LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS, de Emilio Carrere
Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 28/08/2
A La torre de los siete jorobados podríamos calificarla, para entendernos más que nada (porque en realidad es una novela incalificable, rara, excéntrica en la que confluye el folletín, lo policiaco, el humor, lo fantástico, incluso lo cabalístico…), como una novela de misterio. Empezando por su propia autoría. Pues aunque esta se atribuye (podríamos decir también que para entendernos) a Emilio Carrere, uno de los más destacados escritores de la bohemia madrileña de finales del siglo XIX y principios del XX, parece cada vez más claro que, tal como demuestra Jesús Palacios en el prólogo a la edición de 1998 de la editorial Valdemar, en realidad el cogollo del libro fue escrito por un autor algo menos conocido: Jesús de Aragón, alias Capitán Sirius, que fue además quien ideó toda la trama que particulariza a esta rara avis de la literatura española, es decir, la siniestra y criminal banda de jorobados que protagonizan la obra y la ciudad subterránea que estos habitan bajo las calles de Madrid.
Carrere y la vida bohemia Pero vayamos por partes, como diría el descuartizador de Boston (he aquí otro ejemplo de usurpación de la personalidad, pues esta expresión se atribuye habitual y erróneamente a Jack el destripador): ¿Quién era Emilio Carrere?
Carrere, como hemos adelantado, formó parte de toda aquella pléyade de estrellados escritores (los hermanos Sawa, Pedro Luis de Gálvez, Armando Buscarini, Eugenio Noel…) que con el cambio de siglo rimaron hambre y poesía; aquellos que pululaban como almas en pena, desgreñados y con los zapatos con agujeros, por las redacciones de los periódicos, ofreciendo sus versos escritos a golpe de sabañón, o por las casas de putas, los cafés, las comisarías, dando sablazos, o pena, acarreando, por ejemplo, una caja de zapatos con el cuerpo de un hijo recién nacido y muerto y pidiendo ayuda para su entierro (el tan conocido como macabro pasaje que se atribuye a Pedro Luis de Gálvez y del que da cuenta Valle Inclán en Luces de bohemia, la obra que sin duda mejor inmortalizó a aquel grupo de artistas del hambre; otras son La novela de un literato, de Cansinos Assens o más recientemente Las máscaras del héroe de Juan Manuel de Prada).
A Carrere, por
ejemplo, no se le caía la cara de vergüenza, porque más cornadas da el hambre
(y porque en realidad buena parte de estos escritores dedicaban más tiempo a
la vida bohemia que a la literaria, es
decir, a escribir), a la hora de ofrecer a editores y directores de los
periódicos artículos repetidos, refritos de otras obras anteriores, novelas a
las que solo cambiaban el título, incluso novelas inconclusas, armadas con poco
más que las tapas.
El Julio Verne español Es el caso de La torre de los siete jorobados. Parece ser que Carrere vendió a un editor (Juan de Palomeque, si hacemos caso a las memorias de Cansinos Assens), una novela ya publicada previamente con el título Un crimen inverosímil, que engordó marrulleramente por la mitad con varias páginas en blanco o fragmentos inconexos de otras obras. Fue esta parte de la “nueva” novela, en realidad, más de la mitad de la misma, la que Jesús de Aragón, el Capitán Sirius, un hoy olvidado autor de novelas de ciencia ficción y misterio (al que, sin embargo, se conoció en su época como el Julio Verne español), tuvo que recomponer por encargo del estafado editor, imitando el estilo de Carrere y llevando el gusto por lo estrambótico y lo arcano de este hasta el feliz extremo de inventar la secta de los jorobados y ese Madrid de galerías bajo tierra por las que este negro literario nos conduce con una luminosa antorcha en la mano.
Jesús Palacios
coteja concienzudamente en el prólogo citado anteriormente los pasajes de la
novela que se pueden atribuir a un autor y a otro. La suma da como resultado
una novela extravagante, un alocado folletín de aventuras, una novela de
misterio escrita por una especie de Edgardo (así se referían a su admirado Edgar Allan Poe) chulapo, que mantiene
al lector con la boca abierta y la respiración contenida, pues por La torre
de los siete jorobados desfilan aparecidos, resucitados, alquimistas…
todo ello contado a la vez con un tono zumbón, que da la impresión a veces de
mostrarse descreído con la propia y fantástica trama, pero sin que esta se
resienta en ningún momento.
Tortugas humanas Ese tono castizo y siniestro, esa mezcla de azucarillos, ratas y aguardiente, lo mantiene otro Edgar, Edgar Neville, en la adaptación al cine que realizó en 1944 en una película igualmente excepcional por su rareza dentro de la cinematografía española. En ella, Neville muestra cierta conmiseración con los malvados jorobados de la novela, pues sugiere que si crean esa ciudad subterránea de galerías y abismos que solo ellos conocen se debe a que allí pueden sentirse plenos, libres, a salvo de las burlas y las miradas de los “normales”, de todos aquellos que únicamente los quieren para frotar por sus chepas los billetes de lotería o las fichas del casino (“Estas simpáticas y tristes tortugas humanas llevan en su mochila el talismán de la buena ventura”, escribe Carrere).
Lizarraga, artista en el exilio Pero antes que Neville hubo otros intentos por llevar al cine La torre de los siete jorobados que a pesar de resultar infructuosos es de justicia mencionar, como el del artista pamplonés Gerardo Lizarraga, a quien recientemente han reivindicado Blanca Oria y Juan Zapater con un documental (Estrellado), diferentes estudios y conferencias y una magnífica exposición (Gerardo Lizarraga. Artista en el exilio) que ha permanecido meses en el Museo de Navarra. Lizarraga, pintor, publicista, muralista…, se codeó a lo largo de su vida con artistas de la talla de Julio Romero de Torres, Salvador Dalí, Leonora Carrington, Ernest Hemingway o Remedios Varo (con la que estuvo casado), pese a lo cual y a la calidad y variedad de sus propias obras es —o ha sido hasta hace poco— un artista silenciado y desconocido. Tras el golpe militar del 36 huyó y fue internado en el campo de refugiados de Argelès-sur-Mer (de donde consiguió salvar milagrosamente varios de los dibujos e ilustraciones que allí realizó) y posteriormente se exilió a México. Lizarraga estuvo, además, vinculado durante toda su vida artística al mundo del cine. Participó, por ejemplo, en la adaptación cinematográfica de Fiesta, la novela de Hemingway, para la cual pintó decorados y cuadros taurinos, además de protagonizar un cameo junto a Ava Gardner, dándose la casualidad de que entre el atrezzo de la película se reencontró con un cartel festivo (el que anunciaba los sanfermines de 1930) que él mismo había pintado años atrás. Y también años atrás —es a lo que íbamos— Lizarraga proyectó dirigir La torre de los siete jorobados, atraído sin duda por los escenarios surrealistas y fantásticos que se describen en la novela (y que Neville reprodujo muy atinadamente en su película, sobre todo con una impresionante escalera curvilínea de estilo expresionista que se hunde en las profundidades de la tierra de cartón-piedra). Lizarraga, por el contrario, hubo de desistir en su empeño por culpa del estallido de la guerra civil.
Novela frankenstein La torre de los siete jorobados es, en definitiva, una novela rara, cuyo proceso de escritura —y sus adaptaciones al cine— son en sí mismo otros folletines; una novela frankenstein (de la novela de Mary Shellie, por cierto, también hablaremos en la próxima entrega) cuyas costuras y cicatrices dan como resultado una obra tan inquietante como gozosa que hará las delicias de los lectores más bizarros, en todos sus sentidos, es decir, de los más extravagantes, pero también de los más valientes. Anímense.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 21/08/21
Se podría decir que
a mí me tocó el carnet de socorrista en una tómbola. Es decir, tenerlo, lo
tengo, y sin falsificar ni nada parecido, pero lo saqué hace siglos, a los
dieciséis años (ahora voy a cumplir cincuenta) y desde entonces no he vuelto a
meterme en una piscina. Ni siquiera lo he hecho todavía en esta en la que
trabajo.
Conseguí el curro
por medio de un amigo, que es jardinero en La Zarzaleja. “Tú tranquilo, que
allí casi nunca hay nadie”, me dijo. Y es verdad. Esta es una urbanización de
pijos, de esos con pulseras rojigualdas. Al principio me sorprendió que me
contrataran, con mis pintas, y que no me hicieran demasiadas preguntas. Pero
ahora comprendo que aquí están acostumbrados a los másteres de pega y también a
pagar en sobres en B a peña que luego coge la pasta y calla como un perro.
Supongo que eso es lo que esperan de mí. Que sea su perro.
La cuestión es que mi amigo tenía razón: este es un trabajo tranquilo. Excepto el día de los cayetanos, cuando los jóvenes de la urbanización organizaron una barbacoa, se pusieron hasta el flequillo de Jäggermeister con Red Bull y algunos de ellos acabaron defecando en la piscina (yo entonces les llamé la atención y ellos me dijeron que a ver quién me creía para decirles lo que podían hacer en SU piscina —y eso fue exactamente lo que, con otras palabras, vino a corroborar el administrador que me contrató; creo que fue entonces cuando decidí que por mí como si seguían bebiendo hasta reventar, hasta apurar las heces, nunca mejor dicho—); excepto aquella tarde, decía, las jornadas en La Zarzaleja transcurren tranquilas, sin sobresaltos.
Hay veces que
incluso, quitando al diputado, no aparece nadie en todo el día. “Supongo que
para todos estos pijos venir a la piscina común es como admitir que eres pijo
pero no lo suficientemente pijo y que en tu chalet no tienes piscina propia”,
me digo. Y así mato el tiempo, dándole vueltas al coco, pensando este tipo de
chorradas, u otras, preguntándome, por ejemplo, qué podría aportar yo a la
humanidad si me metieran en una máquina del tiempo y retrocediera cien,
doscientos años, si sería capaz de explicar cómo funciona un avión, la tele…
Hasta que aparece
él. El diputado. Suele venir todos los días a media tarde. Se tumba un rato,
atiende algunas llamadas (“Sí, sí, adelante con la querella, por feminazi”),
nada un poco, se tumba otro rato (“¿Qué ha dicho el Sherpa ese, que hay que
bombardear pateras? Ja, ja, qué crack, mandadle un mensaje de apoyo”) y se va
sin saludar, sin mirarme siquiera. Al principio, a mí me revolvía el estómago,
pero ya he dejado de hacerle caso. Menos cuando entra a la piscina y nada, a lo
perro, dejando la cabeza fuera, sofocado perdido. “¿Qué haría ahora si se
ahoga, conseguiría sacarlo?”, me pregunto entonces.
Esta tarde ha pasado algo extraño. El diputado ha alterado sus rutinas. Después del chapuzón se ha tumbado en la toalla y entonces yo he aprovechado para ir al baño. Y cuando he regresado él ya no se encontraba allí. Solo su toalla. Tampoco estaba nadando, aunque en el agua se dibujaban varias ondas, como si alguien se acabara de zambullir. Pero pasaban los segundos y del fondo no emergía nadie. “¿Qué hago?”, me he preguntado, con el corazón en un puño. Supongo que un socorrista como dios manda, un socorrista de verdad, debería haberse acercado al borde de la piscina. Pero yo me he sentado en mi silla, desorientado, como un perro sin amo, y, para distraerme, he seguido pensando en mis cosas, en cómo funciona la cabeza de un pijo de La Zarzaleja, o si en uno de mis viajes en el tiempo sería capaz de componer “Imagine”, de patentar el chupachús, de matar a Hitler… Ese tipo de chorradas.
EL TRIUNFO, de FRANCISCO CASAVELLA y otras novelas quinquis
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 21/08/21
El Vaquilla, José Luis Manzano, Sonia Martínez, Dum-Dum Pacheco, los supermirafioris, los tirones, El Pico, Perras callejeras, El Pico 2, los chutes de heroína en primer plano, los navajeros, nuestras madres apuntándonos a judo para defendernos de los navajeros… ¿Quién no recuerda a los quinquis y el cine que los reflejó, las películas de Eloy de la Iglesia o de José Antonio de la Loma?
Aquel fenómeno social, aquella realidad de los años setenta y ochenta fruto de un desarrollismo salvaje que arrojaba a la cuneta, a los descampados, poblados y barrios de aluvión, a cientos de jóvenes de clase trabajadora —condenados, no obstante, al desempleo, la heroína, y la delincuencia, en ese orden— fue documentada fielmente por el cine quinqui, cuyas películas eran a menudo interpretadas por los propios delincuentes juveniles, convertidos de ese modo en héroes populares y trágicos, con tristes finales en la mayoría de los casos. El cine quinqui se reivindicó como un subgénero en sí mismo, que también tuvo su banda sonora: Los Chichos, los Chunguitos, Los Calis, La banda trapera del río, Burning…
Un
escritor sobrado La
literatura, sin embargo, apenas se ocupó de estos bandoleros de extrarradio,
con honrosas excepciones, como la primera y brillante novela de Francisco Casavella, El triunfo (1990),en la que se narra la historia de cuatro rateros de poca monta
atrapados en el fuego cruzado entre dos bandas que se disputan el dominio del
Barrio (entiéndase el barrio chino de Barcelona).
Francisco Casavella, escritor enorme y malogrado (murió con
45 años, apenas unos meses después de recibir el Premio Nadal por Lo que sé de los vampiros, y tras haber
escrito obras descomunales como la trilogía El
día del Watusi), se llamaba en realidad Francisco García Hortelano, es
decir, compartía apellidos —que no parentesco— con otro famoso escritor, Juan García Hortelano, lo cual le llevó
primero a leer sus obras y después a dedicarse a la literatura. Es como si te
llamas Guillermo y te apellidas Séspir, con esas gracias no te queda otra que
probar suerte escribiendo, suerte que en el caso de Casavella le fue favorable.
Su primera novela, El triunfo, tenía de hecho un título premonitorio y reveló que nos encontrábamos ante un escritor de fuste. En ella, como decimos, se cuenta la vida de Palito (el narrador), el Topo, el Tostao y el Nen, cuatro jóvenes rumberos barceloneses que asisten a una guerra entre la vieja guardia, un grupo de legionarios que ha controlado el hampa del Raval, y los nuevos kies, los “moros” y los “negros”, que irrumpen con fuerza en el barrio. Junto a la narración en primera persona de Palito, que podía ser la extrapolación a la literatura de El Torete o el Pirri interpretándose a sí mismos en el cine, y que se vale de la jerga y el buen oído del autor (algo fundamental a la hora de escribir novelas quinquis), aunque sin despreciar una elaboración literaria o poética del discurso… junto a esa narración de Palito, decíamos, en la novela se intercalan una serie de capítulos en los que el Ghandi, el capo del barrio, expone su visión de la jugada, en este caso con un lenguaje más lírico, incluso arcaico, en un contraste que parece un alarde de Casavella, mostrando de partida todas sus cartas de escritor sobrado (de talento).
El
triunfo es mucho más que una novela sobre quinquis, rebasa con
creces el carácter documental, y en ella también late una tragedia clásica, el
enfrentamiento entre un hijo (el Nen) que intenta desagraviar la memoria de su
padre, y aquel que se lo arrebató, el Ghandi, quien representa la fuerza bruta,
la ley del más fuerte y de la costumbre; y es, además, una novela que junto con
la oralidad, el lenguaje callejero, bebe de fuentes clásicas, de Shakespeare (a
quien se cita al inicio) o del Diablo Cojuelo (el Nen y los rumberos buscan
refugio a menudo en los tejados, sobrevuelan su destino trágico en la tierra,
observando la ciudad desde las alturas y alejándose de ella, de su violencia y
su crueldad, mientras cantan rumbas y beben vino).
La
lírica lumpen
Tal vez sea El triunfo de Casavella la
primera, o una de las primeras novelas quinquis, si bien es cierto que en la
literatura española existe una larga tradición de obras sobre el hampa o la
pequeña delincuencia, que va desde la literatura picaresca (¿qué es sino una
novela quinqui Rinconete y Cortadillo?),
pasando por las novelas de los bajos fondos de Madrid de Baroja (la trilogía de La
lucha por la vida) o Galdós (Misericordia, Nazarín…) hasta el
Pijoaparte de Marsé, la Cecilia Ce
de Mercè Rodoreda o Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos.
Y, hablando de literatura quinqui, no podemos desde luego
obviar algunas de las novelas —posteriores a la de Casavella— de Montero Glez, como Manteca Colorá, Talco y bronce o
Sed de champán (con aquella primera frase memorable: “El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era lo único en
el mundo que jamás le daría por el culo”).
Montero
Glez, como Casavella, cuenta en ellas historias de soldados rasos, pobres
diablos reclutados por la fuerza o por las circunstancias para guerras entre
narcos o grupos de delincuencia organizada… Por esas trincheras de barrio bajo
pululan prostitutas, pequeños camellos, ladronzuelos, pícaros… Y como
Casavella, Montero Glez posee por una parte el don del oído, la capacidad de
captar la voz de la calle, de los barrios, el nuevo y cambiante lenguaje de
germanía, y por otra de convertir toda esa materia prima en una suerte de afinada
lírica lumpen o rumba literaria.
Otras novelas quinquis
Algo de lo que, en mi opinión, adolece Javier
Cercas en Las leyes de la frontera,
con la que intentó acercarse al fenómeno quinqui, y en su caso a la figura de
El Vaquilla, emulada a través del Zarco, el protagonista de la novela, a la
cual le falla el tono, como le falla el oído al autor (el resultado viene a ser
como cuando alguien intenta imitar a un rapero colocándose una visera al
revés).
La novela de Cercas, según él mismo ha reconocido, parte de una visita que hizo en su juventud a un poblado de barracas en Girona y la impresión que le causó, por una parte, y, por otra, de una exposición que el CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) dedicó a los quinquis y cuyo catálogo, titulado Quinquis de los ochenta, es un buen compendio de esa subcultura, en el que se recogen testimonios, carteles de películas, carátulas de discos y casetes… No hay, sin embargo, apenas alusiones a la literatura (excepto a Los mundos marginados. Poemas de la cárcel, de David González, que ya citamos aquí en otra ocasión).
De haber sido así, de haberse dedicado un apartado a los libros, además de las novelas de Casavella o Montero Glez, podríamos haber incluido en él, entre otros (a la hora de citar siempre se corre el riesgo del olvido o la ignorancia, pido disculpas) a Paco Gómez Escribano (Yonqui, Manguis, etc.), Eduardo Romero y su Autobiografía de Manuel Martínez o a Gabriel Oca Fidalgo, un tan magnífico como desconocido autor leonés, que además de haber conocido de primera mano los infiernos de la heroína, se ha inyectado en vena también a escritores como Celine, Bukowski, Burroughs o El Ángel, y se nota, vaya que si se nota, en sus recomendables novelas La carretera muerta, Ansiedad o la última de todas ellas titulada, precisamente, Una novela quinqui.
DIEZ DÍAS EN UN MANICOMIO, de NELLIE BLY y otros libros sobre locos
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 14/08/21
La isla de Roosevelt, entre Manhattan y Queens, a la que además de en metro se puede llegar en teleférico, es hoy un barrio tranquilo en el que viven unos diez mil neoyorkinos, una especie de remanso de paz dentro de la locura que gusanea la Gran Manzana; pero eso no siempre fue así, al contrario, en un tiempo Roosevelt, que entonces se llamaba Blackwell (pozo negro) fue una escombrera humana, el lugar en el que la ciudad arrojaba todo lo que consideraba sus despojos. Y así, en ella se estableció un penal, varios asilos para pobres, un reformatorio, un hospital para enfermedades contagiosas y — aquello por lo que fue más conocida—un terrible manicomio por el que pasaron miles de pacientes, abandonados a su suerte, además de, para dar cuenta de ello, algunos escritores y periodistas de relumbrón como Charles Dickens, que habló sobre aquel lugar en su libro Apuntes sobre América (su paso por la isla lo ficciona Vanessa Monfort en La leyenda de la isla sin voz) y, sobre todo, la reportera Nellie Bly, que escribió la impresionante crónica Diez días en un manicomio, la cual se convertiría en pionera del periodismo gonzo y con la que conseguiría cambiar, gracias a la denuncia que con ella hizo, las lamentables condiciones de vida de los locos (muchos de los cuales no lo eran) encerrados en ese siniestro centro psiquiátrico.
Cuanto más cuerda, más loca Nellie Bly, seudónimo de Elizabeth Jane Cochran, fue una de las primeras mujeres periodistas. Se inició en el oficio de un modo casi casual, respondiendo en un periódico de Pitssburgh a una columna de tono machista con una airada carta al director que llamó la atención de este, quien decidió contratarla como redactora; posteriormente, Nellie viajó a Nueva York, donde solicitó empleo en The New York World, dirigido por un tal Joseph Pulitzer, que fue quien, allá por 1887, le encargó el famoso reportaje de incógnito sobre el manicomio de la isla de Blackwell.
Para ser internada en este, Bly se alojó en una pensión para mujeres trabajadoras, en el que fingió un comportamiento lunático —aunque sin recurrir a estridencias, no se arrancó mechones de pelo, ni profirió carcajadas demoniacas, ni se comió sus propias heces— consiguiendo de todos modos que de un día para otro, con un superficial examen médico, la enviaran a Blackwell, donde se encontró con un panorama aterrador: hacinamiento, frío, maltratos físicos… Hay dos detalles que ilustran todo aquel horror. El primero: tras conversar con algunas de sus compañeras la periodista descubrió que algunas de ellas habían sido enviadas a aquel lugar por razones de lo más peregrinas, por ejemplo, por hablar alemán; y el segundo: una vez que llegó al manicomio, Nellie Bly dejó de fingirse loca y se comportó como lo hacía habitualmente, lo cual, en lugar de despertar dudas sobre su enfermedad mental, reafirmó esta. “Cuanto más sensatamente actuaba y hablaba, más loca me consideraban todos”, escribe. Por fortuna, Nellie Bly había pactado con Pulitzer ser rescatada de la institución al cabo de unos días y pudo salir de aquel pozo negro, a diferencia de otras pacientes, condenadas a ahogarse en él a menudo por culpa de malentendidos o arrebatos pasajeros y comunes de furia, que en el caso de las mujeres automáticamente se asociaban con demencia.
Precursora del periodismo gonzo La publicación por entregas del reportaje de Nellie Bly tuvo un gran impacto entre los lectores. A pesar de lo cual —tal y como señala Vanessa Monfort— muchos de quienes fueron enviados en los años posteriores a los diferentes presidios de Blackwell continuaron llegando hasta allí de manera abusiva, acusados de obscenidad y corrupción moral, en el caso, por ejemplo, de la actriz Mae West (es decir, por estrenar en Broadway una obra de teatro titulada Sex), o — por citar otra ilustre huésped de Blackwell— la cantante Billie Holiday—, por prostitución, cuando solo tenía 13 años (sobre Billie Holliday, quien precisamente escuchó en Blackwell por primera vez los discos de Louis Amstrong o la gran Bessie Smith, hay una recomendable y espeluznante autobiografía, Lady sings the blues, en la que la cantante narra su atormentada vida —drogadicción, hambre, racismo…—).
Como hemos señalado antes, Diez días en un manicomio fue precursora del periodismo gonzo, es decir, aquel en el que el periodista se convierte a sí mismo en protagonista y vive en carne propia aquello sobre lo que escribe, narrándolo en primera persona. Algunos de los autores más conocidos adscritos al género son Hunter S. Thompson que narró desde dentro sus experiencias con los ángeles del infierno (hasta que los motoristas descubrieron que era un infiltrado y lo apalizaron), su propia candidatura como sheriff (una de sus promesas fue despenalizar las drogas) o el psicotrópico viaje a bordo de un autobús fletado por Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, que se dedicaba a ofrecer catas de LSD por los pueblos de la América profunda; otro ejemplo de escritor gonzo es el alemán Günter Wallraff, autor de Cabeza de turco, en elque, tras disfrazarse durante meses de inmigrante turco, narraba las humillaciones y racismo al que era sometido en la Alemania de mediados de los ochenta.
Más libros sobre manicomios Pero volviendo a Nellie Bly, su nombre es solo uno más dentro de una larga lista de autores que han escrito sobre la locura o desde la locura: Antonin Artaud, Alejandra Pizarnik, Leopoldo María Panero (sobre el cual, a propósito de biografías recomendables y terribles, J. Benito Fernández escribió la magnífica El contorno del abismo), Sylvia Plath, Jean-Jacques Rousseau (que tenía manía persecutoria), Friedrich Nietszche, Jonathan Swift — el autor de Los viajes de Gulliver—… Por no hablar de novelas que transcurren en manicomios o están protagonizadas por enfermos mentales: El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, Los renglones torcidos de Dios, de Torcuato Luca de Tena, Memorias de abajo, de Leonora Carrington (un dietario sobre los cinco días que pasó en un sanatorio de Santander, sometida a todo tipo de vejaciones), Antes del huracán, de Kiko Amat, Perorata del insensato de Miguel Sánchez-Ostiz, Cada cuervo en su noche, de F.L. Chivite o la propia Alguien voló sobre el nido del cuco, de Ken Kesey. Pero si hay un autor en cuya obra podemos seguir paso a paso el proceso de la locura, la aparición de los primero síntomas y el avance de la enfermedad, es Guy de Maupassant, que acabaría sus días en una clínica psiquiátrica tras diferentes episodios de pánico, alucinaciones, problemas nerviosos e intentos de suicidio. Maupassant reflejó todo ello, así como el terror ante la percepción de su propia locura, en cuentos memorables como ¿Quién sabe?,El loco, o El Horla, un diario en el que el personaje principal anota su inquietud por la irrupción en su vida de un ser invisible y misterioso que lo controla y lo vampiriza mientras duerme. “¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia?”, se pregunta el protagonista del cuento. Una desazón que, sin duda, ha llevado a muchos de los autores a interesarse por la enfermedad mental y a no pocos a sucumbir en ella y que tal vez no tenga respuesta, ni siquiera después de pasar diez días en un manicomio. Nellie Bly —tal y como señala en una nota cuando su reportaje, publicado inicialmente por entregas, apareció en formato de libro— consiguió al menos que las condiciones de los pacientes de Blackwell mejoraran notablemente, pues como consecuencia de su denuncia la ciudad de Nueva York destinó cada año un millón de dólares adicional al cuidado de sus enfermos mentales.
“Lo que pasa en Basque Abentura se queda en Basque Abentura”. Esa era la consigna entre los trabajadores del conocido parque temático. Hasta que uno de ellos rompió el pacto de silencio y destapó la verdad: bajo la amable apariencia de Txuletontxo, Txakolina o Txistorrón, las mascotas de Basque Abentura, se escondía un mundo subterráneo de alcohol, drogas, orgías… y una siniestra trama de delincuencia organizada y economía sumergida.
Aimar Ahmed Gonzalvo, ese era el nombre del “txibato”; también conocido como Kokotxo, el personaje al que daba vida en el parque, uno de los preferidos de los niños. Fue él quien subió a Instagram el vídeo en que dos de las mascotas más emblemáticas de Basque Abentura aparecían practicando sexo oral, mientras varios de sus compañeros las jaleaban.
La escena tenía lugar en uno de los túneles que atraviesan el subsuelo del parque, una auténtica ciudad subterránea diseñada para albergar los conductos de ventilación o el intrincado cableado de las atracciones (como el Patxaranazo, la interminable caída libre con forma de botella, o el Txalaparta Speed, la vertiginosa montaña rusa); túneles que los trabajadores de Basque Abentura utilizaban como refugio donde tomar un respiro durante sus maratonianas jornadas de trabajo.
Un testimonio anónimo “Metíamos muchas horas y nos pagaban muy poco”, declara uno de dichos trabajadores, que prefiere ocultar su identidad, “pero la empresa nos compensaba haciendo la vista gorda con las drogas. A veces eran ellos mismos quienes nos las ofrecían. Era una manera de aguantar el ritmo. En verano, por ejemplo, empezábamos a currar a las once de la mañana y no acabábamos hasta pasada la medianoche”, explica.
Tal vez por eso Basque Abentura también miró para otro lado cuando algunos de sus trabajadores comenzaron a pernoctar en los túneles, o no hizo demasiadas preguntas sobre el pasado de estos (después de todo, no resultaba tan sencillo encontrar a personal dispuesto a pasar jornadas de catorce horas bajo un disfraz en el que la temperatura se acerca a los 45 grados). Algunos de esos trabajadores, de hecho, según se supo después, eran delincuentes buscados en varios países, los cuales encontraron en Basque Abentura una especie de legión extranjera en la que alistarse para borrar sus crímenes. ¿Quién podía sospechar que bajo la entrañable apariencia de Txuletontxo se ocultaba un asesino en serie?
Txakolina fumando crack El joven Aimar Ahmed Gonzalvo, Kokotxo, por el contrario, no soñaba como sus compañeros con convertirse en un gran jefe del narco o un traficante internacional de armas. Él aspiraba a ser actor. Todavía no está muy claro si compartió en Instagram su vídeo de una manera inocente, o fue una venganza. “A veces se mostraba irritable”, revela nuestro confidente. “Lo habían sancionado en varias ocasiones por su comportamiento. Una vez le dio una colleja a un niño que mordió su disfraz de kokotxa, y también había tenido trifulcas con varios compañeros, a los que reprochaba su falta de vocación artística”.
Sea como fuere, su vídeo se convirtió rápidamente en viral. Y tras él aparecieron más. Txakolina fumando una pipa de crack. Txistorrón trazando eses… En uno de ellos, tras la imagen de un grupo de trabajadores haciendo desnudos el trenecito, se aprecia una pintada en la pared: “Kokotxo, txibato, los días que te quedan son una cuenta atrás”. Solo una semana después, cuando la policía irrumpió en uno de los túneles de Basque Abentura, encontraron el cadáver del joven actor Aimar Ahmed Gonzalvo flotando en una caldera de agua hirviendo. Todavía quedaban pegados a él restos de su traje. Su traje de Kokotxo.