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Hoy me he apuntado yo. Al paro, digo. Ayer fue mi último día de trabajo. Pensaba que cuando llegara este momento escribiría una entrada en este blog con el cuchillo en la boca, pero de momento me siento liberado, y en una paz extraña que no me apetece perturbar. En estos cuatro años he vivido situaciones tan absurdas que solo podría contarlas en una novela (quizás la he escrito ya). A menudo me he sentido maltratado profesional, humana y desde luego económicamente. Por ejemplo, he escrito cartas, discursos, prologos de libros que después firmaba un director general de un banco,y mi nómina era de mileurista e incluso, al principio, de ochocientoseurista. Me ha salido psoriasis. La conciencia me ha mordido a menudo como una perra rabiosa, por trabajar para el que yo consideraba el enemigo , mientras trataba de excusarme diciendo que aquí de putas hacemos todo. He aguantado a gente muy rara, medio trastornada y destructiva. No he aprendido casi nada (o sí, quiero decir que no me han enseñado nada). He sobrevivido. Y he conocido también a gente que merece mucho, pero mucho la pena. Creo que ellos ya saben de quién hablo (tanto unos como otros). Por lo demás, ahora siento vértigo cuando miro hacia delante, y se me encoge el estómago cuando mi hijo mayor me pregunta si ya no podré comprarle juguetes, o cuando pienso en lo mal que he sabido buscarme siempre la vida, o en el hecho de que no tengo un oficio (en realidad, no soy nada, no soy periodista, ni publicista, ni vivo de esto de escribir…). Pero vértigo también sentía antes, y malhumor, y vergüenza cuando me preguntaban a qué me dedicaba… Ahora tendré tiempo para escribir y para estar con los niños. Hugo está aprendiendo a leer. Malen empieza a juntar palabras . Yo tengo dos novelas a medias. Y varios proyectos que verán la luz en solo unos días. Uno de ellos es la reedición de mi primera novela, en papel y con su título original, La virgen puta, gracias a la cual estaré en la Semana Negra de Gijón y si llegamos a tiempo en la Feria del libro de Madrid. Me siento bien. Igual a alguno le jode. Y entonces me siento mejor.
Durante cinco años estuve publicando una columna semanal en el diario Gara (casi siempre eran pequeños cuentos), y la mayoría de ellos las ilustraba Exprai, que ahora abre web, en la que irá colgando sus dibujos y algunas de esas columnas. Empieza con esta ilustración, que me encanta. www.exprai.com.. Y este es el cuento:
DIARIO DE UN MOCHILERO
Ya sabía yo, cuando al comienzo de mis vacaciones robé en una tienda de souvenirs, aprovechando la ovina embestida de un grupo de turistas, este diario en el que anoto mis experiencias –eso cuando no tengo que echar mano de algunas de sus páginas para que sean mis apurados intestinos quienes descarguen sus impresiones– que llegaría el día –hoy– en el que escribiría algo que mereciera la pena, algo que se saliera de lo habitual, que me pusiera de punta los pelos del corazón y recordara toda mi vida. Es un poco como la vida misma, que nos la pasamos haciendo cosas estúpidas, aburridas y aniquilantes, trabajar, por ejemplo, a la espera de recompensas muchas veces efímeras, como una risa, o un polvete (bueno, es que yo –lo digo a viva voz– soy eyaculador precoz).
Aunque ahora que lo pienso lo que tiene sentido anotar en un diario son las cosas pequeñitas, los detalles que se olvidan con el tiempo. Un diario es como un plumero que limpia el polvo de la memoria. Como un “liftin” en las arrugas de los recuerdos. Como un billete para la máquina del tiempo perdido. Repaso las hojas anteriores y se que si no lo hubiera anotado tarde o temprano olvidaría aquello que dijo en la playa de Ondarru, hace unos días aquel niño tan salado a su aita, cuando me vio tumbado, medio escondido y en pelotas: –mira, aita, una colita con barbas; o la mirada extraviada, alunada y brumosa, del tipo solitario del camping de Lekeitio, el que bajaba a los acantilados para hacer taichi en busca de una paz interior de mentirijillas, que desenmascaraban los perros que le ladraban por el camino…
Esto que voy a contar, sin embargo, es probable que no lo olvide nunca, aunque tengo que dar inevitablemente testimonio de ello en este diario, esta vez para que un hecho tan extraordinario no se acomode en mi memoria como una especie de carcinoma fantástico que me haga dudar de si realmente sucedió alguna vez o sólo fue un producto adulterado por mi imaginación. Y es que no todos los días se encuentra uno un toro en el supermercado.
Ha sido esta mañana, en Deba. Al principio ni siquiera me ha llamado la atención. He pensado que se trataba de cualquiera de esas ridículas promociones publicitarias. Algún producto muy masculino, o muy español… Como su selección de fútbol y aquel anuncio en que los jugadores se suponía que eran 11 toros que iban desencajonando al terreno de fútbol, furiosos, orgullosos… y muertos al cabo de veinte minutos; o de un par de eliminatorias. Después, cuando ha volcado la estantería de las colonias y todos los perfumes se han hecho añicos, ni siquiera la mezcolanza de aristocráticos aromas han podido tapar el olor del miedo descargado en mis bermudas. ¡Era un toro de verdad! (que según he podido saber se había escapado de un baserri cercano, donde su propietario lo tenía pastando como si fuera la pacífica vaca lila de Milka –no es tan extraña pues la res-anuncio–). Estaba embistiendo el furibundo toro a una chica con un bikini amarillo que anunciaba una crema bronceadora, ensañándose con ella, más bien, aunque por suerte era una mujer de cartón, de esas que luego no se ven en las playas, lo cual nos ha brindado a los demás la oportunidad de resguardarnos. Yo me he refugiado junto con una señora mayor en el arcón de los congelados. Hemos aguantado todo cuanto hemos podido, hasta que ya no éramos capaces de distinguir nuestros dedos de las barritas de merluza. Sólo se escuchaba allá dentro el zumbido del frigorífico, de modo que cuando nos han sacado ignorábamos el desenlace del rocambolesco episodio, no sabíamos si había habido disparos, o tan sólo dardos tranquilizantes, o si habían aprovechado para que tomara la alternativa alguno de esos toreros raros que reclaman una oportunidad –aquel con gafas, o el militar ese ruso, o el enano más alto del bombero torero– el caso es que el morlaco ya no andaba de compras por el súper.
Ha sido algo, querido diario, verdaderamente alucinante, así que ya no se que más puedo contarte por hoy. Sólo que esto constará en acta, fijo, porque aprovechando el barullo he podido despistarles a las cajeras, además de una cuatroquesos y una botella de kalimotxo –que, flipa, lo venden ya embotellado– un paquete de rollos de papel higiénico, así que, tú tranqui, creo que ya nunca más durante estas vacaciones mochileras tendré que limpiarme el culo, con perdón, con el recuento de mis peripecias.
Este es el ridiculum vitae que Vicente Muñoz ha colgado en el blog habilitado para el primer y prometedor número de regreso de Vinalia Trippers, que va a ir de abducidos, marcianos y aliens. Así voy entrenando un poco, ahora que me va a tocar de nuevo buscar una nave a la que subirme. La foto es de un verano que me tocó currar de barrendero -sanfermines incluidos-. He tenido trabajos muchos peores que ese, con un contacto mucho más directo con la basura.
Llevo mandando sondas a los humanos desde hace más de 20 años: libros de cuentos, como Ajuste de cuentos, Cuentos de color gris, Cuentos sanfermineros, El cangrejo valiente y La polla más grande del mundo; novelas como Cuestión de supervivencia/La virgen puta, Ciudad Retrete, Odio enamorado o Atrapados en el paraíso, sobre mi viaje al planeta basura y las montañas humeantes de Manila; libros infantiles como las biografías de Beethoven, Franklin, Mozart; he participado en diferentes misiones espaciales junto con otros marcianos: Golpes,Tripulantes o Cuentos de fútbol (en italiano). También he reclutado yo mismo ,con Vicente Muñoz, a navegantes galácticos en una gran aventura: Resaca/Hank Over. Un homenaje a Charles Bukowski. En algunas ocasiones he sido condecorado por mis misiones (Premio El Viajero de El País-Aguilar; Premio a la Creación del gobierno de Navarra; finalista del Premio Desnivel y del Premio del libro deportivo Marca…).
A menudo siento, sin embargo, que todos mis intentos de conectar con el exterior han fracasado y que al otro lado no hay nadie. En la foto me veis junto a alguna de las naves enemigas por las que suelo ser abducido. Sigo, de todos modos, intentando convertirme en un hombre libre.
Este de aquí abajo es un cuento sobre baloncesto, la versión jibarizada en realidad de un relato mucho más largo e inédito en el que aparecían mascotas de equipos, baloncestistas frustrados… Yo mismo soy un baloncestista frustrado. Durante muchos años estaba convencido de que me ganaría la vida jugando de base en el Real Madrid, cuando Corbalán se retirara (es extraño pero soy antimadridista en lo que a fútbol se refiere pero me entusiasmaba aquel Madrid de Iturriaga, Delibasic, Martín…). Y cualquiera que me viera ahora no se lo creerá, pero yo era un buen jugador de baloncesto. Ahí arriba está la prueba. Una foto de 1987 con la selección navarra juvenil (pinchando, a la derecha en ela parte superior: yo soy el primero por la izquierda agachado; no se aprecia bien pero llevo unas melenas hasta media espalda). Jugamos contra algunas promesas del baloncesto nacional selecionadas en un equipo llamado Operación Siglo XXI y les dimos una buena paliza y contra el Sparta de Praga, con estos no recuerdo el resultado pero sí que yo anoté 12 puntos. ¡Que tiempos!
LA CANASTA MILLONARIA
Hay quienes ven pasar su vida en una película cuando están a un pelo de palmarla; a mí, sin embargo, me han proyectado un cortometraje justo ahora que estoy a punto de volver a nacer, mientras el balón gira y gira y gira, como un bola del mundo, en el aro de la canasta, todo ello en el intermedio de este partido de las estrellas.
La primera secuencia ha sido la más próxima a este día. Yo estoy sentado en la taza, sin papel, cuando buscando por los suelos meados de mi vida encuentro el folleto que puede, de una maldita vez, cambiarla.
“La ACB te ofrece la posibilidad de convertirte por un día en una estrella del basket. Imagínatelo. Intermedio del partido de las estrellas. Te colocas tras la línea de 6’ 25. Botas el balón, miras la canasta, respiras hondo y lanzas. Si encestas te embolsas 1 millón de euros. Si fallas…¿Aceptas el reto?”
El baño es el de mi fábrica, la fábrica en que doy de comer a máquinas que a cambio chuperretean, como si fuera un helado, mi talento. Porque yo iba para estrella de la NBA.
Doblo cuidadosamente el papel, lo guardo y ese día vuelvo a casa con los calzoncillos sucios pero, por primera vez en mucho tiempo, con una pizquita de esperanza entre los callos de mis dedos.
—Acepto el reto— me digo
Segunda secuencia. El día que a mis sueños se le fracturaron los tobillos.
Fue en la final de un campeonato juvenil. La culpa de que todo saliera mal, aunque resulte tópico decirlo la tuvo el árbitro. Si cuando me robaron aquel primer balón en una evidente falta personal éste la hubiera señalado quizás habría podido continuar jugando tranquilo, como yo sabía, y meter mis acostumbrados cuarenta puntos, y entonces me habría fichado un primera, y después la NBA, una vida en definitiva radiante y sin lugar para la frustración. Pero lo cierto fue que detrás de aquella personal vino un brusco bloqueo que me tumbó en el suelo, y después más faltas, empujones…Comprendí entonces, de golpe, que allí ya no contaba sólo el talento, también había que ser fuerte, y alto, muy alto, y saber usar los codos, pisar al contrario sin que el árbitro te viera… Los fundamentos, en suma, de una vida despiadada.
Las imágenes se suceden ahora a toda velocidad: barras de bares, peleas, la expulsión del instituto…
La fábrica.
La fábrica.
La fábrica.
Y ahora, finalmente, estoy aquí, esperando el final de la película. Llevo varios días entrenando, después del trabajo, en una pista que hay debajo de casa. El primer triple que intenté ni siquiera tocó el aro. Un grupito de chavales dominicanos se rió de mí. Pero volví al día siguiente. Y al otro. 100, 200, 300 triples. El último día probé a bajar vestido del modo más ridículo que pude, con calentadores y una gorra con las orejas de Mickye Mouse. Los muchachos esta vez no se rieron. Ni se dieron cuenta. Encesto 3 de cada cuatro triples.
Hace un momento me he colocado tras la línea de 6’ 25. He botado el balón, he mirado la canasta, he respirado hondo y he lanzado. Y apenas lo he hecho me he dado cuenta de que en realidad me da igual el millón de euros. Siento, tras ver la película, el cortometraje de mi vida, que me he levantado y he echado a andar de nuevo. Pienso todo ello mientras, acunado por el aro de la canasta como un recién nacido, el balón gira y gira y gira…
LA VIDA PRIVADA DE ADOLF HITLER
PATXI IRURZUN
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Aquella mañana, mientras en Auswichtz volvía a caer una fina lluvia de cenizas, Adolf Hitler amaneció de buen humor. La noche anterior había conciliado el sueño con una nueva mezcla de píldoras -estricnina y belladona- del doctor Morell y no hubo desvelos, no apareció Geli, su amante sobrina, con la cabeza reducida a un cuajarón de sangre, ni su estómago malherido exprimió con sus retorcijones el recuerdo del hambre, en la pensión de Viena, cuando era joven.
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Durante el desayuno, cuando Eva Braum le sirvió el acostumbrado segundo tazón, pudo ver en su bigotito rectangular, serpenteando como trémulos gusanos, varias gotas de leche. En momentos así Eva se sentía parte de la historia, pues sólo ella conocía detalles íntimos como ése, o los violentos arrebatos en la alcoba, cuando su pito, ¡Heil Hitler!, se negaba a alzarse. Su nombre permanecería siempre unido al de Adolf Hitler porque debía sepultar en un búnker el secreto de sus miserias domésticas. Aunque a veces él parecía mostrar más cariño por la perra Blondi, que aquella mañana excepcionalmente se había tumbado a sus pies y a la cual el führer introducía una y otra vez el dedo índice en la vagina.
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Tras el desayuno Hitler se reunió con su Reichmariscal, Goering.
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-Tengo que enseñarte algo, Hermann- le dijo, y se dirigieron a la sala de los cuadros, donde había colgado un nuevo lienzo en el que aparecían tres mujeres rubias y desnudas, voluptuosamente ociosas. Hitler se regodeó observando cómo Goering enrojecía de rabia. Quizás Hermann se paseara vestido en sedas blancas, coronado con la cornamenta de un alce por su palacio campestre entre las obras de arte que sus hombres saqueaban de los principales museos de Europa, pero el Führer continuaba siendo él.
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-Maravilloso- hubo de reconocer el Reichmariscal.
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Hitler se pasmó una vez más al admirar la palidez marmórea de la piel de las muchachas e imaginó que posaba sus manos sobre ella y que al retirarlas se dibujaba una huella encarnada, como las marcas sanguinolentas del látigo cuando azotaba las compactas nalgas de Geli… Repentinamente se sintió incómodo, como si Goering profanara su altar o pudiera descubrir las pequeñas gotitas amarillentas de semen sobre el lienzo, con las cuales ofrendaba el recuerdo de su sobrina algunas noches de, cada vez más esforzado, frenesí pajillero.
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-Déjame solo, Hermann- le pidió.
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Estuvo en la sala hasta la hora de comer. Himmler le telefoneó cuando daba cuenta de su ensalada, plagándola de bichitos muertos con sus cifras de deportados, eliminados…
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-Estúpido- pensó. Desconfiaba de su eficacia y su sumisión casi tanto como de la arrogancia de Goering. Incluso creía que había sido Himmler quien hiciera correr aquellos rumores sobre el pasado incestuoso de su familia o sobre las salpicaduras de sangre hebrea en sus venas y creía que, llegado el caso, sería capaz de enviarle a él, al mismísimo Führer, a la cámara de gas.
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Afortunadamente, a media tarde le visitó Joseph Goebbels, su fiel ministro de propaganda. Vieron varias películas de Mickey Mouse. Joseph se descalzó y reposó sus pies doloridos sobre una butaca. Hitler se fijó en el muñón del derecho como el impúdico puño de un bolchevique y sintió una solidaridad entre aquella tara y su único testículo. Le agradaban esos momentos de intimidad, de dos solos y a oscuras, compartiendo sus risas hasta tal punto que cuando Joseph se despidió («Tengo que irme, Magda ha preparado pavo esta noche») sintió una leve repugnancia, no sabía si por el pavo y sus prejuicios vegetarianos o por Magda, a la que envidiaba en secreto.
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Consultó el reloj: las 8, la hora en que recibía a Morell. Salió al pasillo. Todo estaba en silencio. La Cancillería parecía un navío abandonado y a la deriva. Por un momento, le sacudió una tiritona y las sombras fantasmales de Geli y de su amante judío, con su descomunal pene haciéndole el amor se proyectaron en aquel pasillo espectral. Corrió aterrorizado hasta la sala-botiquín y al entrar la presencia de Morell fue como una angélica aparición, aunque el aspecto de éste, descuidadamente gordo y sucio, se asemejara en realidad al de un ángel caído y revolcado en miasmas.
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Hitler, sin embargo, lo necesitaba, así que se remangó la camisa y se tumbó en la camilla. Su voluntad se concentró en la aguja. La morfina había convertido a un curandero, a un charlatán de feria en el médico de confianza del führer. Poco a poco, oleadas como la eyaculación lenta de mil querubines, le mecieron dulcemente hasta el final arcoirisado de aquel día, de nuevo en casa, con el trabajo cumplido y la narcótica ilusión de que quería a Eva Braun, la cual le servía la cena, mientras la fiel Blondi tendía su vagina a sus pies; incapaz de imaginar que un día probaría con la perra el mismo veneno con el que él se suicidaría, y que el fúnebre regalo de bodas para la abnegada Eva sería el mismo que hiciera tiempo atrás a Geli, su sobrina, la única mujer, el único ser humano por el que sintió algo remotamente parecido al amor: la pistola con la que ella se voló los sesos.