UNA GRIETA EN LA MURALLA
En el aire de la ciudad flotaba un olor a mierda que ya nada ni nadie podían tapar. Junto al portal de mi casa había un cajero que, para que nadie se meara dentro, los del banco habían protegido con una valla que decía: “Esto no es un servicio público”. Pero últimamente la gente no estaba para bromitas, ni para provocaciones, y menos por parte de los bancos. La gente de lo que tenía ganas era de pegarles fuego, pero de momento se conformaban con cagarse en ellos. Así que desde el cajero subía como una enredadera aquel olor a cuadra. A orines de todos los colores y concursos de quién mea más alto. A kalimotxo en polvo rumiado con humo de hachís culero. A roña y cadáveres escondidos debajo de una alfombra en la que se leía Ongi etorri.
Estábamos en San Fermín.
Era la hora de la siesta y hacía un calor horrible. A través de la ventana el aire parecía un plástico que se quemaba y formaba pliegues caprichosos. En el tendedero de enfrente el tanga de mi vecina ondeaba como una bandera entre las del ayuntamiento, las ikurriñas de algunos balcones y los banderines de Heineken. En la calle, dos borrachos bailaban juntos y luego se daban de hostias y después volvían a bailar, tan amigos. Me pareció ver pasando entre ambos a un pirado con un gorro y una bufanda de lana y por un momento pensé en C, mi antiguo jefe, pero después me dije que era cosa del calor y de la resaca. Como si mirara todo aquello a través de la botella de patxarán Zoco que me había pimplado el día anterior, por puro aburrimiento, esperando por si venía algún cliente. En San Fermín nunca se sabía: los celosos se volvían más celosos, a los que estaban de baja laboral se les curaban todos los males, tirar a alguien por una muralla siempre podía colar como un accidente…
—¡Dindón! —sonó el timbre del portero automático.
A través de la cámara vi que era el tipo del gorro y la bufanda. C. Inconfundible. Había trabajado durante mucho tiempo para él como guardaespaldas y me sabía de pe a pa toda la coreografía de su cuerpo. Claro que ahora cualquiera lo reconocía al primer vistazo; ahora que no se quitaba aquel gorro y aquella bufanda de lana ni para mear; ni siquiera un día de julio como aquel, cuando sobre los capós de los coches se podían freír unos huevos fritos con txistorra.
Abrí la puerta. Todo el mundo decía que C estaba como una chota desde el Murallazo, aquel sucio y grotesco asunto que había acabado con su carrera política, pero a mí me parecía más cuerdo que nunca; desde luego más que la mayoría de los que seguían en sus poltronas, tan tranquilos, con la que estaba cayendo.
—¿Cómo te va, Chavelo? —me saludó.
Él mismo me puso aquel mote, una noche de farra, en un karaoke, en la que yo acabé cantando una de Chavela Vargas y disparando al techo con mi cacharra.
—Podría irme mejor. ¿Y a ti?
—Podría irme peor.
C se quitó el gorro y la bufanda y debajo de ellos apareció una especie de sombra de lo que había sido. Estaba más delgado y medio calvo. Cualquiera diría que hacía solo un año le habían dado el premio al diputado con el cabello más bonito. También había sido premio Pico de Oro. Su nombre, incluso, había sonado como ministrable.
—Si no hubiera sido por la innombrable habría tocado pelo —solía decirme.
A C algunos se la tenían jurada en Pamplona. Sabía algunas cosas. Y los demás no sabían demasiadas cosas sobre él. Líos de faldas. Alguna veleidad literaria. Poco más. C también disparaba de vez en cuando al techo pero no tenía muertos en el jardín. O los tenía muy bien enterrados. Cuando se fue a Madrid y los “mireusted” le bailaron el agua se creyó más poderoso de lo que era. Empezó a enredar. A airear los trapos sucios del terruño. Toda la porquería guardada en la caja fuerte, esa que habían apandado los mismos que debían custodiarla. C midió mal sus fuerzas y las de sus adversarios. Con el dinero no se juega. Le tendieron una trampa. Un email anónimo. Un sobre para recoger escondido en una grieta de la muralla. Información jugosa sobre la innombrable… Está todo en las hemerotecas. Lo que está escrito y lo que no. Para quien sepa leer, claro.
—Cuando me enteré te hubiera metido una hostia —le dije, mientras desde la calle subía el latido de un tambor, como un corazón bombeando sangre.
Pensé en todas las mañanas que me había agachado para mirar debajo de su coche. En todos los jarraitus que se cruzaban con nosotros y lo encañonaban con los ojos. En todas las veces que tuve que mirar incómodo para otro lado cuando magreaba a su novia. Todo para que el muy ababol saliera a recoger un paquete, solo y a medianoche, creyendo que un gorro y una bufanda iban a bastar para taparle, para protegerle y que no le estallara en la cara.
—Sí, una buena hostia —añadí.
—Fue una trampa —se defendió él.
Era la misma cantinela que venía repitiendo hace un año. Desde que lo trincaron los picolos, cuando fue a recoger el sobre. Después supo lo del otro anónimo, chantajeando a la innombrable. Si no quería que se revelara cierto asunto relacionado con unos coches debía dejar 25 de los grandes en una grieta de la muralla. La misma en la que C fue a recoger el sobre.
—Sí, fue una trampa, todos los sabemos, pero tú te has quedado atrapado para siempre en ella. Ababol.
Lo ridiculizaron. Sacaron fotomontajes en Internet. Escribieron relatos de género negro chuscos que él protagonizaba. Hubo peregrinaciones de curiosos a la grieta de la muralla y manifestaciones del 15M y de los vascos que acababan en ese lugar… Pero él se puso farruco. Si tanta gracia les hacía lo del gorro y la bufanda se iban a reír a base de bien. Hasta que les doliera la tripa. Hasta que tuvieran agujetas en la conciencia. No pensaba quitárselos hasta que todo se aclarara. Iba a ir bien tapado para que todos le vieran. Porque no tenía nada que ocultar ni de lo que avergonzarse.
—Nada es para siempre, Chavelo.
Y en efecto, hubo risas. Al principio. Después dijeron que se le había ido la olla. Pero cada vez que alguien lo decía en la boca se le quedaba el regusto amargo de la duda. ¿Qué necesidad tenía de hacer todo eso? Él, que iba para ministro y que tenía el pelo más bonito de todo el parlamento. En el fondo, todos esperaban que algún día contara lo que sabía. Aunque no ganara nada con ello, excepto salvar su orgullo.
—Sé quién envió esos anónimos —soltó, de repente.
—¿No te habrán dejado su nombre en un sobre, en una grieta de la muralla?
—No me toques los huevos, Chavelo. Va en serio. Solo necesito la ayuda de un profesional. Del mejor profesional.
C me miró a los ojos. Sabía que no podía decirle que no.
—Y ese soy yo ¿no? —caí en la trampa
De hecho, me lancé de cabeza a ella. Me pareció que fuera lo que fuera no podía ser más peligroso que volver a pimplarme otra botella de patxarán Zoco a solas.
Después C se levantó, acercó su boca a mi oreja, susurró un nombre y se despidió.
—Volveremos a vernos pronto —dijo.
Mientras él bajaba por las escaleras a mi mente vinieron imágenes de cabezas de cutos degollados sobre las sábanas de mi cama, mi nombre en los periódicos con un pie de foto que decía “el presunto terrorista”, un acordeonista tocando jotas día y noche en el portal de mi casa, una bala en mi buzón envuelta en un pañuelico rojo con el escudo de Navarra bordado…
Me asomé a la ventana y vi a C atravesar la calle, de nuevo con su ridícula bufanda y su puto gorro de lana. Parecía que se había escapado de la pancarta de una peña. Pero aquello iba en serio. Primero tragué saliva, pero luego me dije que quizás ya iba siendo hora de que el olor a mierda comenzara a disiparse. Nada era para siempre.
Abajo, en la calle, uno de los dos borrachos se acercó al cajero automático. Miró un par de veces hacia los lados y después metió la mano por debajo de su blusa. Me pregunté si se sacaría la chorra o un mechero.