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Publicado en ON (periódicos del Grupo Noticias) 21/11/15
Hoy voy a hablarles de mis pezones. Los pezones son siempre un tema jocoso y recurrente. Sirven lo mismo para una conversación de ascensor (“Hoy tengo los pezones picudos”. “Sí, parece que por fin va entrando el invierno”) que para un examen sorpresa: “Los pezones en la antigüedad. Pezones famosos. Dios y los pezones. Los pezones de Rajoy. Y los de Artur Mas. La desconexión de los pezones. ¿Cómo hay que tocar los pezones? Un kilo de pezones. Estudio de los pezones en Amanece que no es poco. Pezones e ingles. Pezones y plagio. Pezones y disposición transitoria cuarta. ¿Para qué tienen pezones los hombres?”.
Esta última nunca me la he sabido. De hecho, yo no me di cuenta de que tenía pezones hasta los dieciséis años, durante un verano que me hice piesnegros. Solía dormir en la playa de la Concha y todas las mañanas que me despertaba vivo nadaba hasta el gabarrón para saludar al sol estirándole de los cojones desde un trampolín. Y para lavarme los sobacos. Una de aquellas mañanas en las que las bandas de niños pijos con jerseys atados al cuello tampoco habían conseguido descalabrarme tirándome sillas y bolas de helado desde el Paseo, mientras practicaba el croll, comencé a ser consciente de mis pezones. Ahora que lo pienso, puede que en realidad antes ni siquiera estuvieran ahí. Puede que mis pezones descapullaran entonces, como plantas marinas, como corales rosas, como dulces y pequeñas tetas de monja deshaciéndose en saliva… No lo sé. Lo único que recuerdo es aquel picor en mis pechos. Miles de pececillos filólogos acudían a mordisquearlos, atraídos por la fonética rotunda y familiar de esa palabra: pezón. Era un picor insoporteibol, de modo que cambié de estilo y comencé a nadar a espalda y mis pezones enrojecidos se convirtieron entonces en boyas, en salvavidas, en lanchas de la Cruz Roja y a uno de ellos se agarró Alfonsina Storni y al otro un surfista demediado que venía colgado de los dientes de una orca. Llegué al gabarrón mareado, y me dejé caer exhausto sobre la plataforma. Todo daba vueltas. El sol orinaba sobre mi rostro una lluvia amarilla de luz y revancha, protegiéndose, eso sí, los cojones con una nube. Los otros bañistas me besaban en la boca, pero lo hacían desganados, sin lengua y sin amor y sin respeto alguno por los primeros auxilios, como si temieran que al recuperar el conocimiento yo les fuera a pedir veinte duros para un katxi-katxi de kalimotxo… No sé cuánto tiempo estuve allí. Pero cuando me desperté los pezones todavía seguían ahí. En carne viva.
Todavía hoy, de vez en cuando, me siguen picando, y cuando me los rasco siento elevarse desde ellos el olor a salitre, a sangre (mía y del surfista), a sol… Un olor antiguo, inmemorial, que lo mismo viene desde el futuro. Quizás los hombres tenemos pezones porque en otra glaciación fuimos o seremos mujeres. Y viceversa. Quizás cuando amamantemos a nuestros pececillos el mundo será por fin un lugar más habitable. Nuestros pezones están muy desaprovechados. Hay que mirárselos, tocárselos, chupárselos más e ir menos al fútbol y a la guerra. Pezones y desarme. Tratamiento gráfico de los pezones en el Marca. ¿Tienen pezones los piesnegros? El pezón, la pesca de bajura y la filología. ¿El antónimo de pezón es pezoff?
Publicado en ON, suplemento de los diarios de Grupo Noticias (7/11/15). Foto: Patxi Irurzun
Escribir es a menudo como enviar mensajes en botellas que nunca sabes si llegan a alguna orilla, si, por el contrario, son destruidas contra las rocas por el oleaje o si se pierden confundidas en un océano de cristal y éter, poblado por millones de náufragos con whatssap y cuentas en redes sociales que tampoco dejan de arrojar al vacío sus corazones y otras vísceras embotelladas.
Hace algunas semanas contaba desde esta isla la historia de Putoso, el enorme oso de peluche que me encontré abandonado una mañana junto a unos contenedores de basura. En la habitación de mi hijo había un oso exactamente igual a él, uno de sus quinientosmilillizos, y cuando subí a casa el muñeco me miró con los ojos del revés, clavándomelos como alfileres, de modo que tuve que volver a la calle a rescatar a su hermano. Demasiado tarde. Para cuando llegué aquel oso sintecho había desaparecido, no supe si engullido por el camión de la basura o adoptado por alguien con un corazón más ágil que el mío —y así terminaba el artículo, lanzando aquella duda al mar—.
Para mi sorpresa, durante las semanas siguientes recibí varios emails en los que me decían que habían visto a Putoso aquí y allá, durmiendo sobre la cama de un albergue en Bilbao, colgado por las orejas en un tendedero en Tudela o secuestrado por un hombre con una furgoneta en todas partes. Putoso, pues, o un plantígrado que se le parecía mucho, se había hecho mochilero, había escapado al triste destino que según pude saber aguarda a miles de sus congéneres (durante aquellos días recibí también unas cuantas fotos de osos de peluche desahuciados, abandonados en la basura, e incluso pude saber que hay una especie de subgénero fotográfico dedicado a ellos). Pero lo más curioso sucedió hace unos días, cuando en el autobús se me acercó un señor y me preguntó si yo era rubio de bote:
—Sí, hombre, el que escribe esa sección en el ON—me dijo, mientras yo me mesaba algo ofendido mis canas naturales—. Pues yo soy el que encontró a Putoso—se presentó a continuación, y en su cara se dibujó una sonrisa como un sol de invierno, que se nubló cuando añadió que, por desgracia, algunos días después él también tuvo que deshacerse del peluche…
No pude preguntarle el motivo (quizás Putoso era un oso conflictivo, con el que no resultaba fácil convivir, un oso pedorro o al que le gustaba el reggaeton) porque justo en ese momento el hombre llegó a su parada y tuvo que bajarse del autobús.
Daba igual. A mí casi se me saltaron las lágrimas. Alguien recogía mis mensajes en una botella. Alguien leía mis historias e incluso las prolongaba, las hacía suyas. Escribir es un oficio solitario, un oficio de náufragos, que requiere de alguien que lance el flotador de su lectura. La literatura es un diálogo extraño, complicado, en el que los interlocutores están separados por una mampara de papel. Por eso, de vez en cuando, es estimulante que alguien abra una brecha en ella y que se deje ver, que permita que entre el aire, ese aire que ventila la habitación del escritor y hace que huyan los fantasmas que la habitan: la soledad, la inseguridad, el preguntarse si lo que haces tiene algún sentido, vale para algo, para que alguien se ría o se emocione o se indigne… Yo, al menos, recibo entusiasmado ese tipo de mensajes o comentarios y los agradezco con toda mi alma de rubio de bote. De hecho, estoy esperando más emails o fotos que me informen de las nuevas aventuras de Putoso, el oso de peluche con el corazón vagabundo.
Colaboración para la revista Ze berri? (115)
Yo soy de sentir mucho con las tripas. Mi centro neurálgico está en ellas, y cuando de pequeño me dolían o cuando me ponía nervioso —o cuando me dolían porque me ponía nervioso— le decía a mi madre que era como si un árbol estuviera creciendo ahí dentro. Hay muchas cosas que me ponen nervioso. Por ejemplo, ir al euskaltegi. Llevo más de veinte años haciéndolo —haciendo el Guadiana, en realidad, sin acabar nunca de desembocar— y todavía siento las hormigas correteando por el tronco de ese árbol cada vez que tengo que ir a clase. Soy uno de esos alumnos de euskara perpetuos, que van estudiándolo a trancas y barrancas, jurando un año fidelidad eterna a este idioma del diablo y al siguiente traicionándolo por un trabajo como dios manda, por un hijo, por un libro, por un ataque de pereza, de lacha o de falta de fe en mí mismo.
Supe —es muy triste— que donde yo vivía se hablaba otra lengua que también era la mía muy tarde, cuando tenía doce o trece años, a pesar de mis ocho apellidos vascos, del nombre de la casa de mi madre—Casa Oberena— y de las pintadas que cosían las paredes blancas de la Txantrea, mi barrio. Lo supe cuando mi hermano comenzó a estudiarlo en unos libros indescifrables. Yo todavía tardaría varios años más en pisar por primera vez un euskaltegi y la primera estuvo a punto también de ser la última, pues me tocó hacer un antzerki y jugar al balón con un señor con barba. El euskara era un idioma para guays, para la gente alegre y combativa, y a mí no me gustaba bailar ni sujetar el asta de ninguna bandera. Aguanté, a pesar de todo, un par de años, hasta que me salió un trabajo a turnos en una fábrica, un trabajo agotador que me quitaba hasta el habla. Después, cuando me despidieron, me tomé la revancha y me fui a un barnetegi durante nueve meses. Como un embarazo. Como un Gran Hermano en el que los sentimientos se magnificaban. En el barnetegi hice amigos, comí, bebí, bebí mucho —probablemente más que en ninguna otra lengua—, soñé, todo ello en euskara… Fue mí época dorada euskaldun. Incluso me enamoré en euskara. Allí conocí a mi mujer. Durante nuestros primeros meses juntos solo hablamos en euskara. Después, un día de repente, el corazón eligió otra lengua para nosotros, el castellano, nuestra lengua materna, y no pudimos hacer nada en contra. Eso y que los dos suspendimos el EGA. Juramos, eso sí, que nuestros hijos nunca tendrían que irse a un internado cuando tuvieran treinta años y los matriculamos en el modelo D. A veces les hablamos o les leemos cuentos en euskara, y ellos nos miran raro, notan algo extraño en nuestras voces. Es el árbol en el estómago, ese árbol que, ha echado raíces y sigue creciendo, a pesar de las hormigas y de los subjuntivos. A pesar de todo. A pesar incluso de los antzerkis.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en ON, semanario de Diario de Noticias (Navarra, Gipuzkoa y Álava) y Deia. 24/10/2015
Sacar a pasear a Pablo, la cabra de la legión, para que a su paso se cuadre un tipo con el pecho lleno de chatarra y cruzado por una banda de Miss (un tipo que, además de jefe de estado, es jefe de las fuerzas armadas y rey, menuda estampa para una democracia) nos sale más caro que la mortaja. 800.000 euros fue el presupuesto asignado a la parada militar del pasado Día de la Hispanidad. 800.000 monedas con el rostro del monarca cupro-niquelado. Una cagarruta, en todo caso, comparado con los presupuestos para el desfile de hace solo unos años, que triplicaba esa asignación (¿qué hicieron, les pagaron una noche en el Ritz a cada legionario?) y una ristra de cagarrutas, como las que la cabra transexual Pablo fue sembrando en el Paseo del Prado, comparado con las montañas de bosta y de dinero que mueve el Ministerio de Defensa, las empresas armamentística, la industria de la muerte, en definitiva.
España es el séptimo vendedor de armas en el mundo, y entre sus clientes se cuentan la pérfida Venezuela (a la que sin embargo, se vende, entre otras cosas, material antidisturbios) o Israel (si bien el suministro de armamento durante una ofensiva militar de este país contra la franja de Gaza, el pasado año, fue suspendido; se ve que antes de eso pensaban que los misiles los iban a utilizar para una fiesta de cumpleaños).
Por otra parte, según el colectivo antimilitarista Utopía Contagiosa, el presupuesto real destinado a Defensa en España (real porque los gastos militares se disimulan derramándolos por doce de los trece ministerios restantes), supone 500 euros por habitante al año, 700 euros volatilizados cada segundo, todo para calzarle un gorro a una cabra o para que miles de novios de la muerte maten las horas en los cuarteles sacando lustre a fusiles y sables.
Nunca se sabe, dirán, no hay que descartar que una guerra estalle en cualquier momento (para ello, de hecho, trabaja la industria armamentística). Como tampoco hay que descartar que en algún momento una pandemia se extienda por todo el país, y sin embargo no tenemos acantonados a miles de enfermeros y médicos, vacunando monos o montando y desmontando jeringuillas.
Por si eso fuera poco, en España al frente del Ministerio de Defensa está, sin ningún disimulo, uno de los más destacados representantes de esa industria militar, Pedro Morenés, que trabajó para Instalanza hasta solo un mes antes de ser nombrado ministro. Instalanza, entre otras lindezas, fabricaba bombas de racimo y cuando España suscribió un tratado internacional que prohibía el uso de estos explosivos, diseñados para multiplicar el daño, pidió al gobierno una indemnización de 40 millones de euros. Morenés, además, ha firmado durante su cargo de ministro contratos por valor de 28 millones de euros con esa misma empresa. Puertas giratorias, pues, en las que el aire envenenado se estanca con la densidad de la sangre.
Cuando alguien menta este tipo de datos corre el riesgo de que lo fusilen al alba, tras retratarlo como un jipi ridículo y trasnochado que pone flores en los cañones de las ametralladoras, o de que califiquen sus argumentos de pueriles, acertadamente, por otra parte, pues cualquier niño de primaria se da cuenta de que algo funciona mal cuando el gasto militar rebasa de una manera tan obscena los de educación o sanidad y de que con ese dinero se podrían hacer muchas cosas verdaderamente útiles (quizás por ello, para arrebatarles esa aplastante lógica, las fuerzas armadas hacen “didácticas” exhibiciones en los patios de los colegios). Se mire por donde se mire, es evidente, en fin, que las armas son artefactos diseñados para matar y, por tanto, que quien se lucra con ellas, y quien saluda esa industria de la muerte, es de la misma familia que la cabra Pablo y con aumentativo.
En Diario de Navarra me entrevistaron unos minutos antes de dar la charla sobre el viaje a Costa de Marfil que realicé del 18 al 28 de septiembre pasados gracias al premio literario «Lo vives, lo cuentas» y que me permitió conocer los proyectos de la Fundación Juan Bonal y las hermanas de la caridad de Santa Ana en aquel país: dispensarios médicos, escuelas, centros de acogida para niños de la calle, mujeres embarazadas, cárceles…
Fue un viaje maravilloso, y en la mochila me traje sobre todo la admiración por el valor, la energía y la alegría de unas mujeres que siempre están junto a los más desfavorecidos.
Al día siguiente me entregaron el premio, durante la gala de la Fundación. Unos días, en definitiva, estos últimos, intensos, viviendo y contando esta aventura y esta experiencia inolvidables.