«DIEZ MIL HERIDAS» Y JUAN SEBASTIÁN ELCANO
Alvar Núñez Cabeza de Vaca es uno de los protagonistas de «Diez mil heridas» y, en estos días en que se conmemora el increíble viaje de Juan Sebastián Elcano, no está de más recordar que cinco años antes de que partiera la no menos increíble expedición que describe en «Naufragios», Cabeza de Vaca vio impresionado desembarcar a los 18 supervivientes de la vuelta al mundo, un pasaje que recojo en mi novela:
Entretanto, Teodoro Doroteo, o Doroteo Teodoro, como se llamaría a partir de entonces, dibujaba el rostro de Cabeza de Vaca sobre una de las páginas cosidas del cuaderno que llevaba siempre consigo.
El tesorero volvió a sentarse frente a ellos al cabo de un rato. Alterado todavía por la conversación con su ayudante, tuvo que pensar durante unos instantes para recordar qué estaba haciendo antes de la misma. Cayó en la cuenta al ver a aquellos dos extraños hombres que lo miraban con curiosidad y una sonrisa soñadora, expectante y bobalicona.
—Eso es, estaba firmando dos sentencias de muerte —se dijo.
No era la primera vez que pensaba aquello, cuando enrolaba a algún hombre en aquella expedición. Recordaba el día que, cinco años atrás, vio desembarcar en el puerto de San Lúcar de Barrameda a los supervivientes de otro viaje, el de Francisco de Magallanes, que había partido con más de doscientos marineros a bordo y del que solo habían regresado dieciocho. Descamisados, descalzos, flacos como perros callejeros y con las barbas arañándoles los costillares, todavía era capaz de evocar el olor a carroña que despedían sus cuerpos. Se le revolvía el estómago al pensarlo; y era incapaz de imaginar las calamidades que aquellos muertos en vida debían de haber soportado.
http://patxiirurzun.com/…/diez-mil-heridas-harper-collins-…/
BALCONSITO SUMMER
Publicado en Rubio de bote, magazine On (Diario Grupo Noticias), 21/09/2019
Dos días de conciertos, catering, barra, pulseras identificativas, notas y pases de prensa… Balconsito Summer, que celebró su segunda edición en Pamplona el pasado mes de agosto sería como cualquier otro de los grandes y multitudinarios festivales veraniegos de música si no fuera por un pequeño, nunca mejor dicho, detalle: el escenario es un balcón de 1,71 metros cuadrados en un quinto piso y los espectadores únicamente dos personas en cada uno de los conciertos. Es el festival más pequeño del mundo y eso —pero no solo eso— lo convierte en algo único, original, diferente a cualquier otra experiencia.
La idea se le ocurrió a Mikel G. Otamendi, el creador de esta maravillosa majarada, durante el pasado verano de 2018 (todavía, hasta el lunes, podemos decir “pasado verano” refiriéndonos al de 2018, carpe diem, aprovechemos estos dos días antes de despedirnos del de 2019 como Pancho corriendo detrás del coche que se lleva todos sus sueños y recuerdos y poluciones adolescentes de un inolvidable verano azul).
Fue, la de Mikel y el Balconsito Summer, una corazonada, y al corazón hay que hacerle caso rápido, antes de que las ideas se vuelvan frías y cerebrales, corrientes y aburridas, así que en apenas un mes consiguió enredar a unos cuantos colegas del mundo de la música (Mikel también es músico, durante años estuvo girando por todo el mundo con el grupo Tierra Santa) y organizar la primera edición de este festival que inmediatamente consiguió notoriedad y miles de seguidores, pues aunque en directo solo haya dos espectadores (elegidos por sorteo) se retransmite también por internet.
En aquella primera edición participaron artistas como Kutxi Romero (Marea) y la de este año ha contado con otros como Xabi Bandini o Maren, la joven y prometedora cantautora de Gallarta. Yo he tenido el privilegio de vivir el festival desde dentro este verano, como enviado especial de “Rubio de bote”, y todavía estoy relamiéndome de gusto. No se trata tanto de haber estado allí, de vivir algo que creo que compartirán conmigo quienes también lo hicieron (para empezar, durante los conciertos el público —las dos personas del público— no se los pasa hablando las casi dos horas que duran, algo que sucede cada vez más a menudo y sobre todo cuando los conciertos son gratis; hay que cobrar, hay que poner cerco a los maleducados); no se trata solo de sentir una especie de comunión con los músicos, con su nerviosismo y la responsabilidad de encontrarse más cara a cara que nunca con los espectadores (y de intentar que no se le escape ningún felipón); ni siquiera se trata de saber que estás participando de algo exclusivo…
Se trata sobre todo —eso es lo que, a mí, al menos me emociona— de que de vez en cuando todavía puedes encontrarte con personas como Mikel que son capaces de blandir la honda del ingenio, del entusiasmo y la fe tenaz en uno mismo contra el Goliat del éxito rápido y lucrativo (porque todo lo contrario, lo que no sea ya y haga mucho clinclín en la caja registradora, es hoy en día un fracaso).
No me atrevo a decir cuál será la suerte de Balconsito Summer en próximas ediciones (espero que haya muchas más), pero lo que sí se puede repetir una y otra vez es que este festival ya tiene algo —y ese es su gran triunfo— que todos los demás sin duda deberían envidiar: su originalidad, su reivindicación de la grandeza de lo pequeño y lo cotidiano, su apuesta por las corazonadas y por los veranos azules…
El festival más pequeño del mundo es, en definitiva —y perdón por lo manido de la antítesis, pero es que es verdad— muy grande. ¡Larga vida a Balconsito Summer!
NUEVA YORK, LA CIUDAD INTERMINABLE
Reportaje publicado en el magazine ON, 14/09/2019
Texto y fotos: Patxi Irurzun
Un recorrido por la gran manzana que ofrece algunas alternativas sencillas a los lugares que, de todos modos visitarás, y que discurre hasta distritos menos conocidos como Brooklyn, Queens o ese Nueva York subterráneo que es el metro de esta gran ciudad, tan apasionante como agotadora.
En la caseta de información turística de Times Square, uno de los puntos más calientes del turismo mundial (el año 2018 más de 65 millones de personas visitaron Nueva York y Times Square es sin duda el corazón de la gran manzana) una chica muy joven come despreocupadamente patatas fritas de McDonald’s mientras atiende desganada a los viajeros. Tampoco parece preocuparle demasiado no poder contestar a aquellos que no hablan inglés, ni disponer de mapas de la ciudad, o entregar los folletos con manchas de grasa de sus dedos.
Nueva York es altiva y desdeñosa con los recién llegados, como si supiera que sucumbirán de todas maneras a sus encantos. Es más, tampoco le importa irritarlos, nada más bajar del avión, con las colas interminables en los controles policiales del aeropuerto, sin agua ni baños a mano y con sus agentes de aduanas autoritarios y antipáticos (los cuales, al menos, ahorrarán a quienes dispongan de poco tiempo la visita a Ellis Island, la isla en la que, entre 1892 y 1954, los inmigrantes eran recibidos y sometidos a rigurosos y humillantes controles).
Todo ello por no hablar de algunos empleados del metro, que directamente contestan malhumorados y a gritos a los turistas e incluso neoyorkinos que de manera inevitable se pierden alguna vez en los intestinos de la ciudad, en esa otra ciudad subterránea que es el metro, habitada a menudo por fantasmas (fantasmas a los que en cada vagón hay al menos una persona que ve y habla con ellos).
El puente de Brooklyn… y el de Manhattan
En el fondo tienen razón, no hay por qué esforzarse. A pesar de todo lo dicho, Nueva York deslumbra al turista, tal vez porque forma parte de su imaginario cultural. La ciudad es un gran plató de cine en el que uno tiene la impresión de encontrarse, más que en un lugar físico, real, en un fotograma o una postal: Times Square y sus rascacielos luminosos, Central Park y sus ardillas descaradas, la estatua de la libertad, las alcantarillas humeantes (sí, es cierto, existen no son efectos especiales), los enjambres de taxis amarillos, las escaleras de incendios en los edificios…
Existe, sin embargo, otro Nueva York (existen, en realidad, miles de “nuevayorks”, la ciudad, como todas, es infinita y secreta); existen rutas alternativas desde las que escapar del burdo circo o la gran tienda de souvenirs en que se han convertido lugares como Times Square; itinerarios en los que en lugar de extras podamos sentirnos protagonistas de nuestra película.
El famoso puente de Brooklyn, por ejemplo, se ha vuelto intransitable, y sin embargo son muy pocos los peatones que deciden ir o regresar a Mahattan por el puente que discurre paralelo y que ofrece también una buena panorámica del skyline de la ciudad o del propio puente de Brooklyn. El puente de Manhattan, así se llama, no es tan espectacular como el de Brooklyn, es cierto, pero ¿por qué no llegar por uno de estos dos puentes y regresar por el otro? Además, entre ambos, en la orilla de Brooklyn, podremos recorrer Dumbo y sus viejas naves industriales reconvertidas en terrazas y restaurantes, o la pequeña playita que se transforma al atardecer en un estudio fotográfico al aire libre en el que parejas de novios acuden a realizar sus reportajes de boda, tal es la impresionante vista de la ciudad que esta nos ofrece desde este lugar.
Por si fuera poco, en Dumbo también podremos emular una de las escenas de Érase una vez en América, aquella en la que el puente de Manhattan asoma entre callejuelas con edificios de ladrillo naranja y el Empire State encuadrado entre uno de sus arcos.
Y también el puente de Queensboro
Hablando de cine, por cierto, no es bajo ninguno de estos dos puentes, el de Brooklyn ni el de Manhattan, como muchos creen equivocadamente, donde se ubica la famosa escena de Manhattan, la película de Woody Allen, en la que este y Diane Keaton ven amanecer, sino bajo el puente de Queensboro.
Este, el puente de Queensboro, que une Manhattan con Queens, nos ofrece también otro de los secretos cada vez más a voces de la ciudad: la posibilidad de contemplar Nueva York desde las alturas (no desde las vertiginosas alturas del Empire State o el Top of the rock, es cierto, aunque en compensación, en lugar de los cerca de cuarenta dólares que pagaremos en estos rascacielos, aquí nos costará solo el precio de un billete de metro y no tendremos que hacer cola).
Estamos hablando del teleférico que une el Upper East Side con la pequeña isla de Roosevelt. El viaje se puede hacer desde Manhattan (el teleférico se encuentra en la cabecera del puente) o desde la propia isla, pues la línea F del metro tiene parada en este lugar que en tiempos alojó un asilo para pobres, un hospital para enfermos de viruela, una cárcel o un centro psiquiátrico (donde, entre otros, estuvieron ingresadas Mae West o Billie Holiday y en el que se internó voluntariamente haciéndose pasar por una paciente la periodista y precursora del periodismo gonzo Nellie Bly, quien contó después su experiencia en el reportaje Diez días en un manicomio). Hoy en Roosevelt Island viven unos diez mil neoyorkinos, en una especie de paréntesis que los aísla de ese otro gran manicomio que, precisamente, parece muchas veces Nueva York
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El metro y los locos de Nueva York
No es raro, efectivamente, encontrarse por Nueva York a cientos de enfermos mentales, que deambulan por sus calles y el metro —uno en cada vagón— peleándose por lo general pacíficamente con sus sombras y sus demonios (aunque a veces cuesta diferenciarlos de quienes hablan por sus móviles sin manos). Son, sin duda, náufragos de un sistema de salud, o, mejor dicho, de la ausencia de un sistema de salud público y de un modo de vida acelerado e individualista.
En el metro que nos trae desde Flushing, el Chinatown de Queens, menos conocido y sin embargo más Chinatown que el de Manhattan, una chica entra leyendo un cómic y riéndose a mandíbula batiente. Debe de ser un cómic genial, pues la carcajada se repite cada diez o quince segundos, acompañada de aspavientos y una tos bronca, hasta que resulta evidente que es imposible que una historieta contenga tantos gags y tan desternillantes.
La chica se baja y sube un pimp, un chulazo negro, que parece escapado de una película de Tarantino o de la Bloxpoitation, vestido con un abrigo largo, con la piel de algún animal en el cuello, sombrero con plumas de colores, pantalones de campana y camperas blancas. Todo muy chulo, nunca mejor dicho, sino fuera porque estamos en plena ola de calor.
El metro, en sí mismo, además de un enorme dormitorio y la mejor forma de agujerear la gran manzana, es todo un espectáculo, el mejor observatorio de la condición humana. Cuesta, eso sí, habituarse a su idiosincrasia, a sus líneas que cambian repentina y aleatoriamente los recorridos los fines de semana, sin que ni siquiera los propios empleados los conozcan (tal vez por esos se irritan cuando les preguntas), a sus trenes exprés o locales, a sus entradas diferentes dependiendo de si la línea viaja en una dirección u otra…
Siguiente parada. El pimp se baja en la calle 42 y entra un tipo con una gran tabla de surf, que deja en el suelo y sobre la que monta y comienza a bracear torpemente. Se apea una parada más adelante, suponemos que para surcar olas de asfalto entre la marea de turistas, la mayoría de los cuales no visitarán las playas, las playas de verdad, que también podemos encontrar en Nueva York.
Playas de Nueva York
La más frecuentada de ellas es Coney Island, al sur de Brooklyn, donde además se ubica el viejo parque de atracciones, con su montaña rusa de madera, sus tiovivos vintage, sus máquinas Zoltar, como aquella en la que Tom Hanks pedía al genio convertirse en adulto en Big (por cierto, existe una empresa, www.zoltarmachine.com, que a cambio de unos ocho mil dólares de nada ofrece la posibilidad de tener en casa una de estas máquinas; y por cierto también, el piano de pies que el protagonista toca en esta película se encuentra ahora en la tienda de juguetes FAO Schwarz, al pie del Rockefeller Center)…
Todo en Coney Island conserva su aire retro y freak (de hecho, cuando nosotros lo visitamos estaban rodando la escena de una película, con policías con gorra de plato y viejos coches patrulla), el espíritu de una época en la que era posible, tras darse un chapuzón, visitar las barracas de feria con sus monstruos: las sirenas, la mujer barbuda, el hombre más diminuto del mundo o el que come más perritos calientes en menos tiempo (todavía, el 4 de julio, Nathan’s, la famosa cadena de hot dogs, que tiene su casa original en Coney Island, celebra en ella el campeonato mundial de comedores de salchichas, del cual se anuncia el tiempo que resta hasta la próxima edición en un marcador luminoso, a semejanza de los que en Pamplona encontramos en la calle Estafeta para descontar los días que faltan hasta el próximo txupinazo).
Menos conocida que Coney Island es la playa de Rockaway, en Queens, una larga y estrecha península a la que se llega en una línea de metro que discurre en sus tramos finales a cielo abierto y desde la que se pueden ver las casas flotantes de los barrios colindantes (las líneas de metro que discurren por el exterior, en Queens o Brooklyn, son otra buena manera de conocer estos distritos, más allá y más económicas que los tours de contrastes o los autobuses turísticos; por poner solo un ejemplo en Brooklyn resultan impresionantes las vistas al enorme cementerio de Cypres Hill, que no solo es el nombre del famoso grupo de hip hop sino también el de un barrio de Nueva York).
La playa de Rockawway está, por lo demás, próxima al aeropuerto JFK, con lo cual mientras uno se baña ve pasar sobre sus cabezas las panzas de las decenas de aviones, que se confunden con las de las numerosas gaviotas que revolotean por la zona.
Nueva York cansa
Tanto hasta Rockaway como a Coney Island, además de en metro o en autobús, también es posible llegar en alguna de las diferentes líneas de ferry que navegan la bahía de Nueva York. La más popular de ellas entre los turistas es sin duda la que lleva hasta Staten Island, pues es gratuita y pasa por delante de la estatua de la libertad, pero si uno quiere evitar las apreturas o las carreras para colocarse a estribor, una buena alternativa —solo en verano, eso sí, y también gratuito los fines de semana hasta antes del mediodía— es el ferry que a solo unos metros parte desde otro muelle a la isla de Governors, donde durante unas horas podremos descansar, disfrutar de un —otro más— nada desdeñable skyline y reponernos del ajetreo de una ciudad como Nueva York que, dicho sea de paso y para acabar, cansa mucho, pues es esta una ciudad interminable (no hemos hablado aquí de sus parques, como el Flushing Meadows-Corona Park de Queens, con los escenarios futuristas que aparecen en Black in men; ni de sus barrios dentro de otros barrios dentro de otros barrios, las pequeñas indias, italias, jamaicas…; ni de sus sorprendentes tiendas, como Abracadabra, cerca del edificio Flatiron, con asombrosos artículos de magia, sus peluches terroríficos, sus complementos gore…).
Una ciudad, en definitiva, que ofrece miles de posibilidades o caminos, algunos, como vemos, más trillados que otros.
POCABALLO
Publicado en semanario ON con diarios de Grupo Noticias 07/09/2019
BESTIARIO
(DRAGORRIONES, CULEBRACAS, TÓPAROS Y OTROS BICHOS RAROS)
Patxi Irurzun & Belatz
El escritor Patxi Irurzun y el dibujante Belatz dan rienda suelta a su imaginación con esta colección de bichos raros-raros-raros. Un catálogo estival de criatura híbridas e imposibles que se recomienda leer en familia
POCABALLO
Uno de los animales más raros entre todos los animales raros del mundo es el pocaballo, que no se sabe muy bien si es un caballo tan pequeño como un pollo o un pollo que se puede montar como si fuera un caballo. Es decir, un caballo para duendes, elfos y otras criaturas imaginarias y diminutas.
Hay quien dice, incluso, que los pocaballos no existen. Que nunca han existido, ni tampoco los dragorriones, los elepeces, los armarillos… A Doña Luz Azul, que es una de las mayores especialistas en animales raros del mundo, esa gente incrédula y sin imaginación le pone de muy mal humor.
Los papás de Doña Luz Azul, que tiene el nombre capicúa, eran campeones del mundo de palíndromos, es decir, frases que se pueden leer igual del derecho o del revés, como por ejemplo “Yo hago yoga hoy” o “No maree, Ramón”.
Doña Luz Azul creció en un hogar en el que siempre estaban inventando cosas, personajes, juegos, palabras, y nadie le puede negar que todo eso era tan real como un billete de quinientos euros o una oficina o un programa de cocina de la tele.
Así que Doña Luz Azul siempre anda investigando, haciendo estudios sobre los dragorriones o los pocaballos, tratando de fotografiar a alguno, viajando hasta los lugares en que alguien dice haber visto un ejemplar de estos extraños animales que según algunos no existen más que en nuestra imaginación o en los libros de cuentos.
Hace unos días, recibió un email desde Khorogo, la capital del país senufo, al norte de Costa de Marfil:
“Querida Doña Luz Azul: me llamo León Noel y hace años que sigo con interés su trabajo. Usted es para mí una maestra, de la que he aprendido mucho y que me ha animado a comenzar mis propias investigaciones, a pesar de todas las dificultades con las que nos encontramos los jóvenes científicos en África. Eso no me ha hecho rendirme y desde hace algunos meses sigo el rastro de una manada de pocababallos. Hasta hace poco no tenía más pistas que algunas huellas, alguna pluma y algún testimonio de gente de la zona, pero hace unos días conseguí ver uno ¡con mis propios ojos!
Era un pocaballo precioso, con plumas doradas y la cresta roja y, lo más sorprendente, sobre él cabalgaba un jinete, un pequeño hombrecito que me recordó mucho al hombre del tiempo del telediario. Era igualito a él, con sus gafas y su traje y su corbata y su hollito en la barbilla. Lamentablemente no me dio tiempo a fotografiarlo porque mi cámara es una patata y se queda sin batería enseguida y porque, además, en cuanto el hombrecito me vio comenzó a decir asustado palabras extrañas, como anticiclón o mar arbolada, le arreó a su pocacaballo un golpe en un costado y los dos desparecieron tras un arbusto.
Me gustaría mucho que usted me ayudara a continuar con mi trabajo, viajando hasta nuestro país con una cámara en condiciones y los cincuenta mil francos africanos que he calculado serán necesarios para continuar con la investigación y que puede transferir ya al número de cuenta corriente que le hago llegar.
Reciba un caluroso abrazo:
León Noel.
A Doña Luz Azul algunas partes de ese mensaje le parecieron sospechosas, como por ejemplo lo de la cresta roja (por lo que él sabe los pocaballos se caracterizan por tener la cresta azul), pero no dudó en hacer las maletas y trasladarse inmediatamente al país senufo.
Lleva allí varios meses y de momento no ha visto ningún pocaballo ni a Leon Noel, pero está siendo uno de los viajes más importantes de su vida, porque ha descubierto un montón de nuevas especies de animales raros, como el perrato, el cerdolí o el rinoceróntamo, que Doña Luz Azul muy pronto dará a conocer en un nuevo libro.
FIN