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NI MEDIO NORMAL

May 19, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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El Franco de Eugenio Moreno en Arco

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quicenal para el magazine ON de los diarios de Grupo Noticias (18/05/2019)

 

 

A mí no me parece normal. Creo que a nadie debería parecérselo. Suelen aparecer de vez en cuando en un programa de citas a ciegas de la televisión. Cuando se presentan, se definen a sí mismos, sin ningún complejo, como admiradores de Franco. Y no pasa nada, la cita sigue adelante, el presentador no les rebate, ni tampoco la pareja que les toca en suerte, porque normalmente también es un o una fascista. Se normaliza su presencia. Todas las comparaciones son odiosas, sobre todo en este caso, pero imagínense que uno de esos corazones solitarios apareciera diciendo: “Pues yo tengo en una pared de mi casa el anagrama de ETA”.

No, no pueden imaginárselo, porque el programa no se emitiría, lógicamente. No entiendo por qué con los franquistas sí. Debe de haber alguien que supervisa esos programas, que decide qué sale en ellos y qué no. Alguien a quien no le preocupa que en horario de máxima audiencia se banalice la dictadura, cuando no se hace directamente apología de la misma  (bueno, no les preocupa a ellos ni a quienes supervisan  a los que supervisan esos programas, a los directores de esas cadenas, ni mucho menos a sus dueños, parece ser).

¿Por qué? En estos casos se suele argumentar que se trata de una radiografía social. Lo que da pánico es que en ella no se aprecie o no se dé importancia al tumor. Supongo que, en el fondo,  tiene que ver con la audiencia, precisamente, es decir, con la cartera, con que esos programas han encontrado un nicho, un buen puñado de espectadores, en el auge de la ultraderecha, en ese pavoroso y desacomplejado diez por ciento que vota a partidos que la representa (en ellos y, todo hay quien decirlo, en quienes miramos esos programas estupefactos, como quien mira un documental de fauna salvaje, en el que viéramos revivir a un animal que creíamos extinguido).

Hace unos años, cinco o diez, me cuesta mucho creer que un adolescente corriente conociera la tonadilla del Cara al sol o lemas fascistas como ¡Arriba España!, ahora, por el contrario, me consta que cualquier chaval, cuyos círculos familiares y sociales nunca han tenido ningún contacto con la extrema derecha, se ha topado con esos vestigios franquistas en las redes sociales, berreados por algún youtuber al que la suspicaz en otros casos Audiencia Nacional nunca le ha puesto la mordaza. A veces, esos adolescentes replican toda esa parafernalia fascista, casi siempre mofándose de ella, descifrando de manera natural su carácter extemporáneo y su puesta en escena casposa, pero a menudo también caminan por un filo peligroso a uno de cuyos lados queda la atracción hipnótica del vacío, el vértigo de los patriotas del que habló y que ha hecho caer de su pedestal a algún que otro figurón como Andrés Calamaro, que ya no tiene quince años.

El fascismo se ha blanqueado y alentado, con la pasividad y complicidad de determinados partidos políticos, medios de comunicación o estamentos judiciales y policiales en los que en realidad siempre ha estado latente, aunque lo nieguen, o lo negaran (ahora ya no se preocupan ni de disimular), del mismo modo que esos concursantes de los programas de citas a ciegas niegan que ellos sean fachas. Tienen un retrato de Franco en su salón, pero no son fachas. Después, eso sí, todas sus citas acaban mal, incluso cuando los dos corazones solitarios comparten ideología, pero se dan cuenta de que al otro, por ejemplo,  no le gusta que ella salga a bailar sola, o con sus amigas, o que una mujer beba, o fume… Del mismo modo, las televisiones que tan alegremente sacan a estos especímenes en sus programas alardeando de sus “pecadillos” franquistas se echan las manos a la cabeza cuando la ultraderecha amenaza con cerrarles el canal si llegan a gobernar. Cuando lo que deberían hacer es dejar de normalizar a esa ultraderecha. Porque normalizarla, en fin, no es ni medio normal.

 

 

 

 

 

ESCENA DOMÉSTICA

May 5, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para ON, suplemento de diarios Grupo Noticias (04/05/19)

 

Todos lo hemos hecho alguna vez. Las bromitas por el portero automático. Por ejemplo, yo, el otro día, cuando vi por la ventana que mi hija se acercaba al portal, me acerqué al telefonillo y, en cuanto  llamó, respondí con la voz de la abuelita de Piolín:

—¿Quiéeen eees?

Y no me debió de salir mal del todo, porque se hizo un silencio desconcertante, que mi hija rompió pagándome, o eso me pareció, con la misma moneda, que tintineó extraña, con un tono grave, de actor de doblaje.

—Perdone, señora, está aquí la niña —dijo, aunque en realidad no tardé en darme cuenta de que no era ella: mi hija de diez años no podía engordar de esa manera tan prodigiosa las cuerdas vocales, ni tampoco tenía dos gargantas, pues a la vez que la de Constantino Romero oí, solapándose,  su vocecita infantil:

—¡Huy, creo que me he equivocado de piso! —dijo, dirigiéndose, supuse, al vecino con el que debía de haber coincidido en el portal.

Me entraron unos sudores repentinos. ¿Qué debía de hacer ahora? Lo más normal habría sido contestar “No, que soy el aita, haciendo el tonto”, pero en este tipo de situaciones tiendo a ofuscarme y a optar por la opción mas petersellerniana, a convertirme en un Mr. Bean de andar por casa, nunca mejor dicho.

—No, no, cariño, sube, ya te abro, que soy la abuela —dije, tratando de mantener el mismo tono trémulo y aflautado (y ridículo, por otra parte, porque mi madre tampoco habla así).

Y abrí la puerta.

Bueno, ya estaba, otra escena más para la comedia que es mi vida doméstica (tendrían ustedes que verme, por ejemplo, cocinando, echando las croquetas al aceite hirviendo y gritando como una jugadora de tenis cuando me salpican; o limpiando la jaula de Gainsbourg, mi conejo enano belier, mientras él le susurra a mi pantorrilla Je t’aime).

Pero la cosa no terminó ahí, como yo creía.

“Dindón”, llamaron a la puerta de arriba. Y cuando fui a abrir, allá estaba la niña… y Constantino Romero, que se me quedó mirando boquiabierto.

—¿Es tu padre? —preguntó.

—Sí —contestó mi hija, encogiéndose resignada de hombros.

Fue entonces cuando me di cuenta de las pintas que llevaba, con los pelos locos, la bata abierta, dejando ver la camiseta sucia (una de un banco en la que se podía leer “Revolución”),  los calcetines gordos por encima del chándal, raído y lleno de agujeros…

—Ah, es que la he acompañado porque no ha reconocido a quien le ha contestado por el telefonillo —dijo el vecino, que en vez de ojos tenía rayos X.

Estuve a punto de darle las gracias de nuevo con la vocecita de la abuelita de Piolín, o de Psicosis, pero me contuve, porque creo que eso habría terminado de convencerle de que yo estaba como una puta cabra.

Durante unos días lo pasé muy mal, pensando en que cada vez que me cruzara con ese vecino a su cabeza le vendría mi imagen hecho un cuadro (clínico). Pero luego se me pasó. ¿Quién no se pone cómodo en casa?  Me imaginé, por ejemplo, a la familia real con camisetas de la selección suiza, o de Arabia Saudí.

No hay, en fin,  nada mejor que llegar a casa y despreocuparte de tu aspecto, ser uno mismo. Como en casa en ningún sitio. Y si tiene videoportero, mejor que mejor.

ENTREVISTA A BEATRIZ CHIVITE

Abr 19, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

Foto: Laura Chivite

Foto: Laura Chvite

“Escribir en euskara era como echar raíces a diez mil kilómetros de distancia”

Beatriz Chivite, escritora

 

Atenas, Yakarta, Pekín, Londres… Beatriz Chivite, que ha participado recientemente en una de las mesas redondas del festival Gutun Zuria, lleva años viviendo en diferentes ciudades del mundo y anclada a la vez a su Burlata natal a través del euskara, la lengua en la que ha publicado poemarios como Pekineko kea o Biennale. En ellos deja constancia de su paso por todas esas ciudades y de las personas que los habitan, “ya sea porque me enamoran o porque me duelen”, dice.

 

Patxi Irurzun. Gara, 19/04/2019

 

Dentro de poco Beatriz Chivite publicará Mugagabe (Pamiela), un libro en el que habla de su deambular por diferentes continentes del mundo, gracias a sus estudios, becas o trabajos como, entre otros, gestora cultural. En Pekín, comenzó a escribir por primera vez en euskara para mantenerse unida a su lugar de origen. Ha sido premiada y ha publicado gracias a ello poemarios como Pekineko kea o Biennale (Premio Blas de Otero). Su poesía es tan breve como sustanciosa y en ella late un elegante equilibrio entre lo cotidiano y lo universal, quizás porque en el fondo sea lo mismo. Volvió de Indonesia hace tres meses, por primera vez en muchos años pudo pasar unas navidades en casa, y ahora vive en Londres, desde donde responde amablemente vía email a nuestras preguntas.

 

¿Su nomadismo tiene un reflejo en los libros? ¿Intenta dejar en ellos una huella de su paso por diferentes ciudades y países?

Supongo que tiene reflejo en los libros, porque una solo puede escribir de lo que conoce, de lo que siente. Si me hubiera quedado en Burlata toda la vida, probablemente escribiría de las calles, de la costumbre, de la monotonía, de la gente conocida… La poesía es un género muy personal, por eso se refleja un poco mi recorrido y con ello las ciudades,  Pekín, Londres, Venecia, Atenas…; todas tienen imágenes y realidades que me inspiran a escribir, ya sea porque me enamoran o porque me duelen.

 

A menudo ese deambular por el mundo viene acompañado de cierta precariedad, que también se refleja en sus poemas y que lo liga con algo generacional…

Lo de la precariedad es debatible. Yo me siento muy privilegiada de poder viajar y vivir en otros países como lo hago. Ha sido elección mía, y no lo cambiaría. Tengo el privilegio de tener un pasaporte granate que me permite cruzar países sin necesidad de pagar a una mafia, horas de espera en consulados o sin que me denieguen la entrada o estancia en ningún lugar. Tengo el privilegio de haber ido a la universidad y haber aprendido idiomas. Tengo el privilegio de ser blanca y por ende bienvenida y por desgracia también muchas veces adorada en la mayoría de los países en los que he vivido. Tengo el privilegio de poder encontrar trabajo pagado. Tengo el privilegio de tener amigos y amantes por todo el mundo. Obviamente, mientras mis compañeros de la guardería se están comprando casas en Pamplona o formando familias, yo estoy de alquiler compartido en una caja de cerillas a cuarenta minutos del metro de mi trabajo, pero eso yo lo ligaría más a los problemas de vivienda digna que tienen las grandes ciudades que a mi ritmo de vida. Por ahora, no cambiaría viajes incómodos en autobuses por noches cómodas frente a la televisión. En Mugagabea (libro que editara Pamiela en breve), hablo de ese deambular y también de las dificultades de los que no lo tienen tan fácil como yo, de la tragedia que afecta a muchos que intentan huir del horror, de las fronteras y muros inhumanos.

 

El hecho de escribir en euskara, ¿tiene algo que ver con mantenerse unida a sus orígenes o surge espontáneamente?

Empecé a escribir en euskera cuando estaba haciendo mi año de intercambio en Pekín. Me sentía lejos y los sonidos y las palabras en euskera me acercaban a un lugar mío, propio. Era como echar raíces a diez mil kilómetros de distancia. Al principio me daba vergüenza que otros leyeran mi intimidad, y el euskera me proporcionaba también ese secretismo. Teniendo un padre escritor y un ex novio poeta que entendían castellano, el euskera me ayudo a encontrar mi voz, a dejar de ser musa y convertirme en poeta y a sentirme en casa en esas palabras.

 

Sus poemas suelen tender a la brevedad, al haiku a veces, no sé si tiene que ver con su contacto con literaturas y culturas orientales…

Bueno y breve, dos veces bueno. Breves son, espero que sean buenos. Cuando estudiaba filología china me enamoro la sintetización de la poesía de la dinastía Tang y Song e intente emular la profundidad de lo sencillo. Siento que poco a poco me estoy alejando de ello. En abril voy a volver a estudiar mandarín, igual con ello vuelve ese estilo.

 

Los premios han tenido importancia en su carrera ¿qué les debe, le han permitido publicar, es difícil hacerlo de otra manera?

De pequeña odiaba la competición, las carreras…, pero en los concursos presentas tu obra anónimamente y ella habla sola, compite la obra y no la escritora. Eso me gusta. A los premios y concursos les debo todo, es toda una suerte que a los jurados les guste – el gusto y la elección es también en muchos casos algo personal, ¿no?—  Y sí, me han permitido publicar, salir en entrevistas como esta, conocer a otros escritores maravillosos, recitar en escenarios únicos…

 

Después de Biennale y Pekineko kea, ¿en qué anda metida, volverá a publicar algo relacionado con las ciudades en que has vivido? ¿Y cree que escribiría de otro modo o incluso otro género con una vida más estable, menos nómada?

En estos momentos la idea es quedarme en Europa al menos dos o tres años, pero nunca se sabe… Estilísticamente creo que todo lo que escriba será más o menos parecido, pero dependiendo del entorno y contexto todo cambia, las palabras, los sonidos, las imágenes…

Como mencionaba, dentro de poco publicare un libro titulado Mugagabea en Pamiela que escribí en 2017 durante una residencia de DonostiaKultura 2016 y la unión europea (BesteHitzak). El libro habla de fronteras, divisiones, migraciones, nomadismo – ese año viví en seis ciudades (Londres, Paris, Atenas, Venecia, Maribor y Yakarta)— y en el libro intenté reflejar las realidades, a veces duras y a veces bonitas, encontradas. Desde hace unos años estoy también trabajando en una especie de colección de memorias o historias de personas de todas las edades, nacionalidades, géneros, políticas y clases sociales que he ido conociendo: familiares, amigos, desconocidos… Ahora estoy intentando transformarlos en cuentos y sospecho que será un proyecto que continuaré moldeando durante mucho tiempo, ya que tengo imágenes, audios, mensajes que añaden textura a las historias.

 

CUARTA DIMENSIÓN

Abr 19, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en Rubio de bote, magazine ON, diarios de Grupo Noticias (19/04/2019)

 

El otro día hice un viaje en el tiempo y solo regresé del futuro cuando en el ambulatorio me dijeron que me había equivocado y la consulta con el médico era a esa hora, sí, pero al día siguiente.

No tengo la costumbre de apuntar las citas y de vez en cuando me suceden ese tipo de cosas. Inmediatamente, claro, me pongo en lo peor y corro a mirar en internet cuáles son los primeros síntomas de deterioro mental. Internet te recibe a cualquier hora, sin cita previa, pero como médico no es muy recomendable, diagnostica cánceres incurables y demencias seniles con una alegría pavorosa. La parte buena es que tú mismo puedes corregir esos diagnósticos y seguir navegando hasta que encuentres alguno que te convenga más, por ejemplo uno que te diga que los pequeños despistes son indicios de un cerebro en plena forma, breves paradas en boxes para reajustar neuronas y volver a funcionar a tope, sin agenda ni nada.

Es como esos pequeños juegos que todos hacemos a veces: si meto el papel en la papelera apruebo el examen, y el papel, pum, fuera, pum, fuera, fuera una y otra vez, pero tú sigues tirando hasta que entra, porque ese examen los vas a aprobar por narices, a ver si ahora aprobar exámenes va a ser una cuestión de puntería…

El asunto es que —aparte de que nadie dice ya ambulatorio sino centro de salud, con muy buen criterio, además, porque los centros de salud no tienen piernas; yo digo ambulatorio por una cuestión estética, porque me parece una palabra muy cuqui—, aparte de eso, el otro día tuve una sensación extraña, pues al equivocarme con la cita estuve viviendo todo el día como si fuera otro, lo planifiqué de distinto modo, cambié mis horarios, dejé a mi hija comiendo en casa de unos vecinos, adelanté un artículo que iba a escribir al día siguiente… Estuve viviendo, en definitiva,  en el mañana, en una especie de alteración de las dimensiones del tiempo, durante varias horas.

Y de ese modo fue como descubrí una puerta de entrada a la cuarta dimensión. Ahora he comenzado a usar el calendario de Google, pero apunto adrede mal las citas, y así puedo regresar al futuro de vez en cuando. Y el futuro, amigos, es como un diagnóstico médico en Internet. Hace unos días, por ejemplo, me presenté en el concierto de Mark Knopfler en Pamplona y antes de que un guarda jurado que había por allí me dijera que era el próximo 5 de mayo, aproveché para darme una vuelta por alguna cafetería y leer los periódicos y hablar con algunas personas, y así supe que había un montón de gente que había votado en las elecciones contra sí misma, a favor de, por ejemplo, reducir el salario mínimo interprofesional , o que con su papeleta se había mostrado de acuerdo con que los españoles de bien pudieran tener armas y hacer uso de ellas contra, supongo, los españoles de mal.

—¿Y quiénes son esos españoles de bien? —le pregunté al camarero, recordando un tuit de @desantranqueJaen.

Y el camarero me dio la misma respuesta que en ese tuit, solo que esta vez hablaba en serio:

—Hombre, qué sandez, pues los que podemos llevar armas.

Yo, claro, me tuve que callar, no fuera a ser que me pegara dos tiros en defensa propia y de la patria.

Y después me fui corriendo a las puertas del pabellón para que el segurata me sacara de aquella pesadilla cuanto antes  y volver al presente, en el que aún quedan unos días para las elecciones y tal vez todavía se pueda hacer algo, no estoy seguro, porque aún no sé muy bien cómo funciona todo esto de la cuarta dimensión y los viajes en el tiempo y lo mismo, si me descuido, en el próximo acabo en 1940.

 

 

 

 

¿Está el enemigo?

Abr 6, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en «Rubio de bote», colaboración en ON, suplemento de los diarios de Grupo Noticias (06/04/2019)

 

 

Desde que existen los móviles y el reconocimiento de llamadas mi telefonofobia es mucho más llevadera. Recuerdo que cuando tenía catorce o quince años y jugaba al baloncesto teníamos un entrenador muy marcial que llamaba a casa cada vez que faltábamos a los entrenamientos (lo cual, en mi caso, comenzó a ser cada vez más frecuente, distraído por otro tipo de tentaciones y tribulaciones adolescentes: salir por ahí, quedarme en casa a escribir o tener ya la certeza de que no pasaría del metro ochenta ni de los setenta kilos y por tanto nunca jugaría en la NBA).

Cada vez que sonaba el teléfono yo me echaba a temblar, porque sabía que sería él y tendría que mentirle, y además hacerlo delante de toda la familia, pues el teléfono estaba en el cuarto de estar. No sé cuantos abuelos se me murieron durante aquella época. Creo que utilizaba con frecuencia aquella excusa y que daba resultado porque muchas veces, mientras hablaba con mi entrenador, en el televisor estaba Gila de fondo contando muy serio que cuando él nació su madre no estaba, había salido a pedir perejil a una vecina, o que una vez lo mataron pero lo mataron mal; y que mi entrenador se liaba y no sabía si era yo el que respondía o el cómico madrileño.  Porque además, a menudo Gila contaba todo aquello por teléfono. Gila era la única persona del mundo que me hacía gracia llamando por teléfono.

La editorial Blackie Books acaba de publicar Gila. Antología tragicómica de obra y vida, editado maravillosamente por Jorge de Cascante, en donde recopila no solo los monólogos más célebres de Gila, sino además textos literarios autobiográficos, fotografías o muchas de las viñetas de sus narizotas (dibujar fue su gran pasión) que publicó en revistas satíricas como La Cordorniz o Hermano Lobo. Hacía tiempo que no me reía tanto leyendo un libro, y eso que ya me sabía los chistes. A veces, de hecho,  mi mujer y mis hijos me miraban asustados y me preguntaban si estaba bien (lo cual tal vez debiera preocuparme; me recuerda a ese cuento de Donald Ray Pollock en el que un padre cree que tiene un hijo mudo y de repente un día, cuando se va de casa, mira por la ventana y lo ve hablando alegremente con la madre, lo cual le revela su condición de ogro terrorífico).

El libro, como todo los de Blackie Books, precioso, tiene una portada rojísima, tan roja como la camisa que Gila llevaba cuando actuaba para no olvidarse de quién era y de que aquello de que lo mataron mal sucedió realmente durante la guerra civil: Gila sobrevivió milagrosamente a un fusilamiento (el milagro del vino, pues quienes dispararon estaban borrachos como cubas).

Hay escenas maravillosas de guerra, o contra la guerra, en los textos de Gila, en los que el humor se convierte en el arma más mortífera, te mata de risa, o te reconcilia con el género humano, como cuando nos cuenta —otro episodio real— que a veces iba a la guerra en bicicleta desde su casa de Madrid y que en una noche de niebla se perdió y acabó en el frente nacional, donde le dijeron que se había equivocado y que los rojos estaban más adelante, que siguiera pedaleando.

La vida de Gila fue, ciertamente, intensa, en ella se le cruzaron personajes como García Márquez, Miguel Hernández,  Sammy Davis Jr., Serrat (que interpretó ante él y su mujer por primera vez en público, bueno, en un ascensor, Mediterráneo), el mayordomo de los Addams, Gloria Fuertes (fueron medio novietes de chavales, ¡qué gran pareja habrían hecho!) o un señor de Pamplona con el que hablaba en la guerra de trinchera a trinchera enemiga durante las guardias. En cuanto a su obra (que recoge el testigo de cómicos y escritores como Tono, Jardiel Poncela o Wenceslao Fernández Flórez y se lo entrega a otros como Faemino y Cansado, Ignatius Farray o Raúl Cimas), nunca ha habido un bruto tan fino, tan tierno, tan inspirado como el maestro Gila.  “¿Está el enemigo? Que se ponga”, decía en uno de sus monólogos. Es decir, lo mismo que mi entrenador, pero en gracioso.

 

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