PAN DURO EN EGUZKI IRRATIA
A partir del minuto 7:25
http://eguzki.eus/entrevista-con-patxi-irurzun-y-con-anai-arrebak/
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En comparación con mi infancia, adolescencia y hasta casi llegado a los 25 años, tenemos delante una cantidad de información instantánea, canales de televisión, redes sociales, herramientas tecnológicas y aparatos electrónicos que, si te aplicas, en un día normal puedes tener la sensación de haber consumido más letras e imágenes de las que antes consumías en una semana o en un mes, cuando leías como mucho un periódico, veías un canal -había uno y medio- y además poco rato, tu contacto con tu familia era en tu casa y, con tus amigos, que los acababas de dejar en la tienda de chucherías de debajo. Quizá pasaban días enteros y hasta semanas sin que usaras el teléfono fijo, que colgaba de la pared como un búho, y el día te dejaba bastantes ratos para ir abriendo libros y leerlos. No había que ir haciendo esfuerzos y apagando chismes como si estuvieses en una terapia de desintoxicación comunicativa o informativa. Había aquello y te concentrabas en las páginas con una facilidad que ahora cuesta muchísimo encontrar, mientras que hoy es como si se nos hubiese dividido el cerebro en decenas de pequeños compartimentos y el de concentrarse cada vez fuese más pequeño. No digo ya nada del de leer libros. Las cifras de ventas de los libros no mienten y donde antes había cada año varios superando los 100.000 vendidos ahora como mucho hay dos o tres y centenares y centenares de obras editadas que apenas llegan a los 200 o 300 ejemplares, con suerte. Por eso me admira gente como Patxi Irurzun, que acaba de publicar su nueva novela, Pan duro. Patxi todo esto lo ve, claro, pero su compromiso con la escritura y lo que le aporta y siempre le ha aportado es mayor que todos los inconvenientes, propios y ajenos. Aún tiene la fuerza necesaria para no dejarse despistar ni derrotar por todo este marasmo, que no sé si nos ensancha la vida y el cerebro o nos aturde y perjudica.
http://www.noticiasdenavarra.com/2015/04/17/opinion/columnistas/a-la-contra/la-tenacidad
FERNANDO F. GARAYOA – OSKAR MONTERO – Viernes, 17 de Abril de 2015
PAMPLONA – El escritor navarro Patxi Irurzun de nuevo lució ayer su característica sonrisa contenida, lo que viene a significar un alto grado de alegría y satisfacción. Y no era para menos, ya que su nueva novela, Pan duro, vivió oficialmente el amanecer de su andadura y se presentó oficialmente ante los medios y los lectores.
En esta ocasión, Irurzun ha dejado a un lado su humor más adulto para hundir sus teclas en una historia que bebe del realismo mágico, radicada en el cuasi imaginario pueblo de Zarraluki, un montañoso lugar que cuenta con faro y equipo de remeros.
LOS INGREDIENTES Y LA SALSA Patxi Irurzun, haciendo honor al tono que preside su nueva novela, recordaba ayer el refrán Cuando hay buen unte, no hay pan duro, una excusa perfecta para desgranar los entresijos y las claves de su libro cual si fueran ingredientes y salsa del mismo. “Esta novela se ha amasado con diferentes ingredientes, con diferentes ideas, casualidades, que yo he ido echando en la bolsa del pan duro durante algún tiempo. Una de ellas, la que me llevó a escribir el libro, surgió durante una temporada en la que estuve viviendo en un pueblecito del Goierri, aprendiendo euskera, en el que había un bar rockero que tenía un inconveniente, y es que cuando el dueño se enfadaba con su novia, lo cerraba y nunca sabías cuando lo iba a volver a abrir, o si la pareja se iba a reconciliar”. Bajo esa premisa inicial, Irurzun escribió un cuento, titulado El pan nuestro de cada día, que se desarrollaba en un pueblo llamado Zarraluki, “en el que había un panadero que cuando se enfadaba con su novia, no hacía pan, por lo que todos los habitantes dependían de su relación amorosa”.
Como el cuento gustó bastante, incluso se tradujo al italiano, Irurzun decidió convertirlo en novela, “entre otras cosas porque en él había conseguido crear un territorio mítico, un espacio imaginario”, cuestión inherente a la literatura del autor navarro, creador ya de lugares comoCiudad retrete o Jamerdana. Solo que en esta ocasión la dificultad era doble, ya que Patxi Irurzun, cosmopolita donde los haya, se sumergió en una realidad que desconocía absolutamente: la rural. “Siempre había tenido la idea de escribir alguna novela ambientada en un pueblo, y de hecho lo había intentado, pero sin éxito, probablemente porque en realidad, desconozco ese mundo. Pero creo que, precisamente, esa ignorancia es lo que me atraía, la que me podía permitir imaginar por completo ese pueblo, partiendo de cero, y así fundar ese territorio mítico y mágico en el que cualquier cosa fuera posible, por ejemplo, que las vacas llevaran herraduras con plataforma, a lo drag queen, o que, a pesar de que en este caso fuera un pueblo de montaña, contara con equipo de remeros”.
EL TERRITORIO DE LO ABSURDO Bañado en surrealismo mágico, para Irurzun, “Pan duro transcurre en ese territorio de lo absurdo, lo fantasioso, lo surrealista… Y esa era también otra de la pretensiones, de los ingredientes del libro, crear un lugar en el que lo extraordinario, lo absurdo, lo diferente se viviera y se contase con absoluta normalidad o naturalidad. A la manera en la que lo hace el realismo mágico o películas como Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda. Y es que el estilo de la novela va un poco por ahí, es quizá una mezcla de ambas referencias, un estilo poético y, a la vez, divertido. Yo quería escribir una novela bonita y divertida a la vez”.
Un jumelage fundacional al que Irurzun fue, poco a poco, “añadiendo otras pizquitas, otras historias que yo iba conociendo, como, por ejemplo, la de la Torre Iznaga, sita en Trinidad, Cuba; una torre vigía en un ingenio azucarero que, según cuenta la leyenda, la levantó el hijo del un terrateniente para impresionar a una joven de la que estaba enamorada, pero de la que también estaba enamorado su hermano, el cuál, para competir con él, perforó un pozo de la misma longitud… Pues bien, en Zarraluki también hay un faro y un pozo hermanados con esta historia”. Y así fue sumando la prolífica imaginación de Irurzun, “ideas u obsesiones, más o menos locas, sobre las que siempre había querido escribir…”.
En este sentido, confrontando la realidad que nos toca vivir con esta literatura de lo absurdo, a Irurzun no le queda otra que claudicar… “Ha llegado un momento en el que el surrealismo es el nuevo realismo, casi naturalismo. Yo solía recopilar noticias curiosas que luego pasaba por la turmix del esperpento de la literatura, pero es que ahora la realidad es de por sí surrealista, es algo contra lo que no puedes competir… Ahí están los ejemplos recientes de una consejera de cultura que en 19 líneas comete más de 30 faltas de ortografía o unos adolescentes que pasean lechugas en China”.
TEMÁTICA “Con Pan duro he querido reivindicar esos aspectos fundamentales de la literatura como son la imaginación, la fantasía, la evocación… Aspectos a los que no podemos renunciar y que, de hecho, nos resultan muy útiles en los momentos difíciles, nos permiten soñar”, explica Patxi Irurzun a la par que bucea en las profundidades de los sueños. “Uno de los protagonistas de la novela también sueña con escapar de Zarraluki porque se siente atrapado en esa normalidad de lo extraordinario. Pan duro habla también de eso, de la diferencia, del derecho a ser diferente… En este pueblo lo que sucede es que todos son diferentes, todos son raros, y lo que le pasa a Oihan, el personaje que quiere huir, es que quiere ser normal, buscar su propio camino y su libertad”.
Otro de los temas que bifurcan los caminos de Pan duro es la muerte. “Zarraluki es un pueblo en el que no están muy claros los límites entre realidad e imaginación, entre el sueño y la vigilia… y también entre la vida y la muerte. Los personajes se mueven en medio de esa niebla, de esa bruma algo indefinida que no se llega nunca a disipar”, apunta Irurzun, para, rápidamente, cambiar de tercio al que, posiblemente, sea el tema principal de la novela… y de la vida: el amor. “La historia de amor entre el panadero y maestra es la que determina la vida de todo el pueblo. Ambos la viven de una manera un tanto traumática porque está siempre en el punto de mira de todos los habitantes, que acaban condicionándola.
Pan duro, en palabras de su autor, es una novela para todos los públicos, “para jóvenes de todas las edades… Una novela divertida, tierna, a pesar del título, y poética también… Una novela con mucho unte”.
PRÓXIMOS PROYECTOS Escritor impenitente, apostador nato por el oficio y por intentar vivir del mismo, Irurzun ya está embarcado en un nuevo proyecto, entre otros muchos. “Estoy haciendo, para el comedor París 365, un trabajo en el que relato diez historias de usuarios del comedor. Un proyecto con el que estoy encantado ya que era algo que siempre había querido hacer, mezcla de crónica y periodismo literario. En principio, verá la luz antes de final de año. Son historias increíbles de gente que, por ejemplo, ha atravesado África hasta llegar a España en patera. Para mí es todo un reto y una responsabilidad”.
GUIÑOS, CURIOSIDADES…
La banda sonora. El título de la novela recuerda inevitablemente al temaPan duro, de Marea: “Es una canción que me gusta mucho pero que no tiene que ver con la historia, ha sido una casualidad; pero se lo comenté a Kutxi Romero y le pareció bien porque dijo que así nos retroalimentábamos”.
Txema, el panadero. Con 44 años a sus espaldas, Irurzun pertenece a la generación que creció con Barrio Sésamo, por lo que resultaba casi inevitable que el panadero del pueblo se llamara Txema. “Estuve dudando porque me parecía obvio que se el panadero se llamara así, pero también creo que este libro lo puede leer gente muy joven que no conoció Barrio Sésamo. Pero sí, cuando pensamos en un panadero, a los de nuestra generación nos viene Txema a la cabeza”.
Zarraluki. “El pueblo también tiene sus guiños ya que, aunque no se puede ubicar geográficamente, especifico que los valles limítrofes son Obama, Umbría o Yoar, recordando este último a Antoñana”.
Pedro Osés. La portada y las ilustraciones han sido obra de Pedro Osés. “Para mí ha sido un lujo que un artista de su categoría y de su trayectoria haya ilustrado la novela, creo que su estilo era perfecto para retratar Zarraluki y su tono le venía muy bien a la novela”.
Patxi Irurzun. Iruñea
Fue una presentación emotiva, en la librería Auzolan, el mismo lugar en el que se gestó Pamiela y con la presencia de familia y amigos del escritor navarro, fallecido hace ya casi seis años.
Pequeña Crónica ganó en 1973 el premio de novela corta Ciudad de San Sebastián y fue editada por primera vez por la revista Kurpil en 1975. En 1984, la también por entonces revista Pamiela, en su número 4, realizó un homenaje al escritor vianés que acompañó con la edición de nuevo de la novela, inaugurando la andadura de la editorial navarra, que ha sido también y sigue siendo la editorial de Pablo Antoñana (dentro de poco, de hecho, publicarán otro libro suyo, Noticias de la Segunda Guerra Carlista). Y ahora, más de treinta años después, llega esta Kronika txikia, la traducción al euskara, de la mano de Luis Mari Larrañaga, también presente ayer en Auzolan (Larrañaga tradujo en realidad la obra para una edición venal, no comercial, de 2010 con la que un entusiasta grupo de amigos y admiradores de Antoñana lo homenajearon en Zumarraga).
Elvira Antoñana, una de las hijas del escritor, destacó que su aita estaría orgulloso de ver su obra más querida publicada en euskara, una lengua que aprendió ya en edad madura (en el bar Catachu de Iruñea, de la mano de Asisko Urmeneta y junto a otros ilustres alumnos como Jimeno Jurío). Elvira Sainz, por su parte, la viuda del escritor, se mostró emocionada recordándolo: “Pablo escribe… escribía difícil, pero muy bien. Es un autor al que hay que leer despacio, despacio”. Sentado a su derecha, Toño Muro, probablemente una de las personas que más y mejor han estudiado y escrito a Antoñana, señaló que Pequeña crónica marca un hito en la carrera literaria del autor, convirtiéndose en su obra de madurez literaria y destacó la dificultad de trasladar a otro idioma la riqueza y evocación de su sintaxis y su léxico, dificultad que, sin embargo, Luis Mari Larrañaga, asumió con gusto. “Fue un trabajo inmenso, pero muy gratificante”, señaló el traductor, quien ya había volcado al euskara anteriormente otro cuento de Antoñana, Juli Andrea, también incluido en esta nueva edición de Pamiela. Larrañaga, que considera este su trabajo más importante, tradujo Pequeña crónica en sucesivas versiones, sin la presión de un encargo. Despacio, despacio. Saboreándolo. Como hay que leer a Antoñana. Un día importante, en definitiva, el de ayer —concluyó Blanca, otra de las hijas de Antoñana—, tanto para los lectores euskaldunes de Antoñana como para la familia del que ha sido seguramente el escritor navarro más importante del siglo XX.
ANDASOLO
“Veneno, purísimo veneno para el sosiego”, así define Victor Moreno la escritura de Pablo Antoñana en el hermoso prólogo para la edición de Pequeña crónica de 1984. La obra narra la decadencia de una familia aristocrática, personificada en el personaje de un niño-monstruo, en cuyas heces veteadas de colores se puede leer el final trágico de una estirpe. Un niño-mostruo que rompe los espejos y busca refugio en sus huecos, abandonado por los suyos y amado hasta la muerte por la criada de la casa, que es también la minuciosa narradora de la novela.
Escritor andasolo, como escribía Miguel Sánchez-Ostiz en su imprescindible Lectura de Pablo Antoñana, nacido en la misma casa —que podría ser además la casa de Kronika txikia— en la que vivió y murió otro escritor, Navarro Villoslada —lo cual determinó su vocación—, no deja de ser cierto por reiterativo que la obra de Pablo Antoñana, inmensa, mereció, merece mejor suerte.
Un día, por fin, sus hijos cumplieron sus amenazas y llevaron al desguace su vieja furgoneta, y con ella todos sus recuerdos. Sin decirle nada, como si fuera un niño, o un viejo chocho. Pero él se las arregló para saber a dónde había ido a parar el vehículo, y al día siguiente, pidió un taxi y, en lugar de a rehabilitación, se dirigió al cementerio de coches, en las afueras de la ciudad.
—¿Por qué me deja aquí? —preguntó al conductor cuando llegaron.
El taxista le mostró el postit que él le había entregado al subir, con la dirección, y entonces recordó. No tardó en encontrar la furgoneta, aparcada de culo frente a una montaña de chatarra, como dándole la espalda, herida en su orgullo, resistiéndose a formar parte de aquel amasijo de hierros inservibles. Tampoco le costó mucho convencer a los trabajadores de que todo se había tratado de un malentendido. Siempre había sido un pico de oro, el mejor comercial del mundo. Cuando se sentó frente al volante, notó un olor extraño, a sudor ajeno, y el gemido de los muelles del asiento, al reconocerle, como si la furgoneta fuera un gato que se frotaba contra sus piernas, y al que él también acarició, dando dos palmaditas en el salpicadero, igual que hacía cada vez que regresaba a casa, tras un largo viaje. Después introdujo la llave en el contacto, la giró y el motor comenzó a ronronear.
—¿Algún problema? —le preguntó uno de los operarios, al cabo de un rato.
Paralizado con la mano sobre la palanca de cambios, sintió aquel vértigo, dentro de su cabeza, pero de repente, en cuanto dejó de pensar en ello, se desbloqueó, y recordó cómo se metía la marcha atrás. Luego arrancó, perdiéndose en la madeja de carreteras de circunvalación, bajo el cielo azul de los carteles indicadores: Vitoria. Burgos. Valladolid… Recordó también las muestras que llevaba atrás, y sonrió. Había vendido todo tipo de productos en su vida, pero sin duda aquel era uno de los más extraños. Nunca llegaría a comprender quién y por qué compraba tangas comestibles en las máquinas expendedoras de los baños de los bares, las áreas de servicio… Salamanca. Cáceres. Badajoz…
Paró a comer, y el olor a fritanga del menú del día permaneció pegado a su ropa varias horas, mientras seguía conduciendo y palpándose los sobrecitos de azúcar del café, que había guardado como siempre para los niños, a quienes hacía gracia el nombre de aquel restaurante de carretera, La Loba, impreso en ellos. Todavía condujo algunos kilómetros más, hasta que el piloto naranja de la gasolina se encendió. Se detuvo entonces en una gasolinera, llenó el depósito, pagó y salió fuera. Hacía frío, había caído ya la noche y una niebla densa lo envolvía todo. Sintió de nuevo el vértigo. ¿Dónde estaba, qué hacía ahí, qué le esperaba tras esa niebla al final de la noche?…
—¿Se encuentra bien? —le preguntó el gasolinero, al verlo apoyado en un surtidor, llorando como un niño, o como un viejo chocho.
—¿Cómo… cómo se sale de aquí? —balbuceó.
El operario señaló al frente. Él le dio las gracias y entró en la furgoneta. Después, arrancó. Cáceres. Valladolid. Vitoria… Llegó a casa por la mañana, bajo el cielo ensangrentado del amanecer y las luces de las sirenas que ululaban su nombre.
—¡Aita! —vio dirigirse, nervioso, hacia él a varios desconocidos.
Él los miró, sonrió ufano, y antes de bajar de la furgoneta, dio satisfecho dos golpecitos en el salpicadero. Había sido un largo viaje.
Publicado en Rubio de bote, sección quincenal del suplemento ON
Ilustración de Exprai www.exprai.com