Crónica para Ruta 66.
Jean Lafitte, corsario vasco de azarosa vida, inspira una de las canciones del último disco de Vendetta. El autor de la letra, el escritor Patxi Irurzun, habla en esta crónica de un concierto de los navarros en Donosti sobre las aventuras del pirata de Iparralde y la gestación de la canción.
Al atardecer, desde la terraza de Guardetxea, en la falda del monte Urgull, se ve acercarse surcando sigilosamente el mar al corsario vasco Jean Lafitte, mientras los músicos hacen la prueba de sonido y los vasos vacíos dispuestos para que cenen antes del concierto bailan ska sobre la mesa, sacudidos por las vibraciones.
Los músicos son los navarros Vendetta. Fuimos, somos y seremos, es el título de su último disco, y andan presentándolo de aquí para allá, para regocijo de la chavalería. Hoy toca Donostia. Guardetxea les recuerda a lossquat suizos —comentan mientras dan buena cuenta del arroz con verduras que les han preparado los de la Asociación Banda bat—. Salas pequeñas, trato familiar, un público fiel y entregado… Como único reproche, una tendencia al veganismo que no siempre casa bien con sus estómagos carnívoros.
Después de la cena, salimos a fumar. Hace una semana el viento era un puñal de hielo en el rostro, pero hoy la noche es primaveral. El monte ha roto a sudar y un olor a vegetación traspasa pieles y ventanas. A los lejos, el mar se ha tragado un sol como una naranja y Jean Lafitte y su tripulación ya han debido de desembarcar en la playa y entrar a la ciudad con los cuchillos en la boca. Yo estoy aquí por su culpa. Javiero Etxeberria, guitarrista y cantante del grupo, a quien conozco desde los tiempos duros, en la fábrica, me pidió que escribiera una letra para una canción del disco. Salió Jean Lafitte, la historia del corsario que algunos afirman que nació en Baiona, donde nacían, entre montañas azules y mares verdes, los corsarios, y otros que lo hizo en Haití, o en Nueva Orleans, junto a la casa del sol naciente, allá donde se hizo pirata. En nuestra canción Jean Lafitte es sin lugar a dudas un pirata vasco, porque los vascos, como diría Marc Legasse, nacen donde quieren, allá donde sobre sus cabezas no haya una bota que tape el sol. Jean Lafitte es vasco como lo son Buenaventura Durruti, The Clash o Emiliano Zapata. Y como a la de tantos otros piratas y a tantos vascos a la cabeza de Jean Lafitte le pusieron una recompensa aquellos que no entienden que hay cosas, como la libertad, que no tienen precio. Puestos a poner precio, Jean Lafitte dobló la oferta y ofreció 1500 guineas a quien le trajera la cabeza del gobernador de Nueva Orleans. 1500 y un barril de ron.
¡La cabeza del gobernador, de la gobernadora, del rey, una guillotina en mitad del Bulevar, o de Carlos III!, se oye ahora el clamor, elevándose hacia el cielo desde las calles y tejados de Donostia, desde los bares y las cafeterías; ¡La cabeza del gobernador!, reclaman con rabia en los cuartos de estar, frente a los bustos parlantes de los telediarios, o en las manifestaciones (esta tarde ha habido dos o tres en la ciudad), en todas las conversaciones; ¡La cabeza, la cabeza del gobernador!…
En Guardetxea, mientras tanto ya ha empezado a llegar la chavalería, las puertas se han abierto, el olor de las plantas en flor se mezcla con el del hachís y el tabaco de liar. El público de Vendetta es muy joven y la música del grupo (ska, pop, reggae, rock…) tan vieja como la rebeldía y la diversión juvenil. Todo, sin embargo, está tranquilo, justo antes de que empiece el concierto. Hay huecos en la barra, se puede ir al baño y encontrarlo limpio, no hay gritos, ni peleas, ni nadie demasiado borracho. Me sorprende. Pienso en los conciertos a los que yo iba cuando tenía 18 años y no tiene mucho que ver. Es mucho mejor así, por supuesto. Luego, cuando comienza la música, los chavales saltan, bailan, corean las canciones. Vendetta es pura fiesta, una máquina energética, una tripulación pirata. Las tripulaciones piratas las componían casi siempre los desheredados de la tierra, los muertos de hambre, los marginados, los descreídos, los malditos, los nadies, aquellos que solo podían vivir, a los que solo dejaban vivir en el mar, donde no existían fronteras ni dueños ni credos ni otra ley que la de las mareas, el viento, el sol y las tormentas. Los piratas únicamente bajaban de sus barcos para despojar a los poderosos y a quienes agachaban la cabeza ante ellos o, en ocasiones, para intentar fundar sociedades libertarias. Cofradías de piratas, como los hermanos de la costa, intentaron establecerse en tierra, en pequeñas islas como Tortuga, y vivir rigiéndose por una especie de socialismo utópico. Los piratas nombraban a sus propios capitanes, repartían equitativamente los botines…
En Vendetta tampoco hay un líder, un front-man, cada miembro del grupo es protagonista. Su repertorio es su cofre del tesoro y en cada canción lo abre uno de ellos. Pello, trombón y voz en los medios tiempos, cuando la música tiene voz de mujer joven; Rubén, trompetista y agitador de la revuelta; Luisillo Kalandrakas, el más pirata de todos; Enrikko, una batería que es puro infierno; Javiero, el hombre tranquilo debajo del escenario, sobre él John Wayne cruzando una pradera verde como una fuerza de la naturaleza.
A mitad del concierto redobla el tambor de Jean Lafitte y Javiero me nombra, pero nadie me reconoce, y yo puedo seguir afilando el lápiz en la sombra. “Por las calle de New Orleans, anda Jean Lafitte”, arranca la canción. Hay decenas de leyendas sobre Lafitte: hijo de una judía española sefardí perseguida por la Inquisición, dandi y vividor en Luisiana, traficante de esclavos, cartógrafo en Arkansas, desaparecido misteriosamente en Yucatán, inspirador del poema “El Corsario” de Lord Byron, sufragador con el dinero de sus abordajes de la publicación de “El manifiesto comunista”… “¡Yo soy Jean Lafitte!”, corea el estribillo el público. Y entonces lo comprendo. Ellos, todas esas chavalas y chavales, son la tripulación. Jean Lafitte ya ha tomado la ciudad y los ha enrolado. Ahora comienza la Vendetta. ¡La cabeza —reclaman—, la cabeza del gobernador! ¡Y un barril de ron!
Grandísima noche ayer en la peña Anaitasuna de Pamplona, presentando ‘La tristeza de las tiendas de pelucas’. Gran idea (potes y libros), gran asistencia, gran ajoarriero (lo hice yo), gran ambiente… Muchas gracias a todos los que vinisteis, os llevasteis mi libro -gran libro-, os acercasteis para que lo firmara… Y muchas gracias a Carlos Erice, y a la peña por el detallazo del pañuelo personalizado. Una gran noche, sí, señor
Y el día anterior, en Mondra, en el gaztetxe. El ajoarriero de Iruña estaba tan bueno porque lo anduve paseando previamente por allí, para que le dieran los aires del Amboto. Un día inolvidable, otro más, con Josu Arteaga & famili, y no solo por la alubiada que nos prepararon, también por la compañía, Oscar Yegua verde Beorlegui, Kutxi, Iosune, Tasio, Peru… Lo pasamos de maravilla. Gracias a todos los que se acercaron al gaztetxe. Volveremos.
Cada vez que me acerco a uno de los libros de Patxi Irurzun sé que saldré del encuentro con una sonrisa, un poco de inquietud vital y unas buenas dosis de ternura. Irurzun, uno de los mejores cuentistas de su generación, de la mía y de la próxima, tiene la habilidad de lo cotidiano y el buen gusto del que sabe que la risa es la mejor herramiento en estos tiempos de rabia. El relato con el que se abre este volumen, Mi padre, los libros Reno, Ned Flanders y los beats, todo en la misma frase es de una melancolía incontenible. Un relato que emociona, casi frisando el diario íntimo, un espacio en el que Patxi se siente cómodo y que domina a la perfección como lo demostró en su libro Dios nunca reza. Nada de bruscos ritmos de batería (uno lo entendería así puesto que estaba incluido en una antología de homenaje a los beatniks: Beatitud que coordinaron Vicente Muñoz y Nacho Escuín ), para el ácido compuesto allí está Reliquias y jorobas, miedo y asco en la meseta, el auténtico relato para los amigos del Dharma. El año de la lengua azul es un viaje psicótico al corazón de una de las manifestaciones patrias que más seducen a Patxi, los Sanfermines. Amor y odio para un pamplonica que busca su lugar entre la tradición y el cachondeo, entre el ayer calimochero y el hoy de mañanas en parques aguantando el olor a orín.Peaje juega con la chispa apagada de los barrios rebeldes, obreros cansados que no saben que Ballan y Patxi Irurzun escriben sobre ellos, como tampoco nadie recuerda a los cantantes melódicos imposibles en Superpop (un regalo de Patxi, gracias amigo) u homenajea con tanto gusto a la subcultura andergrauncon un tributo muy retorcido a Celine en el relato real (por la parte monárquica, más que nada) que es Espejo de príncipes. He tenido el placer de compartir antologías, fanzines e incluso habitaciones de hotel con Patxi (nada de cama, eso es un tema de cuando éramos jóvenes) y cuando llega a mis manos la nueva entrega de Vinalia Trippers busco en el índice el relato de Irurzun y es el primero que devoro: en este libro aparecen la tristeza pop de un hombre araña desolado en la onda de «El adversario» de Carrere en «El vértigo de Spiderman» y una especie de inquietante guiño a la imaginería de Chicho Ibáñez Serrador y sus pueblos abandonados en «El censo del miedo». Estos son dos de los mejores relatos de un libro sobresaliente en el que la pluma de Patxi alcanza su expresión máxima, donde se define el estilo único de Irurzun es en¿Para qué vamos a perder el tiempo hablando si podemos arreglarlo a hostias?,homenaje a las películas del oeste, a la sociedad que lo rodea, al oscuro y risible mundo que nos toca vivir.
Un gran libro. Como siempre.