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ENTREVISTA A JOSEBA ECEOLAZA

Nov 12, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Foto: Jagoba Manterola

Foto: Jagoba Manterola

“Lorca fue, sobre todo, un activista social”
Joseba Eceolaza, escritor

En Tras la pista de Federico García Lorca Joseba Eceolaza sigue el rastro de la visita que el poeta realizó en 1933 a Navarra, al frente de La Barraca, en un libro que pretende además subrayar el activismo político de Lorca y la riqueza del republicanismo navarro.

 

Patxi Irurzun / Gara 11/11/19

 

“¡Noble pueblo de Segovia!”. De esa manera saludó Federico García Lorca al público que había acudido a la plaza de toros de Estella en agosto de 1933 para ver actuar a La Barraca. Como una estrella de rock confundida en mitad de una gira interminable (la compañía de teatro universitario, de hecho, recorrió 64 localidades). En defensa de Lorca hay que decir, eso sí, que su error se debió más bien al nerviosismo y la tensión del momento, pues previamente él y los actores habían sido apedreados por los carlistas; y, sobre todo, que finalmente, la actuación y las palabras del escritor granadino consiguieron encandilar a los espectadores, quienes los despidieron con aplausos. Fue, pues,  el triunfo de la cultura sobre la oscuridad y el fanatismo. Y ese, en definitiva, era el objetivo de las Misiones Pedagógicas, el proyecto dentro del cual se enmarca esta gira de teatro itinerante que trajeron a La Barraca y al universal poeta hasta Navarra. Lorca actuó en el teatro Gayarre de Iruña el 23 y 24 de agosto (tras un tenso pleno del ayuntamiento), en Estella y en Tudela, y visitó también otros lugares como Olite o el barrio de la Txantrea de la capital navarra. En Tras la pista de Federico García Lorca (publicado por Cénlit) Joseba Eceolaza, que ya había publicado anteriormente otros libros relacionados con la memoria histórica, como Camino Oscoz y otras historias del 36 (sobre la maestra navarra republicana asesinada tras el golpe militar del 36), sigue los pasos del poeta y nos pone en la pista del Lorca más político y de una Navarra republicana cuya memoria ha sido a menudo silenciada.

 

¿Cómo llega usted hasta esta historia?  Creo que fue a través de un hallazgo en una investigación para otro libro

 

El libro surge en dos fases: primero leo un libro de Ian Gibson que describe el viaje de La Barraca en el verano del 33, donde el autor ya dice que esta compañía estuvo actuando, entre otros lugares, en Pamplona. Y segundo,  ya me doy cuenta de que había una historia que merecía ser contada cuando investigando para el libro sobre Camino Oscoz encuentro una factura en el Archivo Municipal de Pamplona que emite el Teatro Gayarre para el Teatro Universitario de La Barraca por valor de mil pesetas, quinientas por cada día de actuación.

 

Para usted, que ya tenía ya cierta devoción por Lorca, aquel descubrimiento habría sido un tesoro…

 

Sí, he escrito unos cuantos artículos en prensa sobre Lorca, sobre su exhumación… Y todos los años, desde hace dieciocho, voy al homenaje que los gitanos le hacen el 19 de agosto en Víznar. Lorca forma parte de mi universo, más allá de su figura literaria, por sus valores republicanos, así que encontrar esa factura fue para mí una gran suerte y una buenísima noticia.

 

La visita de Lorca se enmarca dentro de las Misiones Pedagógicas, impulsadas por el gobierno republicano.  ¿Qué importancia tuvieron?

 

Yo creo que tiene más importancia de la que se le ha dado. Se crea un museo itinerante, es decir se copian varios cuadros de grandes artistas del Museo del Prado y se exponen en pueblos. Hay una foto muy famosa de unas mujeres en Segovia, vestidas de luto, muy humildes, viendo cuadros de Velázquez. Son mujeres que de otras maneras nunca habrían conocido esos cuadros. Hay también cine itinerante, guiñoles… O, por ejemplo, uno de los datos que he podido conseguir gracias a esta investigación es que en Nafarroa se pusieron en marcha 81 bibliotecas, cada una de ellas con un mínimo de cien libros. Creo que hay que ser consciente y que es muy importante señalar que detrás de todo uno de los objetivos que había era acabar con la gran influencia que tenían la iglesia y los caciques.

 

En Iruñea se desata una discusión en el pleno, en el que se discute si el ayuntamiento debe subvencionar y recibir oficialmente a La Barraca, y que también es una muestra muy elocuente de las dos pamplonas.

 

Sí, en eso hay dos aspectos destacables. Por una parte siempre se nos ha  transmitido la idea de una Pamplona, en aquella época, muy conservadora, carlista, y además aburrida y gris. Pero la realidad es que el mundo republicano navarro era mucho más rico de lo que se creía, de otro modo habría sido imposible hacer una cooperativa que agrupaba doce panaderías, o una mutualidad médica, o que Lorca hubiera llenado dos veces el Gayarre. Por otra parte, el pleno pretende describir una situación social muy convulsa, de preguerra, y el enfrentamiento del pleno lo describe muy bien.

 

Además de en Pamplona, La Barraca visitó otros lugares, como Estella, donde tras un recibimiento hostil a Lorca este consiguió embelesar al público…

 

Con el discurso que Lorca realiza en Estella, después de ser apedreado por los carlistas, y que aparece en el libro, es cierto que consigue seducir al público, porque habla, entre otras cosas, de la importancia de que los actores de la compañía estén trabajando de forma voluntaria. La Barraca se encontró con situaciones similares en otros lugares: en Soria les intentaron pegar, en Jaca les prohíben actuar… En Navarra se puede decir que el balance de la visita de La Barraca es positivo, porque tiene éxito en las tres ciudades en que actúan (Pamplona, Estella y Tudela).

 

En La Barraca, por cierto, hay un actor navarro, José María Navaz…

 

Sí, es una figura sobre la que estoy ahora investigando. Navaz fue director del instituto oceanográfico de Vigo, y del de Donosti. Es un personaje curioso (¡un navarro oceanógrafo), un republicano ilustrado. Participó en la fundación de Osasuna, fue árbitro… Él mismo le transmite a Lorca algunas cosas sobre nuestra cultura, le habla sobre los pelotaris (en el poema Cante jondo Lorca los menciona) y en la visita del poeta a Pamplona este estuvo comiendo en Lagun Artea, una sociedad gastronómica en el barrio de la Magdalena, en la Txantrea; una visita en la que le llaman la atención dos cosas: el río (que es un elemento recurrente en su poesía) y el frontón.

 

Uno de los aspectos que a usted le interesa resaltar en este libro es el activismo político de Lorca, más allá de su reconocido valor literario

 

Hay dos aspectos que yo quería transmitir en el libro. Por una parte muchas veces se nos ha transmitido la figura de Lorca como la de un Lorca folclórico, tocado por la varita mágica de la poesía, un andaluz gracioso… Pero era también un trabajador, un estudioso, y sobre todo un activista social. No militó en ningún partido, pero sí en muchas causas. Era, por ejemplo, miembro de la Sociedad de amigos de la Unión Soviética; o tenía una idea muy clara de cómo debía ser para él el teatro, que pensaba había que acercar al pueblo.  Siempre nos han destacado el folclórico “Verde te quiero verde” y no tanto el anticapitalista “Poeta en Nueva York”, donde habla de los excesos de la Bolsa o la pobreza de la comunidad negra. Y por otra parte, yo quería trasmitir la riqueza del republicanismo navarro, tras tantos años de ocultamiento y silencio. Con Lorca estaban también Doronsorro, Camino Oscoz, Julia Álvarez, y otros muchos que formaban parte de una pléyade de navarros que pensaban en la justicia social mientras los carlistas estaban armándose. Creo que tenemos la obligación de recuperar esa memoria republicana navarra.

LOS CONDENADORES

Nov 4, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 02/11/2019

 

Yo no sé —pero me lo imagino— qué se le pasa por la cabeza a alguien que el mismo día que son condenados a una tacada de años los presos del procés sale a torear con una bandera española a quienes protestan por ello; o a quien (Pablo Casado) dice ese mismo día “Quien la hace la paga”;  o a quien afirma (Pedro Sánchez) que los presos cumplirán las penas íntegras. Tampoco sé — pero me lo imagino— por qué este último, tras los altercados provocados por esa sentencia, acude a pasar revista a sus tropas y a visitar a sus heridos, pero ignora a los heridos que han herido esos heridos (tal vez tenía miedo de encontrarse con el increíble Hulk, el protagonista de la matanza de Texas o Txikito de Eibar, a quienes dicen que han visto tras las barricadas de Barcelona arrojando lavadoras, blandiendo motosierras o lanzando adoquines con chisteras de cesta-punta; o tal vez, en realidad, quien fue a visitar a esos heridos fue el ministro de interior, Grande-Marlaska, pero no los vio, como dicen que le pasaba hace años con los detenidos que desfilaban ante sus ojos y denunciaban haber sido torturados). No lo sé, como no sea —me imagino yo— que tras todo eso esté solo la intención de vengarse, humillar y mofarse.

Y la de condenar, claro. Hay que condenar siempre. Son yonkis de condenar, los condenados. Condenados a condenar a los condenados. Y así hasta el infinito y más allá. Hasta la Audiencia Nacional. Condenar la violencia y, en realidad, regodearse en ella, retransmitirla en directo en sus televisiones (ahora hay que retransmitir todo por televisión, por ejemplo, la ceremonia de resurrección de Franco), sacarle réditos a esa condena y hacer cálculos electorales a su costa; condenar la violencia pero no decir esta boca es mía —o este ojo, o esta cabeza abierta— sobre los atropellamientos, las cargas, las detenciones arbitrarias e innecesariamente violentas, los porrazos desproporcionados y sádicos… O hablar solo de eso para hacer gracias: “La independencia cuesta un huevo. Y un ojo de la cara», bromeaban miserablemente hace unos días en el programa de Carlos Herrera. Condenar la violencia y condenar a quien no la condena en los términos que ellos impongan. Hacer una raya moral, los buenos y los violentos. Los terroristas. Mentir, echar más gasolina, poner barricadas en todo camino que no sea el de la política del palo y tentetieso, 155, ley de seguridad ciudadana, como si de esa manera el «problema» fuera a desaparecer. Condenar la violencia y avivar el fuego frotándose las manos.

“Lo que yo no entiendo”, me dice mi hija con toda su lógica aplastante de once años, “es por qué pegan a esa gente que sale a protestar si lo que quieren es que se queden con ellos”. Y dice también que si en Catalunya hay una mitad de gente que quiere quedarse en España y una mitad que no, que vayan cambiando, que no sea siempre lo mismo, que cada cinco o diez años sean independientes y luego vuelvan y luego sean independientes y luego vuelvan a volver y que al final ya decidirán qué les gusta más.

Claro que —habrá quien diga— mi hija está adoctrinada. Aunque para adoctrinada, digo yo, la princesa de Asturias, esa pobre niña rica a la que la obligan a leer discursos, como si fuera una Greta cualquiera, y que está siendo educada para ¡ser princesa!, para defender y representar  ideas y formas de gobierno anacrónicas y radicalmente antidemocráticas como la monarquía, por muy parlamentaria que esta sea. Pero bueno, yo ya digo que no sé, porque ahora también resulta que los franquistas son nostálgicos o quienes portan banderas con el aguilucho constitucionalistas, o que es normal que los chavales de Altsasu lleven ya más de mil días entre rejas, o que ya ni protestar pueda uno por todo esto (“Aunque esté todo perdido siempre queda protestar”, cantaban Kortatu) porque hay antidisturbios de paisano y condenadores y demócratas de toda la vida acechando tras cada tuit, tras o en cada entrevista (que se lo digan a Cristina Morales, la reciente ganadora del Premio Nacional de Narrativa), tras cada columna…

ENTREVISTA A JOKIN AZKETA

Nov 2, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
A: Jesús Caso F: 03-04-2019 P: Jokin Azqueta L: Pamplona T: Entrevista. Libro: “El tiempo del vacío”.

Foto: Jesús Caso

“He querido escribir sobre la dificultad para conocer la verdad”
Jokin Azketa, escritor

En su última novela, “El tiempo del vacío”, el escritor iruindarra  continúa con sus historias de intriga montañera, en esa ocasión con una novela ambientada en el Pirineo, escenario de varias e inexplicables desapariciones.

Patxi Irurzun /Gara 31-10-2019

“El tiempo del vacío”, publicada por Desnivel, es la tercera novela del escritor y montañero navarro Jokin Azketa, tras “Donde viven los dioses menores” y “Lo que la nieve esconde” (finalista la primera del Premio Desnivel en 2011 y ganadora la segunda del mismo en 2013). Con ella Azketa apuntala un subgénero con sello propio, el thriller montañero, al que añade en esta ocasión aportaciones de carácter histórico (sobre el montañismo en general y figuras del pirineísmo en particular) y una novela con trazos psicológicos, que se adentra en la mente de un asesino en serie. La novela es además una pequeña guía por algunos de los paisajes más panorámicos de los Pirineos.

¿Se puede decir que usted es el inventor o al menos uno de los principales representantes del thriller de montaña?

No lo sé, si no lo soy me gustaría serlo. Sí que es cierto que yo estoy buscando una manera personal de escribir novelas de montaña alejándome del género clásico y de ahí es de donde salen estas mezclas, de historia del montañismo, o del pirineísmo en este caso, con tramas criminales. Pero tampoco sé si acabo de entrar del todo en lo que es novela negra o el thriller, porque, aunque hay un investigador, tampoco se trata de una trama policial, no sé, son cosas que quizás deberían juzgar otros.

En todo caso sí que podemos decir que, por ejemplo, El tiempo del vacío es más que una novela negra o un thriller, que hay otros componentes, como las referencias históricas o al montañismo…

En cuanto a la trama histórica, en la novela hay una serie de tramas que tiene que ver con la ocupación nazi de Francia y por tanto también de los Pirineos,  y es cierto, por ejemplo, que, no sé sabe muy bien por qué, hubo dos capitanes nazis que ascendieron al Elbrús, la principal cumbre del Cáucaso; y eso enfadó a algunos capitostes nazis, como Hitler, pero otros como Goebbels lo vieron como una gran baza propagandística; pero es, por ejemplo, inventado que uno de los dos capitanes estuviera destinado en Pau después de esto. Es cierto también que los nazis requisaron algunas estatuas en los Pirineos, como la del conde Russell, pero no que, como sucede en la novela, tuvieran ningún interés en secuestrar su cadáver… Yo, en definitiva, me he servido de todo eso para crear ciertos enigmas y que estos me dieran pie a hablar de todos estos personajes reales.

El conde Russell, por cierto, hay quien dice que inspiró a Julio Verne el personaje de Phileas Fogg…

No está demostrado, pero sí fue un hombre polifacético, músico, escritor, recorrió el mundo, regiones remotas… Así que es muy posible.

Toda la novela se sostiene sobre una historia de intriga, la presencia de un asesino en serie en los Pirineos, no sé si se puede contar algo sin destripar nada.

Se puede, sí. Yo creo que el libro, primero, puede ser una guía para recorrer lugares especialmente panorámicos del Pirineo. Panorámicos, pero también vertiginosos. Y en estos sitios empiezan a ocurrir una serie de extraños accidentes, porque aunque son lugares con grandes patios o caídas, son a la vez también muy fáciles de recorrer, así que una persona de la federación de montaña se empieza a extrañar y comienza a investigar. Pero, en realidad, de lo que yo he querido escribir es de la dificultad, en general, para conocer la verdad; de la sensación de peligro y los modos en que cada cual reacciona ante él; o de la destrucción acelerada de la naturaleza.

Esto último tiene bastante que ver con la trama.

Sí, porque uno de los personajes principales vive esa defensa de la naturaleza de un modo enfermizo, a ultranza, lo cual se mezcla además con algunas obsesiones personales, su profunda soledad, sus dificultades para establecer relaciones, una historia familiar dura…

El libro, es en ese sentido, también un libro con retratos psicológicos muy potentes, para lo que además usas diferentes voces narrativas. ¿Ha sido complicado para usted?

Quizás eso haya sido lo más complicado, sí. Este libro no tenía mucha planificación previa, porque inicialmente solo tenía una idea muy esquemática (algunos lugares del Pirineo y unos accidentes inexplicables en ellos), y a partir de ahí me puse a escribir. Eso tiene la ventaja de la espontaneidad y de la emoción, porque ni siquiera yo mismo sabía qué iba a suceder, pero otras veces te deja un poco cojo, o te detiene en algunos puntos o callejones sin salida, y eso quizás ha sido lo que hizo que surgieran esas diferentes voces o puntos de vista.

¿Habrá una cuarto thriller de montaña de Jokin Azketa?

Sí  que me gustaría. De momento, ya empiezo a ver algunos lugares, personajes y situaciones, de una forma todavía no muy clara, pero esa es la manera en que comienzan a formarse en mi cabeza las historias, así que creo que sí, que se puede decir que habrá una cuarta novela.

 

De Ignatius J. Reilly a Tijuana in blue, y beguin the beguine.

Oct 21, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) / 19/10/29

 

Hace poco descubrí con alborozo que Ignatius J. Reilly, el descacharrante protagonista de La conjura de los necios, y yo somos medio primos. En Una mariposa en la máquina de escribir (Cory Maclauchlin), la biografía de John Kennedy Toole, autor de este clásico de la literatura de humor, se revela que un tatarabuelo de Toole había sido socio del pirata vasco Jean Lafitte. Lafitte, de quien,  entre otras muchas hazañas, se cuenta que en una ocasión, cuando el gobernador de Nueva Orleans puso precio a su cabeza, dobló la recompensa a quien le trajera a su vez la cabeza del gobernador y además le ofreció de propina un barril de ron, fue quien inspiró un personaje de mi novela Los dueños del viento. Y, de propina también, con las peripecias de este pirata escribí para el grupo Vendetta la letra de la canción Jean Lafitte.

En Vendetta tocaba mi amigo Javiero Etxeberria, con el que compartí años de esclavismo en una fábrica que bien podría haber sido la que aparece en La conjura de los necios. Javiero, por su parte es hermano — y comparte grupo ahora en Los Hollister (otro nombre de reminiscencias literarias, en este paseo con la mochila cargada de libros y discos)— de Juan Luis Etxeberria, quien fuera guitarrista en la alocada tripulación de los añorados Tijuana in blue, y quien junto con uno de los cantantes del conjunto, Jimmi, se enrolaría en otra aventura llamada In vitro, en la que también participó Alfredo Piedrafita, guitarrista de Barricada.

En Barricada, como todo el mundo sabe, militaba otro pirata, El Drogas, que hablando de rock y literatura, acaba de incluir en su último, flamante y quíntuple  trabajo Solo quiero brujas en esta noche sin compañía (un verso este, por cierto, de Leopoldo María Panero) un disco dedicado al cuento Fénix del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro. No es la primera vez que El Drogas se inspira en un texto literario para armar un disco, ya lo hizo anteriormente en La tierra está sorda, de Barricada  (de nuevo otro verso para titularlo, este de Luis Cernuda) que partiendo de la lectura de la novela La voz dormida, de Dulce Chacón, es un excelente ejercicio de memoria histórica sobre la guerra civil y los cuarenta años de dictadura, cuyas excrecencias todavía seguimos padeciendo, como demuestran las recientes y miserables declaraciones hace unos días de Ortega Smith sobre las Trece Rosas, a quienes, por cierto, una buena manera de desagraviar es escuchar la canción Pétalos, que en este disco, La tierra esta sorda, Barricada les dedica.

También fue fusilada durante la guerra la pianista y activista anarquista y feminista Amparo Barayón, casada con el escritor Ramón J. Sender, de quien el grupo Kortatu adaptó un texto para su canción Esto no es el oeste pero aquí también hay tiros (a Billy the kid), incluida en el disco El estado de las cosas. Uno de los componentes de Kortatu, como todo el mundo también sabe, era Iñigo Muguruza, recientemente fallecido. Con Iñigo (qué pena, ojalá que allá donde descanse ahora haga el tiempo que a él le dé la gana) intercambié por correo en los últimos años algunos de nuestros respectivos trabajos (mi libro Atrapados en el paraíso por el primer disco de su grupo Lurra, de título homónimo, en el que se incluía la canción Atticus Finch, dedicada a este personaje de la novela Matar un ruiseñor, de Harper Lee).

Y de este modo nos vamos acercando al final de este recorrido, al último de sus seis grados (ya saben, existe una teoría que dice que una cadena compuesta por solo seis intermediarios nos conecta con cualquier persona en el mundo —por ejemplo a Ignatius Reilly con Tijuana in blue—; aquí, para rizar el rizo hemos hecho el camino de ida y vuelta y por rutas diferentes); y nos vamos acercando no solo porque Matar un ruiseñor transcurra en Alabama, a solo unos cientos de kilómetros de Nueva Orleans, sino porque otro de los componentes de Kortatu, Fermin Muguruza, hermano de Iñigo, ambientó uno de sus últimos trabajos, Irun meets New Orleans,  en esta ciudad, cuna de John Kennedy Toole, autor de La conjura de los necios, y de su inolvidable protagonista, el gran, en todos sus sentidos, Ignatius J. Reilly, mi primo (al menos en esta república de las letras y el rocanrol, no me quiten la ilusión).

 

Más «Seis grados»

La gran bronca

Oct 16, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Aquello parecía Vietnam. Era la primera vez que salía a emborracharme después de que me operaran para quitarme el tumor y no acabé en la cárcel por poco. Acabé en Urgencias, eso sí. Me mandaron allí una jauría de perros rabiosos, con sus porras y sus bokatxas y sus uniformes de perros rabiosos. Estoy hablando de 1996, de las fiestas de mi barrio, de la Txantrea. Estoy hablando de aquella bronca. La Gran Bronca. La de los helicópteros de la policía sobrevolando con sus reflectores los campos de trigo. La de la peña volviendo a casa a rastras con los brazos rotos, las cabezas abiertas, el cuerpo cubierto de latigazos amarillos… Eso los que volvían. Estoy hablando también de detenciones, de periódicos que llamaban a los detenidos terroristas y publicaban sus fotos y sus nombres y apellidos, de peña que se chupaba por ello primero varios días de incomunicación y malos tratos, después varios años de cárcel y al final, al salir del talego, toda una vida con aquel sambenito colgado: violentos, proetarras…

Antes de ir a la Txantrea vimos en Burlada un concierto de Barón Rojo. En esa época el grupo era ya una antigualla y mucha gente se reía de ellos, de sus calvas y sus mallas de colores, de sus posturitas jevis… La gente se burlaba de unos tipos que habían sido número uno en las listas inglesas y que llevaban veinte años ganándose la vida honradamente con aquello que amaban. Después, el lunes siguiente, todos esos que se creían tan graciosos cuando decían “Barón Cojo” volverían a sus trabajos de esclavos en fábricas, oficinas, bares…

Por entonces yo también trabajaba en una fábrica. Descargaba tazas de porcelana, platos, tiradores de cerveza de unas vagonetas que escupía un horno más caliente que las puertas del infierno. Doce horas al día a cambio de ochenta talegos. Hasta que me puse enfermo.

—Es por el tabaco —dijo el médico.

Los turnos interminables no tenían nada que ver. Ni las mantas de amianto que recubrían aquellas vagonetas.

Había empezado a currar en la fábrica dos años después de acabar la carrera. Me licencié en el 92. El año de los fastos, las Olimpiadas, la Expo, el V Centenario… Tenía gracia. Vendían aquella imagen de prosperidad y allá estábamos nosotros, a punto de afrontar toda una vida de contratos eventuales, sellados en oficinas de empleo, cartas de despido… Muchos éramos los primeros de nuestras familias que íbamos a la universidad. Y también los primeros a los que eso no nos servía de nada. Éramos demasiados, no teníamos los apellidos adecuados y vivíamos en barrios conflictivos: Rotxapea, San Jorge, la Txantrea…

Fuimos a las fiestas de la Txantrea después del concierto. Había policía por todos los lados, pero no le dimos mucha importancia. Por entonces había siempre policía por todos los lados. Los sábados nos emborrachábamos en el casco viejo entre disparos de pelotas de goma, coches cruzados, contenedores ardiendo… Nos emborrachábamos y de vez en cuando también tirábamos piedras. Habíamos hecho la primera comunión, pero no la confirmación. No poníamos la otra mejilla para que nos la abofetearan, ni el arzobispo ni los antidisturbios.

Estuvimos bebiendo durante unas cuantas horas. Por las calles de los alrededores se oían disparos y de vez en cuando veíamos pasar a gente con la cara tapada. Nosotros seguimos privando. A mí se me hacía extraño beber sin el estómago lleno de humo. Me puse ciego enseguida. Cuando la pasma entró en las barracas políticas, corrí hacia uno de los campos de trigo y se me torció el tobillo. Me caí al suelo. Y cuando intenté levantarme ellos estaban allí. Pero ni siquiera los vi. Solo empecé a recibir palos por todos los lados y a oír los golpes y los jadeos y los insultos. No sé ni cómo conseguí escapar. Cuando los dejé atrás me volví y les hice un ridículo corte de mangas. Entonces vi que tenía las palmas de las manos despellejadas. Me había arrastrado con ellas por el suelo. Pasó bastante rato hasta que alguien se acercó a echarme una mano. Hacía un momento me había parecido que éramos muchos y muy fuertes, indestructibles, pero de repente había desaparecido todo el mundo.

—¿Estás bien? — se abrió paso por fin un chaval entre el humo de los botes de humo.

A un amigo mío le habían disparado uno de esos botes hacía algún tiempo a un metro de distancia y lo habían dejado medio muerto sobre la acera.

Me faltaba el aire y tenía ganas de llorar.

El tipo me señaló la cabeza. Me eché las manos a ella y las saqué empapadas de sangre.

—Sí, sí, tranquilo, estoy bien —me hice el duro.

Pero tenía una buena brecha. La sangre me fue cubriendo poco a poco la cara, formando costras sobre la piel. Tenía que volver a casa. Había sirenas azules brillando en todas las calles. Por los trigales cientos de personas deambulaban como zombis. Muchos de ellos heridos, como yo, o con ataques de ansiedad. Poco después llegaron los helicópteros. Popopopopo. Sobrevolaban los campos y los iluminaban con sus reflectores. Cuando pasaban por encima de nuestras cabezas nos tirábamos al suelo. Aquello parecía Vietnam. No sé cuánto tiempo estuve intentando salir de aquella película, ni muy bien cómo lo hice. Creo que volví a casa por el barranco.

Cuando por fin llegué y me miré en el espejo vi que la avería era gorda. Tenía que ir a Urgencias. Desperté a mi madre.

—Te traigo de regalo una cabeza abierta —le dije.

Era el día de la madre y yo me sentía el peor de los hijos. Pero estaba asustado, como un niño pequeño.

—Ponte una tirita —me dijo ella, todavía medio dormida.

Pensaba que era alguna de mis gansadas. Yo no le daba más que disgustos. Una carrera que no me había servido para nada. El cáncer. Mis borracheras… Luego abrió más los ojos y vio que la cosa iba en serio. Llamamos a un taxi. De camino al ambulatorio nos cruzamos con tanquetas, barricadas de fuego, carreteras cubiertas de piedras… Como en los viejos tiempos.

—Por ahí yo no puedo pasar, si quieren los llevo al ambulatorio—dijo el taxista.

Tuvimos suerte. El ambulatorio estaba abierto. El médico que me atendió me cosió de mala gana cinco puntos y preguntó cómo me había hecho aquello.

—No me lo he hecho, me lo han hecho. La policía —dije.

El se quedó en silencio, con un gesto de asco, no sabía si por la policía o por mí. Unos días después supe que a muchos de los detenidos los había estado esperando la pasma en Urgencias.

Sí, tuvimos mucha suerte.

Al día siguiente me levanté hecho un trapo, apaleado, con el tobillo como una bota de vino, el cuerpo lleno de cardenales, las palmas de las manos descosidas por los arañazos… Y por si todo eso fuera poco, una resaca monumental.

Durante unos días no me atreví a salir de casa. Me asomaba a la ventana y en todas las esquinas veía secretas. Mientras tanto, los periódicos hablaban de los disturbios. De la Gran Bronca. De los policías heridos. De los detenidos, para los que pedían mano dura. A la mayoría de la gente le parecía bien. Se sentían más seguros así. Nadie se indignaba. Nadie protestaba, y si alguien lo hacía era de la ETA. Aparte de todo eso, España iba bien. Aunque en algunos barrios pareciera Vietnam.

  Incluido en  la antología 24 relatos navarros  (Pamiela, 2013)

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