“El cine ha sido siempre un maravilloso instrumento de subversión”
En Rebeldes y peligrosas de cine la escritora y especialista en cine y género María Castejón Leorza ofrece una guía sobre las mujeres que en el cine se han alejado de las normas, han dinamitado el mandato de género y han encarnado nuevos referentes. Un ensayo escrito en un tono desenfadado —un ensayo macarra, lo ha llamado ella—.
“Vaqueras, guerreras,
vengadoras, femme fatales y madres”, lleva por subtítulo el ensayo, publicado
por Lengua de trapo. Todas ellas, y más —piratas, pistoleras, aventureras,
cazafantasmas…— desfilan por las páginas
de este libro, una didáctica, amena y exhaustiva guía de películas y actrices
que se han alejado de los roles que habitualmente el cine ha deparado a las
mujeres, reducidas casi siempre a personajes secundarios o convertidas en
comparsas del héroe masculino. Rebeldes y
peligrosas de cine se estructura en capítulos dedicados a diferentes
géneros (películas del oeste, de acción… o “Amas de casa hartas y madres
sobrepasadas”, así se titula el último de ellos), cuenta con prólogo de Jon
Sistiaga (“Esa ha sido la parte más fácil”, destaca la autora la disponibilidad
del periodista) y por él desfilan películas como Alien, Jhonny Guitar, Instinto básico… en un recorrido que reivindica
el séptimo arte como instrumento de denuncia, pero también su poder para
construir imaginarios y para hacernos soñar y disfrutar.
En la introducción del libro comenta que
rebeldes y peligrosas en el cine son aquellas que se alejan de las normas y rompen
el mandato de género, pero que eso tiene un precio…
El cine ha sido
siempre un vehículo maravilloso de subversión, y de eso va este libro, pero
también un eficaz instrumento para un sistema como el patriarcado, que necesita
de un orden simbólico para perpetuarse. Si te están constantemente repitiendo o
mostrando en las películas que las mujeres son personajes secundarios o que
solamente son malas o tías buenas, que solo viven hasta los 25 años, estás
naturalizando algo que no es para nada natural. Muchas de las mujeres que se
han salido de esa norma efectivamente pagaron un precio, me refiero por ejemplo
a las femme fatales de la década de
los cuarenta, que eran malvadas, fumaban,
eran mujeres muy sexualizadas, ambiciosas, tenían siempre un hombre al
que casi hipnotizaban y convertían en un pelele; mujeres, en fin, a las que había
que castigar. Luego, afortunadamente, llegan películas como Instinto básico y le dan un poco la
vuelta a todo esto. El libro, de todos modos, se fija más en la que se resistieron a pagar
ese precio o cambiaron la situación.
El libro se estructura con un recorrido
por la historia del cine, con capítulos dedicados a diferentes géneros (acción,
pelis del oeste, etc.) pero a la vez tiene un tono desenfadado, macarra
incluso. ¿Ha intentado con ello huir de lo académico?
La verdad llevaba mucho tiempo intentando escribir de otra manera, quienes venimos de tesis doctorales o hemos escrito artículos para la academia, sabemos que ese es un registro muy exigente, y a mí me estaba ya pesando. Hay un antes y un después bastante claro en mi manera de escribir, que es un texto que escribí para un libro titulado SCI-FEM. Variaciones feministas sobre teleseries de ciencia ficción, que publicó Txalaparta hace un par de años y en el que escribí un artículo sobre V, aquella serie de nuestra infancia, en el que ya conseguí escribir divirtiéndome, y en el que recuperé el estilo de bloguera que ya usaba hace años en Las princesas también friegan. Lo que quería era que, ya que no tengo tiempo para escribir o que lo saco de mis ratos de ocio, de mis vacaciones, al menos me resultara divertido; y este es un libro con el que, aunque me ha costado, me lo he pasado muy bien, creo que se nota y que quien lo lea se va a encontrar con un libro que es un ensayo, pero con ese registro mucho más libre, más suelto…
En Rebeldes
y peligrosas de cine se citan un montón de películas, sería imposible hablar
aquí de todas ellas, pero, por citar, por ejemplo, el primer capítulo ¿cuál es
el papel que solían representar las mujeres en las películas del oeste y que
ejemplos tenemos de mujeres que escaparon a él?
Cuando oímos el
término western, lo que nos viene a la cabeza es Clint Eastwood con el poncho, esa
figura del héroe solitario, películas protagonizadas por hombres, en las que el
papel de las mujeres se reducía a que se quedaban en casa esperando o
cocinando, o eran las que estaban en el bar y eran putas, y ese es el modelo
predominante. El capítulo del libro dedicado a este género es quizás un tanto
excepcional, porque las pelis protagonizadas por hombres son abrumadoramente
mayoritarias, pero buceando un poco se pueden encontrar figuras como la de Anne
Oakley, que existió realmente, una tiradora excepcional, que formó parte del
espectáculo de Buffalo Bill; o hay dos westerns canónicos y muy clásicos, uno
más conocido que el otro, como son —el más conocido— Jhonny Guitar,
una barbaridad de película, protagonizada por la siempre excesiva Joan Crawford,
en el papel de Vienna, una película además de gran poderío visual. Para mí era
muy importante seleccionar ese tipo de personajes y películas, que proporcionaran
poderío y también un punto de divertimento y goce; es el caso de Cuarenta pistolas el otro western que
menciono, el menos conocido de los dos, que creo que no se llegó a estrenar en
salas pero que fue editado hace unos años en DVD, y en el que el personaje de Jessica Drummond,
interpretado por Barbara Stanwyck capitanea una banda de hombres y a la que
vemos, en la escena inicial, cabalgar al
frente de ellos, una gozada; luego ya nos metemos en otro tipo de westerns, como
Cat Ballou, interpretado por Jane
Fonda, o Raquel Welch en Hannie Caulder,
una película muy desconocida, pero que es una de las que inspira películas como
Kill Bill de Tarantino ni más ni
menos, u otras más actuales como Cuatro
mujeres y un destino, o Rápida y
mortal, que no vale mucho cinematográficamente pero que tiene ese aliciente
de ver a Sharon Stone en el oeste, y terminamos con Meek’s Cutoff, el primer western dirigido por una mujer, Kelly
Reichardt; un viaje por el oeste, en fin, bastante ecléctico.
Alien,
La isla de las cabezas cortadas, las pelis
de Tarantino, la lista es larga, pero hay un título muy elocuente respecto al
tema del cine —en este caso el cine de acción— y el género, entre otras cosas
por las reacciones que despertó el estreno de la película. Me refiero a la
tercera entrega de Cazafantasmas…
Es interesante esa reacción, que también sucedió con Mad Max. Fury Road: cuando las mujeres asumen roles de acción entran en un mundo en el que no es habitual su presencia, y eso hace saltar las alarmas, más en estos dos casos concretos que son remakes de pelis clásicas. Esas reacciones tan furibundas vienen a decir algo así como: mientras las mujeres interpretéis melodramas, u os quedéis en vuestros grupúsculos viendo pelis de mujeres que sufren, vale, pero la acción no, eso es cosa de hombres. Con Mad Max incluso hubo una llamada patética al boicot; y con Cazafantasmas, cuando pusieron el tráiler en youtube fue el que más comentarios de odio recibió de la historia. Claro, en Cazafantasmas nos encontramos con mujeres de más de cuarenta años, gordas lesbianas, negras… ¿Dónde vamos a parar? Pero es una película que crea referentes, porque las niñas que van al cine a verlas se encuentran con mujeres científicas, que les pasan cosas divertidas, interesantes…
Para acabar, en la solapa de su libro
usted menciona que creció en un pueblo sin cine, a pesar de lo cual es evidente
que a lo largo de su vida ha visto muchas pelis y series. ¿Cómo llega usted al cine, como es su
relación vital con él?
Yo cuando era
más txiki en Lizarra, donde efectivamente no había cine, lo que hacía era leer,
leer mucho, siempre me han encantado las historias que te lleven a otros
lugares, a vivir otras situaciones. Pero el cine también estaba, de todos
modos, muy presente, recuerdo, por ejemplo, que en casa compraron aquel aparato
reproductor de video VHS (la primera peli que vimos fue Loca academia de policía), o que mi madre siempre me ha dejado ver
películas que quizás otras niñas no veían. Siempre he tenido mucho acceso a la
cultura por parte de mi familia, y al final me pudo esa pasión por el cine a la
hora de elegir un tema para dedicarme académicamente a él. Y la verdad es que,
sí, veo muchas películas, muchas series,
y más en estos momentos tan mierdosos que vivimos, y me sirven para evadirme,
tranquilizarme, aparte de que el cine es un gran instrumento de transformación.
CINCO PELÍCULAS
No es la primera
vez que María Castejón escribe sobre género y cine, anteriormente publicó
títulos como Fotogramas de género o Más fotogramas de género. Colabora,
además, en Pikara magazine o en eldiario.es y ha programado ciclos de cine como
Heroínas de cine, circunstancia que
aprovechamos para pedirle que seleccione cinco películas. Antes, eso sí nos
señala, que todas las que se mencionan en el mismo están en un canal dedicado a
Rebeldes y peligrosas de cine en
Filmin. Esta es la selección de María Castejón: Función de noche, de Josefina Molina, aunque, advierte, “es
intensita”; Tres anuncios en las afueras,
que trata el tema de la violencia de género; Miss agente especial, con Sandra Bullock, “por recomendar también
algo divertido”; No soy un ángel,
protagonizada por Mae West, “una pasada por la modernidad que tenían las
mujeres en los años 30”; y para acabar Instinto
Básico, de Paul Verhoeven o Kill Bill,
de Tarantino.
Publicado en Rubio de bote, colaboración semanal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 03/04/21
Ja, ja, este tío es la monda. Estaba el otro día
oyendo en la radio al cómico Ignatius Farray pinchar unas canciones y va y pone
una de su grupo Pétroleo, uno de los conjuntos más punkis que he escuchado
últimamente. Pero a continuación aclara que en realidad Petróleo ahora se ha
convertido en Plástico, y que este es un grupo tributo de Petróleo, aunque
casualmente los músicos son los mismos. No sé si me explico. Es decir, un grupo
tributo formado por los componentes del mismo grupo al que tributan, tocando
sus mismas canciones. Genial. Además, probablemente, en esta sociedad del
simulacro en la que vivimos, les vaya mejor. El espectador, después de todo,
prefiere a menudo la copia que el original, el karaoke al artista. No hay más
que ver Operación Triunfo. Yo tampoco voy a hablar mucho porque la vida del
escritor es también un simulacro. Todo lo que le sucede, las personas que
conoce, lo que estas le cuentan, lo convierte en materia literaria. Si al
escritor, por ejemplo, le acuchillan por la calle se frota las manos llenas de
sangre pensando en el cuento tan estupendo que escribirá sobre eso. Su vida
verdadera es la literaria, la otra es solo una especie de ensayo o borrador.
Volviendo a Ignatius, después de escucharlo en
la radio leí su libro Vive como un
mendigo, baila como un rey, en el que narra sus inicios en el mundo de la
comedia, dejando al descubierto todas sus inseguridades, ansiedades o contando
que una vez se le salió un huevo delante de una cámara y otra se metió una raya
de cocaína en directo y eso se convirtió, para su pesar, en su vídeo con más
visualizaciones, da igual que el tiro fuera de fogueo, con cocaína de pega (es
decir, otra vez la sociedad del simulacro).
Al inicio de dicho libro Ignatius cita a
Murakami. “El destino es algo que se debe mirar volviéndose hacia atrás”. Lo
cual me hace recordar el libro que leí justo antes que el de Farray, Un armario lleno de sombra, las memorias
del poeta leonés Antonio Gamoneda, en las que este indaga cómo se formó su
conciencia poética escarbando con afán arqueológico entre recuerdos de su niñez
llenos de tierra y huesos sepultados y dentaduras de muertos en los que siempre
encuentra un destello de oro —y esto es algo más que una metáfora—.
Si Ignatius soñaba con convertirse en cómico y Gamoneda en poeta, yo de niño imaginaba que era el sustituto de Corbalán, el base del Real Madrid. Y para ir forjando mi destino, colocaba una percha de manera horizontal sujeta con la puertecita que había en la parte superior de mi armario, percha que simulaba ser una canasta —no sé si me explico— del mismo modo que una pelota de tenis era el balón o el escueto espacio que quedaba entre la cama de mi hermano y la mía la cancha. Con el tiempo llegué a ser, en la vida real, un buen jugador de baloncesto (de vez en cuando exhibo en la redes sociales, puesto que nadie me cree, recortes de periódico en los que se me ve en alguna foto de la selección juvenil navarra), nada comparado con los partidos que jugué en mi habitación, en los que me convertí en el mejor baloncestista de todos los tiempos y en los que a la vez que jugaba era también el público, quien retransmitía los partidos o quien al acabar los mismos me autoeentrevistaba.
La pregunta que me hago ahora es si aquello fue también un simulacro, si no soy un grupo tributo de mis propios recuerdos, o si no fueron acaso reales, para mí, aquellos partidos en mi cuarto. No lo sé. Lo que sí sé es que nunca llegué a ser Corbalán, pero ahora me gano la vida, entre otras cosas, imaginando historias. Y esa es la realidad. No sé si me explico.
Una madeja de miradas se enreda en esta fotografía. Observen, por ejemplo, a la chica del centro de la foto, la más alta de todos, con el pelo cardado. Sus ojos están clavados en uno de los dos guitarristas que nos dan la espalda a la derecha de la imagen (Alfredo Piedrafita y Boni, de Barricada). Su mirada, y su postura, apoyada de costado en la barra, despiden una mezcla de seguridad y naturalidad, como si estuviera acostumbrada a ver a los músicos a esa distancia (el ¡Hola! del Rock Radikal Vasco nos apunta que la chica quizás sea la pareja de una de sus artistas más reconocidos); la media sonrisa de la chica, de hecho, parece indicar también algún tipo de atracción por alguno de los guitarristas, no necesariamente una atracción sexual, sino por la propia figura del músico sobre un escenario, o más bien por la propia música, por el propio rocanrol.
Observen ahora al
chaval que hay apenas un paso por detrás de la chica. Es una de las dos únicas
personas que no mira a los músicos, él mira a la chica que mira a los músicos,
lo hace con una mezcla de timidez y embobamiento, le gusta y a la vez la
considera inalcanzable, pero ha encontrado la manera de llegar a ella, de
mirarla sin que ella se de cuenta. Gracias al rocanrol puede robarle una mirada.
Tal vez al chico que mira a la chica que mira a los músicos le gustaría ser uno
de los músicos para que ella lo mirara a él de esa manera (o tal vez al chico
que mira a la chica que mira a los músicos también tiene un grupo, también es
músico, y en sus conciertos hay chicas que le miran a él arrobadas —el chico es
guapete— y chicos que miran a las chica que le miran a él, en un bucle infinito
y misterioso, como la vida misma)
Pero aún hay más. Para completar este enrevesado cruce de miradas y de venas del corazón, en la parte izquierda de la fotografía, justo encima del platillo del batería (uno de los aciertos de esta fotografía es que nos ofrece la perspectiva del baterista y nos hace así sentir parte de la banda) otra chica sentada observa a uno de los guitarristas con un gesto tenso y aburrido, que tiene algo de doméstico. El ¡Hola! del Rock Radikal Vasco afirma en este caso sin atisbo de duda que ella sí es la pareja de uno de los músicos. Seguramente ha escuchado decenas de veces ya la canción que Barricada está interpretando (tal vez No hay tregua, tal vez Aún queda un sitio, tal vez Juegos ocultos –¡Tus ojos buscando la complicidad!—) y a pesar de todo, teme que algo salga mal, que algún punteo desafine, o que el guitarrista golpee con el mástil de la guitarra algún micrófono, algún bafle…
Seguramente comparte con el guitarrista ya su pasión por el ruido, sus sueños, un proyecto de vida en común…
La otra persona
que no mira a los músicos es una jovencísima Marisa, la eterna camarera del bar
Garazi. Ella encara la cámara con desparpajo, tal vez porque al otro lado de la
misma quien retrata la escena es su primo Peio, con tino (con el tino y la
profesionalidad suficientes para invisibilizarse, a pesar de estar junto al
baterista, y que nadie, salvo su prima, se fije en él).
La fotografía de Peio H. recoge un momento de la presentación de No hay tregua en 1986 en el legendario bar de la calle Calderería de Iruña. No hay tregua es el tercer disco de Barricada, y para entonces los de la Txantrea ya no eran unos descamisados, a pesar de la pose a pecho descubierto —a espalda para nosotros—de El Drogas. Nos lo hace ver el resto de protagonistas de la imagen, los chavales que se agolpan en las primeras filas, con su indumentaria ochentera (las John Smith, los jerseys de lana…), o al fondo, subidos a algún banco, la devoción con que observan al grupo, sin moverse, ni parpadear, como si quisieran aprehender cada gesto, cada acorde… Observan a los músicos como a auténticos ídolos. Como a maestros. Hay incluso algo extraño, religioso, en su gestualidad corporal, una especie de retraimiento, de temor, de inmovilismo, no hay nadie que se deje arrastrar por la música, nadie que cierre los ojos, siga el ritmo con los pies o la cabeza… Como si Barricada, en realidad, no estuviera tocando en ese momento (algo que desmiente la ligera genuflexión de El Drogas o el leve balanceo de las melenas del Boni o Alfredo). Como si todos posaran para la posteridad en esta fotografía, o fuera en realidad a nosotros a quienes miraran, desde una enigmática máquina del tiempo.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 20/03/21
Tengo un conocido —creo todos tenemos uno— sobre el que
podría escribir una novela, pero no lo hago porque nadie se la iba a creer. Cada
vez que me lo encuentro, me da pavor preguntarle cómo está, pues sé que a
continuación me referirá los últimos acontecimientos de su vida y todos ellos
serán calamidades: accidentes domésticos, de tráfico, de trabajo, de todo tipo,
divorcios tormentosos, hijos y novias a la fuga, denuncias —interpuestas por él
o contra él—, incendios, plagas, robos, estafas, inspecciones de hacienda,
enfermedades raras, errores médicos, viajes que se los pasa en la habitación
del hotel por culpa de un huracán o una inundación bíblica, o en los que pierde
las maletas, le meten en ellas drogas… Todas las desgracias que puedan imaginarse
le suceden a ese conocido mío. Y, aunque yo tenga miedo a preguntar, él me las
refiere con una naturalidad y una falta de pudor pasmosas, del mismo modo que
otro te contaría que va hacer un recado o que ha salido buen día o que a ver si
se acaba pronto esto de la pandemia. Para pandemia él.
La cuestión es que los avatares de ese conocido mío, al que
en casa llamamos unos días Calamity y otros —menos— Antonio Alcántara, son a
menudo tan inverosímiles y recurrentes que en lugar de darte pena te da la risa.
El otro día, por ejemplo, me lo crucé por la calle y al cabo de un minuto ya
estaba poniéndome al día de sus últimas calamidades, las cuales ahora mismo no
recuerdo, porque esa es otra, son tantas y las encadena de tal modo que al
final uno pierde el hilo —creo que en esta ocasión, entre otras cosas, me habló de una mascota que le había comprado
a una de sus hijas, un conejo, o una cobaya, algo por el estilo, y que no había
tenido otra idea que bajarlo a la calle atado con un arnés, y entonces había llegado
un perrazo enorme y se había abalanzado sobre el animalico y en menos de un
segundo lo había convertido en una hamburguesa; después mi conocido había
denunciado al dueño del perro asesino pero resultó que este pertenecía a algún
tipo de mafia, siciliana, o japonesa, o policial, y ahora se encuentra en su
buzón fotos de cabezas de caballo cortadas—.
La cuestión es que mientras me lo contaba yo me mordía los carrillos, tratando de contenerme y de no envenenarme con mi propia sangre, porque no puedes evitar sentirte un poco mezquino y mala persona mientras alguien describe cómo lloraba su hija con su conejito hecho un Big Mac entre las manos y tú te estás descojonando vivo por dentro. Aunque creo que a él tampoco le importa. Una de las virtudes de Calamity es que es buen encajador, y que nunca pide ayuda, ni te implica en sus marrones —a diferencia de Antonio Alcántara; debe de ser horrible ser vecino de ese hombre—. A veces pienso, incluso, que es más bien al revés, que es Calamity quien está ofreciéndote ayuda a ti, pues cada vez que te lo encuentras tus desgracias se relativizan, pierden importancia, se convierten en menudencias. Es como si su objetivo en la vida fuera ese, como si se tratara de un profesional de las calamidades, que va buscándolas o provocándolas —¿a quién se le ocurre ponerle un arnés a un hámster?— para después contártelas y aliviar, por comparación, tus pequeñas o puntuales fatalidades. Supongo que nunca escribiré una novela sobre Calamity pero me parecía que al menos, como agradecimiento a su abnegado y anónimo servicio a la comunidad, se merecía un “Rubio de bote”. ¡Ánimo, Calamity!
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para diarios de Grupo Noticias 06/03/21
Durante
los últimos años centenares de cines y salas de teatro han echado el cierre y
no hay que ser pitoniso para adivinar que la situación actual tampoco ayuda
mucho para que muchos de ellos vuelvan a abrir. Es muy doloroso, porque cuando
la bola de demolición arremete contra una sala de cine o de teatro golpea
también la memoria, los sentimientos, las vivencias de miles de personas que un
día se ampararon en la oscuridad para soñar, para evadirse o para acariciarse
en las filas de mancos.
Los
cines, los teatros, las salas de concierto, son, más allá de un espacio físico,
una especie de contenedores invisibles de emociones y recuerdos y por ello, a
menudo, forman parte de nuestro
imaginario colectivo. El Gayarre, el Arriaga,
el Victoria Eugenia, la Hell Dorado… Así, de esa manera familiar, los
nombramos. Los sentimos como nuestros.
El proyecto Irudilantegia-Atelier de Imaginarios, de Labrit Multimedia, busca identificar ese patrimonio inmaterial, indagar qué representan esos lugares, qué nos evocan, qué lugar ocupan en la memoria común de nuestras ciudades…. Para ello durante unas semanas han recogido testimonios relacionados, en este caso con el teatro Gayarre de Pamplona. La colaboración era abierta y voluntaria y yo no pude resistirme a contribuir con una historia que me gustaría ahora compartir.
Se
trata, eso sí, de una historia íntima,
pequeña, insignificante, sobre todo si
tenemos en cuenta que el escenario del Gayarre lo han pisado artistas de la
talla de Valle-Inclán, The Pogues, García Lorca, Faemino y Cansado… Pero creo
que la suma de esas insignificancias es lo que busca este proyecto.
Vamos
allá.
Cuando yo era niño, aunque vivía en el barrio de la Txantrea de Pamplona, estudiaba en el centro de la ciudad, con lo cual cada día tenía que hacer cuatro viajes en autobús. La cola de la parada de mi villavesa quedaba justamente a la altura de una puerta trasera del teatro y a menudo mientras esperaba esta se entreabría y podía ver un trozo del escenario. Era algo que me fascinaba. Muchas veces, los operarios estaban montando los decorados para las representaciones y a través de aquel umbral yo sentía que mi imaginación me hacía viajar a otras épocas y lugares… Otras veces, los actores o los músicos se asomaban por esa puerta y salían a fumarse un cigarro en mitad o en el descanso de alguna obra o un ensayo. Me parecía increible que solo un metro separara aquellos dos mundos tan diferentes, el real (la tarea, el frío, las notas, los abusones) y el imaginario (los artistas en traje de pingüino, o vestidos de egipcios, de floristas…).
Años
más tarde adapté uno de mis relatos y lo presenté a un concurso de textos
teatrales organizado por el Teatro Gayarre, con tal fortuna que gané el premio
y la obra se representó en aquel mismo escenario. Yo la vi entre el público,
deseando que la butaca me engullera, pues al final de la representación debía
salir a saludar al público. No pude escaquearme y lo hice como buenamente pude,
es decir dando penica. A continuación me retiré por la parte trasera del
escenario y alguien me acompañó hasta una puerta. Era aquella puerta. Encendí
nervioso un cigarrillo y lo fumé allí mismo, igual que había visto de niño
hacer a los musicos y a actores. Y mientras miraba los coches pasando, la gente
esperando aburrida la villavesa, fue por un momento ese mundo, el mundo supuestamente real, el
que me pareció extraño, ajeno. Supongo que eso es lo que todos buscamos cuando
vamos al cine o al teatro o a un concierto: vivir otras vidas para recuperar el
aliento durante un instante y poder seguir viviendo las nuestras. Y por eso es
tan importante preservar esos lugares. Mucha mierda, pues, para todos ellos.