La segunda parte del cómic «La comunidad», editado por La oveja roja, narra la aventura de un grupo de jóvenes del 68 francés que desafiaron al capitalismo con un proyecto de vida rural en común. Se instalaron en las inmediaciones de una vieja molinería y siguieron a otro modelo de vida que no era el vigente.
Patxi IRURZUN
Yann Benoît, uno de los dos protagonistas principales de este cómic, pisó por primera vez un supermercado con 35 años. Un dato que, en cierto modo, resume la historia de «La comunidad»: el auge y caída de un proyecto común, la aventura colectiva de unos jóvenes que tras el 68 francés desafiaron al productivismo y al capitalismo, y trataron de demostrar al mundo que existía un modo de vida alternativo a la sociedad de consumo; y que -esa fue su pequeña victoria- a pesar del tiempo transcurrido siguen demostrándolo, gracias a este cómic.
«La comunidad (segunda parte) es la continuación de un título que publicamos en 2009 y que reconstruye la trayectoria de una de esas comunidades neorrurales que tras el 68 intentaron cambiar las bases de este mundo», nos cuenta el editor de la editorial madrileña La oveja roja, Alfonso Serrano. «Su larga historia -más de una decena de años- está llena de paralelismos y aprendizajes útiles para el neorruralismo actual. Este es un cómic sobre una opción que para muchos se está convirtiendo en alternativa económica y vital».
En esta segunda parte, el dibujante Hervé Tanquerelle, el otro protagonista principal de esta historia y autor del cómic, retoma la entrevista con su suegro, Yann Benoît, a través de la cual nos va contando las peripecias de «La comunidad». Si en la primera parte pudimos ver el desembarco del grupo en el mundo rural, estableciéndose y reconstruyendo una vieja molinería (La Minoterie), los andamiajes ideológicos con que levantaron esta (antimilitarismo, feminismo, etc.), en esta segunda entrega nos encontramos con el grupo en pleno apogeo de su proyecto: la autarquía como medio de vida parece haber triunfado, pero pronto comenzarán a surgir distintos ritmos y anhelos entre los que forman el colectivo (por ejemplo entre quienes tienen hijos y quienes no -hasta 18 niños, llegó a haber en La Minoterie-), las dificultades económicas, la pérdida de confianza colectiva…
Hervé Tanquerelle vuelve a utilizar los mismos recursos narrativos y técnicos que en la primera parte, los flash-back, la alternancia de diferentes estilos, del humor con las reflexiones políticas (son descacharrantes, por ejemplo, las relaciones con los vecinos agricultores y fachas)…
«Siempre me ha interesado lo que sucedió en el 68 y en los años 70. Siempre pensé que ese período era un `paréntesis encantado’, -cuenta el dibujante-. Cuando conocí a mi suegro, enseguida sentí una gran curiosidad por saber, por comprender lo que había vivido en esa época. Yo pasé mi infancia en las afueras de Nantes, en un contexto familiar clásico, ideológicamente de izquierdas. No conocía gran cosa del movimiento comunitario y sin duda tenía bastantes ideas preconcebidas sobre él».
Yann Benoît, por su parte, afirma que el verdadero héroe de `La comunidad’ es Tanquerelle, su yerno: «Nunca es fácil narrar con el tono justo una historia personal, y más aún cuando ésta es indisociable de una experiencia colectiva. La curiosidad y las ganas de Hervé de querer comprender de veras nuestras motivaciones de entonces me han obligado a volver la vista atrás, a analizarlo con mucha calma. De repente, también yo he comprendido qué me motivaba de verdad. Ahora, cuarenta años después, al leer el cómic, al final casi tiendo a mirar con bondad, con cariño, a esos jóvenes barbudos y greñudos que querían cambiar el mundo… y la vida». Unos jóvenes que, en realidad, no buscaron aislarse de la sociedad, ni romper con esta, sino servir de ejemplo, con sus logros y sus errores, para quienes crean que hay vida más allá del supermercado, del trabajo asalariado y del resto de los no tan sagrados mandamientos del capitalismo.
Mientras se descongelan las gulas, el champán se enfría y un cuñado dice Zaragoza con un polvorón en la boca, el escritor Willy Uribe lleva ya tres semanas en huelga de hambre. Ha dejado de comer para reclamar un indulto para David Reboredo, un extoxicómano gallego que ha ingresado en prisión después de haberse rehabilitado y al que se le acusa de haber vendido dos papelinas en el año 2006. La protesta de Uribe no es una cuestión personal (y a la vez lo es, en un su sentido más radical). El escritor vasco no conoce al extoxicómano gallego, pero a la vez podía haber sido él (los dos pertenecen a una generación en la que miles de jóvenes cayeron como moscas por culpa de la heroína, un pequeño y silencioso holocausto que nunca se ha investigado, ni ha habido interés en investigar). Uribe tomó la decisión de solidarizarse con Reboredo por eso, pero sobre todo por un agravio comparativo, al saber que cuatro mossos d’ escuadra eran indultados y reindultados después de haber sido condenados por un caso de torturas (otro pozal de mierda, el de la tortura, que tampoco conviene remover). La huelga de hambre de Willy Uribe va por ello mucho más allá del caso Reboredo. Es una huelga de hambre que denuncia situaciones que se repiten y perpetúan en un país en el que ante la justicia todos no somos iguales, ni siquiera aunque lo diga un rey (en realidad un rey, sancionado además por un sanguinario dictador, no es la persona más adecuada para hablar de igualdad). Ante un juez o ante un ministro de justicia no cuenta lo mismo ser pobre –una especie de pecado original e imborrable- u honrado, que rico o asalariado con un hueso (un uniforme, un cargo político…) al servicio del mal, o sea del capital. Una desigualdad sobre la que en realidad se basan todos los pilares sobre los que se sostiene un sistema de castas al que algunos llaman con desfachatez democracia (“Nosotros, los demócratas”, es de hecho una de sus frases favoritas).
La huelga de hambre de Willy Uribe es por tanto una protesta en favor de Reboredo, pero también de cualquiera de todos nosotros (porque cualquiera de nosotros, en realidad, podríamos también ser Reboredo, cualquiera de nosotros podríamos perder, estamos perdiendo el trabajo, la casa, la igualdad de oportunidades para estudiar o acceder a los servicios sanitarios y quizás por ello la esperanza, o los nervios, lo cual también nos convierte en sospechosos y potenciales “delincuentes”); y es sobre todo, esta huelga de hambre -y esa es la cuestión personal- una protesta en favor del propio Willy Uribe, una cuestión de dignidad personal y profesional (Uribe, con modestia, ha dicho que su huelga de hambre no es la de un escritor, sino la de una persona normal, pero no es cierto, en realidad un escritor es alguien que sabe contar mejor que el resto lo que está pasando y para un escritor hoy en día mirar a su alrededor y contar es algo que está poco menos que obligado a hacer); una protesta que contagia además esa dignidad y transmite la esperanza de saber que no todo está perdido cuando hay personas que están dispuestas a sacrificar su propia salud, su propia vida, por otras personas, y por una sociedad civil, por una auténtica democracia en la que la igualdad y la justicia no sean solo un polvorón que se deshace en la boca y cae hecho migajas sobre la mesa entre risas.
Esta es la última de mis colaboraciones en Guía del niño. La revista, como tantos otros medios, deja de publicarse y yo me quedo sin la única colaboración fija que tenía. Han sido cinco años de «Mi papá me mima», la sección de humor en la que contaba mis peripecias como padre y amo de casa, y que ilustró casi hasta el final Jacobo Pérez-Enciso. En ella he ido viendo crecer a mis hijos, me lo he pasado bien contando sus cosicas, y creo que (a juzgar por las cartas al director que se recibían a menudo) lo he hecho pasar bien a mis lectores. Por suerte, las aventuras de H y M no se perderán como lágrimas en la lluvia y el año que viene tendremos buenas noticias sobre ellos.
Mi peluquera antibiótica
Se ha corrido la voz: “Hay un canguro en el 2ºD”. “¿Un chico? ¿Pero es de fiar?”. “Sí, sí, es un experto, escribe en una revista para bebés y todo”. Así que cada vez que un bebé del bloque se pone malo, me lo traen: “Es que a la guardería no me dejan llevarlo con conjuntivitis, y como me han dicho que tú no estás ocupado, que, total, solo tienes que escribir y eso, igual podías cuidármelo”, me ha dicho hoy por ejemplo la vecina y me ha dejado a la nena, o lo que haya debajo de esa capa de legañas.
Digo yo que es por eso, porque no ve muy bien, por lo que ha sacado todos los juguetes de mis hijos y los ha desparramado por toda la casa hasta que ha encontrado lo que quería, que ha resultado ser el set de maquillaje y peluquería de M, y después se ha puesto a pintarme los labios con esmalte de uñas, y a darme colorete con el pintalabios, y así… La distracción le ha venido bien, ha sido antibiótica, porque al cabo de un rato la conjuntivitis ha cedido y la nena ha demostrado tener una agudeza visual fuera de serie, pues ha conseguido incluso amarrarme varias coletitas y kikis con los cuatro pelos que yo tengo.
Así hemos estado entretenidos un buen rato (yo total, solo tenía que entregar un par de artículos, y preparar las lentejas, limpiar los baños, escalar hasta el montón de ropa para doblar e irla recogiendo, acabar un capítulo de mi nuevo libro…), hasta que han llamado al timbre.
—¡Cartero! Tengo una carta que no cabe en el buzón, se la envío por el ascensor ¿vale?— ha dicho, y no me ha dado tiempo a responderle que con ese sistema ya se me han perdido dos o tres paquetes, así que he tenido que salir, “Es solo un segundo, ahora vuelvo, bonita”, le he dicho a la nena dejando la puerta de casa abierta y sin quitarle ojo desde el descansillo, “Tú vete recogiendo mientras algo”, y se ve que esto último no le ha sentado muy bien, porque ha dado un portazo que ha hecho temblar todo el edificio. Al principio, cuando se ha abierto el ascensor, en el que además de mi paquete, subían cuatro vecinos, he pensado que me miraban horrorizados por eso; luego, cuando uno de ellos me ha entregado la carta, he pensado que quizás el sobre se transparentaba y se leía el título de la última novela de uno de mis amigos escritores malditos: “Culo pendulón”; y al final he comprendido simplemente que se trataba de las pintas que llevaba. Me he quedado balbuceando, mientras el ascensor se cerraba: “La peluquera… las legañas…”. Luego, avergonzado, he vuelto a casa, y he llamado al timbre. Varias veces. Pero la nena no me oía, o le daba igual, o igual seguía enfadada.
—Vamos, bonita, y te dejo que me cortes el pelo con las tijeras de verdad —le he suplicado cuando por fin he visto su sombra proyectándose por la rendija de la puerta, arrodillado en el suelo… Y así ha sido como me ha encontrado otro vecino del rellano cuando ha salido de su casa. “Ejem, ejem, buenos días”, ha dicho, y yo he intentado mantener la compostura, me he vuelto hacia él educadamente, mostrándole una gran sonrisa, llena de rímel, y entonces él se ha alejado andando muy deprisa. Supongo que ahora también se correrá la voz. Y que mi carrera como canguro está arruinada. “Afortunadamente”, he pensado, justo en el momento en que la nena me ha abierto la puerta con la máquina de afeitar encendida.
El pasado día 19 estuve en la biblioteca de Olazti/Olazagutía hablando de ‘Atrapados en el paraíso’ y ‘Dios nunca reza’. En charlas como esa casi siempre me suelo encontrar con personas mayores, algunos muy mayores, cerca de los noventa, de los que las bibliotecarias me cuentan que son unos de los mejores y más activos usuarios de las bibliotecas; casi siempre son también personas sin estudios, que se han formado a sí mismas, leyendo todo cuanto caía en sus manos, y que te impresionan por su cultura y a menudo por sus vidas llenas de peripecias no menos librescas. Es algo admirable y dice mucho del papel y la importancia de las bibliotecas públicas.
Un día antes acompañé a Joaquín Carbonell en la presentación de su biografía de José Antonio Labordeta, ‘Querido Labordeta’, que lleva varias semanas siendo número uno en ventas en Aragón.Quien no conozca a Joaquín Carbonell será porque no es maño. Es prácticamente imposible que alguien en Aragón no sepa quién es este cantautor, periodista y escritor, una auténtica institución con quien yo, durante un paseo por las calles y bares de Zaragoza,más que nunca he podido saber de cerca qué es más que la fama, la popularidad, porque la gente se acercaba a Joaquín a sacarse fotos, a conversar, pero lo hacía con familiaridad, rompiendo las distancias, como si lo sintiera uno de los suyos.
Joaquín Carbonell, como reza su página web (bueno, reza igual no), como no reza en su página web canta y escribe. Es autor de una decena de discos, como Clásicas y modernas, La tos del trompetista, Tabaco y cariño (qué grandes títulos)… Participó, o podríamos decir que fundó el movimiento de la Nueva Canción aragonesa, junto con La Bullonera y el propio Labordeta. Ha compartido escenarios, mesa y carretera con artistas como Sabina, Aute, Paco Ibañez… Como escritor ha publicado también un buen puñado de libros, y entre ellos varias biografías. Sus dos últimas obras lo han sido, ‘Pongamos que hablo de Joaquín’, sobre Sabina, y esta última ‘Querido Labordeta’, y ambas se han convertido en superventas por la talla de las biografiados, pero sobre todo por la maestría del biógrafo y su manera de contar. Además Joaquín es periodista (lleva ya un montón de años escribiendo en El Periódico de Aragón, donde realiza una entrevista diaria), agitador cultural… Un culo de mal asiento, en definitiva.
Probablemente haya sido también la persona que más tiempo ha pasado junto a Labordeta, a quien conoció siendo alumno suyo en un instituto de Teruel (en el que compartió pupitres, entre otros, con Federico Jiménez Losantos, que entonces era otro Federico Jiménez Losantos), y después como compañero y amigo a lo largo de toda su vida. Nadie mejor que Joaquín, pues, podía haber escrito una biografía de Labordeta, y de haberlo escrito de ese modo, con ese tono que utiliza y que nos hace a quien los leemos convertirnos también en compañeros de viaje. En mi caso, por ejemplo, tengo que reconocer que mi relación con Labordeta había sido de algún modo muy colateral(y sin embargo con cierta importancia para mí: Labordeta formó parte del jurado de un premio literario que me concedieron hace años -el de El Viajero, de El País, gracias al cual pude irme a Manila, escribir ‘Atrapados en el paraíso’, etc.- y sobre todo Labordeta forma parte de mi imaginario, y yo creo que del imaginario colectivo, con aquella escena en la que mandó a la mierda y llamó gilipollas a algunos diputados del PP, y a muchos de nosotros nos hizo relamernos de gusto y de envidia). Por lo demás, reconozco que tampoco sabía demasiado, ni sobre sus canciones, ni sobre su poesía, que no había profundizado más allá de la imagen del Labordeta de la mochila o del autor del ‘Canto a la Libertad’. Pero todo eso, lo ha solucionado Joaquín, con esta magnífica biografía, en la que nos presenta al músico, al poeta, al viajero, al político, y también al amigo, a la persona, y que se lee con esa sensación de placidez, de sobremesa, ese tono directo, suelto, socarrón a menudo que tiene la prosa de Joaquín.
La presentación fue algo desangelada, pero se compensó de sobras con una tertulia con Patxo Abarzuza (Elkar), el escritor Carlos Erice y el propio Joaquín, con quien además luego nos fuimos de vinos (con él y con su guitarra) y pudimos oírle contar anécdotas tan jugosas como los pinchos que nos zampamos (por ejemplo sus encuentros con Leonard Cohen, con quien comparte guitarrista, etc.). Carbonell es otra de esas personas de vida intensa, llena de peripecias, que cada vez que abre la boca te enseña algo. Casi como una biblioteca pública.
Vendetta acaba de publicar «Fuimos, somos y seremos /Atzo, gaur eta bihar», su nuevo disco, en el que colaboro con la letra de esta canción: Jean Lafitte.