a la vez me unía a ellos. No se me ocurría mejor forma de deambular por unos sanfermines que aquella esquizofrenia visual.

Creo, incluso, que aquel día ligué. Pero no estoy muy seguro porque no sé con cuál de los dos ojos lo hice. Al día siguiente, cuando me levanté, una pequeña raspa de pescado yacía en mi pómulo. Cuando la quise coger con los dedos se deshizo entre ellos, convertida en un polvillo transparente.

ENTREVISTA A CARLOS EGIA

Jul 19, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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«Esta es una historia de nosotros mismos, de los que fuimos y somos»

CARLOS EGIA, ESCRITOR

Carlos Egia vuelve tras «El sacrificio de los peces» con «La leyenda del desierto», una historia con la que pretende, y consigue, que el lector reflexione sobre temas universales como el destino, la amistad, las casualidades y las segundas oportunidades, a través de un thriller que comienza de manera pausada, pero se adentra poco a poco e inevitablemente en terrenos minados.

Patxi irurzun/ Gara (13/07/2019)

Dice el autor bilbaino que “La leyenda del desierto”, publicada por Txertoa, es una historia con muchas pieles, y lo es, aunque quizás su principal virtud es que a través de una historia –o de varias que se entrecruzan– de acoso, persecución y huida, el lector siente en la suya, en su propia piel, muchos de los interrogantes que esta novela plantea: ¿Existen las casualidades? ¿Cuántas veces puede alguien levantarse y volver a empezar?

“La leyenda del desierto” es, efectivamente, una historia con muchas capas. Es, por ejemplo, además de un thriller, una novela generacional, o el recuerdo, desde el presente, de una época (aquella en la que los bares estaban llenos de humo) que nos parece muy lejana pero sucedió apenas ayer y de la que son testigos inmutables escenarios como los acantilados, el cementerio, la lluvia o el desierto.

Esta es su segunda novela publicada, después de « El sacrificio de los peces», y a menudo la segunda novela resulta más complicada. ¿Ha sentido esa presión?

Desde luego. Presión, autoexigencia, superación… Debe ser así, además, tanto en el aspecto literario, narrativo o formal, como también a la hora de afrontar una historia diferente, fuera de los esquemas en los que te puedes sentir más cómodo y seguro, y no tanto para intentar sorprender como para descubrir si uno es capaz de abrir otros caminos y conseguir un relato tan poderoso o más que el anterior.

Sin embargo, “La leyenda del desierto”, aunque es un thriller y una novela dura conforme va avanzando, arranca pausadamente, deteniéndose en lo cotidiano, los detalles, mostrándonos poco a poco los personajes…

Es engañosa en ese sentido. Parte de una situación trivial, de un encuentro que se presenta como casual y que da pie a una relación de amistad sincera y desinteresada, la de Álex y Anita, para ir poco a poco adentrándose en un terreno bastante más peligroso, inestable y confuso. Coge fuerza y desarrolla capas, historias dentro de otras historias, pieles que se van superponiendo, acumulando personajes aparentemente inconexos que acaban convergiendo en el mismo punto.

Es una novela también en la que los escenarios, los paisajes, tienen mucha presencia, los viejos bares, los acantilados, la playa. Son lugares reconocibles y a la vez creo que están muy relacionados con el clima que quiere crear y los caracteres de los personajes

El clima y la historia en esta novela van indudablemente unidos. Lo mismo se puede decir de los escenarios y el paisaje. Los bares, el acantilado, la playa, el cementerio, el laberinto de estradas y caminos, así como el viento, la lluvia, el frío, el calor, el desierto y el mar. Todo ello es la parte visual, una metáfora del carácter de los personajes y también de sus emociones. Somos como somos porque nuestro entorno es, también, de una forma determinada. Eso, desde luego, no es definitivo, pero explica muchas cosas. Creo, además, que es bueno que tengamos historias que hablen de nosotros y que lo hagan desde nuestros paisajes.

En ese sentido, esta novela de segundas oportunidades y casualidades, más allá de la historia de los personajes, pretende eso, ¿hablar de todos nosotros?

En las primeras sinopsis que hice de la historia repetía constantemente una frase: “La leyenda del desierto” es una historia de nosotros mismos, de lo que fuimos y de lo que somos. Por otra parte, está el tema de las segundas oportunidades (o terceras o cuartas). Álex lo ha perdido todo. Solo es dueño de una vida vacía. ¿Qué debe hacer? Desde luego, en esa pregunta está el origen de la historia. La necesidad de seguir cuando todo parece perdido, de volver a empezar, de no rendirse nunca, de maltratar al destino y vencerlo todas las veces que sea necesario. Pero luego me he dado cuenta de que no se trataba solo de Álex, sino de prácticamente todos los personajes de la historia.

La novela tiene también algo de generacional, nos cuenta algo sobre esos bares que conocimos, el tiempo gris y lleno de humo que vivimos. ¿Es así?

“La leyenda del desierto” echa mano de un problema del presente para hablar del pasado. Es una pequeña excusa, un truco que me he inventado. De otra forma, es bastante complicado. Hay un montón de cosas, en este sentido, que van salpicando la historia. Los bares, el ruido, el humo, la música. También las adicciones, el tabaco, el alcohol, las otras drogas, las familias rotas. Toda una generación, al menos, que desapareció del mapa. ¿Por qué? La violencia, la cárcel, la policía. El odio, las obsesiones. Cosas que antes hacíamos con toda normalidad y que hoy parecen no tener sentido. Quería mirar a una época que parece muy lejana pero que, en realidad, solo es de antes de ayer. Todo ha cambiado una barbaridad en muy poco tiempo. Igual la única forma de entender un poco lo que nos pasa hoy es echar un vistazo a lo que pasaba hace veinte o treinta años.

Respecto a los personajes no podemos dejar de señalar que la novela cuenta, entre otras cosas, una historia de acoso, violencia…

La novela habla también, es cierto, de cosas que suceden en la actualidad, de los problemas a los que nos enfrentamos hoy en día. De algunos, al menos. Habla de la violencia contra las mujeres, del acoso, del maltrato, de la explotación, de la inmigración, etcétera. Las novelas, según mi modo de ver, también deben servir a los autores para retratar a la sociedad en la que viven, para hablar de ella, para mojarse un poco, para señalar sus males, para hacerlos visibles y para que nos paremos a reflexionar sobre ellos con un poco de calma y perspectiva, más allá de la tendenciosidad populista de los grandes medios y de la voracidad de las redes.

¿Qué nos puede contar sobre Anita, aporta quizás el punto de esperanza en la historia?

Anita es, probablemente, el único personaje de la novela que no tiene la necesidad de salir del desierto. Ella sortea sus propios problemas sin pedir ayuda a nadie. Está en un momento particularmente difícil de su vida, eso que algunos llaman pre-adolescencia, y lo resuelve con nota, echándose a la espalda la responsabilidad de salvar a su madre. Casi nada. Anita también es la única que se va transformando a través de las páginas. Empieza siendo poco menos que una niña solitaria, un poco especial y con cierto “toque”, para acabar demostrando una entereza y determinación que a los adultos les falta. Y tiene, además, las cosas claras y muy buen humor.

UN APLAUSO

Jun 30, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en Rubio de bote, magazine semanal de diarios de Grupo Noticias

 

El otro día fue la fiesta de fin de curso en la escuela de mi hija. Como es una escuela pública todos los años tenemos que andar pululando de salón de actos en frontón ajenos, para que entremos todos, niños, padres, abuelos, profes… Casi nunca repetimos porque luego todo el suelo se queda hecho un asco de babas y no nos dejan volver. Si fuéramos un colegio privado no habría problema porque tendríamos nuestro propio polideportivo. He estado, con el equipo de baloncesto de la niña, en polideportivos de colegios privados en los que podrían tocar los Rolling Stones, con calefacción y todo, mientras que nosotros, cuando jugamos en casa nos tenemos que poner dos pares de calcetines gordos, acopiarnos de mantas y aplaudir siempre, incluso cuando perdemos o nos roban los partidos, no por deportividad sino para entrar en calor. Y todo esto me parece es un buen resumen de qué es la educación concertada.

Pero yo lo que quería contar es que las fiestas del colegio suelen ser, además de para babear, una buena oportunidad para ver a los profes de tus hijos en acción. Yo siempre me quedo boquiabierto, observando cómo consiguen ordenar ese caos que son quinientos niños nerviosos subiendo y bajando del escenario, aburridos cuando no les toca a ellos tocar la flauta, con hambre, con pis, con ese culo lleno de hormigas que tienen todos los niños y niñas de primaria… No sé cómo lo hacen. Nosotros en casa, para conseguir que nuestros hijos, que son solo dos, entren en la ducha necesitamos refuerzos de los antidisturbios. Y luego para que salgan de los GEO.  A los profesores, sin embargo, se les ve tranquilos, incluso felices. Y todavía les quedan fuerzas para, hacia el final del concierto, desaparecer durante unos minutos y volver a la pista disfrazados de payasos o de pikachus, haciendo las delicias de padres y niños, sobre todo de niños, que entienden inconscientemente que en todo ello hay una subversión de la autoridad y se parten de risa. Yo no podría ser profesor solo por eso. Por no salir a bailar ese día. Siempre he tenido un sentido del ridículo muy acusado. Por ejemplo, hay un concurso en la televisión de preguntas y respuestas en el que suelo acertar casi todas, incluidas las cinco finales que tienen como recompensa un jugoso bote, pero para llegar hasta ese punto antes hay que pasar un casting que luego emiten durante el programa y en el que se ve a los concursantes cantando, contando chistes, bailando… Supongo que yo no superaría esa prueba (entre otras cosas porque nunca me presentaría a ella), la cual me imagino que tiene por objeto calibrar si el concursante queda resultón delante de la cámara. Delante de la cámara un triste, un soso, hace siempre mucho más el ridículo que alguien que, por ejemplo, no sabe quién escribió el Lazarillo de Tormes (claro que eso no lo sabe nadie).

Me he despistado otra vez. La cuestión a la que yo quería llegar es que, no solo durante esas fiestas de fin de curso, también durante las tutorías, reuniones, etc. a lo largo de todos los años que mis hijos han estudiado en la escuela pública, me he encontrado siempre con profesores y profesoras, sobre todo profesoras, entusiastas, preparados, con una alta vocación y fe en los que hacen, todo ello a pesar de que su trabajo es sin duda uno de los de mayor responsabilidad y alta presión que conozco. Y además, a veces, les toca bailar.  Los profesores son el tesoro de la educación pública. Donde haya un buen profesor quítame tres pabellones con calefacción (bueno, no, en los colegios públicos no necesitamos que vengan los Rolling Stones a tocar, pero unos vestuarios y duchas en condiciones tampoco es mucho pedir).

En fin. Lo tenía que decir. A menudo, casi siempre, quienes emborronamos columnas o páginas como esta, hablamos de las cosas que se hacen mal, pero me parece de justicia recordar de vez en cuando las que se hacen bien. Y esta es una de ellas. Muy bien. Así que, un aplauso para todos esos profes: ¡Plas, plas, plas!

¿Dónde estabas entonces?

Jun 17, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Presentando su primera novela, Cuestión de supervivencia
Publicado en Rubio de bote, sección quincenal del magazine ON (con diarios de Grupo Noticias) 15/06/19

 

Hace algunas semanas, para celebrar el vigesimoquinto cumpleaños de un suplemento cultural en el que me tuvieron en cuenta desde sus inicios, cuando yo también daba mis primeros pasos como escritor (en otros, por el contrario, durante todo este tiempo he sido y sigo siendo un escritor invisible), me pidieron un pequeño texto en el que contara dónde estaba entonces, a mediados de los 90. Y lo cierto es que, echando la vista atrás, muchos de los decorados de aquella época, que ahora recuerdo como si fuera una película triste y protagonizada por otro, han ido desapareciendo.

Dos de las fábricas en que pasé y perdí más tiempo y salud han sido demolidas. Sus solares los ocupan ahora un Carrefour y un Ikea. No sé, por cierto, si eso es algún indicador económico. Donde antes se fabricaban cosas ahora se venden. Supongo que en otros sitios sucede al revés: los trabajadores de algunos países convertidos en enormes polígonos industriales no pueden permitirse comprar lo que fabrican. Trucos de magia del capitalismo.

El caso es que a mediados de los 90, cuando publiqué mi primera novela, yo estaba trabajando de operario en una fábrica. Curraba a turnos, a veces muy largos, otras de noche, durante meses. También estuve algunos meses de baja. Me operaron de un tumor. En dos ocasiones. Los médicos dijeron que era por el tabaco, pero yo creo que fue por aquel trabajo, en el que las vagonetas con tiradores de cerveza de porcelana que, como una broma o una tortura,  descargaba a la salida de un horno infernal, estaban recubiertas con mantas de amianto.

En el hospital empecé a escribir la novela, a mano, en un cuaderno que todavía guardo. Todo salió bien, la novela y la operación (bueno, la operación a la segunda).

Aquella era también la época de los fanzines, las primeras colaboraciones en revistas literarias y periódicos. Intercambiaba por correo libros, relatos, con otros escritores de otras ciudades. Nos comunicábamos por carta, quedábamos algunas veces en Madrid. Todos éramos periféricos y de clase obrera (en la literatura también hay clases sociales, del mismo modo que hay escritores invisibles, y a menudo una cosa tiene que ver con otra).  Todos soñábamos con vivir de los libros. Algunos lo hemos conseguido, aunque sea a medias; aunque sea de los libros de otros (yo, por ejemplo, además de escribir, trabajo en una biblioteca). Porque con lo que respecta a la literatura propiamente dicha, sigo en la fábrica. En la precariedad. En China. En el siglo XIX. Fabricando libros de los que después otros se llevan el 90% de los beneficios. De la literatura no se puede vivir, excepto las editoriales, las librerías (cada vez menos), los distribuidores, los que publican esos suplementos culturales en los que eres invisible… Todos menos los escritores.

No sé dónde estaré dentro de otros veinticinco años. Tal vez los solares donde ahora se levantan bibliotecas y redacciones de periódicos sean entonces aquaparks o estadios de fútbol; o de nuevo fábricas (el periodista, un muy buen periodista, que me pidió el texto para celebrar el vigesimoquinto cumpleaños de aquel suplemento cultural,  de hecho, ahora trabaja en una cadena de montaje). No sé qué nuevos trucos y trampas nos deparará el capitalismo. Supongo, espero, que mis recuerdos de estos años me parecerán una película protagonizada por otro. Y que algunos de los sueños que tengo ahora también se habrán cumplido (aunque sea a medias y con 75 años, cuando quizás ya no me sirvan para nada). Lo que sí sé es que si todavía ando por aquí, seguiré escribiendo. Y si no, estaré muerto. Aunque esté vivo.

 

 

EL SUEÑO ES VIDA (Premio Príncipe de Beckelar)

Jun 3, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Colaboración para Rubio de bote, sección quincenal de Magazine ON (diarios Grupo Noticias) 01/06/2019

 

Yo durmiendo me lo paso bomba. Sueño mucho.  Casi tanto como cuando estoy despierto. Creo, de hecho, que en realidad lo que sueño son los rescoldos que quedan del día, los cuales, como estoy dormido, me cogen desprevenido cuando se avivan y se convierten en lenguas de fuego y proyectan sombras que se retuercen y deforman, que crecen y se empequeñecen sobre las paredes de la gruta que hay dentro de mi cabeza (en la que viven, entre otras criaturas, un pingüino rebelde al que le gusta vestirse casual  y una catedrática de euskara de la Universidad de Raticulín, en donde, como todo el mundo sabe, sobre todo Javier Esparza y Pablo Casado,  el euskara es lengua propia).

Esa es la parte  que más me gusta, el duermevela que antecede al sueño, y en el que uno se da cuenta de cómo todo se confunde y se desvanece y es absurdo y tiene sentido.

Y así, cada noche que me voy a la cama es como si sacara una entrada para el cine. Para uno de aquellos cines de los años ochenta, quiero decir, aquellos cines de sala única con una gigantesca lámpara de araña acechando sobre nuestras cabezas y en los que no sabíamos muy bien con qué película nos íbamos a encontrar porque la única referencia que teníamos eran los diez o doce fotogramas que alguien seleccionaba y pinchaba con chinchetas en un corcho junto a la taquilla. Debía de ser ese un trabajo hermoso. Un Cinema Paradiso al revés, en el que, en lugar de con los besos censurados, los trailers de la época se componían con las escenas álgidas de cada película; aquellos trailers detenidos en fotogramas a la puerta de las salas; aquellos trailers que más bien eran minis o cuatrolatas, y que, sin embargo, nos transportaban cada domingo por la tarde a las colas interminables de los cines cuando todavía había cines en los centros de las ciudades, en vez de tiendas de teléfonos y casas de apuestas y hostels de los que sale y entra gente con una polla de goma en la cabeza (en Pamplona, por cierto, hace unas semanas derribaron el último de esos cines, y fue hermosa la imagen de un enorme póster de Audrey Hepburn en pie, intocable entre las ruinas, en el mismo solar que antes fue el Coliseo Olimpia y donde Josephine Baker hizo bizquear a la pacata Iruña de los años treinta poniendo a bailar sus pechos morenos y sus rodillas zambas; ese solar que ahora se convertirá en pisos de lujo, “con vistas únicas”, los anuncian, qué paradoja más hiriente).

La cuestión es que, en el cine,  nunca sabía uno con qué se iba a encontrar después del Mooooovi-re-cord. Y que con los sueños pasa lo mismo, pero con la diferencia de que no hay que sacar entrada.

Y, como soñar no cuesta nada, el otro día soñé que me daban el Premio Nadal, o el Euskadi o el Príncipe de Viana, o el de Beckelar, no sé algún premio, de una vez. Y que esa noche  volvía a casa muy tarde  de madrugada, pero a pesar de todo en la Plaza del Castillo había una multitud esperándome y quemando bengalas y yo desde el kiosko les gritaba “¡Viva el realismo mágico!”, “¡Y el sucio!”, contestaban ellos,  “¡Gora el esperpento!, “Alabín, alabán,  Dostoievski, gora!”. Etcétera. Después, me subía a la balaustrada y azuzado por la afición me arrojaba de cabeza en sus brazos… y me daba una hostia como un pan, claro, porque en realidad allí no había nadie, solo dos municipales que me esposaban y me acusaban de vandalismo.

—¡Déjenme, que mañana tiene que recibirme el alcalde, y la presidenta! —protestaba yo, y ellos:

—¿Pero usted que está, soñando?

—¡Equilicuá! —les contestaba.

Y después me despertaba.

Y seguía soñando.

Sueño, por ejemplo, con que la muerte sea algo parecido. Un sueño eterno. Morir aplastado por una lámpara de araña en una sala de cine y seguir, a pesar de todo, viendo la película. Un merecido y feliz The end. Qué sé yo.

 

 

 

 

 

 

 

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