Al periodista al
que se le ocurrió por primera vez usar el apodo “El pequeño Nicolás” para
referirse a aquel arribista con cara de pan —de pan duro como el cemento—que
hace algunos años se colocó por una rendija de las cloacas del estado y comenzó
a salpicar barro en todas las direcciones, habría que mantearlo en la plaza del
pueblo, torturarlo hasta la agonía con el anuncio en bucle de Yatekomo de David Bisbal, obligarle a escuchar
todos los audiolibros de Alfonso Ussía
o de Paulo Coelho mientras se pudre eternamente
en el infierno… Ustedes me disculparán la crueldad, pero es que no se lo
perdonaré nunca. Igual a él su ocurrencia le pareció muy original, pero a
quienes hemos leído y amado desde niños al pequeño Nicolás, al de verdad, el de
Sempé y Goscinny, nos resulta inexplicable y propio de un ignorante… ¿Qué
tipo de conexión, aparte de la evidente del nombre, pudo encontrar ese periodista entre dos personalidades, dos
formas de ver el mundo tan enfrentadas? ¿Y no se le pasó en ningún momento por
la cabeza el tremendo daño que estaba haciendo a la memoria de esta cumbre de
la literatura infantil? ¿Dónde está el defensor del menor? ¿Y el de los
lectores?
El auténtico pequeño Nicolás
El pequeño Nicolás, el auténtico (de hecho, para nosotros de aquí en adelante el otro, el fake, como si nunca hubiera existido) dio sus primeros pasos en un formato diferente al que todos conocemos, pues en sus inicios fue una tira cómica que Jean Jacques Sempé (dibujante) y René Goscinny (guionista; aunque entonces firmaba como Agostini) publicaron entre 1956 y 1958 en la revista belga Le Moustique. Desconozco cuál fue el motivo concreto por el que la pareja artística decidió dar el salto al relato ilustrado que haría a sus personajes universalmente conocidos. Se dice que Sempé no se sentía cómodo como dibujante de cómics, pero a mí también me gusta pensar que el universo del pequeño Nicolás —sus padres, sus compañeros del colegio, sus recreos y veraneos— le fue creciendo a Goscinny en la cabeza hasta desbordar los bocadillos de las tiras cómicas. Algo que, sin embargo, no le sucedió con otras de sus no menos famosas creaciones, como Asterix o Lucky Lucke, que sí se ciñeron al formato del cómic, y que publicó junto con otros ilustradores, como Uderzo, en el caso del guerrero galo, y de Morris en el del entrañable y desgarbado vaquero.
El cambio de la
tira cómica a la narrativa, en el caso del pequeño Nicolás fue en todo caso un
acierto, y cabe preguntarse incluso si las aventuras y travesuras de Nicolás
habrían obtenido tamaño éxito (se han vendido millones de ejemplares en todo el
mundo) de no dar con esa manera de ser contadas; o incluso si hubieran sido las
mismas sin las pequeñas ilustraciones de Sempé, que salpican los textos, a
veces como miniaturas, siempre con ese estilo divertido y sencillo. Yo, de
hecho, me recuerdo a mí mismo de pequeño tanto riéndome a carcajadas con las
ocurrencias de Nicolás, Agnan, Clotario, Alcestes…, como copiando los geniales
dibujos de Sempé con la punta de la lengua asomando por un lado de la boca.
El
mundo contado desde la altura de un niño
En lo que se refiere a los textos de Goscinny, a la técnica y el estilo, hay varios aspectos que contribuyen a la inmediata popularidad de las historietas y a la perdurabilidad en el tiempo de las historias de este niño de clase media francesa, que todavía los pequeños de hoy, doy fe como padre y bibliotecario, siguen leyendo con pasión, a pesar de que fueran publicadas por primera vez a mediados del siglo pasado y de que retraten un mundo y una infancia en parte ya desaparecidos (por ejemplo, con escuelas segregadas por sexos; bueno, todavía hay alguna secta religiosa que mantiene esa anomalía y que, a pesar de eso, se ha beneficiado durante años de la educación concertada). Por el contrario, y a pesar de la omnipresencia de la tecnología entre los niños de hoy, estos no dejan todavía de llegar a casa en ocasiones con la ropa y los zapatos cubiertos de barro o con una mascota, un perrito o un gato al que han recogido de la calle entre los brazos, del mismo modo que lo hace Nicolás en sus narraciones.
En estas, si de
aciertos y hallazgos hablamos, es probablemente el punto de vista el mayor de
todos ellos. El pequeño Nicolás nos cuenta sus historietas en primera persona, es
decir, ve el mundo desde su altura y desde una mentalidad infantil, sin filtros,
con una manera de razonar lógica y reveladora que a los adultos el paso
del tiempo y la vida nos ha ido arrebatando a sopapos. Las narraciones tienen
de ese modo dos lecturas, una en la que concede a los lectores más pequeños,
los que tienen la misma edad que Nicolás, el protagonismo, y les hace sentirse
identificados con las correrías de este, y otra en la que los padres de ese
niño se regodean viendo como a través del humor y una aparente inocencia el
mundo en el que han ido siendo aprisionados se desmonta o pueden regresar por
un momento a su infancia. Goscinny, en fin, escribe sabiendo que además de a
los niños se dirige a sus padres, que son quienes a fin de cuentas comprarán
los libros.
La escuela literaria del pequeño Nicolás
Ese modo de narrar determinó posteriormente buena parte de la literatura infantil, puso en el centro al sujeto de la misma, y creó una escuela que todavía sigue vigente, con sagas literarias como los diarios de Greg, Tom Gates o el Capitán Calzoncillos, en las que además las ilustraciones o el acompañamiento gráfico tienen gran peso. En España, el émulo más incontestable del pequeño Nicolás es sin lugar a dudas Manolito Gafotas, de Elvira Lindo, quien tuvo además la virtud por una parte de acentuar ese rasgo cabroncete del carácter infantil, que en el caso de Nicolás estaba tal vez muy atemperado, y de ubicar a su personaje en un entorno de clase trabajadora, frente al más burgués o de clase media del personaje francés.
El punto de vista, de todos modos, no es suficiente si no se dispone de los recursos y el talento para materializarlo sobre la hoja impresa, y en el caso de Goscinny despliega todo un arsenal que convierten a sus historietas en magistrales e inolvidables. Por citar solo algunas, el uso de los epítetos: los amiguitos de Nicolás son Agnan, el ojito derecho de la maestra —o ese niño al que como lleva gafas no se puede pegar—; Alcestes, un niño muy gordo que siempre está comiendo cruasanes; Godofredo, que como tiene un papá muy rico le compra siempre todo lo que quiere… Y además Eudes y sus puñetazos en la nariz, y Majencio, Clotario, Rufo… Quizás el menos conocido de todos ellos sea Joaquín, quien, sin embargo y sorprendentemente, dio nombre a uno de los libros de la serie, el único que no lleva la palabra Nicolás en el título: Joaquín tiene problemas (y que posteriormente también se editó como Los problemas del pequeño Nicolás, entre otras cosas porque la elección del título original lo convirtió en el libro menos vendido de la serie).
Junto a los epítetos recurrentes (además de los citados están otros como el papá de Nicolás, que siempre está leyendo el periódico) nos encontramos la alternancia de frases cortas con otras en las que se acumulan las cópulas, con perdón, imitando la manera de hablar de los niños, oraciones que a menudo se resuelven con un final sorprendente o inesperado, siempre humorístico y que dejan al descubierto los complejos mecanismos mentales infantiles: “…y después nos enfadamos y ahora ya no vamos a volver a hablarnos nunca más”, puede decir, por ejemplo, Nicolás a mitad de uno de sus relatos, aunque al final del mismo el niño con el que se ha peleado de manera irreconciliable vuelva a convertirse en su mejor amigo.
Los cinco libros y la película
Las peripecias del pequeño Nicolás aparecieron en cinco libros, entre 1960 y 1964: El pequeño Nicolás, Los recreos del pequeño Nicolás, Las vacaciones del pequeño Nicolás, Los amiguetes del pequeño Nicolás y Joaquín tiene problemas o, como hemos visto, Los problemas del pequeño Nicolás. Posteriormente, a la muerte de Goscinny, ya entrados los 2000, la hija de este y Sempé acordaron recopilar algunas de las historias que los dos artistas habían publicado originalmente en prensa y no habían sido recogidas en ninguno de los libros, y que vieron la luz con títulos como La Navidad del pequeño Nicolás o La vuelta al cole del pequeño Nicolás. Hay además, una adaptación cinematográfica de 2009, titulada El pequeño Nicolás, pero como suele suceder en estas arriesgadas e incluso suicidas adaptaciones, el resultado es cuestionable. Para nosotros, los lectores incondicionales, de El pequeño Nicolás, este, sus amiguetes, sus padres, El Caldo, la maestra o María Eduvigis…, serán siempre los que retrató Sempé y a los que Goscinny contó —parafraseando a su protagonista— fenómeno.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 09/01/21
Y al día siguiente, para rematar la faena, se murió Charlot.
Las Navidades de 1977 las pasamos en casa de los abuelos.
Nos gustaba la casa de los abuelos. El suelo de madera crujía y tenía ojos. A
través de ellos podíamos ver la bodega y al abuelo cortando la leña en cuñas
que luego echábamos a la cocina. Cada vez que lo hacíamos, revoloteaban chispas como fuegos artificiales
enanos. Después, cuando el fuego cogía fuerza se asomaban por el agujero unas
lenguas retorcidas y diabólicas que había que sofocar colocando la tapa con un
gancho de hierro. Hacía un calor infernal en la cocina. Los huesos del demonio
se rompían en chasquidos dentro de aquel fogón de leña. En las habitaciones,
por el contrario, cuando nos íbamos a la cama, las sábanas parecían láminas de
hielo, que había que derretir poco a poco con el calor de tu propio cuerpo. Nos
costaba dormirnos. El hombre de las 365 narices, que decían que se aparecía la última noche del año, acechaba nuestros
sueños. Nos desvelábamos imaginando cómo sería su rostro. Algunas noches el Míchel
ladraba nervioso en el patio y pensábamos que el hombre de las 365 narices
(bueno, entonces debía de tener solo 360 o 364) ya estaba allí, aguardando
impaciente el momento de desprenderse de aquel peso terrible, anhelando con ansia el día de Año Nuevo, el
único en que no era un monstruo. Claro que tampoco había que fiarse mucho del Míchel,
un perro loco que veía constantemente espíritus a su alrededor y al que mis
tías más que sacar a pasear al monte lo sacaban a hacer sokatira.
Otras veces, no era el hombre de las 365 narices quien nos
robaba el sueño sino el ogro, como llamaban los abuelos al mutilzaharra amargado y quejica que vivía en la casa de enfrente,
de la cual nos separaban apenas un par de metros. Una de aquellas noches, la
nochebuena de 1977, desde nuestro cuarto, comenzamos a tirar trozos de turrón
contra su ventana. Un ogro no tiene gracia si no se le hace gruñir. Era turrón del
blando, eso sí. Un turrón con sabor a fresa, una cosa moderna que no había
gustado a nadie en la cena y que nos habían dejado a los niños, a quienes,
comparado con los Cheiw de fresa ácida aquel turrón también nos parecía una
mierda pinchada en un palo. Así que nos dio por tirarlo contra la ventana del
ogro. Mi hermana pequeña fue la última en arrojar el proyectil. “¡Uy, casi al
señor!”, exclamó. Y cuando, extrañados, nos asomamos los demás, en lugar de los
trozos de turrón resbalando como babosas por el cristal, nos encontramos al
ogro mirándonos malhumorado con su única ceja fruncida. “Ahora mismo voy a
contárselo a vuestros abuelos”, dijo. Y cerró la ventana. Nosotros nos
dispersamos. Cada uno se escondió donde pudo, debajo de las camas, en los
armarios. Yo bajé corriendo las escaleras y me encerré en un cuarto que había
junto a la bodega y al que, esas navidades, nos habían prohibido entrar. Me
imaginé que nadie me buscaría allí. El cuarto de la asociación, lo llamaban, y
nosotros nos preguntábamos qué clase de asociación era aquella, pues en las
paredes había posters de Brigitte Bardot y de Nadiuska, aunque a veces también
allí podías encontrarte la vitrina con la virgen que iba pasando por turnos de
casa en casa. Eran aquellos tiempos revueltos.
El caso es que, aquella noche, mientras escuchaba a mi madre disculparse avergonzada ante el ogro, los vi. Todos aquellos paquetes, envueltos en papel de regalo. Los mismos paquetes que a la mañana siguiente aparecieron a los pies de nuestras camas, mientras la radio anunciaba que esa madrugada, a los 88 años de edad, Charlie Chaplin, Charlot, había muerto. Creo que, de los niños, fui el único que oyó la noticia. El único que todavía no había comenzado a desenvolver su regalo. Recuerdo a mi madre mirándome, con una sonrisa triste y cómplice. Yo comprendí y abrí mi paquete. Era una caja de Magia Borras, con su varita, su baraja, sus monedas… Y con su librito de instrucciones, en el que se explicaban todos los trucos de magia. De aquella magia que de repente se desvanecía y cobraba, al mismo tiempo, otro significado.
«Toda mi escritura es híbrida, no distingo entre géneros porque todo lo que escribo nace por necesidad»
En “La ciudad del fin del mundo”, la
última obra de Beñat Arginzoniz, el escritor bilbaíno nos presenta un Bilbao
apocalíptico, una ciudad de almas en pena que un asesino en serie recorre
rematando, y haciendo un favor de paso, a legiones de muertos vivientes, en una
novela de trazos a ratos oníricos, siempre ágil y con la inconfundible voz
lírica del autor de “Pasión y muerte de Iosu Expósito”
Publicada por El Gallo de Oro,
“La ciudad del fin del mundo” cuenta con una magnífica portada (en la que se
reconoce la Plaza Unamuno, del mismo modo que en la camiseta de uno de los
protagonistas se adivina la leyenda Eskorbuto) e ilustraciones de Iñigo
Zaitegui. Es esta una novela visceral, cruda (como las propias respuestas a
esta entrevista), cortada sin embargo con el cuchillo de la poesía, que
Arginzoniz, escritor, librero y editor, siempre mantiene afilado y blande en
cada una de sus obras, como la ya mencionada “Pasión y muerte de Iosu
Expósito”, “El evangelio del hombre” o su reciente biografía de Camarón de la
Isla.
La ciudad del fin del mundo es una novela apocalíptica, con un Bilbao
terminal, y su publicación ha coincidido con la pandemia, aunque está escrita
con anterioridad ¿cuánto hay de casualidad y cuanto de anticipación, de retrato
de una civilización que se desmorona?
Este desmoronamiento viene
de lejos, pero nadie ve el mal cuando está demasiado cerca. Es verdad que hay un
nuevo orden mundial bajo la mentira de palabras como progreso o democracia; es
verdad que hay una desaparición de la verdad del mundo, la que nace de los
pueblos libres y de sus culturas vivas; y también es verdad que hay una
anestesia general y un lavado de cerebro brutal provocado por las pantallas.
Vivimos en una época donde todo el mundo opina, repite eslóganes, se promociona
a sí mismo y se cree el protagonista del universo, estos síntomas de
infantilismo son los propios de una época oscura. En mi novela hablo
simplemente de la muerte del espíritu, de una vida sin poesía. El protagonista
busca un corazón en un mundo sin corazón, y el delirio paranoico del
apocalipsis es su última esperanza. Sueña con un nuevo mundo, y con una nueva
luz sobre la que asentar la vida.
A pesar del tema y el argumento de la novela, de su crudeza, no
renuncia a su propio estilo, siempre tan unido a la poesía, al lenguaje lírico,
¿se podría decir que es una seña de identidad también de sus obras narrativas?
Toda mi escritura es
híbrida, no distingo entre géneros porque todo lo que escribo nace por
necesidad. Escriba sobre Camarón o sobre Eskorbuto, elabore un ensayo sobre el
Jai Alai o haga una reescritura de los evangelios, todo tiene un mismo vuelo
poético. La poesía es una forma de expresarse que va directa al corazón. Además,
si yo abro un libro y leo una frase como: “Salí a la calle y me compré una
barra de pan”, lo cierro al momento. No
aguanto una línea de más ni el hablar por hablar de tantos escritores. Entro en
una librería y veo a la gente atrapada, en la sección de novedades, como en una
avalancha de aburrimiento.
¿Le resulta difícil pasar de la poesía a la prosa, conservando ese
pellizco lírico?
No, toda mi prosa es poética
y es espontánea, escribo sin esfuerzo, pero luego maquillo muchísimo, trabajo
con las novelas igual que con la poesía, escribo un libro en poco tiempo y lo
corrijo durante muchísimo tiempo.
A la vez, la obra discurre también con agilidad, a veces incluso a
ritmo de road movie, o incluso de
novela de caballerías, con esos dos personajes deshaciendo entuertos, ¿está de
acuerdo?
Estoy de acuerdo.
No sé si hay también un desahogo, una especie de catarsis en ese
personaje, ese asesino en serie que va cargándose a periodistas, políticos,
policías…
Si la novela no participa de
la vida de uno no merece la pena escribirla. Se escribe por necesidad o por
agradecimiento, en el caso de “La ciudad del fin del mundo” es un libro escrito
para alejar de mí una situación personal complicada. Tuve miedo de publicarlo
porque nunca he visto un libro tan crudo, en el sentido de que no he transigido
con nada, quizá sólo Fernando Vallejo sea comparable en ese sentido. En
cualquier caso no volveré a escribir un libro así, no he podido evitarlo. Creo
que mucha gente se dice: quiero ser poeta, y se ponen a escribir versos de
amor. O se dicen, quiero ser escritor, se ponen una pipa en la boca y se creen
Arthur Conan Doyle, son gente que no escribe por necesidad y por lo tanto no
son escritores, son, en todo caso, impostores. Ocupan un lugar que no les
corresponde, Hermann Broch los consideraba directamente delincuentes. Pero
bueno, todo el mundo vale para todo, ¿no?, y todo el mundo puede si quiere,
¿verdad?, pues adelante, que sigan oscureciendo el mundo.
Para acabar, ¿cómo está viviendo usted toda esta situación de la
pandemia, como editor en El Gallo de Oro, y como librero, cómo percibe que está
afectando a la literatura?
Como editor y como librero estoy preocupado, sin embargo las ventas no han caído demasiado. A mí lo que me preocupa de verdad es la deriva general de todo, la pandemia ha acelerado muchos de los planes de las élites. Imposición de la enseñanza digital en los colegios, teletrabajo, compras online a grandes empresas. Los resultados están siendo los mismos que los de una guerra, empobrecimiento de unos y enriquecimiento de otros, medidas extremas de control de la población, leyes contra el pueblo, restricción de derechos y libertades, manipulación masiva desde la televisión y un largo etcétera. Para qué seguir, a mí ya sólo me interesa la poesía.
JOHN BARLEYCORN: LAS MEMORIAS ALCOHÓLICAS de JACK LONDON, y otros libros y escritores dipsómanos.
Publicado en magazine ON, con diarios de Grupo Noticias, 02/01/21
La primera vez que Jack
London, el autor de Colmillo blanco, La llamada de la selva y
otros clásicos de la literatura juvenil y de aventuras, se emborrachó tenía
cinco años. Lo cuenta en John Barleycorn: las memorias alcohólicas, uno
de sus libros autobiográficos en el que reconstruye su vida a partir de su
relación con la cerveza, el vino y las bebidas espirituosas. Por cierto, ¿por
qué demonios se llamará así al ron, la ginebra, el whisky y otros licores? Un
misterio, lo mismo que alguien como London, quien, tras iniciarse en el pimple
a tan tierna edad y beberse a lo largo de su azarosa vida un océano de alcohol,
fuera capaz de recordar nada. Igual es que se lo inventó todo. Sea como fuere,
a nosotros nos gusta creer sus historias, pues estas están pobladas de piratas,
buscadores de oro, pescadores de perlas, boxeadores, revolucionarios… (y en cierto modo es esto también, como
veremos a continuación, lo que determina la dipsomanía del escritor).
Primeras borracheras, primeras resacas
Solo dos años más tarde de aquella inaugural borrachera, cuando contaba siete, London volvió a beber. A pesar de semejante precocidad, el autor asegura en sus memorias que no había en él una predisposición genética al alcohol; que tampoco, como a cualquier niño pequeño, le gustaba el sabor del mismo (no le gustó nunca, en realidad); o que junto con las primeras melopeas llegaron las primeras resacas y estas fueron especialmente severas para tan tiernas meninges. ¿Por qué, pues, el escritor californiano se lanzaba de esa descuidada manera en los brazos del corruptor de menores John Barleycorn —con ese nombre es como personifica al alcohol London en sus memorias, un compañero que nunca le abandonará en su vida y al que amará y odiará a partes iguales—? Pues por dos razones muy sencillas: primera, porque el alcohol estaba allí, en todas partes, inevitable; y, segunda, porque cuando bebía, London, que era un chaval muy listo, se percataba de que pasaban cosas.
Por ejemplo, con esta segunda borrachera, advirtió que un
niño de siete años tambaleándose hacía mucha gracia (como decían Faemino y Cansado en uno de sus números:
“Míralas qué graciosas, ahí vienen las niñas, borrachitas”); y que en su caso,
en el caso de Jack London, resultaba
especialmente gracioso a las muchachas jóvenes, que lo acogían protectoras en
sus senos.
Un modo de vida
Poco a poco, además, el futuro escritor fue siendo consciente de que su naturaleza física le había dotado de una fuerte resistencia al trago y de que era capaz de tumbar bebiendo a los más fieles discípulos de Baco, a quienes había comenzado a frecuentar en los bares, qué lugares, allá donde marinos y vagabundos de las estrellas solían alardear de sus peripecias a lo largo y ancho del mundo y de los siete mares y a los que él escuchaba embelesado. “En cualquier parte donde la vida transcurre libre y placenteramente hay hombres entregados al alcohol”, escribe London en estas memorias.
El alcohol es para él, pues, un modo de vida que lo mantiene
ligado a los aventureros, por los cuales se sintió fascinado desde muy pequeño,
y que bebían del mismo modo que respiraban. Cuando los hombres de mundo querían
celebrar algo, bebían. Bebían cuando se sentían desgraciados. Y si la vida se
tornaba aburrida, ni fú, ni fá, volvían a beber, buscando una grieta o directamente
el abismo.
Las memorias alcohólicas de Jack London se convierten de
este modo en un recorrido, trago a trago, a la lo largo de su ajetreada
biografía, y en estas páginas además de en los bares, lo encontraremos
vendiendo periódicos, cuando apenas levantaba un palmo del suelo, buscando el
calor de la biblioteca pública de su San Francisco natal (para ser un escritor
de libros de aventuras no basta con vivirlas, hay que vivir también la mayor de
las aventuras, que es la lectura), tentado por el suicidio, delirando
tremendamente y viendo elefantes rosas o, ya al final de sus días, incapaz de
escribir si no es con su inseparable John Barleycorn sentado a su vera.
Alcohol y escritores
Jack London es solo uno más en la larga lista de escritores bebedores: Hemingway, Faulkner, Dorothy Parker, Truman Capote, Lucia Berlin (de la que nos ocuparemos en otra entrega de este club de lectura), Juan Rulfo, Marguerite Duras, Raymond Carver, Edgar Allan Poe (aunque en el caso de este parece que le bastaba apenas un vaso para emborracharse, al igual que a Fernando Arrabal, al menos si ese vaso, de chinchón en su caso, se mezcla con su medicación, como afirma que sucedió en su etílica y milenarista aparición en aquel programa de Sánchez Dragó —Sánchez Dragó, por su parte, no sabemos si bebe pero sí que a menudo delira—). Y Charles Baudelaire, Jim Thompson, Raúl Nuñez (Derramaré whiski sobre tu tumba, se titulaba una de sus estupendas novelas), Anne Sexton… La nómina es interminable (para quien quiera abundar en ella, hay un interesante trabajo sobre el tema titulado Alcohol y literatura, de Javier Barreiro).
A algunos de los escritores su dipsomanía les costó incluso
la vida, como al poeta Dylan Thomas,
quien falleció tras trasegar dieciocho vasos de whisky y rematar la faena con
esta frase: “Creo que he batido algún récord”, o al menos eso cuenta la leyenda;
una autopsia, por el contrario, revela que fue una neumonía lo que le llevó a
la tumba.
Bukowski y Fante
Claro que si hay un escritor en el que el alcohol está omnipresente, tanto en su vida como en su obra, es Charles Bukowski. Sus relatos están jalonados de bares, borrachos, vomitonas y otras placenteras evacuaciones en los días de resaca, pensiones de mala muerte, textos escritos en modo dios bajo el influjo del alcohol que acaban en la papelera al día siguiente, peleas… (y no sigo por no dar más argumentos a quienes a menudo suelen reducir la obra de Bukowski a estas escenas y otras sobre folleteo, o a su indefendible misoginia, obviando su afilado y transgresor existencialismo, su lirismo de lo cotidiano, o su endiablado ritmo narrativo). Bukowski, por cierto, como Arrabal, también protagonizó una memorable entrevista beoda en la televisión, en este caso francesa, en el programa “Apostrophes” de Bernad Pivot, donde se bebió a morro varias botellas de vino blanco. Y como Dylan Thomas, Bukowski también le vio la cara a la muerte después de una borrachera, o de una tras otra, si bien él tuvo la sangre fría o la resistencia física de Jack London multiplicada por diez y fue capaz de escupirle en la boca a la parca, después de una hemorragia estomacal, que se curó tomándose un trago al salir del hospital y continuando bebiendo otros cuarenta años más.
Lo cuenta el periodista Barry Miles en su biografía sobre el máximo exponente del realismo sucio, en la que además nos revela otros lances de la vida de Bukowski, como la oferta de Madonna para que el escritor posara en su libro de fotografías eróticas; la noche que pasó en la misma habitación que solía ocupar Janis Joplin en el Hotel Chelsea (y en la cual esta hizo la famosa felación de la canción homónima a Leonard Cohen); o el día que Bukowski visitó a su —y nuestro— admirado maestro, John Fante, en un hospital, mientras desde una de las habitaciones contiguas, Johnny Weissmüller agonizaba entre alaridos a lo Tarzán, convencido de que era el auténtico hombre-mono.
Todo lo cual, hablando de John Fante, nos lleva a concluir
recordando que uno de sus hijos, el también escritor Dan Fante (quien narró su infierno con el alcohol —y también su
rehabilitación— en libros como Chump Change), cuenta en una entrevista
algo que intenta explicar el por qué de la tan a menudo estrecha relación entre
alcohol y escritores: “Mi padre
bebía mucho pero no era exactamente un alcohólico, lo que intentaba era
deshacerse de algo que había en su interior. En la parte inferior de las
botellas suele poner spirit
(espíritu) y lo que hacen los autores es exactamente eso: perseguir el espíritu”.
Es, en fin, otra forma muy literaria de decir que eres o has sido un borracho, pero resuelve al menos el misterio sobre el nombre de las bebidas espirituosas.
La memoria es a menudo ingrata y la imagen que recordamos de
las personas suele ser la última, la de sus últimos días, que no siempre
coincide con las épocas de esplendor o no hace justicia al camino que ha
recorrido hasta esos postreros pasos. En
el caso de Gloria Fuertes si pensamos en ella viene a nuestra mente una
mujerona con aspecto de ogra —de ogra buena, eso sí, y con corbata—, rodeada de
niñas y niños, a los que ofrece arrancándose de entre la zarza de su voz pareados
aparentemente simplones y algo gamberros. A veces incluso confundimos esa
imagen de Gloria Fuertes con la de Millán
Salcedo imitando a Gloria Fuertes.
Sin embargo, antes de que la poeta se convirtiera en la
poeta de “Un globo, dos globos, tres globos” o “Los chiripitifláuticos” (también
le ofrecieron ser guionista de “Barrio Sésamo”, pero ella lo rechazó porque le
pareció que aquello se parecería demasiado a los trabajos de oficina de los que
tanto le había costado escapar —“Me gustan más los cuentos, que las cuentas”,
escribió—), antes de todo eso, la de
Lavapiés publicó varios y meritorios poemarios, de los cuales las Obras incompletas que hoy comentamos
ofrecen una buena selección e incluso
alguno de ellos, como Sola en la sala, completo; poemarios, todos ellos, con un acusado sesgo social y humanista y ese
tono tan complicado de lograr que es el de escribir sencillo.
Gloria Fuertes, además,
se codeó con escritores como Gil
de Biedma o Vázquez Montalbán,
escribió canciones para Paco Ibañez
o Rosario Flores, ejerció como
profesora en una Universidad de Pensilvania y fue una de las primeras mujeres
en andar con pantalones y en bicicleta por Madrid para ir a ver a sus novios y
a sus novias.
El
libro de Gloria
Una buena manera de no olvidar todo esto, de hacer justicia a la escritora madrileña y no recordarla solo como la autora de La pata mete la pata o La ardilla y su pandilla, es leer, además de sus Obras incompletas, el magnífico homenaje que Jorge Cascante le hace en El libro de Gloria, editado no menos magníficamente por Blackie Books, en el cual además de una antología de sus poemas, en los que se incluyen algunos inéditos, podemos recorrer su biografía, documentada con anécdotas, testimonios de amigos, dibujos y fotografías en las que vemos a esa irreconocible Gloria Fuertes anterior a la Gloria Fuertes con una manada de Bisontes pastando en la zarza de su garganta.
Sabemos así, que nació en el madrileño barrio de Lavapiés,
hija de una señora de la limpieza y un señor conserje y que el trabajo de este
le llevó a vivir otros castizos barrios
de la capital como el del Rastro o el de Cuatrocaminos e incluso a habitar,
aunque fuera en las habitaciones para el portero, un palacio, en la calle
Zurbano, en la cual tuvo como vecino y amigo a otro niño raro como ella, Miguel
Gila, del cual confesó que estuvo medio enamorada, “pero él era muy chulito”
(¡Qué magnífica pareja habrían hecho, que valor incalculable tendría una
psicofonía algunas conversaciones entre ambos!); o que uno de sus primeros
poemas se publicó en la revista Lecturas, después de dejarlo en la mesa de su
director, a la que tuvo acceso porque su madre limpiaba la redacción.
La teta
izquierda de Gloria
Y sabemos también que en realidad esto fue así o pudo haber sido de otra manera, pues la mayoría de los datos biográficos que conocemos de Gloria Fuertes son los que ella misma cuenta en sus poemas, en los que son recurrentes los titulados Autobio o Autobiografía, y en los que acostumbraba si no a mentir sí a inventar, fantasear o a rimar realidad o ficción del modo que resultara más conveniente a los mismos (es decir, a hacer literatura). Todo ello a pesar de que ella misma escribiera: “La verdad es como mi teta izquierda, siempre la llevo puesta”.
En el prólogo de Obras incompletas Gloria Fuertes autocita varios de sus poemas autobiográficos o confesionales. Arranca con el primero de todos cuantos escribió, Isla ignorada, y le siguen otros en los que la poeta nos hace saber que nació a los dos días de edad, puesto que el parto de su madre fue muy laborioso (tal vez esa fuera una de las conversaciones que compartió de niña con Gila, recordemos aquel famoso monólogo de este en el que afirmaba que cuando él nació su madre no estaba en casa); o que formó parte del movimiento surrealista o postista (en sus poemas no faltan tics que nos lo recuerdan, junto con una recurrencia al humor a menudo como un mecanismo para rebajar temas de gran profundidad dramática, como la guerra o el suicidio: “A los nueve años me pilló un carro/ a los catorce me pilló la guerra”, escribe en Nota biográfica, incluida en el prólogo de Obras incompletas; y en El libro de Gloria se recoge una anécdota que el escritor Vicente Molina Foix cuenta que ella le confesó en una ocasión: «Fui al metro decidida a matarme. Pero al ir a sacar el billete ligué, y en vez de tirarme al tren me tiré a la taquillera»); o — también nos lo cuenta la poeta en el referido prólogo— que una de las épocas más felices de su vida fue aquella en la que trabajó como bibliotecaria, y en la cual junto a la que sería uno de los grandes amores de su vida, la hispanista Phyllis Turnbull (otro, este platónico, fue su amiga la cantante Mari Trini) puso en marcha la primera biblioteca ambulante infantil de España.
La gloria eclipsada
Este dato nos revela que Gloria Fuertes, en realidad, sintió una temprana vocación por intentar acercar la literatura y la poesía en particular a los más pequeños, algo que a la postre la acabaría haciendo famosa y por lo que es recordada y caricaturizada, aunque también es cierto que en otros de sus versos da la impresión de que la literatura infantil tuvo para ella algo de alimenticio (“Escribo para niños para comer/Escribo para mayores para vivir”). En todo caso, su incontestable éxito y popularidad como poeta infantil no debería hacer olvidar que Gloria Fuertes fue también una destacada autora de la generación del 50 o de posguerra, a la que aportó una obra de honda preocupación social y existencialista (por ella pululan vagabundos, prostitutas, obreros…), escrita con unas intencionadas, luminosas claridad y concisión y que, parafraseando a la propia autora, nos deja, con la rapidez “de un dardo, un navajazo, una caricia”, momentos e imágenes que pueden servirnos de ilustrativo colofón, como este: “Padre Nuestro que estás en los cielos / ¿por qué no bajas y te das un garbeo?”; o este otro: “Te matan y después/ piden perdón al cadáver”.