Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)
Como es habitual cada año por estas fechas, desde Libracos, el suplemento literario de
“Rubio de bote”, llega el momento de hacer la lista de los libros más
destacados de este annus horribilis
también para la literatura en el que a pesar de todo se han publicado varias
obras maestras (más o menos una por semana, a pesar de lo cual hemos conseguido
hacer una selección de cuatro de ellas imprescindibles):
Cachopo
sangriento. Ambientada en las montañas cántabras, esta
novela policiaca nos cuenta la investigación que Iris Castaño, inspectora de la
Guardia Civil y madre de sextillizos, realiza tras la aparición del cadáver de
un expresidente autonómico con una anchoa mutante sobre su pubis desnudo. Una
trama vibrante que nos atrapa desde la primera línea, a pesar de que aún no
hayamos podido leerla, pues la novela, que ha sido ya traducida a ciento
dieciocho idiomas, todavía no ha sido publicada. Cuando lo haga, dado su
previsible éxito —nos informan desde la editorial—, se lanzará inicialmente en su decimoquinta
edición.
Kepa I,
bastardo y republicano. “Me llamo Kepa Urrutikoetxea y soy el rey
de España”. Así comienza este libro autobiográfico que ha sido sin duda uno de
los fenómenos del 2020, con ocho millones de ejemplares vendidos. En él, Kepa
Urrutikoetxea, un camarero de Beasain, reivindica sus derechos como primogénito
del rey emérito y por tanto legítimo heredero de la corona del reino de España
(derechos que en su caso, confiesa en el libro, ejercería para arrojar de
inmediato esa corona por la taza del baño e instaurar la tercera república).
Urrutikoetxea airea para ello una muestra de ADN que si bien arroja una fiabilidad
del 98% no queda muy claro de dónde procede (en la novela este aspecto semeja un
spin off de La escopeta Nacional, la película de Berlanga, pues la prueba de
paternidad habría sido obtenida a partir de un pelo púbico que la madre del
supuesto bastardo, una empleada doméstica de una finca que la familia real posee
en el Goierri, conservó tras yacer con el rey de España). Urrutikoetxea, según nos
cuenta en su biografía, se crió en un
baserri de Ormaiztegi entre las
faldas de esta amante borbónica, escuchando cómo cada 24 de diciembre durante
el discurso real ella le decía “Esaiozu
kaixo aitatxori!” o cómo cada mes puntualmente un mensajero les hacía
llegar un sobre con una asignación en cuyo remite se podía leer: “De parte del
tío Juanito”, todo lo cual no hacía sino alimentar su rencor y sus convicciones
republicanas. Si bien la historia es delirante, y por mucho que el autor trate
de explicar el éxito de su libro atribuyéndolo a la alegría pélvica del rey
emérito —“Mi historia podría ser la de otros ocho millones de personas”, escribe—, a Kepa I, bastardo y republicano hay que reconocerle su altas dosis
imaginativas que permiten leerlo como una novela y que ha hecho de la misma el
libro del año, realmente.
La
octava ola. Vuelve J.J.Bonítez, el rey del best-seller. Si
en su anterior saga fue capaz de convencer a millones de lectores en todo el
mundo de que Jesucristo era un marciano, no vemos por qué no hemos de creer
ahora que, tal y como vaticina en esta novela distópica, en 2027 un virus
maligno fabricado en un laboratorio de Wisconsin, eliminará de la faz de la
tierra a toda la raza humana exceptuando a los lectores de sus libros.
Nacionales. Concluimos la lista de libros destacados de 2020 con este nuevo relato definitivo sobre el conflicto vasco, en el que se nos describe desde su perfil más humano la descomunal lucha que mantuvieron el juez de la Audiencia Nacional Baldomero Mola y su equipo para conseguir que en su juzgado se repitieran todos los juicios contra ETA y su entorno llevados a cabo desde 1610. ¡No se lo pierdan!
Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 19/12/20
“¿Qué libro me llevaría a una
isla desierta? Mientras sea uno de Traven me da lo mismo”. Eso es lo que decía Albert
Einstein sobre el autor que nos
ocupa hoy en este club de lectura que vuelve a las páginas de ON —vamos a chulear un poco— por aclamación
popular.
El Traven al que se refiere
Einstein es Bernard Traven, pero también podríamos llamarlo Hal Croves, Ret
Marut, Traven Torsvan, entre otros muchos seudónimos, e incluso Esperanza
López Mateos, es decir, el nombre de una de sus traductoras al español, la
cual también se llegó a especular que fuera —además de la hermana de uno de los
presidentes de la república mexicana— la autora oculta tras los seudónimos de
este misterioso escritor. Hay incluso algunas desmelenadas hipótesis que
identifican a Traven con el mismísimo Jack London, que habría
escenificado su suicidio para reencarnarse en el autor de El
tesoro de la Sierra o El barco de los
muertos.
En
realidad, a menudo era el propio Traven quien se encargaba de sembrar la
confusión y hacer crecer el misterio en torno a su persona, empeñado —quizás
con una estrategia equivocada— en reivindicar la importancia de las obras por
encima de la del autor.
No
se sabe mucho, en todo caso, sobre B.Traven. Parece consensuado por la mayoría
de sus biógrafos que entre las firmas que empleó en sus diferentes obras la de
Red Marut es la que responde con más fiabilidad a su identidad real. Al menos
eso fue lo que aseguró su viuda, Rosa María Luján, si bien esta añadió a
continuación que en la cabeza de Traven “estaba todo tan hecho bolas que él
mismo desconocía la realidad”.
Red Marut versus Bernard Traven
Red Marut nació, presuntamente, en 1882 en la por entonces ciudad alemana, hoy polaca, de Schwiebu. En su juventud fue mecánico, actor de teatro ambulante, activista político… Acusado de incitar a la rebelión en periódicos anarquistas o de participar en las consejos revolucionarios de la República de Baviera, fue condenado a muerte, pero lograría huir a Inglaterra primero y más tarde a México, donde pasaría el resto de sus días y donde escribiría sus libros, en uno de los cuales, por cierto, mató a un personaje que se llamaba… ¡Red Marut! ¿Intentaba acaso borrar de ese modo su pasado? Quién sabe, lo cierto es que la cabra siempre tira al monte y en México Marut/Traven frecuentaría a destacados artistas y revolucionarios, como Diego Rivera, Frida Kahlo o un mecánico nicaragüense apellidado Sandino, a favor de quien recolectaría fondos cuando este acabara convertido en el famoso rebelde nicaragüense.
Red
Marut, es decir Bernard Traven, murió en
Ciudad de México en 1969 y sus cenizas fueron esparcidas en el río Jatajé, en
la selva de Chiapas, donde se estableció durante algunos años y sobre la que
escribió obras como La rebelión de los colgados.
Su
obra más conocida es, no obstante, El tesoro de la Sierra Madre, y es
curioso, porque más arriba comentábamos que la estrategia de la confusión de
Traven para fijar la atención en los libros en lugar de en quien los escribía
no fue quizás del todo acertada y, de hecho, hemos llegado hasta aquí sin
comentar todavía nada sobre esta novela de aventuras, más interesados en la
misteriosa identidad de quien lo escribió.
Una montaña maldita
El tesoro de la Sierra Madre nos cuenta la historia de Fred Dobbs, un norteamericano que vagabundea por Tampico mendigando y buscando trabajo en los pozos petrolíferos, y a quien la suerte sonreirá de manera rocambolesca con un billete de lotería premiado, gracias al cual financia una expedición en busca de una mina de oro, junto con otros dos compatriotas. No obstante, la Sierra Madre, en la que los tres buscavidas buscan fortuna, está maldecida por los indígenas desde que los españoles los esclavizaron para vaciar su vientre dorado, y la empresa no tendrá un final feliz. La novela es, en fin, una historia sobre la codicia, sobre cómo esta corrompe a los seres humanos. Es la avaricia, viene a decirnos Traven, y no las maldiciones o supersticiones, la que destruye nuestros ideales.
No
sabemos qué sucedió en su caso, porque El tesoro de la Sierra Madre se
convirtió inmediatamente en un éxito internacional, al cual además contribuyó
la famosa adaptación cinematográfica que hizo John Huston con Humphrey
Bogart en el papel principal. El propio Traven asesoró al director
norteamericano haciéndose pasar por su representante o agente literario, Hal
Croves, quien decía conocer muy bien al autor de la novela, y trasladó algunas
de sus caprichosas indicaciones a Huston, por ejemplo que uno de los actores
(el padre del director) debía despojarse de su dentadura postiza para rodar.
Como
curiosidad cabe señalar que Bobby Blake, el actor que interpreta en El
tesoro de la Sierra Madre al niño que vende el fatídico boleto de lotería
al protagonista acabaría interpretando
años después (además de al detective Baretta) a un misterioso personaje en Carretera
perdida, la película de David Lynch escrita junto con el novelista
Barry Gidford; un personaje que aparece y reaparece o está en dos sitios a
la vez, como si del mismo Bernard Traven se tratara.
Otros escritores
enigmáticos
Traven
no es, de todos modos, el único escritor enigmático o esquivo que ha tratado de
ocultar su identidad. Ni siquiera el más famoso, pues junto a él nos encontramos
con otros como Salinger, el autor de El guardián entre el centeno,
Thomas Pynchon, o más recientemente la italiana Elena Ferrante,
que se ha convertido en todo un fenómeno editorial y que comparte con Traven la
misma idea de que lo verdaderamente importante es el texto, si bien en
ocasiones da la impresión de que en realidad lo que se esconde tras todo esto
no es algo tan secreto como parece y se reduce a lo mismo de lo que hablaba
Traven: el vil metal, es decir, una mera maniobra comercial o de marketing (de hecho, en España hay alguna sospechosa e
incluso patética réplica del caso Ferrante).
Traven, eso sí, es seguramente el escritor desconocido que mejor ha sabido dotar de atractivo, con sus sucesivas invenciones, muertes y resurrecciones, al anónimo personaje tras el que se ha escondido y que perfectamente podría haber sido —de hecho lo fue en el caso de Red Marut— uno de los protagonistas de sus magníficas novelas de aventuras.
Publicado en Naiz/Gara (04/12/2020) Texto: Patxi Irurzun. Fotos: Fernando Lezaun
En La sangre al río los dos músicos sacan del cajón cartas personales, entrevistas, prólogos del uno para los libros del otro y recuerdos acumulados a lo largo de veinte años de amor y admiración mutuos. El escritor Patxi Irurzun, amigo de ambos, emula el carácter epistolar de la obra en esta entrevista a tres bandas realizada a golpe de email. La sangre al río ha sido editado por Desacorde ediciones y cuenta con una introducción de Kike Turrón, quien también acaba de estrenar trabajo, el disco-libro: Bailar, de eso se trata
De: Patxi Irurzun A: Kutxi Romero
Salud, compadre: Espero que recibas por aquí,
porque me consta que tú y las tecnologías no os lleváis muy bien. Te escribo
para que me cuentes algo sobre el libro que ha sacado a pachas con Kike Babas.
«La sangre al río», una exaltación de vuestra bonita y duradera
amistad. Por cierto, y para empezar,
¿cuándo conociste tú al Babas?
De: Kutxi Romero A: Patxi Irurzun
Patxi, cari: Siempre he tenido un olfato especial para saber cuando
estoy ante un mirlo blanco. En el caso que nos ocupa eran dos: Babas y Turrón.
En el año 99 del pasado siglo, cayó en mis manos el libro Nadie come del
aire, que se transformó en mi Biblia particular. En sus páginas aullaban
unos personajes de Hortaleza, que aún yo no sabía de carne y hueso, que
alardeaban de sus conquistas, fracasos, emboscadas y un sinfín de pillajes en
el mundo del artisteo que me fascinó, cosa fácil por otra parte, ya que, aunque
yo de aquellas ya tenía veinticuatro años, nunca había salido del pueblo.
No sé quien, supongo que el escritor Óscar Beorlegui, que también es
especialista en coleccionar ratones rojos, me informó de que los dos mirlos
tenían un grupo, King Putreak, y que tocaban en el bar Terminal de Iruña en los
días venideros junto a Josetxo Ezponda, otro que tal bailaba, y hacia allí me
encaminé con mi libro debajo del brazo para ponerles cara a aquellas cataratas
de tinta que me habían nublado la vista en las últimas semanas. Y vaya si se
las puse. Tengo vagos recuerdos del momento, ya que el concierto me importaba
poco. Yo lo que quería era que terminase cuanto antes para que me firmaran el
artefacto, quizá darles la mano y salir corriendo antes de que se me escapase
el último autobús a Berriozar. Y, como no podía ser de otra forma, el autobús se
fue sin mí, ya que me quedé observando atónito cómo funcionaba la química entre
aquellos seres de otro mundo. La química en sus dos acepciones, entiéndase. Lo
mío con Babas, dígase nuestra amistad, en ese aspecto es mucho más completo, ya
que yo de química, en el sentido literal de la palabra, tengo mínimas nociones.
Soy más de física. Así que, entre los dos, creo que podemos abarcar la
asignatura completa.
Y en esas llegó el primer concierto de Marea en Madrid. El público lo conformaban seis personas, en la sala Hebe, y entre ellas estaba el Turrón, al que bombardeé a preguntas y rendí pleitesía ante sus vivencias noveladas junto a mi compadre Babas, con la esperanza de poder conocerlos en algún vis a vis más tranquilo y sin tanta química propiamente dicha. El destino, o Marino Goñi, jefe de la discográfica GOR, que en este caso viene a ser lo mismo, hicieron que ficharan por la misma compañía en la que estábamos Marea en ese momento y, a partir ahí…. todo lo que sucedió se relata en el libro que nos ocupa.
De: Patxi Irurzun A: Kike Babas
Kaixo, Kike: ¿Qué tal estás? Te envío este primer email para
hacer una interviú epistolar, a tono con el libro, a tres bandas con el
compadre Kutxi (a quien ya le he escrito un email) sobre vuestra criatura
«La sangre al río», fruto de vuestro ya largo idilio y no menos
prolongada y poética felación cuya semilla habéis derramado sobre esas páginas,
para gozo de todos los que admiramos las carnes esculturales de vuestras
canciones y versos. Si te parece bien te envío entre hoy y mañana algunos
correos, a ver si puedes contestármelos antes del miércoles, que Kutxi se va
por ahí a romper perímetros (creo que a presentar en Madrid el libro contigo,
precisamente) .Ya me dirás. ¿Cómo va todo, por lo demás?
De: Kike Babas A: Patxi Irurzun
Estimado Patxi,
será para mí un placer ir respondiendo tus mails en esta entrevista epistolar a
tres manos, me parece una idea original, coherente con el tipo de libro y
acorde con tu imaginativa creatividad. Sabes bien que el idilio entre Kutxi y
yo viene de largo, aunque no aseguraría que nuestras mutuas felaciones hayan
aportado algo a la poesía. Aguardo pues tus misivas. Por lo demás, acá por la
sierra madrileña se va llevando, asimilando la vida pandémica,entre
«confitamientos» y «protolocos», encontrado en la escritura
la manera de no volverme loco o quedarme tonto. Sé que andas puliendo tratados
de hortografía, he oído que es buen material, así que, vicioso que es uno, ya
haré por tener mi dosis.
Lotta love. K.B.
De: Patxi Irurzun A: Kike Babas
Kike, el de la voz profunda, ahí va otro email para la entrevista, con una pregunta. Creo que has comentado en algún sitio que la «La sangre al río» viene a ser como un making of de una larga amistad… Incluso confiesas que al principio, la primera vez que escuchaste Marea no te hizo especial tilín, que les pusiste los cuernos con Estopa, pero ¿cómo te conquistó Kutxi? Por lo demás, esa amistad también se fue fraguando lenta pero a fuego porque los Kikes habéis tenido una relación muy estrecha con Iruña, habéis venido a menudo… ¿Cómo es esa relación con la ciudad, qué recuerdos tienes? (Perdona por el atraco, al final son dos preguntas)
De: Kike
Babas
A: Patxi Irurzun
Querido
Patxi: definir el libro como
«el making of de nuestra amistad» se lo he robado a Kutxi, que me
contó que lo definió así en una entrevista hace unos días y me pareció certero.
Hasta entonces yo había usado variadas acepciones: una extraña biografía de
Marea, una colección de cartas entre dos majaras que saben que la ciencia llegó
de la Txantrea, Plasencia y Carabanchel… Por lo demás, dices bien, la primera
vez que supe de Marea, me dieron en la discográfica a la vez que su debut, el
primer maxi de Estopa. Aquello de la raja de tu falda me embelesó, y lo de los
de Berriozar lo tomé por una imitación poco sutil de Extremoduro, así que me
volqué en la rumba de los hermanos Muñoz. Kutxi sin embargo se fue haciendo
querer cuando fuimos a grabar King Putreak y The Vientre nuestro segundo disco
a Navarra, Buitre No Come Alpiste: aparecía por las mañanas en el
estudio y nos llevaba madalenas o nos conseguía un palmero. Tal dechado de
generosidad nos dejó asombrados, siempre nos estaba regalando cosas. Luego me
presentó al resto de su banda y, sin querer sonar cursi, resultaron ser un
amor. Fue una manera de seguir avanzando en nuestra relación con Iruña, ciudad
a la que teníamos mucho respeto artístico (Tahúres, Barricada, Tijuana,
Huajalotes, Los Bichos) y en la que teníamos buenos amigos como el malogrado y
fantástico Josetxo Ezponda y el bueno de Oscar Beorlegui, y donde solíamos
tocar con asiduidad. El día que vinieron a vernos al Terminal el Boni, el
Drogas y el Alfredo fue uno de los momentos más dulces que recuerdo con King
Putreak.
De: Patxi Irurzun A: Kutxi Romero
Hola, de nuevo, bandolero. Ya me he escrito también con Kike, y me ha contado que fuiste tú el que se inventó lo de llamar a este libro el making of de una amistad. Y es que en esa relación epistolar entre Babas y tú se ve mucho cariño y entre líneas también algunas intimidades, pérdidas dolorosas… ¿Cómo habéis armado todo eso?
De: Kutxi Romero A: Patxi Irurzun
¿Qué tal,
tragasables? Al Babas le tengo que agradecer mucho más de lo que él cree. En primer
lugar, la edición de La sangre al río, ya que se ha encargado de todo:
recopilar fotos, fechas, artículos, prólogos… Un trabajo de arqueología
admirable. Bueno, quizá el trabajo sea más de antropología, ya que todo se
fraguó en antros. Por otra parte, hay que ponerse en la situación de un crío
como era yo llegando a Madrid, solo y asustado, ansiando el abrazo de algún ser
humano que le librase del acoso constante al que somete ese monstruo urbano a
cualquiera, y encontrarse con la sonrisa mullida de Kike. Y así ha seguido
siendo las últimas dos décadas. A fecha de hoy, cuando viajo a la capital, sé
que haré lo imposible por verle y sentir otra vez que la ciudad, a su lado, no
va a poder devorarme. Sinceramente, creo que el libro no tiene apenas valor
literario, pero rezuma valor humano a borbotones, que es de lo que adolece el
mundo desde la noche de los tiempos, lo cual se me antoja mucho más importante
y necesario. Para todo lo demás, ya sabes: mastercard.
De: Patxi Irurzun A: Kike Babas
Querido Kike: empezamos hablando de amor oral y la verdad es que de la
boca del compadre Kutxi solo salen buenas palabras para ti. Dice, por ejemplo,
que tú has sido el que has ocupado de todo en este libro. Así que ahora te toca
poner un final feliz a esta entrevista sobre “La sangre al río”… Por cierto,
no os preguntado a ninguno de los dos por tan sugerente título.
De: Kike Babas A: Patxi Irurzun
Admirado Patxi: El libro ya estaba hecho, aunque nosotros
no lo sabíamos. Hace un par de años le comenté al bandolero que, si un día
juntábamos todo el intercambio de mails de dos décadas de amistad, salía un
libro epistolar fijo, género que me atraía por referentes como las Cartas de
la Ayahuasca entre Burroughs y Ginsberg, o las cartas de amor entre Rimbaud
y Verlaine. Y, sin intención ninguna, me puse a ello, a juntar toda la
correspondencia, ordenarla, ver si tenía sentido o era una majarada (creo que
finalmente ha quedado una majarada con sentido). Las diferentes lecturas del
libro, que las tiene, se han dado de una manera natural, el intercambio de
textos entre Kutxi y yo ha abarcado eso: su vida con Marea, a los que he
entrevistado muchas veces (están todas en el libro); nuestras respectivas
carreras bibliográficas y discográficas, pues el baile de prologuitos ha sido
constante; nuestra vida personal, con episodios tan felices como mi vuelta al
mundo o tan tristes como la muerte de June; algo de nuestros gustos literarios
y musicales, donde creo que Rosendo es la palabra que más se repite… En
esencia se trata de un homenaje a nuestra amistad, que está hecha de eso y no
mucho más (ni menos) que eso: somos dos personas que de alguna manera
ejemplificamos la relación entre la música y la literatura y claro, en medio de
eso está la vida, por eso esta sangre, metáfora de la tinta, llega al río.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (con diarios de Grupo Noticias)
Hoy he tenido un sueño muy raro, iba a escribir, pero en
realidad si un sueño no es raro no es un sueño o es una birria de sueño, es la
vida, como decía Calderón de la Barca. La vida es sueño. Vaya una mierda de
teoría. Sería terrible. Imagínense ustedes que se van a la cama después de un
día de trabajo y sueñan otra vez que están ocho horas en la fábrica, o en clase
o con las gafas empañadas por culpa de la mascarilla. Los sueños tienen que ser
raros, caóticos, desordenados, absurdos, se te tienen que caer los dientes, o
tienes que volar o andar desnudo por la calle o tener pendiente una asignatura
de la carrera que acabaste hace treinta años. Si la vida es sueño es mejor no
despertarse, porque lo que nos espera debe de ser un muermo total, una
pesadilla. Igual somos el sueño de un robot, de una máquina, de un logaritmo…
Pero tampoco, porque si fuéramos androides soñaríamos con ovejas eléctricas,
eso no lo dijo Calderón sino Philip K.Dick.
En mi sueño yo iba con mi madre paseando por una
urbanización pija, comparando chalets (esto que cuento ahora entre paréntesis
no lo decía el sueño, pero igual estaba soñando eso porque por fin cumplía otro
sueño que tenía de pequeño —bueno, no, en realidad era una convicción— y era
que cuando yo fuera mayor iba a convertirme en el relevo generacional de
Corbalán en el Real Madrid y con el dinero que ganara le iba a comprar a mi
madre un chalet y le iba a dar cada mes quinientas pesetas, que entonces para
mí era una fortuna. Además de todo eso en nuestro chalet iba a haber un poni en
el jardín).
El caso es que, de repente, en mi sueño, mi madre en lugar
de caminar a mi lado iba montada en una moto pequeñica y se adelantaba, cogía
velocidad, mucha velocidad, y al llegar al final de la calle, no giraba,
continuaba recta y se estampaba contra la puerta de uno de los chalets, ¡pumba!
El golpe era aparatoso, pero mi madre se levantaba, cogía la moto, la plegaba
como si fuera un paraguas, se la metía en el bolso y decía “¡Ay, chico,
últimamente no sé qué le pasa al cacharro este que va fatal!” y seguíamos
andando los dos como si nada, sin hacer caso al enano de jardín que salía del chalet
y que nos pedía los datos del seguro.
Después pasaban más cosas, pero ya no me acuerdo. La muerte debe de ser algo así: estar dentro
de un sueño del que no recuerdas nada. Hay miles de interpretaciones sobre los
sueños. Igual la teoría de Calderón de la Barca tampoco es tan mierdosa y los
sueños son los recuerdos que le arrebatamos a la muerte. Es decir, la vida. En
el documental Urpean lurra de Maddi
Barber, por ejemplo, quienes vivieron en los pueblos inundados por el pantano
de Itoiz mantienen viva la memoria de esa tierra sumergida a través de sus
sueños; o una de las prácticas recurrentes de tortura es privar a los detenidos
del sueño, puede que no tanto, que también, por arrebatarles el descanso
físico, sino por impedirles que su mente se evada, se purifique, se alivie
soñando que está lejos de las garras brutales de esos torturadores, que
personifican a la muerte.
No tengo, por lo demás, ni idea de si mi sueño tiene algún significado (por ejemplo, la invencibilidad y la inmortalidad de mi madre), pero tampoco trato de buscárselo. Lo mejor de los sueños es su ausencia de lógica, o de lo que nosotros entendemos por lógica. Igual después de alejarnos de los chalets mi madre ya no era mi madre sino Nino Bravo, o al doblar la esquina aparecía Ángel Nieto montado en un poni. Qué más da, en el sueño todo tenía sentido. Espero que en esta columna también, aunque de eso no estoy tan seguro. Igual la he soñado.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para el magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 28/11/2020
A menudo a quienes llevaban las tiendas de chuches no
parecían gustarles mucho los niños. Uno no sabía si eran ya así antes de
dedicarse a ello, lo cual parecía una contradicción, o si había sido el transcurso de los años lo
que los había convertido en personas desconfiadas e impacientes, después de ver
a legiones de niños y niñas ejerciendo sus primeras prácticas de economía
doméstica y recorriendo vacilantes y nerviositos perdidos el mostrador de una
esquina a otra: “Uno de estos… otro de aquellos…”. A algunos de aquellos tenderos
la amargura hasta les había esculpido el rictus y eran conocidos entre la
chavalería con apodos como la Bulldog o el Herodes.
En un escalón superior estaban ya los encargados de las
salas de juegos, a los cuales la aspereza del carácter se les presuponía ya
asociada al cargo (yo, de todos modos, no frecuenté mucho aquellas salas, que las
recuerdo algo sórdidas, tal vez porque la única a la que fui alguna vez era una
catacumba a la que se accedía por unas escaleras estrechas, al final de las
cuales te esperaba un mundo nuevo y peligroso: chicos con cara de malotes y
ademanes machirulos jugando al billar o al futbolín; humo de cigarrillos
Fortuna —cuál si no— flotando en el ambiente; marcianitos que hacían bip-bip y
se multiplicaban exponencialmente; duros que las ranuras de las máquinas de
petaco se tragaban insaciables mientras sonreían como hienas, enseñando sus
dientes de neón; y, por supuesto, aquellos encargados que parecían más bien
boquis, funcionarios de prisiones de alta seguridad y que detrás del mostrador
guardaban siempre una barra de hierro).
Y estaban también, en el mismo gremio, los vigilantes de
jardines, a los que llamábamos los japis,
otra contradicción, porque sus días eran de lo más infelices, los pasaban
persiguiendo a los chavales que tirábamos bolas de nieve a los autobuses desde
las murallas o nos arrojábamos de cabeza sobre los túmulos de hojas muertas que
los barrenderos amontonaban en otoño, desarbolándolas. “¡Qué viene el japi!”, gritábamos cuando los veíamos llegar con la vara en alto.
Con el tiempo los japis y sus boinas
verdes, como de guardia civil para niños, desaparecieron, seguramente porque
alguien se dio cuenta de que si no había japis
a los niños ya no nos hacía gracia romper las farolas a pilongazos.
Pero también había vendedores de chucherías joviales,
dicharacheros, vocacionales, como el Mesié, que tenía su tiendita en el
mismísimo patio del colegio, en un agujero que se abría milagrosamente en la
pared de un frontón y desde el que canturreaba canciones francesas mientras
despachaba chicles Cosmos (los que sabían a regaliz negro, al menos durante los
primeros diez segundos) o Cheiw (“¿Tiene chicles?” “¿Cheiw?”, “No, deme
chinco”), plutones (aquellos sobre sorpresa, una especie de lotería infantil,
de iniciación en la ludopatía) o pastas de canela y azúcar glass (que a mí me
parecían deliciosas hasta que alguien me dijo que los tenderos meaban en una botella
por no salir de sus kioskos, y entonces yo cada vez que cogían una de aquellas
pastas me imaginaba que segundos antes habían sostenido su pajarito, el canario
al que acababan de cambiar de agua, con los mismos dedos).
O como El Moreno, que desde su kiosko junto a la Plaza de
Toros tiraba al arrebuche cada viernes caramelos u organiza carreras y premiaba
a quienes las ganaba con alguna bolsa de pipas. El Moreno era un adelantado, un
intuitivo y potencial experto en marketing. Y, tal vez sin pretenderlo, ayudaba
con sus métodos a subsistir a la competencia, porque también había chavales que
nunca ganaban las carreras o que preferían, antes que revolcarse por el suelo
mojado y pelear con los demás para llevarse gratis al bolsillo un caramelo,
pagarlo en la Bulldog o en Chucherías Herodes.
Las tiendas de chuches eran, en fin, un mundo, o el mundo mismo, el mundo que nos aguardaba.