Se abre el telón y a través de una grieta el tiempo, de un calendario con forma de vagina, reaparecen los Lendakaris Muertos, con su nuevo parto en forma de CD-DVD: Cicatriz en la Matrix. Vienen desde el futuro (hoy es el futuro) y se teletransportan a una cabina telefónica en Euskal Herria y en plena década de los 80. Los veteranos de la kale borroka regresan a sus años mozos, con canciones para cantar con un mechero en la mano (y en la otra un cocktail molotov). Pero —antes de que la delegada del gobierno ponga manos en el asunto— “esto no va de apología del terror”: las mechas que prenden este artefacto son, como siempre, la ironía y el punk.
Nadie mejor que los Lendakaris saben cómo patear el culo al vocabulario y al abecedario del rock radikal vasco. Vuelven los descacharrantes dobles sentidos, en todos los sentidos: canciones para partirse la caja y canciones para partir a los de la caja (bueno a los del banco). Hay que reírse de la realidad, de los desahucios (“Y sin embargo, te quiero”), por no llorar. O por no coger el kalashnikov.
Vuelve el punk gamberro y absurdo, que es la forma más seria de hacer punk. Van dos y se cae el del medio. Vuelven los Lendakaris con Cicatriz en la Matrix y a muchos su nuevo trabajo les sorprenderá, les parecerá ciencia ficción, pues, lo nunca visto, en él hay una canción tecno, una canción que dura 7 segundos y otra, dividida en 2 partes, que dura casi 5 minutos y que cuenta la historia de un hombre que se enamora de Urrusolo Sistiaga al ver su foto en un cartel de los terroristas más buscados del 83 (insistimos, señora delegada: “Esto no va de apología del terror”).
Lendakaris Muertos. Cicatriz en la Matrix. Se cierra el telón.
Patxi Irurzun
PD 1: Este disco no va a gustar a los que aplauden en los aviones, a las húngaras chungas que ponen zancadillas a los refugiados, a quienes se resisten a dejar de tener la porra por el mango, ni a Paloma San Basilio.
PD 2: Si algo no te ha quedado claro búscalo en puto Google.
“Nos entretenemos con el folklore o con la tragedia del otro, según el tour–operador”
Bea Cantero. Escritora
Tours turísticos por hospitales, niños bomba que se inmolan misteriosamente, la localidad navarra de Noain convertida en un epicentro de la economía mundial… Bea Cantero, se estrena con Los niños bomba (Premio Café 1916), una novela disparatada que podría ser distópica si no se pareciera tan inquietantemente a la realidad.
Y se estrena además con buen pie. Los niños bomba es el primer texto largo que escribe Bea Cantero (Valladolid 1973), bibliotecaria en Noain desde hace años, y con él ha logrado el Premio Café 1916 en Palma de Mallorca. La novela, publicada por Sloper, analiza, sin renunciar al humor, temas como la gestión de nuestros miedos, nuestra intimidad o nuestro ocio.
–Los niños bomba tiene una leve apariencia de distopía, aunque a veces la realidad (o lo surreal) se empeña en superar a la ficción y ya existen “visitings” a favelas, basureros… Por no hablar de los realitys…
Hay lectores que lo han leído como distopía y otros no. Me parece interesante que pase eso. Pero lo cierto es que Los niños bomba es, como dices, bastante realista. No sé si hay «visitings» en nuestra sociedad, pero sí podría haberlos; hay condiciones para que las visitas turísticas a hospitales sean algo habitual y próspero. Los turistas son/somos una especie que recorre y habita el mundo con una mirada entre cándida y letal que hace posible que se den con naturalidad cosas impensables. Todo es turistizable. Todo es consumible. Todo puede entretener. En Los niños bomba los resultados de la analítica de un enfermo se graban para ser emitidos en un programa de televisión con apuestas, aplausos, lágrimas…, pero sí, fuera de Los niños bomba, en nuestro mundo, hay visitas organizadas a los campos del Gulag en las que te dan trajes de rayas para hacer más genuina la experiencia. En fin, que lo mío no es precisamente un alarde de imaginación.
Para tratar estos temas ha empleado también un tono en ocasiones humorístico, gamberro… ¿Cree que esa es la única manera seria de contar ciertas cosas, de enfrentarse a algunos temas que trata como el miedo, el dolor?
Creo que se pueden, y se deben, abordar desde diversas perspectivas. De hecho el problema es que suele darse la monoóptica y, así, el tema de la enfermedad se tiende a trabajar en términos de drama, de buenos sentimientos… Yo elegí tratarlo como si no importara, como si no fuera una locura visitar hospitales para pasar la tarde, o ser sujeto de experimentación médica para merecer el subsidio de desempleo. Decidí hacer lo que hacemos cada día, seguir impasibles, irnos de vacaciones a una Grecia asolada y desolada y volver morenos, con fotos y diciendo que aquello es precioso. Decidí ver qué pasa cuando el dolor, el paro, el miedo, el terrorismo o la muerte se banalizan. Y lo que pasa es que uno se ríe, si acaso, para no tirarse al tren. Porque lo que pasa, en el fondo, es que nadie le importa mucho a nadie.
– Los niños bomba a los que alude el título quedan como un paisaje de fondo, nos deja escuchando el tic-tac de sus detonadores sin comprender muy bien la situación…
Efectivamente, es el paisaje de fondo y es intencionado que quede incierto. Quería crear con “los niños bomba” una atmósfera de terror, fascinación y absurdo. No me interesaba abordar la acción terrorista, sino su tratamiento mediático y la reacción que provoca en los telespectadores.
Antes hemos mencionado algunos de los temas del libro, la gestión de nuestros miedos y dolores, también de nuestra intimidad o de nuestro tiempo libre. Partía con la idea de escribir sobre todo ello.
Quería pensar sobre ello. Son temas contemporáneos. Creo que nuestra sociedad está desbordada de palabras y el campo semántico de la salud, el cuerpo y la enfermedad es uno de los más empleados. Qué efectos tiene esto me interesaba.También la cuestión de la intimidad me importa. La intimidad es abolida cuando el derecho a mirar y la obligación de transparencia se imponen. Los turistas son gente maravillosa a la que le da lo mismo todo. Por eso van a otro país y, desnortados, se suman a un funeral para «conocer» otros rituales, obviando que eso no es un programa de la tele sino que es un grupo de gente en duelo. A mí no sé si me apetece que vengan veinte australianos a mi entierro. El tiempo libre lo dedicamos a mirar a los otros pero, en muchas ocasiones, con una mirada superficial e invasiva, con la mirada del turista express o la que ofrece un noticiero, sin crear lazos reales con el sujeto observado, sin intentar comprenderlo realmente. Nos entretenemos con el folklore o con la tragedia del otro, según el tour operador.
En lo más anecdótico ha convertido la localidad en que trabaja, Noáin, en un importante centro logístico mundial…
Para mí Noain es un lugar muy especial. Llevó trabajando muchos años allí y el proyecto de la biblioteca y del centro cultural es construir un lugar especial. Noain como epicentro económico mundial no es sino otra construcción posible.
(Publicado en ON (Diario de Noticias de Navarra, Gipuzkoa y Alava y Deia) 30/01/2016)
Nuestra cotorra Tibisay, de la que prometí volver a escribir aquí, era la Jesucrista de los pájaros de colores. Resucitó cuando todos en casa, menos yo, la daban por muerta, para desaparecer al cabo de un tiempo, como si se la hubiera tragado el cielo.
A Tibisay la bautizamos con ese nombre leyendo, en lugar del santoral, la guía de televisión, que por entonces estaba infestada de culebrones venezolanos, como ahora lo está de programas de cocina o antes lo estuvo de toros o de folclóricas (algunas de las cuales debieron firmar en aquella época un contrato blindado y vitalicio, como demuestra esa apología de la delincuencia, a la mayor gloria de la reclusa Isabel Pantoja, que echan a la hora de comer en una televisión pública).
A nuestra cotorra —a lo que íbamos— la llamamos de ese modo porque cuando ahuecaba las alas su cuerpo se parecía bastante al peinado de una de aquellas actrices venezolanas, que protagonizaba una serie con un personaje con ese nombre: Tibisay. A diferencia de las heroínas de los culebrones, la vida de nuestra Tibisay resultaba bastante anodina, y lo único que la alteraba era cuando tocaba limpiar su jaula de cáscaras de pipas y caca radioactiva y la cotorra salía aterrorizada de su cubículo, para levantar el vuelo apenas unos metros del suelo y darse un trompazo con el pico contra la ventana.
En aquella época yo tendría yo unos 18 años y un día, al volver a casa de madrugada, cuando entré a trompicones a la habitación de mi madre para decirle que ya había vuelto y que me había sentado mal la última cocacola, ella murmuró:
—Tibisay ha muerto.
—Pobre Eduardo Alberto, estará destrozado —le seguí yo el hilo, pensando que hablaba en sueños.
—No seas ganso, la cotorra, digo, la hemos tirado a la basura —contestó ella.
Y en efecto, allá estaba el pobre animalico, entre mondas de patata, pelusones y hojas de periódico como mortajas. Con el corazón destrozado la cogí entre mis manos y fue entonces cuando me di cuenta de que a pesar de que su cuerpo estaba frío como una lápida del cementerio de Abaurrea Alta, un hilo de vida culebreaba en su interior. Mi primera reacción fue hacerle un pico a boca, pero no tardé en darme cuenta de que aquello se parecía más bien a un capítulo de Mr. Bean, y después se me ocurrió machacar una aspirina, mezclarla con agua en una jeringuilla y hacérsela tragar. Sorprendentemente, el pecho de Tibisay se abombó y comenzó a respirar en boqueadas que poco a poco fueron siendo menos aparatosas. Resucitó, en definitiva, aunque de aquel trance traumático le quedaron algunas secuelas: medio cuerpo paralizado y la manía de abrir la puerta de su jaula. Aprendió a hacerlo con el pico, retirando un pequeño cierre que sus excrementos habían corroído. Al principio solíamos cerrársela, pero como Tibisay no pasaba de ahí, finalmente optamos por dejarla siempre abierta. Hasta que una mañana nos levantamos y Tibisay había desaparecido, no estaba en su jaula ni en el cubo de la basura. Nunca supimos qué fue de ella. A mí me gusta pensar que se fue a un cielo encapotado de cotorras cimarronas, mudas, cojas, tuertas…; o con algún cotorro llamado Eduardo Alberto. Pero sobre todo, pienso muchas veces que su vida fue bastante humana, bastante parecida a las nuestras; que nosotros también vivimos en jaulas con una puerta abierta, mirando a través de ella sin decidirnos a cumplir nuestros sueños, encadenados a la seguridad del comedero lleno, presos de nuestros miedos, aterrorizados por la idea de la libertad o paralizados por la de estrellarnos de morros contra un cristal. Pero bueno, ese es otro culebrón.
Publicado en mi sección Rubio de bote del suplemento ON (periódicos de Grupo Noticias) 16/01/16
Eso no es publicidad, es acoso. “¿Hay algo de Star Wars, no?”, decimos —modo irónico— en casa cada vez que en la tele, por la calle, en las tiendas…, recibimos un impacto publicitario de la última película de esta saga cuya promoción se ha convertido en una auténtica dictadura cultural. Está hasta en la sopa, y no es una forma de hablar: Campbells, ha lanzado una serie de sus sopas con el rostro de Chewbacca, Yoda y otros personajes de la película estampados en sus famosos botes.
De modo que esa frase, “¿Hay algo de Star Wars, no?”, que comenzó siendo parte de nuestro idiolecto familiar (es decir, de la particular forma de hablar de cada familia, sus giros y bromas domésticas; en mi casa, por ejemplo, decimos mucho palabras como “morrudo”, “alabuyé”, «pelmo» o listopán» y mantenemos otras que pronunciaban torcidas o mutiladas los niños de pequeños, como bacallito, en vez de caballito, saña en vez de lasaña, etc.); esa frase, decía, “¿Hay algo de Star Wars, no?”, se ha convertido en uno de esos estribillos que se te pegan o con los que te levantas una mañana y no puedes dejar de repetir, aunque aborrezcas o ya no tengan gracia. De hecho, la gracia de repetirla ahora (a una media de cada cinco minutos, aproximadamente) es que ya no tiene gracia.
A mí Star Wars tampoco me ha hecho nunca demasiada gracia, pero no creo que después de semejante paliza publicitaria me acompañe la fuerza para unirme a su legión de fans (a quienes, en realidad, se supone que la publicidad no va dirigida, porque ellos ya están previamente ganados para la causa; aunque quizás lo que ha conseguido esta campaña es que deserten de La guerra de las galaxias, como cuando un grupo de música o un escritor que consideras “tuyo” empieza a gustar a todo el mundo). Se trata, pues, o se debería de tratar de una campaña contraproducente. Yo, por ejemplo, veo un bote de sopa con la cara de Chewbacca y no me resulta nada apetitosa, de hecho, la frase que viene a mi cabeza es “Camarero, hay un pelo en la sopa”. Y, lo más grave, se trata de una campaña además de atosigante, ofensiva, pues trata a los potenciales espectadores como si fuéramos tontos. Como si alguien tuviera que elegir el menú por nosotros y tuviéramos que creerle que en la carta solo hay un plato.
Me niego a creer que seamos tontos, pero igual me equivoco, y una campaña publicitaria como la de Star Wars consigue lo que se propone y es en realidad la adecuada, la que nos merecemos. Después de todo vivimos en un mundo en el que todo es absurdo y sin embargo la reiteración nos lo acaba imponiendo como normal, un mundo en el que los ladrones son presidentes de bancos, los ministros condecoran a Vírgenes o tienen ángeles de la guarda que les ayudan a aparcar, los concejales de cultura escriben con faltas de ortografía, los señoritos andaluces son bohemios y entrevistan a presidentes del gobierno o nietas de Franco mientras juegan partidas al futbolín…; un mundo tontuno gobernado por un imperio de listos, que nos dicen qué tenemos que ver, leer, creer, comer, vestir, votar… Todo eso mientras nosotros metemos la cuchara en la sopa caliente y nos tragamos los pelos sin rechistar, como mucho haciendo algún comentario irónico, alguna broma doméstica —“¿Hay algo de Star Wars, no?”—, que ya solo hace gracia, solo dibuja la sonrisa estampada en un bote del Chewbacca o el Yoda de turno.
La literatura se ha ocupado en muchas ocasiones de quienes no tienen nada: vagabundos, alcohólicos, mendigos… A veces con un halo romántico que se desvanece cuando los propios autores han sido sintechos y han escrito sobre ello, como el boliviano Víctor Hugo Viscarra, que vivió treinta años en la calle, o el mexicano Carlos Flores Vargas, el “escritor apestado” que amenazó con amputarse y comerse su propio brazo.
La literatura siempre ha estado ligada a la precariedad, aunque es falso que los libros no den de comer, porque hay un montón de gente que vive de ellos: editoriales, distribuidores, libreros, presentadores de televisión…; a quienes por lo general no dan de comer ni proporcionan techo los libros es a los escritores. Y tal vez por eso, por empatía o solidaridad, muchos de ellos se han sentido atraídos y han escrito sobre quienes no tienen nada: vagabundos, mendigos, buscavidas… Los niños de la calle de Jorge Amado, los borrachos de Bukowski, el hambre de Knut Hamsum…
Muchos escritores han sufrido en silencio penurias, otros las han utilizado como un broche con el que adornar las solapas de sus libros, y hay algunos autores que han escrito sobre la indigencia desde la más pura intemperie, desde los bancos de los parques o los centros de acogida para vagabundos.
Tom Kromer y Nada que esperar Es el caso del estadounidense Tom Kromer, de quien la editorial Sajalin publicó hace unos meses Nada que esperar, un clásico de la literatura de la Gran Depresión, que narra los cinco años que el autor pasó deambulando por albergues, vías de ferrocarril, descampados o pensiones de mala muerte.
La vida de los vagabundos estadounidenses de ese periodo (retratada también en otros libros, como el magnífico Tallo de hierro, de Willian Kennedy, adaptado al cine por Héctor Babenco e interpretada en su papel protagonista por Jack Nicholson), está escrita en Nada que esperar sobre papeles de fumar o en los márgenes de los folletos religiosos de los albergues cristianos. Kromer refleja la desesperanza de un ejército de pobres vencido por el hambre y el desempleo, sus triquiñuelas para pedir limosna, la muerte de algunos compañeros, desmembrados al intentar subir en marcha a trenes de mercancías, las palizas de la policía…
Víctor Hugo Viscarra A las palizas de la policía, precisamente, achacaba otro escritor vagabundo, el boliviano Victor Hugo Viscarra, su ruina física, en lugar de a los treinta años malvividos en las calles de La Paz, o al alcohol trasegado durante todo ese tiempo. Víctor Hugo Viscarra, que murió en 2006 a los 49 años cuando parecía que tenía 70, dejó títulos como Alcoholatum y otros drinks, en los que describe la vida de los borrachos, delincuentes y vagabundos de La Paz, es decir, su propia vida: los bares como pudrideros (bares con nombres como El pezón de la mariposa o El Averno; bares en los que es posible encerrarse bajo candado para beber hasta reventar, literalmente); el sexo indigente, buscando calor en la pestilencia y la llaga; el mundo y el lenguaje del pequeño hampa paceño… De Víctor Hugo Viscarra, una leyenda de la noche y de la literatura maldita bolivianas, se han ocupado más y mucho mejor otros autores como Alex Ayala o Miguel Sánchez-Ostiz; y la editorial gasteiztarra Mono Azul publicó su título quizás más conocido y accesible, Borracho estaba, pero me acuerdo.
Carlos Flores Vargas, el escritor apestado El mexicano Carlos Flores Vargas no es propiamente un escritor sintecho, pero sí se puede decir que vive y trabaja en la calle, que la recorre cada día de arriba abajo con sus libros a cuestas, y los recortes de prensa que hablan de “su caso”. Ganador del prestigioso concurso internacional de cuentos Max Aub en 1988, Flores firmó un contrato con la editorial mexicana Diana, pero esta retuvo sus cuentos, dilató ad infinitum la publicación de los mismos, ante lo cual el escritor inició una huelga de hambre frente a sus oficinas e incluso amenazó con amputarse y comer su propio brazo si la editorial no cumplía el contrato. La editorial finalmente indemnizó al escritor pero su pequeña victoria fue a la vez su tumba, pues a partir de ese momento ninguna otra editorial quiso publicar a un autor con fama de conflictivo como Flores Vargas. Desde entonces este vende de manera ambulante sus libros, que él mismo edita bajo sello propio (El patito feo), por el Zócalo de México DF o la Plaza Tolsá. Por cada uno de ellos pide 0,60 pesos, y además tiene una página web, www.elescritorapestado.com, en las que se pueden leer algunas de sus obras, como Cuentos de sexo o Estela y la sangre.
Néstor Sánchez Néstor Sánchez fue amigo de Julio Cortázar, admirado por este y recomendado a prestigiosas editoriales. Compartió con el autor de El perseguidor su gusto por el jazz e intentó trasladar a sus obras sus cadencias, y las del tango y sus ambientes prostibularios. Pero solo se convertiría en un autor de culto tras desaparecer durante 14 años e incluso ser dado por muerto. En realidad Sánchez había abandonado su Argentina natal y vagabundeaba por el mundo. Su hijo Claudio, a quien abandonó con 9 años, recibía de vez en cuando postales desde Europa o Nueva York, donde finalmente pudo localizarlo convertido en un homeless y un enfermo mental. Aunque durante sus últimos días en un centro psiquiátrico (de los que deja un magnífico testimonio la doctora que lo atendió, disponible en la web dedicada al autor) Sánchez no mostró ningún interés por su hijo, lo que no ha impedido que tras su muerte este le correspondiera con amor filial —y literario—incondicional, recogiendo y publicando toda su obra, que se puede consultar y adquirir en www.nestorsanchez.com. Existe, además, un documental de Matilde Michanie titulado Se acabó la épica, que narra la peripecia vital de Néstor Sánchez.
Miquel Fuster Un caso más cercano es el del dibujante e ilustrador barcelonés Miquel Fuster, que tras entrar como aprendiz con 16 años en la Bruguera y trabajar como ilustrador durante años en otras editoriales de prestigio, como Norma, o agencias de prestigio como Selecciones Ilustradas, se vio en la calle a causa de una acumulación de desgracias: una ruptura sentimental, el refugio en el alcohol, el incendio fortuito de su vivienda… Miquel Fuster pasó 15 años viviendo al raso, sobreviviendo gracias a la mendicidad, hasta que en 2007 comenzó a publicar sus vivencias en un blog que finalmente se convertiría en una novela gráfica titulada Miquel, 15 años en la calle. Miquel mantiene además un blog en el que se pueden ver algunas páginas de este trabajo, y otras ilustraciones de trazo desgarrado y oscuro que dejan constancia de sus años como sin techo. La dirección es www.miquelfuster.com y la página se subtitula de la siguiente manera: Un blog para volver a pintar.