“Siempre hemos hecho lo que nos ha pedido el cuerpo, la piel y el corazón”
Publicado en GARA/NAIZ (18/07/22) / Patxi Irurzun
El histórico grupo de Barakaldo vuelve tras casi veinticinco años sin grabar disco de estudio con un trabajo, El grito del hambre, de canciones contagiosas que, dicen, se debían a sí mismos, a su público y a su recordado guitarrista, Juan Carlos Lera.
Nunca se fueron y prometen que volverán, que no dejarán pasar otro cuarto de siglo para publicar nuevo trabajo. Entretanto afilan ya los instrumentos para la gira de presentación de El grito del hambre, que salió a la venta el 17 de junio y del que ya habían adelantado dos atinados disparos, Arráncame el bozal y Demonios en el jardín, acompañados de sus correspondientes e impactantes vídeos. Dos trallazos que nos traen a la memoria himnos como La locura o La vela se apaga. Parabellum mantiene su rock desgarrado, de melodías y coros pegadizos, y en las letras su imaginario de canciones de amor y rabia contadas desde abajo. Publicado por el sello navarro El Dromedario y producido por Iñaki Uoho (a quien se suma en la nueva formación otro exExtremoduro, Iñaki Setién), El grito del hambre se escucharán en breve en una gira que devuelve a los escenarios a uno de los clásicos del rock vasco. Hablamos con Josu Korkostegi, batería y voz de la banda y fundador de la misma.
En la nota de prensa de “El grito del hambre” se dice que tras la siembra viene la cosecha. ¿Cómo ha sido el proceso de gestación de este disco, tras casi un cuarto de siglo sin publicar disco de estudio?
Ha sido bastante complicado, llevábamos muchísimo tiempo sin grabar algo nuevo, y eso no es normal. Pero hemos tenido bastantes obstáculos de todo tipo, de salud, sobre todo. En realidad, hacía muchísimo que teníamos las ideas, las ganas… pero siempre sucedía algo. Llegó el problema de corazón de Juan Carlos Lera y lo que hicimos fue amoldar el trabajo y el grupo a su salud. No queríamos seguir sin él. Lógicamente no podíamos dar todos los conciertos que nos habría gustado, no siempre se daban las condiciones, y es normal que la gente pensara que nos habíamos separado. Pero nada de eso. Así estuvimos, hasta que llegó el fatídico día, la hermana de Juan Carlos me llamó y me avisó de su muerte. Tardamos mucho en reaccionar, fue muy duro, no nos atrevíamos ni a ir al local, el primer día que volvimos y vimos su hueco ni siquiera pudimos acabar de ensayar. Hasta que, por fin, hicimos un par de conciertos, hablamos con Iñaki Setién, entró de guitarrista, fichamos con El Dromedario y decidimos que esta vez iba todo para adelante, ya sin parar. Lo que siempre tuvimos claro era que nos debíamos un disco, a nosotros mismos, a Juan Carlos, y a la gente.
Un disco con canciones nuevas, lo cual se agradece, dentro de esta especie de revival del Rock Radikal Vasco. ¿Hacia dónde mira más Parabellum, hacia atrás o hacia adelante?
Como te digo, la idea era desde el inicio sacar temas nuevos. De hecho, antes de la pandemia hicimos un DVD en directo, que pretendía mostrar, junto con nuestras canciones de siempre, lo que estábamos haciendo. Hicimos un final de gira en Colombia y justo al volver llegó la pandemia, eso nos retrasó mucho, hasta que retomamos los ensayos, volvimos a componer… Yo creo que no puedes quedarte en el pasado, siempre hay que hacer cosas nuevas, sobre todo después de tanto tiempo si sacar nada. Nosotros tenemos presente quiénes somos, de dónde venimos, pero a la vez nunca hemos tenido miedo a hacer cosas nuevas, siempre nos hemos tirado al barro sin pensar en lo que otros puedan decir, siempre hemos hecho lo que nos ha pedido el cuerpo, la piel y el corazón. Se nota que había hambre, ¿tiene algo que ver con ello el título del disco? El título es una frase de una canción: “El grito del hambre no conoce la ley”, que creo que lo resume bien. Con eso queríamos expresar en forma de canciones diferentes gritos frente a la realidad que nos rodea. El grito es la manera de expresar emociones, estados de ánimo intensos, miedo, hambre, dolor, placer… Y en este disco hay gritos de ausencia, de rabia, de locura… A veces son gritos sordos, que no oímos ya porque estamos tan acostumbrados a ellos que no les damos importancia, ni a las personas que los dan.
Eso se refleja en las letras, en las que además se mantiene el tono, la marca de la casa, ese toque a veces algo sórdido, oscuro, con referencias a la locura, la muerte…
Nosotros siempre hemos dado importancia a las letras. Y siempre hemos creído que a la gente no hay que darle todo mascado, hay veces que sí, se pueden decir las cosas de manera directa, tal como son, pero otras tienes que dejar que la gente piense o saque sus propias conclusiones. A veces cuando haces una letra ves que hay quienes dan sus opiniones, y que unas no tienen nada que ver con otras o con lo que tú has querido expresar, eso me parece un acierto, si han estado dos o cinco minutos pensando en qué queremos decir, es un avance, significa que todavía la gente piensa por sí misma, no se limita a dar por bueno lo que otros piensan. Respecto a las letras sórdidas, en realidad la mayoría de las letras de Parabellum son temas de amor, pero expresado de manera diferente, a veces desde la visión de protagonistas oscuros, perdedores, desde el suelo, pero no hay que olvidar que el sentimiento de amor, de cariño, o de desamor, de rabia, tiene tanto valor si viene de unos personajes que lo tienen todo, viven en mundo donde todo es maravilloso, o si viene de gente que vive en la calle y lo único que tienen igual es precisamente ese sentimiento. La mayoría de las veces asociamos esos sentimientos de amor o de deseo a personas con éxito, o guapas, pero yo creo en el fracaso adquieren una dimensión más pura, más real, esa es mi manera de entender la rabia, la muerte o el deseo…
¿Respecto a la música la intención era conservar el sonido Parabellum o vamos a encontrar también nuevas aportaciones?
En el aspecto musical Parabellum creo que hemos conseguido un estilo propio, tanto en la música como en los coros. Pero nos sale así, sin pensar. En este disco hay canciones que siguen esa impronta, pero también hay otras algo diferentes, porque, como he dicho antes, nunca hemos tenido miedo a investigar, a crecer, a probar cosas nuevas. Si te lo pide el cuerpo y estamos todos de acuerdo, va para adelante.
Han contado en la producción con Iñaki Uoho, todo un lujo. ¿Cómo ha sido trabajar con él?
Ha sido una maravilla trabajar con él, en su casa, ha sido como si estuviéramos en nuestro local: su punto de vista, sus aportaciones, su visión…Nosotros siempre le hemos dejado hacer y él siempre nos ha pedido nuestra opinión, ha habido en cosas que hemos peleado un poco, pero hablando y dando nuestros puntos de vista hemos llegado a acuerdos. En realidad con Iñaki es muy fácil trabajar, te lo pone todo muy fácil, es un musicazo increíble, que además se implica como si fuera su propio trabajo.
En breve saldrán a la carretera ¿Cuál es la formación actual del grupo?
En la formación de ahora seguimos del principio Lino Prieto y yo, y además están también Pedro de la Osa (bueno, él lleva ya 18 años, que parece que no, pero son ya muchos), e Iñaki Setién “Milindris”, la última incorporación, que ha estado en grupos como Zer Bizio, Neurosis, Extremoduro… Los dos como músicos son una pasada, somos muy afortunados de tener a dos guitarristas como ellos, cada uno con una visión tan personal… Desde el principio se involucraron y tuvieron esa visión del grupo, de Parabellum, como si hubieran estado con nosotros siempre. Y en este disco han hecho crecer las canciones. Pero es que además como personas son extraordinarios. Además, por supuesto, otro miembro del grupo que siempre va a estar presente es Juan Carlos Lera, en los ensayos, en los directos, siempre está con nosotros. En Parabellum la suerte que hemos tenido o lo que hemos buscado ha sido que los que estamos en el grupo y quienes trabajan con nosotros seamos como una familia de amigos. Y seguiremos siéndolo también cuando el grupo se acabe, estoy seguro.
Hay un pasaje de Una cuestión personal, la novela que hoy traemos a este club de
lectura, en el que Bird, el protagonista, se describe a sí mismo como alguien
con las orejas pequeñas y demasiado pegadas al cráneo, algo que resultará
chocante a los lectores que tengan por costumbre leer las solapas de los
libros, pues en la dedicada a la biografía del autor se habrán encontrado con
una fotografía del mismo en la que resulta inevitable fijarse en sus llamativas
orejas de soplillo. Más todavía cuando, en esa misma solapa, descubra que la
dramática historia que narra la novela —el nacimiento de un niño aparentemente
monstruoso, sin apenas esperanza de sobrevivir o al que aguardan unas
condiciones de vida muy limitadas— está basada en la experiencia propia de Kenzaburo Oé, padre de un bebé
hidrocéfalo.
Es como si el escritor japonés nos
estuviera advirtiendo: “¡Ojo, Bird soy
yo, pero no soy yo, esto es literatura!”; o tal vez como si estableciera a
través de esa pequeña broma de las orejas un pacto con el lector, gracias al
cual este acepta que Oé podrá expresar a través de la ficción algunos
sentimientos e impulsos —por ejemplo, el terrible debate moral sobre el que
pivota la obra: salvar al niño o dejarlo morir— que resultarían insoportables en
la realidad o en una obra confesional o abiertamente autobiográfica.
Un
final feliz A todo eso ahora lo
llaman autoficción, un recurso literario de toda la vida —ficcionar, novelar vivencias
personales— que se puso de moda hace unos años, del mismo modo que ahora se ha
puesto de moda denostar la autoficción, supongo que con la intención de desplazarla
para traer al centro del tablero literario la novela distópica o el gótico-rosa
o la novela policiaca protagonizada por chimpancés (esto pretendía ser una
broma, pero conforme lo voy escribiendo me doy cuenta de que en realidad ya lo
hizo Edgar Allan Poe en Los crímenes de la calle Morgue. ¡Todo
está inventado!).
Una
cuestión personal se
publicó en el año 1964, solo un año después de que Hikari, el hijo de Kenzaburo Oé, naciera con una serie de
discapacidades físicas y mentales, algo que determinaría no solo la vida sino también
la carrera literaria del autor japonés, quien además de en Una cuestión personal ha escrito sobre su hijo en varias novelas
más, como Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, El grito silencioso o ¡Despertad,
oh jóvenes de la nueva era!
No destriparemos aquí el desenlace de la novela, pero sí podemos contar que en el caso de Hikari Oé —es decir, en la realidad—, hay un final feliz, en el que aquel niño hidrocéfalo y autista acaba convirtiéndose en un reputado compositor musical del que su padre afirma con sorna y orgullo que vende más discos que él libros, y eso que Oé es todo un Premio Nobel; y, por cierto, uno de los pocos que no se han dormido en los laureles y que después de obtener el galardón han seguido escribiendo obras de fuste.
Los
mapas sin usar En la novela que nos
ocupa el alter ego del autor, apodado Bird (es decir, pájaro), es un profesor
de inglés atormentado por su vida mediocre, de la que solo puede evadirse
planificando un viaje a África que se verá frustrado por el nacimiento de un
bebé con una hernia cerebral, la cual le da la apariencia monstruosa de tener
dos cabezas. De hecho, así —el monstruo, la cosa, etc.— es como se refieren a
él con una frialdad y una deshumanización brutal los doctores, quienes también
son los que sugieren la posibilidad de no alimentar al niño para dejarlo morir.
Es decir, el dilema de Bird no tiene tanto que ver con la vida o la muerte que aguarda a su hijo discapacitado sino con el hecho de que la irrupción de este en su vida amputa de cuajo sus alas, enjaula sus sueños de juventud. En los días posteriores al parto asistimos a un descenso a los infiernos, un viaje al fin de la noche del protagonista, que buscará refugio en el alcohol, la violencia o el sexo, el cual comparte de una manera desapasionada, fisiológica —como quien siente deseos de defecar o escupir— con una antigua compañera de universidad en la que no obstante encuentra un alma gemela, el reflejo en un espejo que nos devuelve tras su imagen la de una sociedad como la japonesa de costumbres y moral rígidas, en la que la familia, el trabajo, la reputación, son pilares inamovibles cuyo peso insoportable ahoga a quienes quieren alzar el vuelo. Bird e Himiko, así se llama ella, son inadaptados, perros verdes, espíritus insatisfechos, que luchan por acallar sus anhelos, o mantenerlos vivos en secreto, bebiendo a escondidas en pequeños apartamentos, trazando viajes imaginarios en mapas que nunca se desplegarán en los territorios que esos mapas representan.
Hay, por ejemplo, un pasaje en el que
Bird acude con resaca a impartir su clase y acaba vomitando sobre la tarima, un
sacrilegio, un pecado imperdonable, que lo convierte a los ojos de sus alumnos
y compañeros en un monstruo, en lugar de mostrarlo más humano, más
vulnerable.
Por
puro amor No es difícil imaginar,
pues, cómo impactaría una novela como Una
cuestión personal en una cultura tan contenida y tan estricta como la
nipona. La literatura descarnada, su sinceridad radical, la exposición de las
dudas y los abismos personales más profundos… todo ello está en esta obra en la
que, más allá de la peripecia que se nos relata, sobresale —y eso y no otra
cosa, a fin de cuentas, es lo que convierte siempre un montón de páginas
numeradas y encuadernadas en una obra literaria— el estilo contundente y crudo del
autor, en el que no faltan, sin embargo, luminosas imágenes poéticas y una
carga de profundidad que lo ha llevado a ser comparado con autores como Dostoievski, Sartre, Faulkner, y por
supuesto aupado a los altares de la literatura existencialista.
Una cuestión personal es, en definitiva, una novela que nos agarra por las solapas y nos obliga a posicionarnos, a reflexionar sobre temas como las responsabilidades, la madurez de nuestros actos (la madurez es siempre un tema delicado, pues como dice otro magnífico escritor existencialista, Kutxi Romero, a veces estar maduro es el paso previo a estar podrido), la conciliación entre nuestros sueños y la realidad o nuestra contribución a ese proyecto común que es la humanidad. Una obra, por tanto, de raíz radicalmente humanista que, como el propio Kenzaburo Oé ha confesado en alguna ocasión, escribió no solo para espantar sus propios demonios, sino sobre todo para convertirse en la voz de su hijo. Es decir, por puro amor.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 08/07/2022
El
19 de marzo de 1956 Luis
Martín-Santos,
el autor de Tiempo
de silencio,
fue detenido en Pamplona por la policía política franquista, junto
con, entre otros, el también escritor Juan
Benet.
Esto, que puede parecer algo anecdótico —o una aldeanada—, tiene
sin embargo su repercusión en la novela, una de las obras
fundamentales de la literatura española del siglo XX, pues en el
descenso a los infiernos de Pedro, el joven médico e investigador
protagonista, se narra igualmente una detención (se le acusa de
practicar un aborto), un interrogatorio y una noche en el calabozo.
Es cierto que no fue la única ocasión en la que el escritor fue
detenido y que, al igual que el protagonista, pasó por la siniestra
Dirección General de Seguridad en Madrid, pero el de Pamplona sí
fue su primer encontronazo con la policía y ello (el desamparo, la
impotencia) debió sin duda de marcarle. Probablemente fue en
Pamplona donde Martín-Santos escuchó esa frase que se reproduce en
la novela: “Ustedes, los inteligentes, son siempre los más
torpes”.
Martín-Santos
pasó buena parte de su infancia en Donosti, donde también fue años
más tarde director del psiquiátrico provincial y activo miembro en
diferentes asociaciones culturales y políticas; y murió, con solo
treinta y nueve años, en un accidente de coche en Vitoria.
Hay
ciudades tan descabaladas… Contamos
esto por la parte que nos toca y también porque el reflejo de la
vida del autor en Tiempo
de silencio no
puede obviarse: el café Gijón y su fauna literaria, a la que
Martín-Santos vivisecciona en un pasaje del libro; la sensación de
castración, de fatalidad, de resignación que atraviesa toda la obra
y que tantas veces debieron de vivir en carnes propias bajo el
franquismo las almas y las cabezas inquietas, libres y creativas como
la de Martín-Santos; la frustración del joven investigador (Pedro
está estudiando la evolución del cáncer hereditario en una cepa de
ratones y lo hace en unas condiciones de abandono e indiferencia
institucional que todavía, sesenta años después, perduran)…
Pero
la importancia y la ruptura de Tiempo
de silencio
tienen que ver además, o sobre todo, con los aspectos formales.
Publicada en 1962, cuando la corriente literaria dominante era el
realismo social, Tiempo
de silencio
viene a ser como si de repente irrumpe una drag queen en una misa de
los Legionarios de Cristo. Todo en la novela es excesivo: los
neologismos, los soliloquios, los latinismos y las referencias
bíblicas, las frases interminables —es memorable la descripción
que hace de Madrid en una de ellas, que ocupa varias páginas: “Hay
ciudades tan descabaladas (y aquí un largo paréntesis) que no
tienen catedral”—, los rodeos, las retorcidas perífrasis y
pleonasmos —“soberbios alcázares de la pobreza”, llama a las
chabolas—…, todo parece ideado para romper con la sobriedad y el
aprisionamiento estético del realismo social, que, no obstante,
Martín-Santos también cultivó e incluso parece ser que intentó
llevar al extremo en una novela titulada Vientre
hinchado,
que calificó como bajorrealista (quizás una precursora del realismo
sucio, no lo sabemos, pues nunca se llegó a publicar y el manuscrito
está perdido). Es más, la propia Tiempo
de silencio
se adhiere a menudo a ese realismo social, evidentemente no por sus
aspectos formales, como hemos visto (todos esos excesos que buscan de
algún modo dinamitar la literatura en boga de la época, pero que a
la vez, son una bomba que estalla tiempo después, pues leída hoy la
novela también deja una metralla que tiene una clara intención
sarcástica o paródica) sino por algunos de los ambientes que
aparecen descritos: el poblado chabolista, los burdeles, la pensión…
La
influencia de Baroja y de Joyce Se
aprecia en ello la influencia de Baroja,
del Baroja de La
busca,
de los descampados, los cementerios, los bajos fondos de Madrid…, o
del Baroja de El
árbol de la ciencia ysu
apático protagonista, Andrés Hurtado. A Martín-Santos, por cierto
y a modo de curiosidad, le fue hurtadopor
motivos políticosun
premio literario que llevaba precisamente el nombre del escritor
vasco, Premio Pío Baroja, al que concurrió con la novela que hoy
comentamos, Tiempo
de silencio, ycon
el seudónimo Luis
Sepúlveda —el
nombre que usaba en la clandestinidad—, es decir, el mismo del
escritor chileno (aunque este comenzaría a publicar unos años
después).
Además de Baroja otra influencia innegable en Tiempo de silencio es la de James Joyce y su Ulises, que reconocemos en la vocación experimental, el uso del monólogo interior, la alternancia de técnicas y estilos, la odisea del personaje, su periplo urbano… Se cumplen precisamente este 2022 cien años de la publicación de esta obra, Ulises, que tiene fama de derrotar, en todos sus sentidos, a los lectores (al menos uno de ellos, Martín-Santos, parece evidente que llegó a leerla entera), y que está considerada una de las cumbres de la literatura universal. En Dublín, la ciudad en la que transcurre, se conmemora todos los años con el Bloomsday, una jornada en la que algunos dublineses y visitantes se visten como los protagonistas de la obra, recorren los mismos lugares que estos, etc. Tiempo de silencio, por su parte, celebra este año sesenta años desde su publicación, es un decir –lo de celebra—, porque, a diferencia del Ulises, no se tiene constancia de soplidos de velas.
El
tiempo de la anestesia Pese
a lo cual, la novela nunca ha hecho honor a su nombre y a lo largo de
los años ha sido repetidamente reivindicada. Vicente
Aranda,
por ejemplo, llevó al cine la adaptación de Tiempo
de silencio
en 1986, con reparto de lujo: Paco
Rabal, Victoria Abril, Charo López
y los hermanos Alcántara, es decir, Juan
Echanove
e Imanol
Arias,
este en el papel protagonista. En 2018 fue adaptada al teatro por La
Abadía;
y La
oreja de Van Ghog
cita el libro en la letra de una de sus canciones, Rosas:
“Desde
el momento en que te conocí/resumiendo con prisas
Tiempo de silencio”,
en donde no es difícil adivinar una alusión a la novela como
lectura obligatoria en la educación secundaria de los ochenta y
noventa (o sea, el BUP) y a las dificultades que un adolescente podía
encontrar ante una novela tan compleja como esta, cuyas novedades
formales quizás han perdido vigencia y exigen una contextualización,
pero cuyo fondo se mantiene de rabiosa actualidad, como vemos en este
párrafo que es además el que explica el título de la obra y que
perfectamente podríamos aplicarnos: “Estamos en el tiempo de la
anestesia, estamos en el tiempo en que las cosas hacen poco ruido. La
mejor máquina eficaz es la que no hace ruido. La bomba no mata con
el ruido sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa, o
con los rayos de deutones, o con los rayos gamma o con los rayos
cósmicos, todos los cuales son más silenciosos que un garrotazo (…)
Es un tiempo de silencio”.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias). 09/07/22
Pablo Sarasate se levantó de su tumba, un
mausoleo en el cementerio de Pamplona, a las doce del mediodía del seis de
julio, es decir, a la misma hora que en el centro de la ciudad estallaba la
fiesta. “¡Qué solos se quedan los muertos”!, exclamó al ver el camposanto
vacío, rememorando a Gustavo Adolfo Bécquer —y a Tijuana in blue—. Y echó a
andar en dirección al casco viejo, en busca de un poco más de vidilla. Le
costaba caminar. Sentía las piernas agarrotadas y por la comisura de la boca se
le escapaba una baba negra, pero no le dio importancia, le pareció normal
después de más de un siglo muerto. Tenía hambre, y eso también le parecía
normal, lo que era más raro es que tuviera ganas de morder a las personas con
las que empezó a cruzarse. Pero a la vez no podía evitarlo, era algo que estaba
en su naturaleza.
“Soy un
muerto viviente”, aceptó su condición. Y para reafirmarse lanzó un gruñido
acompañado de un violento pizzicato de su violín a un grupito de
adolescentes-croqueta que regresaban del chupinazo rebozados en harina y
kalimotxo. Los jóvenes primero se sobresaltaron, pero luego rompieron a reír.
“La inconsciencia de la juventud”, pensó el violinista. Sin embargo, no tardó
en darse cuenta de que lo que provocaba entre el resto de viandantes no era
terror, sino repugnancia. Los veía apartarse uno o dos metros, pero desde luego
no salían huyendo despavoridos. Incluso, conforme fue adentrándose en calles
abarrotadas como Jarauta o San Nicolás, algunos de ellos comenzaron a agarrarle
por el hombro y a saltar con él.
“¡Alcohol, alcohol, alcohol!”, cantaban. Lo
hacían fatal, y al músico se le cayeron el alma y las orejas varias veces al
suelo. Pero se cobró su venganza mordiendo en el cuello a los que más
desafinaban. Tampoco entonces cundió el pánico, porque la verdad era que a
aquellos tipos no se les notaba mucho la diferencia antes y después del bocado.
Pablo Sarasate, una vez saciada su hambre y su
sed de sangre, decidió cumplir con la tradición y se encaminó al hotel La
Perla, desde uno de cuyos balcones interpretaría con su violín un pequeño
concierto. Le costó un poco convencer al portero. Nada que no se arreglara con
un buen trascado en la garganta. Luego, una vez en la habitación 207, se asomó
a la Plaza del Castillo y comenzó a tocar. La verdad era que al propio Sarasate
le costaba escuchar su música en medio de aquella ruidera: las terrazas
abarrotadas de gente, las barras de la plaza, un DJ sobre un escenario
pinchando El tractor amarillo… Así
que finalmente desistió y, decepcionado, decidió regresar sobre sus pasos. Como
estaba cansado probó suerte en la tómbola, a ver si le tocaba el coche o un
patinete eléctrico, pero solo le salieron boletos para el “Sorteo nº 10 vale de
compras”.
Tardó casi tres horas en hacer el camino de vuelta.
La ciudad entera estaba plagada de gente que, como él, caminaba tambaleándose,
echando espumarajos por la boca, con la ropa sucia y hecha jirones… Parecían
zombis, pero igual no lo eran.
Una vez en el cementerio, Pablo Sarasate entró a su mausoleo. Consultó su calendario. Su siguiente turno como muerto viviente le tocaba dentro de cien años, durante otros sanfermines. Cerró los ojos. Antes de quedarse dormido se preguntó aterrorizado si cuando volviera a despertarse todo seguiría igual en Pamplona.
No lo puedo evitar. Cada cierto tiempo
tengo un arrebato de nostalgia y —como me sucedió recientemente con Los
enanos de Concha Alós— compro un
libro Reno, una de aquellas novelas que se publicaban en los años sesenta,
setenta u ochenta y que venían a ser la versión celtibérica de la literatura pulp,
es decir, libros baratos, cuyas páginas amarilleaban pronto, al tiempo que
las cubiertas (magníficas, por otra parte: parecían carteles de cine) se
arrugaban y hacían jirones. Pulp alude, de hecho, a la pulpa de celulosa
con que se editaban, que solía ser de muy baja calidad. Los libros Reno, sin
embargo, no eran propiamente lo que conocemos como literatura de quiosco
(novelas de género, policiacas, del oeste, románticas, escritas como churros y
firmadas por autores como Marcial Lafuente
Estefanía, Corín Tellado o Silver
Kane); no, los libros Reno pretendían “difundir por medio de ediciones
económicas los éxitos más señalados de la literatura contemporánea y la obra de
los autores más famosos. El precio de venta de cada una de estas colecciones
las convierte en las más asequibles de cuantas se publican en idioma
castellano; y si se considera la extensión media resulta evidente que son
igualmente baratas, sin que lo barato sea, en este caso, sinónimo de inferior
calidad”.
Y tanto, porque en la colección de libros
Reno uno podía encontrarse con títulos como Trampa 22 de Joseph Heller, Hambre de Knut Hamsun, El enamorado de la osa
mayor de Sergiusz Piasecki… o Los
enanos de Concha Alós.
¡Escándalo! El recorrido literario y
vital de esta escritora valenciana, su auge y caída y auge de nuevo, podría
asemejarse al devenir de un libro Reno, a esas páginas que tras gozar de gran
popularidad acaban otoñándose en librerías de segunda mano, sepultadas por la
esplendorosa irrupción cada año de miríadas de obras maestras y autores que, si
hacemos caso a las fajas promocionales de sus novelas, subirán en cohete al
Olimpo literario.
La hasta hace bien poco olvidada Concha Alós ganó el Premio Planeta en dos ocasiones, una en 1962, con el libro que hoy comentamos —galardón del que, no obstante, fue despojada, pues al parecer había comprometido los derechos del libro anteriormente con una editorial rival— y otra dos años más tarde, con Las hogueras. Se le auguraba, pues, una carrera prometedora, finalmente truncada, que acabó conduciéndola a una injusta desmemoria como consecuencia de un cúmulo de circunstancias. Por una parte, su propia peripecia vital. Tras casarse con Eliseo Feijoó, director del diario mallorquín Baleares, se enamoró de un por entonces joven tipógrafo —once años más joven que ella, ¡escándalo!— con el que acabaría dejando la isla para establecerse en Barcelona, donde él se convertiría en un laureado escritor, en buena medida gracias a Concha Alós, que sacrificó * su propia carrera para ejercer de agente de Baltasar Porcel, ese era el nombre del tipógrafo. Por otra parte, los temas que abordaba Alós en sus novelas no eran nada complacientes con la moral de la época: prostitución, aborto, homosexualidad… Y mucho menos si quien se ocupaba de ellos era una mujer. La fama de Concha Alós se desvanecería así poco a poco. Incluso ella se olvidó de sí misma. Murió enferma de alzhéimer, y a su funeral, cuenta la necrológica de El País, titulada Concha Alós, escritora del lado oscuro de la sociedad, los únicos nombres de la cultura que acudieron fueron la cantante María del Mar Bonet y el fotógrafo Toni Catany.
Una novela enorme Sin embargo, del mismo modo que los libros Reno no han resultado en realidad de una calidad tan ínfima (de hecho, todavía sesenta años después, aunque con la camisa desgarrada y la ictericia en la piel de sus páginas, se conservan en relativo buen estado), Los enanos resucita en una reciente reedición de La navaja suiza que vuelve a poner de actualidad y reivindica la importancia de la autora en la literatura española.
Los enanos es, efectivamente, una novela enorme. En
ella se retratan, en una serie de estampas que pueden adscribirse al realismo
social, las vidas de varios huéspedes de una humilde pensión barcelonesa: una
antigua artista de variedades, la prostituta Sabina, Mohatá, el boxeador marroquí
que pierde todos los combates… Novela coral, las historias de todos ellos se
entrecruzan en un destino común patético y desesperanzado, del mismo modo que
en las pensiones las conversaciones, los gemidos de los colchones, las toses y
ventosidades, atraviesan las paredes. En la pensión Eloísa todos saben todo de
todos y se comparten, además del retrete, las mezquindades y los pequeños
sueños (como por ejemplo tener piso propio, incluso cuarto propio).
Las páginas de Los enanos huelen a
puchero y orinal y se acercan a veces al tremendismo (en ellas nos vamos a
encontrar, por ejemplo, con un niño al que dan de beber vino, con ratas que
trepan por las paredes del patio o con una patrona que enseña un cuarto a
posibles nuevos clientes durante el velatorio del anterior huésped). Pero a la
vez, junto a toda la sordidez que rezuman esas páginas, se trufan otras
escritas por una de las inquilinas de la pensión con un tono más luminoso, más
poético, y en las que la autora desliza algunas experiencias autobiográficas,
como la antes referida: su fuga por amor, por un amor proscrito para la
mentalidad de la época, desde Mallorca a Barcelona. Estos capítulos
alternativos de la novela dan a la misma cierto hilo argumental que en las
escenas referidas a la vida cotidiana de la pensión es deslavazado, casi
costumbrista, y se compone de fotogramas robados a la vida de puertas adentro
en la España de mediados del siglo XX, la España de los sabañones, la botella
de anís escondida en la alacena o el hueso de jamón zambullido en la sopa.
La
literatura de las cosas pequeñas y feas En Los enanos,
además de todo eso, también es posible encontrarnos con frases tan desasosegantes
y hermosas como esta: “Junto a la carne fofa sintió un rítmico latido, como si
estuviera apretada contra un buey muerto que se hubiera tragado un reloj”; o
con pequeños mecanismos literarios a los que se da cuerda de una manera casi
imperceptible en un capítulo y se ponen en marcha en otro, muchas páginas más
adelante, cuando ya nos habíamos olvidado de ellos (el niño al que emborrachan
con vino, por ejemplo, empuja y olvida un pequeño taburete por toda la casa, y
es con ese taburete con el que más adelante tropieza y se descalabra el huésped
del cuál ofrecen la habitación estando todavía este de cuerpo presente).
Concha Alós narra con maestría, pero su
principal virtud es la de conseguir hacer literatura de las cosas pequeñas y
feas, de los personajes insignificantes, los desheredados y los torpes, los
vapuleados por la vida, como Mohatá, el boxeador marroquí, flaco y desnutrido,
que pierde todos los combates, y que funciona como metáfora de los perdedores,
de esos enanos a los que hace alusión el título. “Somos enanos rodeados de enanos, y los
gigantes se esconden para reírse”, encabeza la novela la autora (antes, al
menos —apostillamos nosotros— los
gigantes tenían cierta vergüenza, ahora se ríen de nosotros sin disimulo, de
manera ostentosa).
Toda la novela tiene, en definitiva, una luz tenue, triste, de bombilla desnuda y titilante, pero también entra de vez en cuando el sol por las ventanas del patio, espantando a las ratas, y Concha Alós no arrebata por completo a sus personajes la oportunidad de levantarse de la lona, de modo que al final el boxeador Mohatá, o Sabina, la prostituta, también podrán huir de la pensión Eloísa, burlar al destino, del mismo modo que lo hacen, sesenta años después, la propia autora y su novela, Los enanos, una novela enorme que ha pasado demasiado tiempo malviviendo olvidada en una pensión de mala muerte.
*Sobre esto, al contrario de lo que señalan otros artículos y necrológicas, el periodista y escritor Sergio Vila-San Juán, autor de la biografía de Baltasar Porcel El joven Porcel nos matiza que si bien Concha Alós tradujo algunas obras del escritor ni fue su agente ni sacrificó su carrera por él. Al contrario, dice, le ayudó a ganar el Planeta en dos ocasiones.