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Bego Loza recomienda encarecidamente «Atrapados en el paraíso» en el programa «Compañeros de viaje». Se lo agradezco de todo corazón, y ya van unas cuantas, pero cuando vaya por allí no pienso cantar, con karaoke o sin él. A partir del minuto 35.
Con Manu en Sarriguren (foto Hugo Irurzun)
Como ahora todos somos supermodernos Manu me pidió por el Facebook que le escribiera este prólogo. Yo me había prometido no volver a escribir prólogos en mi vida. No por mí y por el tiempo que me falta, que también, sino por aquellos que me lo piden. Que yo le escriba un prólogo a alguien no sé en qué puede mejorar su libro, al contrario, igual solo sirve para meterle en líos, o para afear lo que viene detrás. Pero Manu no es alguien, no es un amigo cualquiera, no es un amigo del Facebook, Manu y yo nos hemos visto las caras, nos hemos echado algún café juntos, aquí en Sarriguren. Somos vecinos y además tenemos un amigo común, el dibujante Juan Kalvellido, y los amigos de Kalvellido son mis amigos por decreto. A los amigos de Kalvellido hay que escribirles prólogos sí o sí. Sobre todo, si te has visto los gepetos, y has certificado que, como Manu, son gente de fiar, gente de verdad, gente que merece la pena y con los que los cafés se alargan, raja que te raja, y que le den por saco al Facebook.
De ese modo, además, es mucho más sencillo comprender qué significa la literatura, la poesía para Manu. Manu escribe poesía para cerrar la puerta a los ogros, en la habitación de los niños. Manu escribe poesía en legítima defensa, del mismo modo que robaría o quizás haya robado una bandeja de carne del súper para dar de comer a sus hijos cuando las cosas se ponen feas, cuando los ogros llevan corbata y se comen los sueños de la gente. Manu escribe poesía con las manos llenas de agujas, con sus manos de currela hinchadas y doloridas…
Por eso escribo este prólogo. Por eso y por versos como este: “En la urbe moderna/lo más parecido a la felicidad/ es encontrar aparcamiento”. Y por sus relatos. Porque en ellos aparece gente que se presenta a anuncios del periódico en los que buscan afiladores de cuchillos. Y también por vanidad. Porque en uno de esos cuentos Manu me menta, y además de la mejor manera posible, escribiendo en la misma línea mi nombre y una de mis palabras fetiche: ciruelo. El cuento en cuestión es además una segunda parte de otro que me encanta, que me trae a la memoria los relatos del mejor Bukowski, cuando este deja de ser Mister Polla (o Mister Ciruelo) y se pone socarrón. Puede que Manu no quiera volver nunca a un taller literario en Lloret, como el que describe y da título a ese relato, pero si quedan plazas libres para próximas ediciones yo me apunto. Mientras tanto, esperaremos a que Manu siga tirando del hilo, escribiendo más cuentos de ese palo, cuentos con títulos como “Mi glande juega al ajedrez”. Y a que siga afilando el cuchillo de degollar ogros con sus versos.
En fin, Manu. Que el prólogo te lo mando por el Facebook, pero ¿cuándo nos echamos otro café?
Sarriguren, 20 de mayo de 2014
La entrevista que me hizo en Gara Álvaro Hilario, con la foto de Iñigo Uriz, que me gusta mucho.
El día de mi cumple, hace algunos días alguno de los lectores de facebook me pidió que me pagara una ronda publicando un relato, y eso me disponía a hacer, cuando me sucedió una cosa realmente curiosa y hermosa, que perfectamente podría ser también un relato. Como sabéis la portada de mi último libro es una fotografía de Hartmut Schwarzbach. Pues bien, cuando como digo me disponía a colgar un cuento-ronda en el muro, recibí un mensaje de Hartmut felicitándome por mi cumpleaños y contándome que, oh casualidad, la niña de la foto, que se llama Annalyn, también cumplía los años, 9, cuando él le sacó la foto, un día como ese (que el fotógrafo sepa el nombre de la niña y su fecha de cumpleaños y la recuerde, dice mucho sobre él). A mí este tipo de coincidencias me encantan, me emocionan, son como piezas de un puzle extraño que encajan, que estaban destinadas a encajar, aunque cada una de ellas se encontrara a miles de kilómetros de la otra. Qué bonito regalo de cumpleaños. Gracias Hartmut. Y felicidades Annalyn.
UN OSO SINTECHO Y OTRO EN TANGA
—Este oso ha debido de llevar una vida de perros—pensé cuando vi aquel enorme peluche abandonado junto a los contenedores de basura, debajo de casa.
Tenía buen aspecto, a pesar de todo. Parecía más bien que en lugar de haber sido desahuciado del cuarto de un niño con alma de banquero, acabara de regresar de una comida de empresa de osos, en la que se hubiera excedido con los chupitos de miel o quedado traspuesto de vuelta a su madriguera, de puro gustirrinín, mientras se rascaba la espalda en la farola contra la cual se apoyaba. Parecía que durmiera la mona, el oso. Pero su aliento no olía a alcohol ni a ceniza ni a trucha muerta. Había algo inquietante en aquel oso. Algo misterioso. Me acerqué a él y olfateé. Tampoco olía a babas ni a cabezas de niños ni de poetas. Nadie había besado nunca a aquel peluche, nadie lo había abrazado antes de quedarse dulcemente dormido. Aquel oso olía a trastero, a pelusones, a goteras, al moho que exhalan los corazones solitarios que no eligen serlo. A mí se me partió el mío al verlo. En la habitación de mis hijos había, hay un oso exactamente igual a él, un oso al que hemos querido, sobre el que hemos babeado mucho. Putoso. Así lo llamamos, cariñosamente, pues es tan pesado y grande —en todos los sentidos—que siempre está en medio de todo.
Se lo regaló mi cuñada a mi primer hijo, al nacer. Apareció en la maternidad detrás de él y al entrar en la habitación casi asfixia al niño, pues se tiró emocionada a abrazar a su hermana sin percatarse de que en su regazo estaba la criatura. Putoso lleva pegado a su piel el primer aliento de mi hijo y las lágrimas hermosas como pompas de jabón de su madre y de su tía. Putoso ha servido de almohada a algunos amigos que han hecho parada y fonda por la casa, con sus maletas llenas de libros de poemas y sus cabezas de pájaros. Putoso fue airbag cuando los niños comenzaron a andar. A Putoso lo hemos puteado también de lo lindo, lo hemos vestido de judoka, de romano, le hemos puesto tanga… Y él nunca se ha quejado. Siempre ha estado ahí. Queremos mucho a Putoso, y por eso me resultó incomprensible que alguien hubiera podido ser tan despiadado como para abandonar a uno de sus semejantes, junto al contenedor de basura.
—Quizás —imaginé — este oso desahuciado sea hermano gemelo de Putoso, uno de sus diezmilquinientillizos, alumbrado en una de esas siniestras fábricas asiáticas o en esas maquilas centroamericanas en las que las niñas esclavas cosen mensajes de auxilio en las etiquetas de lavado—. ¿Y si me lo llevo? —me pregunté, y luego subí a casa a tramitar los papeles de la adopción (es decir, a mandarle un guasap a mi mujer para ver qué decía). Y mientras esperaba la respuesta me pareció que la imagen de ese oso, tirado en la basura, era una metáfora de algo, un signo de los tiempos, que no llegaba a descifrar del todo, y pensé que, cada vez más a menudo, en los contenedores no había peluches abandonados, sino gente hurgando con ganchos, gente que tampoco tiene la vida que se merece. Después, me asomé a la ventana y vi que el oso había desaparecido. Me pregunté si alguien —ojalá— lo habría adoptado o si se lo habría llevado el camión de la basura.