Jacobo Rivero presentó en Iruñea y Donosti 13 historias sobre el baloncesto y la vida al ritmo rebelde del jazz
Patxi Irurzun. Iruñea.
El baloncesto y el jazz, The Wire y el primer disck-jockey negro de la Bahía de San Francisco, un taxi atravesando cuatro check-points entre Belén y Ramala y una cancha de basket en el instituto Ramiro Meztu de Madrid… Historias que aparentemente suenan sueltas e inconexas, pero que el periodista y entrenador de baloncesto Jacobo Rivero ha acompasado en “El ritmo de la cancha”, un libro sobre el baloncesto como herramienta de transformación social, sobre el baloncesto que no será televisado, pero tiene el poder revolucionario de la comunicación y la solidaridad. El baloncesto que se juega en las canchas de Manila, de Lavapiés, de Caracas, el basket que da la espalda a las banderas y los himnos, que tiene como única religión la diversión.
“El libro habla de baloncesto, pero podría hablar de cualquier otra cosa. El basket es un juego, y se juega para divertirse. Yo busco rascar en historias y circunstancias complejas de la vida, por ejemplo, ser mujer y jugar a baloncesto en Somalia, o lo que es lo mismo jugarse la vida, todo en busca de esa diversión.Además, es también una excusa para exponer las “patologías” que me afectan: el cine, la literatura, las drogas”, explicaba el pasado miércoles en la librería “La hormiga atómica” de Iruñea –el jueves hizo lo propio en la librería Kaxilda de Donostia- este globertrotterdel periodismo, curtido como periodista en medios como Diagonal y como entrenador en la cantera del Estudiantes.
El ritmo de la cancha es un libro sobre la vida, o como señala en uno de los prólogos el periodista pamplonés Angel Goñi, otro basketmaniaco, sobre “las pequeñas historias que componen la Historia”. La infrahistoria de las personas comunes, de los héroes de barrio, de las estrellas de las canchas sobre las que no se proyectan los focos pero que consiguen transformar las cosas, esas cosas que como indicaba el autor, no se ven en la CNN cuando sobre las imágenes de puntos calientes del planeta se sobreimpresiona el lema “Está pasando, lo estamos viendo”.
13 historias que abarcan cronológicamente desde 1936, con un jugador judío atrapado en las olimpiadas a mayor gloria del führer, hasta nuestros días. Historias como las de Toni Smith, jugadora que en 2003 en un gesto de afirmación y coherencia personales, daba la espalda a la bandera cuando le obligaban a escuchar el himno estadounidense antes de cada partido; o como la de Donald Angelo Barksdale, el primer disck-jockey negro de San Francisco y precursor de la presencia afroamericana en las canchas –fue el primer negro en jugar un All Star-, a quien David Simon homenajea en la serie The Wire, dando su nombre a uno de los personajes. Desde El Cairo a Sarajevo, pasando por Cisjordania o Bahía Blanca. 13 historias a ritmo de jazz. Porque el baloncesto y el jazz y también la escritura (“El ritmo de la cancha” busca además alejarse del periodismo deportivo infantil y fanático, acercándose más a la literatura)tienen mucho en común: la improvisación, el juego en equipo… Lo destacaba Carlos Pérez Cruz en la presentación de Pamplona, y lo corrobora el propio autor, citando a su admirado Wynton Marsalis, en la introducción de este maravilloso libro sobre el baloncesto y la vida: “La mejor improvisación con una pelota de baloncesto es cuando cada persona comprende la función de todo el grupo desde su propia perspectiva”.
No se me ocurre nada que añadir a todo lo que se ha dicho y hecho ya para solidarizarse con Javier Gallego y su Carne Cruda. Que la retirada de un programa provoque manifestaciones, recogidas de firmas por decenas de miles… Todo eso ya habla por sí solo. Como habla por sí solo ese video de la lideresa Aguirre soprendiéndonse porque unos periodistas acudan a cubrir una noticia, o sea a hacer su trabajo. «¿Quien os ha llamado, quién os ha llamado?», les preguntaba, inquisitiva , al tiempo que abroncaba a su jefe de prensa. No estaba en el guión. Ese es el periodismo que se se lleva, o que se obliga a llevar. A la lideresa el monte quemado le daba lo mismo, la cuestión era figurar, figurar la primera y en sus telediarios, haciendo como que sí, que se preocupa, cuando lo que le preocupa es que vayan otros y cuenten las cosas saliéndose del guión.
Lo raro es que Javier Gallego haya durado tanto, en una radio pública, que como se sabe acaba siempre, de un modo u otro, tarde o temprano, normalmente más temprano que tarde, convirtiéndose en el toque de queda del gobierno de turno, en un boletín oficial, en un prietas las filas en donde a los disidentes y heterodoxos se los espachurra. Por eso, lo encomiable del señor Crudo es haber resistido, no haberse plegado, no haber sido segurola y atemperar el tono de sus programas (que es lo que le afeaba el nuevo director de la casa, hablando de sensacionalismo -por supuesto que sí, cómo no escandalizarse, ni echarse las manos a la cabeza, y ponerse a gritar delante del micrófono con la que está cayendo-), no haberse achantado para, en estos tiempos, conservar su trabajo, un trabajo, por otra parte increíblemente malpagado (como tantos otros, por otra parte) tratándose de un programa de máxima audiencia e influencia… No estaría de más saber cuánto se/nos levantan, en el ente público, algunos comentaristas deportivos, colaboradores, ex-futbolistas de relumbrón, a los que hay que sacar con fórceps sus impresiones, por ejemplo, los periodistas del corazón corazón, etc.
Da repelús este país de reyes medievales que pegan a sus sirvientes, y a los que luego les ríen las gracias los garçons del pis, de políticos que también se ríen cuando alguien, algún raro, algún marciano venido de otro planeta (o de la calle misma) les cuenta lo que está pasando, la que está cayendo, como cuando Gordillo juraba su cargo en la Junta de Andalucía prometiendo desobediencia, ellos se reían, ja, ja, qué risa, se ríen porque se sienten seguros, simepre se ríen, y si no mandan a las fuerzas de seguridad, o a las cámaras de su canal autonómico, y entonces además de réirse añaden «Que se jodan». Tienen carta blanca para lo que quieran. Se sienten fuertes, y hasta dejan que algún graciosillo del partido diga las barbaridades que en el fondo todos ellos piensan, o no les parecen mal del todo, cosas como que a los padres comunistas habría que quitarles la custodia de sus hijos, por pertenecer a una secta (el gracioso probablemente sea católico, eso sí que tiene tiene gracia), ja, ja, se ríen, qué cosas tiene este hombre… Los demás no, los demás a callar y a la puta calle. Y que se jodan.
En fin. A Javier Gallego le deseo lo mejor. Somos viejos conocidos, desde que en su anterior vida en Radio 3 leía los cuentos que yo les envíaba por correo postal en un programa llamado Especia Melange; pude verlo en directo en Carne Cruda cuando nos invitó para hablar de Simpatía por el relato, y participar en el mismo (más verlo a él que participar, porque era todo un espectáculo verlo dirigir el programa); también me entrevistó cuando publiqué «Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis» (en un programa en el que había además una pornoterrorista y una ex-actriz porno que radiaba orgasmos), pero sobre todo le agradezco que arrancara uno de sus Carne Cruda citando una frase disparatada de mi hijo Hugo. Supongo que volveremos a oírnos pronto, y espero que logre apañarse mientras tanto. Hasta entonces, para que la radio os acompañe ahí van todos los podcast de Carne Cruda.
Pensé que nunca más volvería a hacerlo, pero aquí estoy, cabalgando a lomos de la perdición, conduciendo,dentro de un coche que es como la cocina del infierno. Perdición, qué quieres conmigo, Perdición, que no somos buenos amigos…, canta Caldito en la radio. “Perdición”, la canción más salvaje que he oído en mucho tiempo, y yo piso el acelerador a su ritmo, dejo de ser el último peatón y me convierto en un piloto suicida.
La culpa de todo la tiene Rodolfo Martín Villa. Sobre el asiento de copiloto está el periódico, ese periódico de izquierdas que los domingos publica suplementos “Especial Lujo” y en el que el susodicho ensarta, en una entrevista, otra de sus perlas: “Gobernar es mandar, pero también ceder”, dice. Y en la foto pone cara de “Nosotros los demócratas”. Gobernar yo pensaba, por el contrario, que era, o que debería ser aquello que decían los zapatistas: obedecer. O mandar obedeciendo. Pero a Rodolfo Martín Villa se le ve el plumero. Ordeno y mando. Y de vez en cuando, si somos buenos chicos y lo pedimos por favor, algún caramelico, que nos da con una mano sin soltar nunca con la otra el mango de la sartén. En la misma entrevista (en la que se le retrata con photoshop curricular, como a un prócer de la democracia, con la misma desvergüenza que a su conmilitón Manuel Fraga cuando murió, hace unos meses) el ínclito Martín Villa se enorgullece de su pedigrí familiar, un árbol genealógico en el que hasta en las ramas más altas no hay monos haciéndose pajas, sino tipos con levita que ya estaba acostumbrados a mandar, o a gobernar —la gobernanza, dirán ellos—. Emprendedores. Benefactores de la humanidad. Hombres importantes.
Así que después de leer toda esa zaborra, no he podido evitarlo, he sufrido una recaída, he bajado al taller, he pagado la reparación del coche y he vuelto a ponerme al volante. Y aquí estoy, ahora, conduciendo en dirección a sus búnkers, a sus palacios custodiados por leones, desde los que mandan y a veces, oh, gracias,ceden. Allá voy, con la ventanilla bajada y el brazo de pegar collejas colgando. Preparado, dispuesto a todo, siempre de la mano de la perdición. Amasando en la boca las palabras que les escupiré, a esos que se creen importantes, sin serlo. Los hombres y mujeres importantes de verdad son los que enseñan a leer a nuestros hijos, los que conducen los autobuses, los metros, los trenes en los que subimos, los que arreglan nuestros coches (ahora, por ejemplo, oigo un tikitiki en el motor del mío), los que abren nuestros cuerpos y nos toman la temperatura, es de ellos de quienes dependen nuestras vidas, no de vosotros —les diré—, y si ellos no están contentos, nosotros no estamos contentos, y si nosotros no estamos contentos, ni tranquilos, vosotros tampoco lo vais a estar, vosotros os creéis imprescindibles, pero no lo sois, a vosotros os hemos puesto ahí nosotros, no para que nos mandéis, sino para que nos obedezcáis, y nosotros os quitaremos de ahí, ese es el juego, o así es como debería ser (porque en el fondo, sí es cierto que Fraga y Martín Villa son padres de esta democracia y el juego es otro, el juego es el mismo que antes, pero también es cierto que cada vez son más los que se dan cuenta del pufo).
Todo eso voy pensando, mientras el calor y el cansancio pesan terriblemente sobre mis párpados, y no puedo evitarlo, por un momento cierro los ojos, Si te paras, cocinan tu alma, me recuerda, sin embargo, Caldito, y enseguida vuelvo a abrirlos, y a mi alrededor veo a cientos de conductores suicidas, a bordo de coches que hacen tikitiki, coches con los frenos rotos, y que llevan mi misma dirección, adiós, amigos, me voy con ellos, con la mano de pegar collejas presta, la boca llena de saliva y sangre y el pie hundido en el acelerador, adiós amigos, ha sido un placer, ojalá que volvamos a vernos, hasta pronto.
Ultima entrega de la colaboración «El último peatón», en el suplemento veraniego Udate de Gara
“Pero ¿no te lo había devuelto?” LIBROS PRESTADOS, PERDIDOS Y ROBADOS
por Patxi Irurzun
LIBROS QUE NO SE DEVUELVEN. LIBROS QUE NO HAY MANERA DE DEVOLVER. LIBROS TOMADOS COMO REHENES… MÁS DE VEINTE ESCRITORES Y ARTISTAS CUENTAN SUS EXPERIENCIAS CON LIBROS QUE PASAN DE MANO EN MANO Y QUE CASI SIEMPRE LLEVAN EN ESE VIAJE UN EQUIPAJE EMOCIONAL.
1- Libros prestados: Rehenes, naufragios y masturbaciones
“Existen dos clases de tontos: los que prestan libros y los que los devuelven”. Eso dice el refrán. Pero a menudo no hay nada más bobo, con más excepciones, que un refrán. Hay personas que prestan generosamente sus libros, y otras a las que no devolverlos les parece poco menos que un sacrilegio. “Siempre presto un libro en la confianza de que me será devuelto. No pienso tan mal de mis amigos”, dice, por ejemplo,el escritor y crítico literario Alberto Olmos. Y otro escritor, el arrasatearra Josu Arteaga, asegura que antes se cortaría una mano que no devolver un libro prestado. “Los libros que prestan los colegas son sagrados”, le respalda el músico sevillano Poncho K, quien por cierto, acaba de estrenarse como novelista con “Trolo”. Evidentemente, no todo el mundo se lo toma tan a pecho, no por nada, a veces solo es una cuestión de mala memoria, algo del tipo “Pero, ¿no te lo había devuelto ya hace tiempo?”, frase que como señala el rockero Kike Turrón, va más allá del sentido estrictamente literal y que más bien quiere decir “No vas a volver a ver ese libro en tu vida”.
Hacerse el despistado suele ser una de las excusas más habituales, aunque a veces hay otras menos confesables para que los préstamos se prolonguen a perpetuidad:“Tengo un par de libros prestados que no pienso devolver porque me he masturbado demasiadas veces sobre la portada y las páginas huelen ya demasiado a mí”, asegura la poeta irundarra-villavesa Fátima Frutos. Aunque suele ser más habitual que los libros conserven el olor de sus dueños originales y que los libros prestados se conviertan en rehenes (Eloy Fernández-Porta, por ejemplo, dice que tiene en su poder “Urbi et orbi» de David Leo “que me lo prestó Ana Serrano, pero ella también tiene algún CD mío que no me ha devuelto, así que en paz”), o sean los restos del naufragio de una relación amorosa (“Presté‘Peatón de Madrid’, de Miguel Sánchez-Óstiz, libro fundamental en mi forja como aspirante a ‘flâneur’ madrileñista, a una exnovieta y nunca más se supo. Ni del libro ni de ella. ¡Ay!”, se lamenta el escritor pamplonés Eduardo Laporte). Después, hay libros para los que el camino de retorno es más complicado: “Tengo algunos que no recuerdo quién me los dejó y varios -estos dan más mal rollo- cuyos propietarios han muerto”, explica el dibujante Mauro Entrialgo, quien prefiere regalar libros antes que prestarlos: “El año pasado, por ejemplo, acabé comprando media docena de «Los millones» de Santiago Lorenzo para regalar y que mi ejemplar no corriese peligro de desaparecer”.
Claro que la mejor manera de tenerlo todo claro es el método que utiliza el periodista y viajero Ander Izaguirre:“Desde hace tiempo, tengo una libreta en mi biblioteca en la que apunto qué libros presto y a quién. Soy un bibliotecario feroz. Ahora mismo tengo siete libros prestados a cuatro personas”.
Otros son más desprendidos y prestan a veces demasiado alegremente, como el cantante del grupo Insolenzia, Daniel Sancet: “Tengo muchos libros y no llevo ningún control sobre ellos, si a esto le añadimos que me encanta prestar, no es extraño que haya perdido gran cantidad. De lo que más me arrepiento es de prestar libros a personas que no se lo merecían. Siempre presto libros con la ilusión de que presto una parte de mi, algo que a mí me ha gustado”.
Y por último están los libros que no hay manera de devolver:“Recuerdo las ganas que tuve de devolver un libro que pedí prestado a una colega periodista: ‘En confianza’, de Mariano Rajoy, que necesité para un reportaje sobre políticos y cultura. Nunca en mi vida he puesto tanto empeño en devolver un libro prestado”, dice Eduardo Laporte.
2-Libros perdidos: mudanzas, cabras y ferias de segunda mano.
Prestar libros,como vemos, es a menudo una manera de perderlos de vista, pero hay otras muchas más dolorosas y rocambolescas. “Cuando era niño, por evitar dar un rodeo para llegar a la casa de mis abuelos solía saltar la tapia que separaba su casa del colegio”, recuerda el poeta Antonio Orihuela. “Esa tapia daba directamente a un corral de cabras y un fatídico día, al tirar primero mi maleta con los libros del colegio se abrió con el impacto y se desparramaron por el corral mis libros, cuadernos y, por desgracia, también mis queridos tebeos del Capitán trueno y de Jabato… Cuando llegué arriba de la tapia descubrí el espectáculo de las cabras comiéndose exclusivamente esos tebeos. O las cabras habían hecho apostolado de analfabetas o el papel de la editorial Brugera debía de estar hecho con un compuesto de fibra vegetal irresistible”.
Una historia ciertamente singular, porque como todo el mundo sabe, los libros se pierden en las mudanzas, o al menos es a ellas a las que se echa siempre la culpa. Una mudanza fue precisamente la razón por la que el librero Patxo Abarzuza (Elkar, Iruña) dejara de perder libros, pues tuvo que deshacerse de más de mil al cambiarse a una casa más pequeña: “Desde entonces he adquirido la costumbre de no guardar casi ningún libro, aunque tampoco los presto. Los regalo con la condición de que rulen”, dice respecto al tema anterior, los libros prestados (respecto al posterior, los libros robados, a Patxo no le preguntaremos nada).
Algo similar le sucedió a la montañera y escritora Eider Elizegi, ganadora del Premio Desnivel en 2010 con Mi Montaña: “Hará unos tres años regalé casi todas mis cosas, incluidos los libros. Dejé mi curro y la casa de alquiler en la que vivía y me instalé en la furgo. Me quedé con algunos libros imprescindibles, pero repartí otros a los que me sentía muy ligada. Desde que tengo 15 años he gastado mis ahorros en libros y tenía una buena biblioteca. A vecessiento ganas de releer “El ojo” y algunos otros de Nabokov, libros con los que descubrí de lo que era capaz la literatura. Pero no me dolió perderlos: aunque a veces los echo de menos, desprenderme de ellos fue una liberación”, afirma.
Pero para pérdidas y reencuentros dolorosos y rocambolescos el que cuenta el novelista boliviano ClaudioFerrufino-Coqueugniot:“El libro que más me ha dolido perder fue “Antología negra”, de Blaise Cendrars, prologado por Henry Miller. Lo regalé a un amor (que pagó mal como pagan los amores). Lo compró en la feria de libros usados un amigo. El libro llevaba mi firma y obviamente ella lo había vendido por nada”.
3-Libros robados: hipnosis, hambre y otros atenuantes
“Una vez «distraje» un ejemplar de Dinero, de Miguel Brieva, que estaba huérfano en la barra de un bar. Aún no tengo claro si realmente lo mangué, pero sí que me hipnotizó y me lo tuve que llevar”, cuenta el músico Juan Abarca, de Mamá Ladilla. Los libros ejercen en algunas personas (curiosamente, a menudo escritores) un extraño influjo, que despierta su lado más oscuro.El donostiarra Alain Gonfaus, último ganador del premio de narrativa de la editorial Irreverentes con su libro de relatos Vorágine, no se pudo resistir en una “monstruo-librería” del centro de Barcelona a robar «Dinero Gratis», de Carlos Padial. “Supuse que el título era una invitación a no pagar”, se justifica. Porque estos incontrolables brotes de cleptomanía, en la mayoría de los casos tienen atenuantes. El escritor Miguel Ángel Mala confiesa haber robado cientos de libros: “Pero casi siempre han sido a grandes almacenes y cadenas, que son unos ladrones. Y ya se sabe lo que reza el dicho”. Algo en lo que le secunda Daniel Sancet: “He robado muchísimos libros, siempre en grandes superficies, en grandes almacenes y en cadenas de esas que son empresas potentísimas. Nunca robaría en una librería de las de siempre. Ahora que sé que las grandes superficies pagan el ejemplar robado a las editoriales… todavía robo más a gusto”. El zamorano David Refoyo, autor de “25 centímetros” y del poemario “Odio”, también tiene argumentos para defenderse. Y códigos de honor: “Robar en una biblioteca es un sacrilegio, robar en una librería es compartir conocimiento”. Hay, por otra parte, libros que nadie echa de menos. El artista antes conocido como Kike Babas, Kike Suárez, cuenta cómo se hizo en Londres con “And the Ass saw the angel” de Nick Cave: “El señor Cave firmaba ejemplares de su primera novela en unos grandes almacenes. Había una buena cola de siniestros (hablo de 1993). Simplemente cogí una copia de la estantería y me puse a la fila. Llegó mi turno, Nick preguntó mi nombre y me firmó el libro. A la salida no pitó nada, pero el corazón me latía fuertemente”. Ander Izaguirre, por su parte, “robó” «Annapurna», de Maurice Herzog. “Atenuante: estaba en una pila de libros olvidados en una casa en la que nadie los iba a leer”, dice. Y, por supuesto, está el atenuante entre los atenuantes: el hambre. Macky Chuca, cantante del grupo argentino Mostros y autora de “La reina del burdel, (Premio Café Mon 2011) confiesa que siendo estudiante robó un tomo de Christian Metz.“Ahora no recuerdo si era “Cine y Psicoanálisis” o “Ensayos sobre la Significación en el Cine”. Era uno de los dos: el otro se lo compré al mismo librero amargado y odioso cuando ya me había gastado el dinero de comida de ese mes. Pero sé que haber comido fideos con manteca durante diez días no es un atenuante y probablemente me pudra en el infierno de los bibliófilos de todas formas”.
No lo creemos, Macky, ni tampoco que ninguno de los arriba mencionados vaya a acabar por estas confesiones en las páginas de una nueva edición de ‘Escritores Delincuentes’, el ensayo de José Ovejero, quien dice que lo único que se ha atrevido a robar en su vida es una alfombrilla de Ikea. Porque robar, prestar y perder libros parece ser algo inherente a ellos, algo inevitable, algo que en el fondo, se hace por puro amor al arte.
Hoy van a chupar ustedes el tuétano de una columna periodística. Con ustedes el making of de ‘El último peatón’. La cámara se acerca y vemos, en primer lugar, al autor sentado delante del ordenador en pleno proceso creativo, o eso. No está solo. Colgada de su cuello, su hija de tres años le asesta varios besos letales en la nuca que tienen como objetivo desalojarle para ver en internet un capítulo de Dora la exploradora. Mientras tanto, la televisión atrona a espaldas de ambos por seiscientassesentayseisava vez con el anuncio de Mr. Kujidor (¡Lo mismo! ¡LO MISMO NOOOO!), el cual saca de su estado catatónico al otro hijo del escritor, de siete años, quien trata de imitar al luchador enmascarado confundiendo el sofá con una pista de wrestling.
—¿Se debe a este tipo de cosas que usted haya utilizado personajes de los anuncios, como Mr Krujidor, en alguna de sus columnas? —pregunta en ese momento un incisivo reportero.
—Eh, ah, uh… —balbucea el autor, intentando disimular, y a continuación inventa una argumentación con más calado intelectual—. En realidad no. Mr. Krujidor, apareciendo en un consejo de ministros (¡Reforma laboral nooo! ¡ESCLAVISMO!) o el EULI (Ejército Unificado de Liberación Indigente) secuestrando al líder de la Vuelta, un ciclista chiquitistaní de un metro y diceiseis centímetros de altura y obligando a Roberto Jiménez a enfundarse su maillot amarillo al tiempo que lo torturan con frases del tipo “Para que entiendas lo que es estar ahogado”, ese tipo de escenas, son propias de lo que yo considero que hoy debe ser el hiperrealismo literario, la literatura como arma social, la manera más efectiva de reflejar y denunciar el mundo en que vivimos: las distopías, es decir las utopías al revés, relatos futuristas y apocalípticos en los que los personajes viven bajo regímenes totalitarios que le suministran gratuitamente drogas alienantes como el abono del fútbol o la tarjeta de El Corte Inglés; personajes que pasan toda su existencia dentro de centros comerciales, dándole al “Me gusta” en Facebook o que hablan por wasap incluso cuando están frente a frente. Solo mediante la exageración y la deformación es posible retratar una sociedad como la nuestra, para la que la realidad siempre hay que interpretarla al revés (por ejemplo, cuando sale un portavoz del gobierno diciendo que las pensiones no se tocarán, significa que los que no las tocarán serán los pensionistas). La distopía y el esperpento son hoy por hoy las únicas alternativas para contar la realidad, al menos hasta que no empiecen a escribir los euskoecuatorianos, los magrebís nacidos en Carabanchel, los sudaneses del Alto Ampurdán…
—Vamos, que lo de Mr. Krujidor es lo que suena de fondo y usted escribe cuando no se le ocurre otra cosa.
—Sí —admite el autor, y después descarga su frustración con su hija, a la que se sacude de encima y además le revela que Dora y Botas son chivatos de la policía, siempre delatando al pobre Swiper.
A continuación, el autor se queda un rato meditabundo, rascándose el mentón. Una pose muy interesante, muy cinematográfica, pero en realidad —eso la cámara no puede verlo— dentro de su cabeza solo hay un mono tocando los platillos. “¿Dios mío, sobre qué voy a escribir?”, se pregunta aterrorizado, y vuelve a barajar la posibilidad de hablar de su último libro. Bukowski lo hizo. Bukowski se reseñó a sí mismo. Bukowski sobre Bukowski. El autor también lo hizo, con otro libro, pero el autor no es Bukowski y le quitaron la columna que tuvo durante algunos meses en un periódico gratuito, “por autopromocionarte”, dijeron; lo otro, lo que escribió sobre la familia real, eso no tenía la más mínima importancia, por eso no, hombre, nosotros estamos a favor de la libertad de expresión, la llevamos en nuestro ADN, nosotros somos demócratas de toda la vida (¿Demócratas? ¡DEMÓCRATAS NOOO! –ay, este Mr Krujidor siempre chupando cámara—). Finalmente, el autor se arriesga: hace unos meses publicó “Dios nunca reza, ”un dietario (contradiciéndose a sí mismo, nada de distopías disparatadas, la vida misma a flor de piel) y no puede ser un malqueda, tiene que agradecer a todas esas personas, desconocidos que le han parado por la calle –nunca le había pasado- para darle las gracias, a todos los lectores que le comentan de corazón que su libro les ha robado horas de sueño, les ha emocionado, que con él se han reído, han sentido que era su propia vida…
—¡Corten, corten! ¡Ese es otro making of!—se oye una voz de fondo, mientras la claqueta marca el fin de otra columna, escrita a trancas y barrancas y el último peatón sigue bajo el sol de agosto su errático camino en busca de la libertad creativa, o eso.