Hoy es el día de la super-resaca en Pamplona. La mía es moderada, porque desde hace unos años he bajado la cantidad de ingesta de bebidas espirituosas ,por el bien de mis hijos. Pero estoy muy cansado: callejear y beber cerveza con una niña de 21 meses que no quiere saber nada de la silleta ni de que la tenga en brazos otra persona que no sea su aita es complicado y agotador (aunque tiene otras compensaciones). Por lo demás volví a emocionarme, como todos los años, en el chupinazo, soy un moña y un hiperlocal que diría El naúgrafo digital, pero no lo puedo evitar, y me gusta, qué hostias. Para mí sigue siendo el día más especial del año. El caso es que estoy derrengado y mañana continúa la fiesta: a la 1 de la madrugada cogeré un autobús que me lleve a Madrid, donde a las 8 de la mañana me subiré al tren que nos lleva a los invitados a la Semana Negra de Gijón. El sábado presentaré con Kalvellido nuestro artefacto La virgen puta. Esperemos que el malagueño esté inspirado y me saque del marrón en el que siempre me veo cuando se trata de hablar en público y sobre mis propias obras. Tenía ganas, por lo demás, de saber qué es eso de la Semana Negra, el tren negro, todo negro y criminal… Va a ser como salir de una burbuja, la sanferminera, y entrar en otra, y el lunes otra vez a Pamplona, y a continuar las fiestas. Pobre de mí.
A mí por lo general el futbol ni fú ni fá, excepto cuando juega Osasuna y en los Mundiales. En estos de Sudafrica iba con Argentina (o más bien, con Maradona) y, siempre, con todos los equipos que juegan contra España. Ahora seguro que suenan las vuvuzelas. Pero no aguanto el bombardeo mediático, la arrogancia, el desprecio, en lugar de respeto al contrario (aunque Del Bosque ha atemperado algo eso), el buscar siempre cabezas que cortar cuando algo falla, como si esto no fuera un juego en el que el error humano es uno de los componentes, los comentaristas-hoolligans de televisión (aunque uno de ellos sea el entrenador de Osasuna, precisamente), el despliegue de banderas y de patriotismo chusco… Supongo que en todos los países sucederá lo mismo, pero a mí me toca soportar a los de aquí. En cuanto a lo de Argentina, siempre he sentido debilidad por Maradona, y también en este mundial, donde ha seguido siendo el Pelusa (por ejemplo, sacando a Palermo y con la fortuna y la justicia poética de su parte, consiguiendo que este metiera su golito). Ahí abajo va un cuento maradoniano que escribí para un especial sobre Diego que creo que nunca llegó a publicar el escritor Chus Fernández en su fanzine -luego lo incluí en La polla más grande del mundo-y que explica esa extraña simpatía por un personaje como este, al que creo que hay que querer de este modo, desde lejos y viéndolo detrás de esa halo nebuloso que rodea a los mitos.
PELUSA
Aquel gatito lo trajo a casa mi hermano una tarde de agosto en que el cielo era un brasero. Se lo encontró a la orilla del río, enredado en unos matorrales. Parecía una bolita palpitante de pelos negros, negrísimos. Estaba aterrorizado. Recuerdo que todos los días le lavábamos la cola con un champú que olía a fresas, pero el volvía a cagarse encima. Era todavía muy pequeño. Tan pequeño que dormía en una caja de galletas María. Y sin embargo, ya desde aquellos primeros días, jugueteaba con las pelotas de lana con destreza, correteaba por el pasillo con ellas ensartadas en sus garras de pantera de mentirijillas . Le pusimos Pelusa, por ello, y porque era negro, y porque había nacido en un arroyo. Por Maradona. Por entonces Diego estaba en su mejor época, hacía sobre la cancha exactamente lo mismo que nuestro gato en el pasillo, sorteaba a todos sus rivales como si estos fueran invisibles, como si llevara la pelota cosida al pie, enganchada a una de sus uñas; o metía goles con la mano. La mano de Dios. En un mundo-balón Diego Armando Maradona no podía ser otra cosa sino Dios.
Pelusa poco a poco fue creciendo, dejando de embadurnarse la cola con sus propios excrementos, hasta acabar convirtiéndose en un gato hermoso, que se movía con una elegancia arrogante por la barandilla del balcón, como si también él fuera un dios animal, o un demonio enmascarado. Un día, sin embargo, de repente perdió el equilibrio, y cayó al patio desde nuestro quinto piso. Cayó de pie, porque esa era su naturaleza, y aunque tras una semana sin probar bocado ni moverse de su capazo pareció volver a ser el de antes, algo se había roto dentro de si mismo. Pelusa comenzó a destrozar todas las plantas de casa, a mordisquear sus hojas y revolcarse después medio loco en el suelo de la cocina. A veces incluso se cagaba encima, y volvía a ensuciar su preciosa cola negra. Pero Pelusa ya no era un cachorrito, así que mamá dijo «O el gato o yo».
Lo abandonamos allá en las afueras, junto al manicomio, en un viejo caserón plagado de gatos callejeros, más demonios caídos y rotos por dentro, a los que los locos alimentaban en sus paseos errantes. Algunas tardes mi hermano y yo también le llevábamos a Pelusa un trozo de hígado, pero siempre aparecía un gato más fuerte, o más rápido, o más joven, que se lo arrebataba. Poco a poco dejamos de vagabundear por allá, pero algunos meses más tarde, cuando por casualidad volvimos a pasar por el caserón Pelusa, lejos de morir de hambre, se había transformado en un magnífico ejemplar, gordo, monstruoso, casi repulsivo que se paseaba desafiante entre los demás machos, los cuales le abrían paso con respeto, sin valor para disputarle la comida que le arrojaban los internos del manicomio y que él sólo compartía con varios cachorrillos con las colas salpicadas de lapas; como si todavía recordara aquella tarde de agosto con un cielo como un brasero en que mi hermano lo encontró enredado en un matorral.
Me gusta recordar así a Pelusa. Casi más que cuando se deslizaba, presumido y elegante, por la barandilla del balcón.
Me gusta casi tanto como ver a ese Diego gordo y balbuceante, o a aquel Diego con la mirada perdida en un desierto de nieve, a este Diego al que los porteros le dejan meter los penaltis.
Porque prefiero creer en un dios que tropieza, y que cae de pie, y que se vuelve a levantar enrabietado; en un dios que lleva al Che Guevara tatuado en un hombro; en un dios al que Andrés Calamaro le escribe canciones; en un dios que no olvida que él también nació en el arroyo.
Una columna de autobombo -sobre mi propia columna, Día D hora H, de hace años en Gazte Algara- ilustrada por Exprai en esta ocasión en jumelage con Kalvellido.
TABLÓN DE ANUNCIOS
La primera vez que escribí un cuento tenía cinco o seis años –hay que ver, tan pequeñito y ya tan desgraciado, contagiado por esa terrible enfermedad–. Fue en el campo. Me había destripado un dedo trepando a un árbol, cuando uno de aquellos anillos con sello se enganchó en uno de sus nudos, y ya no pude, ya no me dejaron seguir jugando con mis hermanos y mis primos, continuar taponando los hormigueros, meándome en las brasas de las fogatas domingueras… Fue entonces cuando, ¡voila! mi madre sacó de la chistera que es el bolso de todas las mamás un lápiz y un cuaderno, que todavía conservo y en la cual aparece garabateado aquel primer cuento. Cuenta la historia de unas mariposas a las que les gustaba oler las flores en vez de ir al cole, y cuando fueron mayores, se hicieron pelotaris, como mi abuelito, y restaban todos los tantos desplazándose rápidamente por el aire y recogiendo suavemente con sus alas la pelota… Cosas por el estilo, no importaba. Lo que de verdad importaba era que de esa manera podía seguir trepando a los árboles, y hasta encaramándome a sus ramas más altas, aquellas a las que sólo podía llegar con mi imaginación.
Todavía hoy, muchos años después, mientras el resto de los niños de mi edad se casan, tienen niños preciosos (un beso muy fuerte para la recién llegada, mi sobrinica Amaia), sacan sus oposiciones, sientan, en definitiva, sus cabezas, yo sigo, lápiz –ahora ordenador–, en ristre, dándole vueltas a la mía, mi cabezota, incapaz de bajarme de las frondosas copas de esos árboles imaginarios, donde se encuentran mundos maravillosos o extraños pero muy pocas peras, melocotones o higos que llevarse a la boca. Escribir, sñif, continua siendo llorar, pero tranquis, que no transcribiré a continuación la consabida lista de lamentos : las impersonalmente amables cartas de rechazo de las editoriales, los editores que juegan con tus sentimientos, prometiendo libros que nunca llegan a publicarse, los que te reciben calculadora en mano, los “encargos” de los “colegas” (otro saludo, éste a escritores, dibujantes, rockeros… gremios “altruistas” donde los haya; ellos entenderán de qué hablo–, las correcciones, recortes y errores como amputaciones en los textos …). A todo termina resignándose uno, incluso a esta enfermedad incurable que es lo del lápiz, o sea el ordenador, y el papel y que tantos sarpullidos provoca en la piel de la autoestima y en la de la cartera. A todo, excepto a que aquí al lado, junto a esta columnita, no aparezca mi careto. ¿Soy acaso más feo que los demás? Sí, lo soy; planteémoslo de otra manera: ¿soy acaso un monstruo?… Bueno, dejémoslo.
El caso es que, tantos años después, sigo escribiendo por lo mismo que cuando tenía cinco o seis años, en busca de un poco de diversión, de comunicación, y que de vez en cuando, muy de vez en cuando, o al menos más de vez en cuando de lo que yo quisiera y para lo que quisiera (para ligar, para ser sinceros, que es para lo que uno escribe –para que le quieran, en definitiva, y así ¿cómo?, si nadie sabe quien soy o nadie me cree cuando intento pegarme el moco–), pues eso que, muy de vez en cuando, a pesar de todo algún despistado o despistada me comenta que le ha gustado alguna de estas mis colaboraciones. Dicho lo cual, para todos esos perturbados que quieran respescar cualquiera de estos DIA D HORA H que el cruel género que es la colaboración periodística el columnismo, o como quiera Umbral que se llame, anuncio que he colgado, modestamente, todas ellas en la siguiente dirección web: http://salman.ws/diadhorah*
Y puesto que lo que comenzaba siendo un tierno y nostálgico relato infantil ha terminado convirtiéndose en un descarado tablón de anuncios publicidad, saludos a tutiplén –ahí va otro, este para mi socio y sin embargo amigo el dibujante malagueño
Kalvellido, que es el que me retratado de tan impresentable guisa en el dibujico que acompaña, excepcionalmente estas líneas…), recuerdo también que a través de esa página se puede acceder a, ejem, ejem, mi vida, obra y milagros, enviarme vuestras apasionadas declaraciones de amor, propuestas indecentes o insultos –siempre que sean originales–, además de echarle un vistazo al ciberfanzine literario que edito, Borraska, de momento yo solito, pero que está deseperadamente abierto a todo tipo de ayuda y colaboraciones que le permitan supermineralizarse, como diría Super-ratón, antes de esfumarse, dejando una estela de humo y estrellitas, hasta la siguiente semana; hasta el siguiente
Dia d Hora h, en este caso.
*El link no funciona desde hace años.