Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 20/02/2021
Puesto que hace unos días cayó una nevada en Madrid — no sé
si ustedes se habrían enterado— yo ahora
tengo que mear a oscuras, como en aquel poema de Neruda: Y por verte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa,
como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada.
Bueno, en mi caso no es tan poético:
—¡La luz, pesado! —me riñen si por culpa de un reflejo
automático se me ocurre darle al interruptor mientras mi agüita amarilla baja
por una tubería y pasa por debajo de tu casa, pasa por debajo de tu familia,
etcétera (ahora que lo pienso, hay toda una literatura urinaria, desde la letra
de esa canción de Toreros muertos, pasando por el “Entre heces y orines
nacemos” de San Agustín, hasta el famoso verso de Gloria Fuertes: “Nos están
meando y dicen que llueve”).
Pero volvamos a lo nuestro. Hace unos días circuló por las
redes una viñeta de J.R. Mora en la que, junto a un texto en el que se leía
“Los ladrones hicieron millones de pequeños butrones por los que entraban a robar
cada mes”, aparecía el dibujo de los dos agujeritos de un enchufe.
La factura de la luz de enero, en efecto, fue un atraco. La
más cara de la historia. A pesar de lo cual en nuestra casa cada día es una
fiesta de cumpleaños, o sea, que cuando nos levantamos, después de mear a
oscuras, encendemos velas, y también
cuando se hace de noche, y además estamos adelgazando un montón, porque si
vamos al frigo tenemos que abrirlo y cerrarlo muy deprisa y coger lo que esté
más a mano que suele ser casi siempre un
yogur desnatado o una hoja de lechuga chuchurría.
Lo de las compañías eléctricas es, por no abandonar del todo
la escatología, para mear y no echar gota. Algo incomprensible, es decir, que
las propias compañías se encargan de que al consumidor nos resulte un
galimatías, algo que escape a nuestro raciocinio, con sus facturas como
jeroglíficos y sus subastas diarias y caprichosas en las que, por ejemplo, se decide que si en Madrid nieva —no sé si se
habrían enterado ustedes— y quienes
tienen que capear el temporal son unos destalentados, la filómenica factura la debemos
pagar también aquellos a los que los muñecos se nos deshicieron en solo unas
horas.
“Pues eso será porque usted quiere y no tiene contratada una
factura en el mercado libre”, se oye la voz de un ofendidito al fondo, pero es
que hasta en eso el vocabulario de las eléctricas es confuso, y las tarifas
reguladas son precisamente aquellas en las que el precio de la electricidad
varía y depende del hombre del tiempo —menuda regularidad de los cojones; por
no hablar de que la tarifa aplicada responde a las siglas PVPC, es decir Precio
Voluntario para el Pequeño Consumidor; voluntario, dicen… — y las libres
aquellas en las que ese precio es una tarifa fija (y en la que de todos modos los
que cortan el bacalao son los cinco grandes grupos de butroneros eléctricos, lo
cual para el caso acaba siendo casi siempre lo mismo).
La factura de la luz en España es, en todo caso, una de las
más caras de Europa, un auténtico pelotazo. Seguramente por eso las asesorías
externas y los consejos de administración de las compañías están superpoblados
de expolíticos que acceden a ellos a través de enchufes, nunca mejor dicho,
puertas giratorias, retiros dorados (en
ocasiones con la desfachatez del repulsivo José María Aznar, que fichó por
Endesa después de que esta compañía fuera privatizada durante su mandato;
privatización que a su vez puso en marcha otro eXpresidente, Felipe González,
quien también estuvo a sueldo de Gas Natural, hasta que lo dejó porque “se
aburría”).
Y así todo, en este país en el que mientras unos se pasan todo el invierno sin poner la calefacción o sin dar la luz, el rey emérito toma el sol en Abu Dabi con chambelanes pagados por Patrimonio Nacional y la Audiencia Nacional encarcela a raperos (o mientras el mismo día que doscientos artistas se solidarizan con Pablo Hasel firmando un manifiesto bajo el encabezado “Sin libertad de expresión no hay democracia” el heredero del rey a la fuga se descojona de nosotros, con la misma altivez borbónica que su predecesor, repitiendo exactamente ese mismo encabezado en un encuentro con la Asociación de la Prensa de Madrid, donde, por cierto, no sé si se lo han contado todavía, hace unas semanas cayó una nevada universal).
Por lo demás, está claro que la amante de Neruda aquel día que meaba a oscuras no había comido espárragos.
“Si Joxe Lacalle no retrataba una situación concreta no quedaba reflejada”
Virginia Senosiain y Juan Luis Napal han recogido en “Lacalle” la trayectoria del popular tabernero y fotógrafo de prensa Joxe Lacalle, en un merecido reconocimiento a quien fue el dueño de uno de los primeros bares en colocar la ikurriña en Iruña (lo cual le costó una bomba de la ultraderecha) o dejó testimonio de diferentes luchas con sus fotos para EGIN y Euskadunon Egunkaria.
Patxi Irurzun/GARA
“Lacalle” viene a sumarse a los libros de fotografías “Si te mandan una carta” o “Memorias de Lacalle”, publicados ambos por Txalaparta. Una jubilación bien ganada para este fotógrafo autodidacta, que lo aprendió todo en la calle, cuya figura menuda y nerviosa, era inevitable durante los años 80 y 90 en manifestaciones, enfrentamientos con la policía, desalojos… Joxe siempre en primera línea del frente. Recibió muchos porrazos y le velaron el carrete en numerosas ocasiones. Sus fotos dejaban testimonio de todo lo que otros muchos callaban. Senosiain y Napal, como ya hicieron antes con Josefina Lamberto, hacen un ejercicio de memoria histórica reivindicando con su documental a quien a su vez retrató con sus fotos imprescindibles aquellos conflictivos años.
¿Por qué decidís hacer un documental sobre Lacalle?
Al igual que Josefina Lamberto consideramos que tanto las vivencias, las experiencias, las situaciones y la trayectoria tanto personal como laboral de Joxe Lacalle son de alguna manera una referencia que forma parte de nuestra memoria histórica. La época de Joxe Lacalle fue también parte de la nuestra, y por eso queríamos reflejar todas esas situaciones de una manera cercana, íntima, explícita, arriesgada…Pensamos que toda esa época vivida no queda tan lejana porque muchas de esas situaciones siguen existiendo. Tanto con el documental sobre Josefina Lamberto como en este se refleja de una forma explícita la represión que hoy en día sigue latente. En nuestro caso, Joxe ha sido un referente de lucha, al igual que para otras muchas generaciones. El trabajo de Joxe hizo de alguna manera la labor que hoy hacen las redes sociales. Si Joxe no retrataba una situación concreta no quedaba reflejada.
Al igual que en Florecica en el documental optáis por apartaros y darle voz al protagonista…
Efectivamente cuando realizamos este tipo de documental, personal, cercano… damos voz a la persona. Queremos ser los transmisores de todas esas historias para que no queden en el olvido. Lo importante en estos trabajos son los protagonistas de la historia, sus relatos y sus formas de expresarse y transmitir. Creemos que siendo así hace el documental más cercano al espectador, empatizando así con la persona entrevistada sin ningún tipo de manipulación en ella.
¿Por qué elegís el blanco y negro?
Teníamos muy claro que este documental tenía que ser en blanco y negro porque la mayor parte del trabajo de Joxe también ha sido así. Aunque también ha hecho fotografías en color, predomina el blanco y negro. Es un guiño a la época vivida y al trabajo de Joxe.
En la trayectoria de Joxe hay como dos momentos muy marcados, su etapa como tabernero y su etapa de fotógrafo, ¿qué se puede destacar de cada una de ellas?
Lacalle es un recorrido por la vida de Joxe. Desde su nacimiento en Etxauri, su niñez, sus recuerdos en el pueblo que le vio crecer, los recuerdos de sus aitas, su juventud en Iruña, su madurez… Y los recuerdos como propietario del bar Lacalle junto con su compañera Marisa, el nacimiento de sus hijos…El día que le pusieron la bomba en el bar, el trabajo y apoyo posterior de todo un barrio volcado en Joxe y su familia… Las entrevistas al protagonista están realizadas en tres lugares muy especiales para él. En Etxauri donde nació y vivió su niñez; en Aitzina Taberna, lo que fue su bar Lacalle de la calle Jarauta de Iruña; y en el Paseo Sarasate, donde tantas fotos ha realizado. En el Aitzina nos cuenta los primeros conciertos que se realizaron, el momento de colocar junto con el bar Monterrojo las primeras ikurriñas dentro de los bares, los ataques sufridos por los “Guerrilleros de Cristo Rey”, el momento de la bomba colocada en los baños del bar Lacalle, la solidaridad de un barrio entero, el primer brindis por los presos políticos vascos, la primera noche vieja con disfraces… En la entrevista del Paseo Sarasate nos cuenta su trayectoria como fotógrafo tanto en EGIN o en Euskadi información como en Euskaldunon Egunkaria. Nos cuenta diferentes momentos claves, de represión, de palizas, de rotura de cámaras, de carretes secuestrados, de insumisión, de kale borroka, de reivindicación… Lacalle es una gran parte de nuestra memoria, debemos homenajear, volcarnos y dedicar tiempo a personas que como Joxe lucharon y luchan incansablemente por una sociedad, un pueblo y un futuro más digno, más fuerte y más solidario.
¿Andáis metidos en nuevos proyectos, se pueden contar?
Actualmente nos encontramos inmersos en varios proyectos. Continuamos con trabajos de memoria histórica, realizando entrevistas por diferentes localidades de Euskal Herria, integrando en esta ocasión también escenas de ficción. Por otro lado también estamos trabajando en diferentes documentales. Uno sobre un conocido y gamberro músico de Iruña y otro sobre un reconocido, controvertido, polémico, disidente, y arriesgado artista también de Iruña. Otro documental sobre fotógrafos de Euskal Herria y Catalunya. Y además de estos proyectos documentales estamos inmersos en un ambicioso proyecto de largometraje de ficción: “La sima”. Nos encontramos ya, con la ayuda de Jose Mari Esparza, perfilando el guion escrito por nuestro compañero guionista y director Xavi Berraondo.
EL FOTÓGRAFO DE EGIN
Estaba en todos las salsas. La insumisión, Itoiz, el Euskal Jai, las manifestaciones por los presos, las redadas policiales… Entre la bruma de los botes de humo y el sonido hueco de los pelotazos aparecía él, pequeñico, coletudo y echado para delante. El fotógrafo de EGIN. Nadie diría que siendo un chaval, cuando comenzó a ponerse tras la barra tartamudeaba, por pura timidez, cuando le tocaba coger el teléfono del bar. El bar Lacalle de la calle Jarauta, que olía a gasolina y pachulí. Si sus paredes hablaran… En él se apiñaron durante los años ochenta cientos de jóvenes alegres y combativos, mientras por los altavoces sonaban Motorhead y Baldin Bada. Antes, Joxe Lacalle, fue uno de los primeros taberneros de Iruña en colocar la ikurriña en su local. Le costó varias palizas y una bomba de la ultraderecha, que nunca nadie ha esclarecido. En el Lacalle se gestó también la costumbre de disfrazarse durante las nocheviejas de Iruña, o los brindis sanfermineros por los presos. Más tarde, comenzó su etapa como fotógrafo. Aprendió por correspondencia y haciendo honor a su apellido, es decir, curtiéndose en la calle. Era otra época. “Había que revelar las fotos a toda hostia y mandarlas a Donosti en el autobús de la Roncalesa”, recuerda Joxe, quien no sabe ni cuántas fotos guardará en sus archivos. “Miles. Por suerte yo he sido siempre bastante ordenado. Ahora he aprendido a escanear y las estoy recuperando, poco a poco”. Los libros y el documental dan fe de ellos. Pero esto no ha hecho más que empezar. A Joxe aún le queda carrete para rato.
“Lo que he escrito se acomoda bien al desdiós que estamos viviendo”
Moriremos nosotros también, el último libro de Miguel Sánchez-Ostiz, publicado por Pamiela, comenzó siendo la tercera parte de El escarmiento y El Botín, para acabar reivindicando su propio carácter y hermanarse con otros artefactos del autor de Las pirañas, como Perorata del insensato. Una obraescrita a contrapelo, porque, como dice el escritor iruindarra, no queda otra.
Ni
planteamiento ni nudo ni desenlace. Un desbarre. Ya lo advierte el
propio Sánchez-Ostiz en la primera página de su último libro (que
se sepa, lo mismo cuando sale esta entrevista ya ha aparecido otro,
pues Sánchez-Ostiz siente que el tiempo se le ha echado encima y
escribe, felizmente para sus lectores, con urgencia). En Moriremos
nosotros también se mezclan la
autoficción, el disparate, el retablo de guiñoles, el soliloqueo
(ese feliz palabro inventado por el autor), la memoria personal y la
histórica, la picota, empezando por uno mismo, el humor, que a
unos divertirá y a otros irritará (con esa intención, además,
está escrito), un calderete literario, en fin, con mucha sustancia
en el que borbotean temas como el paso implacable del tiempo o el
ascenso de la ultraderecha, todo ello en una ciudad imaginaria y
portátil poblada por matones con pedigrí, cayetanos, txapelgorris o
algunos viejos conocidos de los lectores sanchez-ostiznianos, como
Basurde, Potzolo, Gezurtegi…
—Moriremos
nosotros
lleva por subtítulo Desbarre
y fuga.
¿Qué es este artefacto narrativo?
Un
relato sin género preciso, y poco convencional en su forma, en el
que se mezcla la ensoñación delirante de intención burlesca, la
memoria de lo vivido, la crónica y el testimonio del presente, y el
disparate furioso, no niego esto último. El lector debe aceptar el
pacto que le proponen esos dos narradores, el amigo Lanbroa (Niebla)
y Matías que le espolea y comparte sus recuerdos. ¿Hablan a tontas
y a locas? Es posible.
—Ha
comentado que la novela originalmente surgió como una tercer parte
de El Escarmiento
y El botín,
pero parece que después cogió un vuelo que la acerca más a otras
obras suyas como la
Perorata del insensato,
al guiñol, el soliloqueo…
Así
es, las primeras páginas, que no se corresponden con la versión
actual, proceden de esos dos títulos que citas y de La
sombra del Escarmiento, luego se fue
transformando en otra cosa, fruto de una urgencia que tiene que ver
con la edad que se me ha echado encima, así lo siento al menos, y el
verdadero argumento de la obra, aquel de Gil de Biedma: envejecer,
morir. Una perentoria necesidad de contarse y ponerse más o menos en
claro, al límite de lo prudente, con una forma en la que me siento
cómodo, el soliloqueo, esto es, el loquear en solitario… me gusta
mucho, mucho más que un relato y una prosa convencionales con
planteamiento, nudo y desenlace, como quiere otro personaje aludido
en el libro: el editor Murillo el Cuende. Creo que lo
que he escrito se acomoda bien al desdiós que estamos viviendo desde
hace unos años y que con la
pandemia ha ido a más.
—En
todo caso sí que en Moriremos
nosotros también
se plantea hasta que punto y de qué manera nos afecta la sombra del
escarmiento, la ultraderecha, los golpistas y sus herederos…
Ese
es el sentido testimonial que apuntaba antes, una respuesta a lo que
considero una peligrosa agresión: esa gente te haría de verdad daño
si tuviera la oportunidad.
—El
libro ¿va a divertir a muchos pero a otros no tanto? (de hecho, ha
comentado que precisamente, entre otros motivos, lo has escrito por
eso)
Pues
sí, cuento con bonitos antecedentes, alguno de los cuales están
relatados aquí a modo de ajuste de cuentas, pero como ya voy
escarmentado, no voy a cometer el error de hacer otra vez de Don
Tancredo.
—En
todo caso, y esto también es algo que suele señalar, para criticar
o reírse de los demás lo justo es empezar por uno mismo y en
Moriremos nosotros también
hay
un capítulo con una feroz autocrítica.
En
efecto, eso me decía mi añorado Carlos Castilla del Pino: de armar
una picota para tirar pellas, subirse uno mismo a ella, lo demás es
una estafa. Y en Moriremos
hay un capítulo que es una reflexión sobre quién fui, qué pude
hacer cuando era más joven y no hice o hice mal, al margen de
autoburlas aquí y allá.
El libro, en ese sentido, tiene un fuerte componente autobiográfico, con autorreferencias a algunas de sus obras, alusiones a un tal Sánchez, etc. ¿Hay, como dice en él una purga del corazón? Y, aunque sea una etiqueta, como todas muy manida, ¿tiene que ver con eso que se ha dado en llamar autoficción?
Autoficción
(mucha, mucha…), metateoría, intertextualidad y posmodernidad hubo
en Cornejas de Bucarest,
pero como me burlaba a modo de la cátedra que sobre esos asuntos
pontifica, nada dijeron, aquí de todo eso hay poco, la verdad, las
autorreferencias son burlescas, prima más lo de verdad vivido, algo
que, en efecto, a algunos les gustará poco porque tal vez lo habrán
vivido y recordarán o inventarán de otra manera. ¿Purga del
corazón? No sé yo si eso no es un saco de humo exhibido un tanto a
tontas y a locas para ponerse en escena. Porque, ¿de verdad te
liberas de tus fantasmas y ruidos escribiendo? Lo dudo, un alivio,
puede, una liberación, apenas.
—¿Nos
puede contar algo sobre ese escenario en el que ubica la narración,
Torresmotzas del Baruglio?
Es
un homenaje evidente a Torrente Ballester con su Castroforte del
Baralla, una ciudad voladora, que en mi caso me fue sugerida también
por el cuadro de Goya Asmodea, en el que se ven a unos personajes que
huyen por el aire de una ciudad amurallada. Obviamente no muchas
ciudades pueden tener una taberna atendidas por simpáticas Catrinas
que se llame La Huerta de Larequi, una plaza porticada donde pueden
agredirte matones de alcurnia, un barrio que se llame Beritxitos,
unos antros manejados por un gánster llamado Martín Puter King,
unos txapelgorris que en las callejas más oscuras gritaban
«¡Traición!» y etcétera… En todo caso, como sucede con la
taberna citada, la ciudad en su calidad de imaginaria es portátil:
la pongo donde me conviene y trazo sus calles y barrios donde y como
mejor me parece. De hecho, en Torresmotzas hay calles y locales
madrileños. Por lo que se refiere a algunos de sus habitantes lo
mismo son muy de Torremotzas que genuinos Cayetanos del Madrid más
repulsivo que hace de la rojigualda patriótica un negocio de
primera, como siempre.
—“Escribe
mientras puedas y si es a contrapelo mejor. No hay otra”, escribe
hacia el final del libro. ¿Esa es la divisa que pueda definir su
literatura?
¿Queda
bien, eh? Altivo, épico… Luego la realidad es que, como todo el
mundo, haces lo que puedes y todo lo posible por flotar en esta
ciénaga o por irte en busca de mejores vientos, eso a gustos.
El otro día llevé el coche al taller. No me gustan los
talleres. Ya no hay en ellos calendarios con tías buenas en bolas, pero me
sigue pareciendo un mundo demasiado masculino, en el que me siento fuera de
lugar, un marciano.
—¿Tracción a dos o a las cuatro ruedas? —me preguntó, por
ejemplo, el tipo que me atendió.
Para mí que lo hacen para joder; o para medirte. ¡Yo que sabía!
No sé nada sobre coches. Los distingo por colores. Hay coches blancos, rojos,
grises, y luego están los amarillos, que suelen ser los más peligrosos, los que
casi siempre conducen acomplejados, psicópatas o funcionarios de correos con
sacos llenos de cartas certificadas con malas noticias.
Así que me da mucha pereza llevar el coche a las revisiones, o a cambiar el aceite —que era de lo que se trataba esta vez— y a veces espero a que sea el propio coche el que me lo pida. El coche que tengo ahora, que todavía es bastante joven —el anterior me duró 22 años— es un coche discreto, antracita, que no quiere importunar, y por eso me avisó dejándome un mensaje en el cuentakilómetros: 55.555. Cinco cincos. Eso supongo que algo querría decir. No soy nada supersticioso, excepto con los coches, por pura ignorancia. Una vez, por ejemplo, me dieron un golpe por detrás y recuerdo que llevaba puesta “1979”, la canción de los Smashing Pumpkins. Nunca más he vuelto a oír a ese grupo en el coche. Como si su música fuera un canto de sirenas que atrae los parachoques de los otros coches.
—Estará en una hora o así, caballero —me dijo el tipo del taller
(y el “caballero” sonó un poco raro en su boca, del mismo modo que antes movían
un palillo en la boca mientras te hablaban).
Así que me di un paseo por los alrededores. Primero subí
hasta un pequeño cementerio que había cerca del polígono. Tampoco es que me
gusten mucho los cementerios, pero como al menos en ellos no tienes que hablar
con nadie, entré. Y apenas lo hube hecho, sonó el teléfono.
—Soy el del taller. Hemos mirado y también debería cambiar
las pastillas del freno. Y las ruedas, caballero, si no quiere tener un
disgusto —dijo.
Yo primero pensé si le diría lo mismo a alguien que sabe qué
tipo de tracción tiene su coche, pero después, como estaba en un cementerio, no
me atreví a contestarle que no, y me
palpé la cartera como quien se palpa una herida mortal.
—Pues nada, en media horica lo tiene —se despidió.
Comencé a bajar hacia el taller. Pasé por la parte trasera
de un centro comercial. En los muelles de descarga vi a trabajadores
almorzando, o sacando contenedores de basura, a dependientes fumando serios,
con rostros cansados de sonreír a los clientes y aguantar sus impertinencias.
Rostros resignados, tristes y agradecidos de al menos tener un trabajo. Pensé
en otras épocas, cuando las revoluciones se fraguaban en esas puertas traseras.
El capitalismo había hecho la jugada perfecta. Ahora, al salir del trabajo,
esos trabajadores daban la vuelta a la manzana y entraban a comprar o a cenar
al centro comercial y se encontraban con otros trabajadores como ellos que les
llamaban caballero.
Llegué hasta el taller. Vi que ya habían sacado el coche
fuera.
—Ya lo tiene —dijo el tipo.
Pagué. Mientras lo hacía otro tipo me trajo el coche hasta
la mismísima puerta, como si yo fuese un marqués y no pudiera andar los
cincuenta metros que me separaban del lugar donde estaba aparcado.
—Hasta pronto, caballero —se despidió.
Arranqué. Puse la radio. Sonaba una canción de los Smashing Pumpkins.
JOHNNY COGIÓ SU FUSIL, de DALTON TRUMBO, y otras novelas antimilitaristas
Publicado en magazine On (diarios de grupo Noticias) 06/02/21
Supongo que todos los lectores tenemos nuestros hábitos,
vicios y manías. En mi caso no puedo resistirme a la mala costumbre de leer
primero la última frase de una novela. No llego, eso sí, al extremo de
desecharlas por eso, entre otras cosas porque lo que convierte en bueno o malo
un final es todo lo que lo precede; y porque, incluso, si todo lo que lo
precede ha merecido la pena un final que no es redondo tiene una disculpa. Por
el contrario, a los inicios de los libros, al menos a aquellos que leo por
placer, les doy un margen de cinco o diez páginas antes de, si no me convencen,
imaginarme que soy Francisco Umbral y los arrojo a la piscina de mi dacha —como no lo
soy ni tengo dacha ni jardín ni siquiera balcón, me conformo con devolverlos a
la biblioteca pública—.
Literatura
y panfletos
Cuento todo esto porque si pienso en el libro con el que finalizamos esta entrega invernal del club de lectura, Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo vienen a mi cabeza dos cosas: la primera es el video de la canción One de Metallica, en el que se intercalan imágenes de la película que el propio Trumbo dirigió para adaptar su novela y en el que vemos al protagonista de la misma aparentemente practicando headbanding, es decir sacudiendo su cabeza al ritmo de los acordes trash-metal de la canción, aunque lo que realmente está es intentando comunicarse en morse con la enfermera que cuida de él y suplicándole que lo eutanasie, pues ese protagonista es un soldado de la Primera Guerra Mundial al que un obús ha arrancado las extremidades y lo ha dejado ciego, sordo y mudo.
Y la segunda, la segunda cosa que me viene a la cabeza —y es
ahí a donde quería llegar— es el magnífico final de la novela, probablemente
uno de los que más me ha impresionado a lo largo de mi vida lectora: dos o tres
páginas que deberían hacer aprender de memoria en las escuelas de todos los
colegios del mundo y muy especialmente en las de los Estados Unidos o que habría
que esculpir en la fachada de la sede central de la ONU o, mejor, en la de FMI,
y en los muros de todos los cuarteles, antes de derribarlos… Sí, suena un poco
panfletario, pero es que ese final del libro lo es.
A menudo se utiliza ese término, panfletario, para denostar algunos libros o a algunos autores, pero Dalton Trumbo viene a demostrarnos con el impresionante remate de Johnny cogió su fusil que el panfleto también puede elevarse a la categoría de arte, convertirse en literatura de alto voltaje, como vemos a continuación (advertencia, la puntuación de la cita, o la no-puntuación, es la que aparece en el libro): “Recordadlo nosotros nosotros nosotros somos el mundo nosotros somos quienes lo ponemos en marcha hacemos el pan y la ropa y las armas somos nosotros el eje de la rueda y los rayos y la rueda misma…”.
Un
grito descarnado
Johnny cogió su fusil es junto con Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, la novela antimilitarista por antonomasia. En ella, como hemos anticipado, se narra el agónico monólogo de un soldado aprisionado en su propio cuerpo, en lo que queda de él, atormentado por sus recuerdos, las falsas promesas —los himnos, las banderas, la patria, las bandas de música que acompañaban a los soldados desde el centro de reclutamiento a las trincheras, es decir a la tumba o, como es el caso, al manicomio o al hospital—y por la imposibilidad de comunicarse con el exterior, hasta que descubre que cabeceando sobre la almohada puede enviar a su enfermera mensajes en código morse. El libro, por ello, está escrito con frases cortas, prácticamente sin comas, hasta desembocar en ese final en el que la ortografía se desvanece y deja limpio, desnudo el mensaje, ese grito antibelicista y descarnado, nunca mejor dicho. Toda la novela es en definitiva la respuesta a una canción popular estadounidense de carácter patriótico, que anima con ardor guerrero a los jóvenes a alistarse, y cuya primera estrofa dice: “Johnny, ¡coge tu fusil!”.
Pues bien, Johnny cogió su fusil y en eso es en lo que se
convirtió: en un tronco humano, con el cerebro intacto pero igualmente herido y
desquiciado, abandonado a su suerte en un sucio hospital militar.
La caza
de brujas
Johnny
cogió su fusil se publicó en 1939, a solo dos días de
iniciarse la Segunda Guerra Mundial, cuando, como señala Dalton Trumbo en un
prólogo fechado en 1959, el pacifismo era un anatema para la izquierda y un
enemigo a batir para la derecha. De hecho, la novela fue considerada inadecuada
y, si bien no llegó a censurarse o prohibirse, sí recibió todo tipo de
zancadillas, como elevar su precio hasta los seis dólares, un dineral para la
época. Comenzaba de ese modo el autor a entrever lo que le aguardaba a él y a
su trabajo como guionista de cine en los años siguientes, cuando se convirtió
en uno de los “Diez de Hollywood”, la primera de las listas negras elaborada por
el senador ultraconservador y anticomunista Joseph McCarthy.
Trumbo fue encarcelado durante un año y después se exilió a
México, desde donde escribió películas como Vacaciones
en Roma, que recibió un Oscar al mejor guión pero que él no pudo firmar ni
recoger. Sería Kirk Douglas el
primero que se atreviera a rehabilitarlo, volviendo a incluir su nombre en los
créditos de Espartaco, ya en 1960.
Posteriormente Trumbo escribiría los guiones de otras famosas películas como Éxodo o Papillon (inspirada en otro libro que también merecería un club de
lectura) o Johnny cogió su fusil, que
el propio Trumbo dirigió, después de que finalmente desecharan la idea otros
cineastas que habían mostrado interés en ella como el mismísimo Luis Buñuel.
Hay, por lo demás, también una película titulada Trumbo. La lista negra de Hollywood que cuenta la caza de brujas que padeció el escritor, interpretado en el film por Bryan Cranston, el actor protagonista de la serie Breaking bad.
Más
literatura antimilitarista
Hemos mencionado más arriba la otra gran novela antimilitarista: Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque. Como Johnny cogió su fusil, la novela transcurre durante la Primera Guerra Mundial, aunque en este caso el protagonista es un joven soldado alemán. En ella se describe de una manera naturalista la vida en las trincheras, la asfixia de los gases, el fragor de las bayonetas, el silbido de los obuses y las explosiones (lo cual nos recuerda también las asfixiantes primera páginas de otra novela, Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre)… Todo el horror de la guerra, en definitiva, abierto en canal, expuesto de una manera tan terrible como magistral.
Sin novedad en el frente también fue llevada al cine, en este caso por Lewis Milestone, que obtuvo con ella dos Oscar: mejor película y mejor director. Y si Johnny cogió su fusil inspiró a Metallica One, Elton John escribió All quiet on the western front basándose en el libro de Eric Marie Remarque.
Hay más obras literarias de carácter antimilitarista, como los Cuadernos de guerra de Louis Barthas o la demoledora La casa intacta de Willen Frederik Hermans, y no todas ellas usan el realismo, incluso el tremendismo, como alegato contra la barbarie. Es el caso de Las aventura del valeroso soldado Schwejk, de Jaroslav Hasek, quien se decanta por la sátira y el humor para denunciar lo absurdo de las guerras y la impunidad y la falta de escrúpulos de quienes las hacen posibles. Aunque si realmente queremos convencernos del despropósito del militarismo ni siquiera hace falta que recurramos a la literatura, sino a las matemáticas: basta con calcular cuántas camas UCI se podrían habilitar con los cien millones de euros que cuesta un avión Eurofighter, es decir un caza de guerra, de los que España planea comprar veinte unidades, que se suman a los setenta y tres con los que ya cuenta y sin los cuales yo no sé qué haríamos, la verdad.