“A los más puristas del género este libro les parecerá horrible”
Con
su primera novela, Cielos clausurados, el escritor iruindarra Alberto
Rodríguez ha ganado el XXV Premio UPC de ciencia ficción convocado por la
Universidad Politécnica de Catalunya. La obra, que publica la editorial Apache,
cuenta una historia heterodoxa dentro del género, en la que prevalece el humor,
y está protagonizada por personajes como Dios, El diablo o La muerte, que es un
comercial que se llama Jesús Mari.
Patxi Irurzun / Gara / 13/05/21
“Arriesgada e
iconoclasta”, así calificó el jurado que premió Cielos clausurados la
novela de Alberto Rodríguez. Y desde
luego lo es. En ella podemos encontrarnos a a Dios leyendo cómics, a San
Pedro ingresado en un manicomio de
Tijuana o a La Muerte y al Diablo camino de Chernobil y contando los putetxes e
iglesias que se encuentran a su paso. Cielos
clausurados, el debut literario del inquieto y polifacético escritor
pamplonés (es también director del salón del cómic de Nafarroa, toca el bajo en
el grupo indie Juárez y edita el fanzine El Mono) es un libro marciano,
excepcional dentro del género de la ciencia ficción, puesto que contribuye a
ella con factores inusuales como el humor o el costumbrismo (es maravilloso por
ejemplo que El Diablo Jesús Mari se dedique a estampar logos de empresa en
mecheros y viseras, en un trabajo gris, aniquilante, un infierno en la tierra).
Hablamos de todo ello con él.
Ha empezado con buen pie, primera novela
y premio…
Lo del premio me pilló bastante por sorpresa, yo estaba muy contento con lo que había hecho, me esperaba alguna mención o algo así, pero no ganarlo. Creo que ha sido clave el no tener prisa por publicar, tomarme mucho tiempo y no correr. Para ser una historia tan corta he tardado muchísimo, más de año y medio, creo. No ponerme fechas límite ni presión ha sido fundamental.
¿Por qué se decidió por la ciencia
ficción para debutar?
La verdad es que
controlo bastante, sobre todo de la nueva ola que hubo a partir de los años
sesenta. Me gustan gente como Brian Aldiss, Kurt Vonnegut,
Philip K. Dick, Ursula K. LeGuin, Richard Matheson, Theodore Sturgeon,
Satnislav Lem, Alfred Bester, J.G. Ballard, Harlan Ellison… A la hora de empezar la historia no me
planteé un género concreto, todo partía de una premisa muy simple, casi un
chiste, la pérdida de las llaves, y de ahí fui tirando. Ahora leo géneros muy
distintos pero pasé muchos años leyendo sólo ciencia ficción y eso, supongo,
acaba emergiendo en lo que hago.
En todo caso, su novela aporta algunas
particularidades a la ciencia-ficción, que no son habituales, como el humor…
Es porque soy un
poco payaso. Creo que tomarse muy en serio a uno mismo y a lo que está
escribiendo puede acabar pasando factura al libro. No me suelen gustar las
historias cargadas de épica y solemnidad. Supongo que tiene que ver con cómo
veo yo el mundo. En esta línea humorística me gusta mucho lo que hacían
Vonnegut o Brautigan o lo que hace ahora Santiago Lorenzo. De todas formas,
como usted ya ha comentado, la ciencia ficción es sólo una pequeña parte de la
historia, hay muchos más elementos. A los más puristas del género y a los fans
de las corrientes más hard o tecnológicas supongo que este libro les
parecerá horrible.
-No se anda con chiquitas a la hora de
elegir personajes, La Muerte, Dios, el Diablo…
Todos son
arquetipos, ideas muy potentes que he tratado de humanizar, de bajar a la
tierra. A pesar de ser figuras tan importantes, todas viven esclavas de su
condición y les resulta difícil seguir afrontando la realidad. El Diablo tiene
un punto prometeico que me gusta mucho, es un sufridor nato, algo muy alejado
de lo que nos ha contado la Iglesia sobre su figura, la Muerte es el típico
hombre de negocios neoliberal y Dios no es más que es un jefe vago caprichoso.
De todas formas mi personaje preferido es el de Merche, me resulta muy real.
-Es usted también uno de los directores
del Salón del Cómic de Navarra, edita el fanzine el Mono… ¿ Cielos Clausurados
se nutre en parte de todos esos referentes –el comic, la música, etc.-?
Por supuesto.
Todo eso que se ha llamado subcultura ha sido parte esencial en mi formación,
más, creo, que lo que haya podido aprender en el colegio o la universidad. El
tono de la novela viene muy marcado por los miles de páginas que mis amigos y
amigas hemos escrito en la revista El Mono en los últimos nueve años. Cada
artículo, cada entrevista, cada editorial, cada relato, cada chiste o cada
horóscopo han sido un pasito que me ha ido acercando a esta novela. Sin todo
ese entrenamiento previo esta historia sería muy diferente. Y seguramente peor.
-Y tiene usted un portadista de lujo…
Se ha encargado
Miguel Ángel Martín (Subterfuge, Brian the brain, Rubber Flesh…), a quien ya
conocía por que montamos una exposición suya en el Salón del Cómic de Navarra.
Yo tenía una idea para la portada pero no le dije nada, le mandé la novela por
email para que se la leyera y a los días me envió un boceto que era
prácticamente lo que yo había pensado. Y yo encantado, claro. Sigo muy de cerca
su trabajo, me encanta ese estilo suyo tan pop y ese futuro tan frío y aséptico
que ha imaginado. Puede ser una visión un tanto pesimista del mundo y de los
seres humanos pero creo que es bastante acertada.
-Tras este debut tan rutilante, ¿tiene
nuevos proyectos literarios?
Sí, tengo empezada otra novela pero voy muy lento. Entre la revista, el salón del cómic, tocar el bajo en Juárez y las clases de euskera, apenas saco tiempo para escribir. Igual para finales de 2022 la termino. En uno de los últimos capítulos de Cielos clausurados doy una pista sobre qué tratará. A ver si la gente la encuentra.
«Mis personajes van a vengarse a hostias del destino»
Revancha, la última obra del escritor catalán, es un thriller proletario, noir de extrarradio, una historia de ultraviolencia protagonizada por un airado hincha de fútbol que tiene que ocultar ante los suyos su homosexualidad. Una novela que es pura fibra y que se lee con el corazón en un puño (americano)
PATXI IRURZUN/MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 08/05/21
Literatura no aburrida. Así ha definido en alguna ocasión
Kiko Amat los libros que le gustan. Y así son los que escribe él. Historias de
adolescentes, de pandillas, de subcultura juvenil, rocanrol, bares… Historias
de extrarradio, de peleas, de búsqueda y venganza dando palos de ciego con un
bate de beisbol. Historias en las que, de todos modos, el corazón de la
violencia, el centro de huracán, también escupe emocionantes relatos sobre la
amistad, la iniciación en la vida adulta, la extrañeza, la vida en la periferia
de todo… Son además, las novelas de Amat, de esas en que las páginas se pasan
una tras otra y en las que, a la vez, cada una de ellas deja una recompensa al
lector. En Revancha, su última obra,
el escritor de Sant Boi de Llobregat nos ofrece una novela sobre ultras,
hinchas de fútbol, delincuentes que se lían a martillazos contra el mundo,
devolviéndole en su mismo lenguaje lo que de él han recibido, y contra sí
mismos y sus demonios (Amador, uno de los dos protagonistas, es el kapo de una
facción ultraviolenta que debe ocultar su homosexualidad; el otro es César, un
matón que se gana la vida saldando cuentas contra pederastas o conductores que
se dan a la fuga tras atropellar a alguien). Sobre todo ello y más, hablamos
con el autor de Rompepistas, Cosas que
hacen BUM, o Eres el mejor, Cienfuegos.
—La mayoría de sus
libros, este también, están relacionados con la juventud y adolescencia, con la
cultura juvenil, la música, las pandillas, ¿cómo se recuerda a sí mismo en esa
edad y cuánto de ello aporta a sus libros?
A Christopher Ryan,
autor de Civilizados hasta la muerte, le comenté que lo único que no me
gustaba de las sociedades forrajeras era su ausencia de adolescencia. Él me respondió
como si yo estuviese chalupa; no comprendía cómo podía mirarse con afecto a una
etapa de la vida que para él era sinónima de abusos y trauma. Pero para mí, que
no tuve una infancia benigna, la adolescencia fue una liberación, y por eso
escribo tanto sobre ella. Mi pandilla fue la familia que sí escogí, los
parientes que decidí tener. Me gusta la idea de no ser hijo de nadie,
que cantaban los Replacements; de crearte un destino no marcado por lo
sanguíneo. Y a la vez, he leído y vivido lo suficiente para saber que esas
cadenas (genéticas, de parentesco) no se rompen tan rápido. Ese conflicto
(gente que trata de huir de su infancia, de rehusar su bagaje, sin conseguirlo;
el viejo cliché de alguien “atrapado por su pasado”) está en todas mis novelas.
—¿Cómo
acaba convirtiéndose un chico de clase obrera de Sant Boi en escritor? Supongo
que no era lo habitual en su barrio.
En mi pueblo no solo no
había escritores; no había artistas de ningún tipo. Para no haber, no había
siquiera bandas de rock’n’roll, que es la mínima vía de escape cultural de los
barrios chungos. Yo quería ser escritor en séptimo de EGB. Incluso gané una TV
en un concurso literario de Coca-Cola. Pero no disponía de ejemplos cercanos
para juzgar realizable algo así. Para mí los escritores eran todos ricos, titulados
y muertos. Y americanos. Ninguna de las cuatro cosas era aplicable a mi circunstancia,
así que, tras salir rebotado del instituto, me resigné a una vida de trabajo
manual no especializado. Para mí, el pijismo no es tanto una cuestión de bienes
materiales o apellidos nobles sino de posibilidad de futuro. Todos los pijos
crecen con la idea de que su futuro será halagüeño y harán realidad sus sueños.
Yo crecí pensando que la realidad defecaría sobre mis sueños, y que el futuro
no albergaba nada deseable. Que alguien como yo haya logrado convertirse en
autor es una aberración estadística, y al final tiene que ver con tres elementos:
a) presencia del don, b) esfuerzo y oficio y c) golpes de suerte (todos
necesitamos alguno). Si cae uno de las tres se va todo a la mierda, se trata de
un malabarismo vital jodidísimo.
-Tampoco
es lo habitual en la literatura, en las novelas españolas en general no han
aparecido ambientes de barrio, bar, fábricas… ¿Hay cierto clasismo en ello y
también a la hora de aceptar en el mundo literario a alguien que viene de ahí?
La mayoría de escritores son clasemedieros o burgueses. Digo esto sin connotaciones peyorativas. Es un hecho. A la vez, la mayoría de autores escriben de lo que conocen, aunque lo camuflen con añagazas del oficio, y por ello una abrumadora cantidad de literatura española versa sobre gente con trabajos liberales, ex universitarios, artistas en ciernes, etc. Cuando aparecen curros de mierda o gente chunga suelen estar pintados a partir de un prisma progre y edificante, de novela de “realismo social”. Es el fenómeno de la literatura de pasquín de fiestas vecinales, de barrio sésamo, donde el pueblo llano lee, es tolerante y multicultural, no hay polis ni nazis, y los borrachos no son violentos o farfullan incoherencias sino que vienen cargados de anecdotario entrañable. Pintar los barrios de extrarradio como son de veras (feos y hostiles) no es lo común, y ese tipo de novelas se miran con desconfianza, por no decir desdén, desde la cultura oficial. No es lo que quiere leer el Patronato de Cultura, vamos.
-A
pesar de todo usted siempre ha publicado en una editorial de prestigio como
Anagrama, que le ha tratado muy bien, ¿cómo es su relación con el mundo
editorial y literario?
Una relación a
distancia. Publiqué muy tarde, a los 34, cuando mi mundo y entorno estaba
hecho. Ya era tarde para desclasarme, aunque si me lo llegan a ofrecer a los
veinte -como les sucedió a Marsé y esa peña- me hubiese abalanzado sobre los
cócteles como un gorrino. Creo, ya que estamos, que el desclase tiene más que
ver con formación que con lucro. Una carrera universitaria cuando eres joven
desclasa más que comprarte un barco de adulto, como hizo Arnold Bennett al
empezar a recibir cheques sustanciosos. Cuando adquieres un cierto éxito tardío
lo que haces es ampliar la sala de billar, al estilo Ringo Starr, pero no pierdes
el gusto o la actitud o el espíritu (ni siquiera las amistades) de tu clase
social original.
—Centrándonos
ya en sus libros, alguna vez ha definido su literatura o la literatura que le
gusta y a la que aspira como “no aburrida”. ¿Qué tiene que tener un libro para
no aburrir?
Un autor tiene que
luchar contra la autoindulgencia y la vanidad. Muchos libros aburridos lo son
porque el autor consideraba las partes peñazo o las digresiones como muestras
bellísimas, indispensables, de su prosa. Pero esto no va de alardear. Uno tiene
que hacerlo todo por el bien del libro, y ello a menudo no tiene que ver con
escribir florido o demostrar ingenio, sino con cortar lo superfluo, ir en
contra de tu tendencia natural como humano, que es exhibirte y sobreexplicarte
y ser ingenioso. No hay nada más aburrido que un escritor “sensible”
escribiendo con aforismos o percepción psicológica, en lugar de con materiales
concretos y humildes como personajes y acción.
—Revancha cumple desde luego con esa
premisa, la de no aburrir, aunque a diferencia de otras novelas suyas prescinde
del humor. Es una novela que tiene algo de thriller,
hay un retrato también que se acerca a los social, incluso recuerda al western, a veces, en ese duelo que se va
postergando hasta el final entre Amador y César. ¿Cómo la definiría?
Supongo que es un thriller proleta. Noir de
extrarradio. Western chusmero. Por
supuesto, no la escribí para que encajara en esas etiquetas. No trabajo con
temas o géneros, sino con trama, personajes, paisaje y materia física. De
ellos, si están bien hechos, salen las emociones y las ideas, no al revés.
Respecto al humor, no creo que prescinda del todo de él (las conversaciones
entre Amador y el Microbio aún me hacen reír), pero sí que se halla en un
porcentaje menor que en el resto de mis novelas.
—Se
aprecia que es una novela muy trabajada, con mucho músculo, en la que ha
cuidado mucho algunos aspectos técnicos, como el uso de la segunda
persona, los saltos temporales, midiendo
mucho la información que va dando al lector… ¿Cómo ha sido el proceso de
escritura?
Escribí Revancha
en un año y dos meses. La mayoría de ese tiempo lo pasé editando y
reescribiendo. En una novela hay que cortar mucho; nunca opinar ni teorizar; no
inyectar emoción o reflexiones que no se extraigan de la misma acción;
dosificar la información. Mostrar siempre es mejor que explicar. Como
decía Flannery O’Connor, la novela debe llevar el significado dentro de ella, encarnado
en la historia. No puedes escribir emoción con emoción; la emoción tiene que
surgir de lo que sucede en la novela. Es mi novela más trabajada, pero el
lector no lo percibe porque la técnica se emplea para enmascarar dicha técnica.
Es como una canción de house muy
producida: nunca te darás cuenta de ello, porque estarás bailando como un orate
en la pista. La segunda persona (la voz de Amador) es una maravilla, funciona a
todos los niveles: es como una primera encubierta que a veces parece tercera y
a veces apela al lector en segunda. Una triple carambola. Me sorprende que no
se utilice más.
—Llama
también la atención esa jerga propia de los personajes, que recuerda a La naranja mecánica, no sé era un
referente que tenía en mente, a la hora de escribir una novela en la que además
está tan presente la violencia.
Mis referentes nunca son literarios. Tampoco ese, lamento decir. La jerga, que se me ocurrió en el último mes de escritura, viene del dialecto que utilizábamos en mi pandilla adolescente (aunque la de Revancha es inventada). La mayoría de mis influencias son orales. No soy un autor bibliófilo, aunque lea muchísimo. Parece una paradoja pero no lo es. Los libros me enseñaron a escribir, pero no me hicieron.
—Sobre
la violencia, no sé si hay un intento de explicar de dónde proviene, por qué
los personajes están abocados a ella. El propio título, Revancha, y algunos pasajes del libro, hablan de eso, de que los
personajes están devolviendo lo que han recibido. ¿En el fondo de lo que en realidad se habla es
de una violencia estructural o sistémica?
El tema de Revancha
no es la violencia, es la historia. Nunca me propuse hacer una tesis sobre
violencia, sistémica o no. Mis novelas nunca tratan de explicar un problema
abstracto, sino las vidas y vicisitudes de los personajes. Y en Revancha,
esas vidas son ultraviolentas. Podría decirse que, en efecto, mis personajes
van a vengarse a hostias del destino y el lugar que ocupan en el mundo. Alguien
tiene que pagar por su suerte de mierda.
-Y
además usted se centra en grupos neonazis, de ultraderecha, hinchas violentos
de fútbol y consigue que el lector empatice o comprenda a personajes como
Amador, supongo que eso es una apuesta arriesgada…
En realidad es de una
simplicidad pasmosa. Se trata tan solo de explicar bien a tus personajes hasta
el punto en que cobran vida. Una vez te han explicado bien a alguien, vas a
entender sus acciones, aunque estas te desagraden o asusten o repugnen.
“Simpatizar” es una palabra algo extrema, así que digamos que acompañas al
protagonista en su periplo porque le conoces, aunque por el camino
algunas de sus acciones te resulten inmorales u odiosas, o cuanto menos
cuestionables. Me leí hace poco un libro sobre Stalin y acabé entendiéndole
perfectamente, aunque fuese un bastardo rencoroso y genocida.
—El
personaje de Amador en realidad es un personaje que no acaba de encajar en
ningún mundo, tampoco en ese en el que busca refugio y en el que debe ocultar
su homosexualidad. ¿Le gustan ese tipo de personajes, inadaptados, con
contradicciones?
Una novela es conflicto
y curva de cambio, aunque termine fatal. A Amador el lector le conoce como hijo
de puta, y luego vislumbra las fisuras de su armadura, y cómo su mundo se va
desmoronando poco a poco, hasta que empieza a intuir una ínfima y pírrica
posibilidad de redención. Mis personajes ideales son gente chunga que de golpe
accede a un momento de gracia. Ser bueno cuando solo te han pasado cosas buenas
no tiene ningún mérito, y desde luego no es narrativamente interesante. Para mí
el interés estriba en el fugaz momento de gracia que se le presenta a gente
objetivamente mala.
-Para
acabar, dos preguntas: ¿Cómo está siendo la acogida del libro?; y: ¿Después de
escribir una novela tan intensa como esta, qué hace un escritor, busca por
ejemplo un poco de aire en otro de otro tono, con más humor?
Aún no sé qué voy a escribir a partir de aquí. Me gustaría escribir algo eminentemente humorístico, como apuntas, porque estoy harto de pasarlo mal, pero tengo la impresión de que no va a ir así. El despegue de Revancha, ya que lo comentas, ha sido mi hit personal. Tres ediciones en menos de dos meses. Críticamente también lo ha petado de forma uniforme, lo cual para mí es del todo chocante. Terminé Antes del huracán pensando que era un novelón inapelable ante el que incluso la “alta cultura” tendría que postrarse, y se limpiaron el trasero con él. Con Revancha ha sido al revés: lo rubriqué convencido de que había escrito un libro 100% hardcore y pro-chusma y ultraviolento, imposible de aceptar por el mainstream, y solo ha recibido excelentes críticas, especialmente en medios serios. Realmente, mi dedo no está en el pulso del país, que decía Bill Hicks.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON diarios Grupo Noticias) 01/05/21
Contaba en esta misma página hace dos semanas que uno de los
dos momentos más extraños de mi vida fue el día en que estuve a punto de
convertirme en espía del CESID (“¿Y quién me dice a mí que no aceptaste?”, he
recibido algunos mensajes al respecto —y ya he enviado los informes sobre sus
desconfiados remitentes—). Y terminaba diciendo que el otro de esos dos
momentos fue la noche que tuve que hacer de Leonardo Dantés, lo cual
lógicamente ha despertado la curiosidad de otros lectores, que procedo a
satisfacer.
Fue en una cena del euskaltegi.
La primera vez que pisé un euskaltegi,
por cierto, hace ya cientos de años, estuvo a punto de ser la última, pues me
tocó hacer un antzerki y pasarle el
balón a un señor con barbas. A pesar de eso, y de mi timidez enfermiza,
aguanté. Aguanté, incluso, a pesar de las prendas, algo que se estilaba mucho
en aquellos primeros cursos, y que a mí me aterrorizaba y me daba al mismo
tiempo un asco terrible. Me preguntaba si acaso para ser euskaldun era condición
sine qua non ser una persona
desinhibida y guay. Las prendas consistían en que si, por ejemplo, fallabas con
un ergativo, tenías que entrar sin avisar en otra clase, normalmente de un
curso superior, y pronunciar una frase marcando con mucha fuerza la k que te
habías olvidado. Allí en el euskaltegi
no dejaba de ser un mal trago, pero estábamos acostumbrados. Lo malo fue el día
que a uno de mis profesores se le ocurrió innovar y propuso que una de dichas
prendas debíamos realizarla durante la cena que todas las clases celebrábamos
juntas antes de Navidad. Y que esta iba a consistir en levantarse en mitad del
comedor de repente, durante los primeros platos, y empezar a cantar y a bailar
el baile del pañuelo de Leonardo Dantés y sentarse después, como si no hubiera
pasado nada, hasta que pasados unos minutos, otro alumno hiciera lo mismo desde
el otro extremo de la mesa (es decir, había dos perdedores que debían cumplir
la prenda).
Como no podía ser de otro modo, y puesto que las prendas lo
saben, eligen a las personas que más las temen, yo fui uno de los “afortunados”,
el más afortunado de los dos, pues me tocó además levantarme el primero. De
modo que allí estaba, en aquel comedor, estrujando entre mis manos la
servilleta y preguntándome por qué demonios no me subían los tres o cuatro
claretes que me había tomado antes de la cena.
Finalmente me decidí,
me puse en pie y comencé a agitar la servilleta al tiempo que cantaba “zapi dantza, uh, uh” (porque además
debía hacerlo en euskera). Recuerdo que a mi alrededor se hizo un silencio
horrible, solo resquebrajado por las pedorretas que contenían mis compañeros de
clase, y que este se prolongó todavía unos segundos eternos una vez que me
senté. Supongo que todos pensaron que yo era medio monguer, pero me consolaba
pensando que en cuanto mi compañera se levantara desde el otro lado de la mesa
y repitiera la jugada todo se entendería. Nunca lo hizo. Se olvidó de su prenda
del mismo modo que se olvidaba de los ergativos. Así que después de la cena los
alumnos de las otras clases seguían mirándome con un poco de penica y también
con cierta precaución. Como si yo fuera un espía del CESID.
Ahora, por suerte, tengo la oportunidad desde esta página de liberarme por fin de esa prenda, la prenda perfecta, que he llevado puesta durante cientos de años: no, no soy un infeliz, ni un fan crazy de Leonardo Dantés. Era solo una prenda, ¿vale? Por fin puedo aclararlo ¡Qué alivio!
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 17/04/21
Uno de los dos momentos más extraños de mi vida fue el día
que estuve a punto de convertirme en espía del CESID. Todo empezó con un
anuncio del periódico. Sucedió poco después del año 2000, esa fecha en la que
—imaginábamos de pequeños— comeríamos ajoarriero en cápsulas e iríamos al
trabajo en naves voladoras. Por entonces yo estaba en paro y embarazado y era
una excepción —por lo primero, en cuanto a lo segundo técnicamente la que
estaba embarazada era mi novia—. Me refiero a que en aquella época prodigiosa
todo el mundo pagaba dos hipotecas, se compraba monovolúmenes, salía de pintxos
entresemana y vivía, en definitiva, “por encima de sus posibilidades”. Todo el
mundo menos yo, que vivía adelantado a los tiempos, era un precursor, un
profeta de la crisis, y buscaba trabajo pateándome todas las oficinas de
empresas temporales de empleo y otras agencias de esclavos o husmeando en los
anuncios de los periódicos.
“Se buscan licenciados en Humanidades para un estudio
social”, leí en una de aquellas batidas. Era perfecto para mí. Yo era un bicho
raro, una anomalía social, había nacido para tumbarme bajo el microscopio de un
sociólogo. Efectivamente, no tardaron en llamarme. Me citaron en un edificio
lleno de oficinas en sus bajos y una piscina en la azotea, y salió a recibirme
un tío guay, de esos que te aprietan la mano con fuerza y sonríen raro, como si
en lugar de una sonrisa tuvieran una cicatriz.
“Estamos llevando a
cabo un macroestudio sobre movimientos sociales”, dijo. Y a continuación añadió
que buscaban personas que pudieran recabar información sobre oenegés, radios
libres, grupos antimilitaristas, ecologistas, independentistas, proetarras, ahí
fue cuando yo, que siempre he sido muy sagaz, comencé a sospechar algo. El tipo
creo que se dio cuenta. Y entonces fue cuando sucedió: él deslizó un billete de
cincuenta euros por la mesa y dijo “Cógelo”. Yo sentí que el mapa de
Groenlandia se dibujaba en mi espalda. “No, no”, rechacé el dinero, mientras
veía como al tipo se le saltaban los puntos de la cicatriz en la boca, incapaz
de comprender como yo, un embarazado, un anormal social, un muerto de hambre,
podía declinar una oferta semejante. No, yo debía coger la pasta, estrechar
fuerte su mano y, ahora que también era un guay, subir con él a la piscina de la azotea a que
me explicara los detalles de mi nuevo trabajo y me diera un periódico con
agujeros para los ojos. Pero en lugar de eso, me puse en pie y salí de allí
como alma que lleva el diablo.
“Ya te llamaremos, cuando te lo pienses mejor”, lo oí
todavía decir, al abandonar la siniestra oficina.
Y, de hecho, mi teléfono estuvo sonando durante varios y
angustiosos días. Después, supongo que encontraron a otro con menos escrúpulos.
Fue, ciertamente, una escena tan chusca que me costaba encontrarle sentido. Con
el tiempo fui comprendiendo que entre los procedimientos de la TIA de Mortadelo
y Filemón y los del CESID tampoco había
tantas diferencias (la diferencia principal es que personajes como Villarejo no
tienen ninguna gracia).
Nunca he dejado de preguntarme quién era realmente aquel
tipo, qué habría pasado si yo hubiera aceptado aquel billete, si acaso ahora
tendría 53 propiedades a mi nombre —me imagino que no, que yo habría sido un
espía desastroso—.
Fue, como digo, uno de los dos momentos más extraños de mi vida. El otro fue la noche que me convertí en Leonardo Dantés. Pero eso ya lo contaré otro día.