“El arte es para mí un modo de vida que se basa en una dedicación total, despojada de cualquier interés materialista”
Isabel Villanueva (Violista)
Publicado en Gara (26/12/15)
Patxi Irurzun. Iruñea
La joven violista Isabel Villanueva (Iruñea, 1988) acaba de recibir el Premio Ojo Crítico, que reconoce su trayectoria musical. Una trayectoria jalonada de premios y conciertos como solista al frente de las más prestigiosas orquestas del mundo. Lleva ya cuatro años radicada en Ginebra, pero en realidad pasa más tiempo que en su casa en aviones y hoteles de todo el mundo. San Petesburgo, Beirut, Viena… Sufre cada vez que tiene que volar y su viola, un instrumento fabricado en 1670, viaja con ella. “Que quede claro que soy violista, no violinista, que lo ponen mal muchas veces”, aclara la primera vez que nos ponemos en contacto con ella. Su viola es su voz y su vida. Y viceversa. Mantiene con ella una relación de intimidad, una hermosa historia de amor. Charlamos con ella sobre eso, sobre todo el esfuerzo y la dedicación que hay debajo de esa punta del iceberg que son los premios y reconocimientos o sobre la importancia de la música como motor de desarrollo humano y educativo.
-¿La viola es una gran desconocida?
La viola es ciertamente una voz desconocida para el público general. La historia y sociedad han hecho que su evolución quedase en segundo plano respecto a otros instrumentos de la misma familia de cuerdas como el violín o el cello. Desde el siglo XX y gracias a la aparición de verdaderos violas solistas como Lionel Tertis o William Primrose la viola comenzó a resurgir como un instrumento con personalidad individual de expresión, los compositores se interesaron por él, y la viola comenzó a sonar más a menudo en las salas en recitales y conciertos con orquesta. Hasta entonces la viola era un instrumento que ocupaba un lugar básicamente en la escena orquestal y de cámara. Compositores como Bach, Mozart, Paganini, Beethoven, Mahler tocaban la viola y según escritos biográficos le tenían mucho cariño. Pero el siglo XXI es sin duda el momento de la viola. Ha habido un enorme salto en relación al nivel y desarrollo técnico y expresivo del instrumento, los principales compositores actuales escriben conciertos y obras para viola, y hay un mayor (aunque aún es escaso) número de solistas de viola. Todo esto es positivo pero aún falta una grandísima labor por parte de nosotros, los intérpretes, de divulgación y acercamiento al público de este mágico instrumento.
-En su caso, tiene una viola que es una pieza única, de 1670, ¿qué se siente tocándola y cuál es la relación que mantiene con ella?
Todos los instrumentos son únicos e irrepetibles, como las personas Es cierto que al ser tan antiguo y estar hecho de madera, está de alguna forma ‘vivo’, y reacciona muy sensiblemente a los cambios de temperatura, humedad, viajes, y por supuesto a la forma de tocarlo. También tiene un timbre específico y una personalidad que debes conocer muy bien, por eso es más difícil de tocar que un instrumento moderno, que lo puedes ‘moldear’ más a tu gusto.
-De hecho, la viola en ocasiones parece asemejarse a la voz humana, y en su caso particular es algo que técnicamente se destaca.
La voz humana es mi principal inspiración, y la voz de la viola es en mi opinión el paralelismo instrumental. Para poder expresar siempre pienso desde la perspectiva de un cantante, en su fraseo y proyección de voz. Además me he nutrido de clases de canto desde hace ya unos años, algo que encuentro fundamental para el desarrollo de un músico. Al fin y al cabo los instrumentistas trabajamos con una voz (que no pertenece a nuestro cuerpo) pero también tenemos nuestro cuerpo que debe ser el intermediario entre el instrumento (en mi caso la viola) y el mensaje musical que queremos expresar al público.
-Aunque tiene ya una trayectoria larga y reconocida, qué supone recibir premios como el del Ojo Crítico.
El premio ‘Ojo Crítico’ es quizá el mayor reconocimiento oficial que he obtenido hasta la fecha, después de años de inmensa dedicación a la viola y a la música en general. Estudio, mucha ilusión, constancia y amor son los factores que me están llevando al crecimiento artístico. Como todos sabemos, el arte no tiene límites. El arte en cualquiera de sus formas no es algo que se haga como sacrificio, si no no sería arte. El arte, en lo más profundo de su significado, es para mí un modo de vida que se basa en una dedicación total, despojada de cualquier interés materialista; esa es para mí la vía para poder llegar a comunicar un mensaje sincero y emocionar con el público. Dicho esto, la vida real de un artista implica hoy en día muchas otras cosas ajenas a la música en sí, como son los aspectos burocráticos, sociales, mediáticos; algo para lo que un artista del siglo XXI debe estar también preparado. Personalmente soy una apasionada de la vida, me rodeo de la gente que me quiere, me encanta descubrir nuevas cosas, viajar, los museos, la naturaleza, los deportes y todos los estilos de música (¡siempre que sea buena!).
-¿Se puede describir con palabras qué es lo que siente cuando está tocando?
Cuando me presento en un concierto, lo que se ve y se oye es el resultado de muchas horas de preparación y de maduración de la obra concreta que esté interpretando. Intento ahondar en la obra, meterme en la piel del compositor para poder llegar a expresar la música lo más honestamente. Los intérpretes de música somos como actores, debemos conocer muy bien el rol para hacerlo nuestro y poder expresarlo de la forma más convincente y sincera para acercarnos a lo que el compositor querría transmitir con ella.
-Y qué cree que puede trasladar la música, la viola en particular a quien la escucha, en qué puede ayudarle…
La música es el lenguaje más universal que existe, capaz de unir a cualquier grupo de personas sin importar cultura, creencias, edad… hasta llegar a emocionarles. La Música, cuando verdaderamente se expresa desde la máxima sinceridad interior del intérprete, algo realmente difícil de conseguir dado el mundo materialista en el que vivimos, transmite sensaciones indescriptibles con cualquier otro tipo de lenguaje, te lleva a otra dimensión, donde las cosas que realmente importan son al fin y al cabo las mismas para todos. Personalmente, intento en cada concierto transmitir un mensaje donde las máximas calidades humanas estén presentes. Pienso que ir a un concierto de música clásica, sin importar la preparación o conocimientos específicos que tengas, y dejar llevar tus sentidos por lo que escuchas, produce felicidad, te conmueve, inspira y te llena de energías positivas.
-En ese sentido ¿cree que a la música se le da la importancia que merece en la sociedad, en la escuela, en los medios…?
Para que la sociedad siga evolucionando, no sólo es importante el apoyo educacional y social en materias de tecnología, física, salud, sino que considero una responsabilidad de los organismos públicos y sociales una gran inversión en el desarrollo humanista de la sociedad. Esto incluye evidentemente la música; vaya uno a dedicarse o no a ella, hace desarrollar cualidades humanas extraordinarias que de otra forma no es posible, como la creatividad, la sensibilidad, la capacidad de expresión, trabajo en grupo… La música puede cambiar nuestras vidas, sea cual sea tu trabajo o dedicación diaria.
Publicado en el suplemento ON de los periódicos del Grupo Noticias (19/12/15)
—Bueno, ya pueden pasar a cenar —dijo el camarero, y la barra del bar se transformó en una pole position.
De repente, todos mis compañeros de trabajo, que hasta entonces charlaban tranquila y amigablemente de sus cosas, el running, la última entrevista de Bertín Osborne, el uso de las figuras retóricas en los debates electorales, salieron derrapando y se convirtieron en esguinces andantes, retorciéndose para pasar todos a la vez por la puerta que conducía al comedor.
A sus espaldas solo quedaron algunos corronchos de vino sobre la barra, como manchas de neumático quemado, y un becario atropellado, al que ayudé a ponerse en pie y que una vez que lo hice me correspondió con un valentinorossi, es decir, empujándome y tirándome al suelo. Aquel chico llegaría lejos.
A mí siempre me ha costado arrancar, pero cuando por fin entré al comedor comprendí qué pasaba. Todos se habían sentado ya y la única silla que quedaba libre era la silla eléctrica. La silla que quedaba al lado del jefe. No espabilaba. Todos los años el mismo error táctico. La experiencia, al menos, era un grado, y sentado a la derecha del jefe había aprendido a moderarme, a beber como él, mojándome solo los labios, a diferencia de muchos de mis compañeros, que lo hacían como si al día siguiente se acabara el mundo y de hecho para muchos se acababa porque terminaban la noche subidos sobre algún barril de cerveza, descamisados, haciendo guiños con los pectorales o dándose de hostias o el lote con algún otro compañero, incurriendo, en definitiva, en comportamientos que no ayudaban precisamente a que les renovaran el contrato.
Pasé, pues, la cena como buenamente pude, intentando que no se me notara mucho que ya le había oído a mi jefe contarme el mismo chiste todos los años anteriores, aquel que decía que de joven había sido rojo y había corrido delante de los grises, y después, a los postres, cuando lo del amigo invisible, también estuve bastante relajado, porque este año al sacar el papelito me había tocado yo mismo y me había callado como un perro y así, además de no tener que devanarme los sesos, me iba a ir a casa con un libro, la Historia universal de los hombres gato, de Josu Arteaga, en lugar de con una diadema de pollas de goma o un tanga con un gorrito de Papa Noel para tapar el huevamen.
Vino también entonces, mientras cada cual iba desenvolviendo su regalo, el lamentable momento de los discursitos. El becario resultó uno de esos tipos que hablaban de la empresa en primera persona, como si en lugar de un empleado fuera un accionista; el delegado sindical habló de la empresa como si en lugar de una accionista fuera un empleado; a uno con coleta y pendientes, cuando intentó hablar, le cortó el jefe; y cuando habló el jefe dijo que “este año las cosas no han ido muy bien, ya lo sabéis, así que toca apretarse el cinturón y vamos a empezar dando ejemplo con esta cena, que, lamentándolo mucho, vamos a pagar a escote”. Y después de un silencio algo tenso, mientras todos nos palpábamos la carteras y por lo bajinis nos cagábamos en los que habían pedido chuletón con suplemento y vino del caro, alguien propuso hacer un brindis y todos nos levantamos y chocamos las copas, tan amigos, igual que siempre, igual que pasaría el año siguiente, en la próxima cena de empresa, o al otro, o dentro de otros cuatro años, cuando tocaran otra vez elecciones.
Hay pocas bandas que emocionen tanto como esta. Las grandes historias se resumen en pequeños detalles: en las lágrimas contenidas de Alberto Blazkez, uno de los músicos que acompañan a estos doce chavales con síndrome de Down, cuando le dedicaron uno de los temas. Motxila 21 da mucho más de lo que recibe, incluso si quienes se suman a ellos son figuras como Fito, Fermín Muguruza, Gari o Cifu de Celtas Cortos, como sucedió el sábado en el concierto de Iruñea.
Patxi Irurzun / Iruñea
Esta semana será sin duda inolvidable para Motxila 21. El próximo jueves 17 se estrena en la gran pantalla el documental de Iñaki Alforja Motxila 21, Live, Zuzenenan, En vivo!!!, sobre la gira que el grupo hizo en 2013 en Londres. Y el pasado sábado convirtieron la sala Zentral de Iruñea en un enorme corazón, durante un concierto en el que compartieron escenario con figuras de la música como El Drogas, Kutxi Romero (quienes ya son, en realidad, arte y parte de Motxila 21), Fito, Fermín Muguruza, Fermín ‘Huajolote’ Goñi, Cifu de Celtas Cortos o Gari de Hertzainak. Aunque para figuras ellos: Borja, Iñaki, Aintzane, Mikel, Aitor, Gonzalo, Ibai, Igor, Ramón, Diego, Lorea y Leire, los doce chavales con Síndrome de Down que integran la banda Motxila 21(junto a padres, voluntarios y músicos como, entre otros, Andoni Zilbeti o Mikel ‘Barullas’ Barrenetxea, el que fuera guitarrista de Tijuana in blue y uno de los principales artífices de Motxila 21). Para los chicos y chicas de la banda el escenario ya es una prolongación de sus zapatos y la música una parte inseparable de sus vidas. Con sus pantalones y chalecos de cuero, sus tatuajes de pega y sus gafas negras, se mueven sobre las tablas con una seguridad pasmosa, no importa que abajo haya 900 personas, como el otro día.
Las entradas para este concierto benéfico se agotaron a las pocas horas de salir a la venta. Motxila 21 es un auténtico fenómeno social en Nafarroa, casi ya una seña de identidad, la caja de resonancia, o, mejor dicho, una fila de tambores y timbales a través de los que retumba la solidaridad y el cariño de toda una comunidad. Pero para conseguir eso han tenido que trabajar, ensayar mucho. Meter mucho ruido. En el concierto del sábado también estuvieron allí para eso, para meter ruido. La Asociación Síndrome de Down de Navarra, que cumple 25 años, organizaba este concierto para recaudar fondos con los que reformar y romper las barreras arquitectónicas del nuevo local al que se han trasladado. Y para seguir rompiendo todo tipo de barreras. Para que Motxila 21 siguiera emocionándose y emocionando cada vez que se suben a un escenario o se juntan para ensayar. Para que se sientan importantes siempre, también en sus vidas diarias, además de cuando cantan Me equivocaría otra vez junto a Fito o brincan al ritmo de Big Beñat junto a Fermín Muguruza, como sucedió el otro día en Zentral.
El concierto comenzó con la proyección del teaser del documental de Iñaki Alforja, que en solo unos segundos da unas coloridas pinceladas sobre qué va esta historia: amistad, empoderamiento, alegría … Javier Coronas, el maestro de ceremonias, dio después el pistoletazo de salida y con la sonrisa cosida en la boca el público que abarrotó Zentral pudo disfrutar de los temas que fueron desgranando con desparpajo Motxila 21: versiones como la divertida La Ragazza del elevatore de Silvio; temas propios como La magia de mi ser, interpretado magistralmente —hizo enmudecer incluso a su propia guitarra— para la ocasión por Cifu, de Celtas Cortos, o Gurpilak sutan con un siempre elegante Gari. Y, claro, la traca final con En blanco y negro y El Drogas al frente de toda la tripulación, y el himno de la banda, Somos Motxila 21, que siguió coreando el público cuando la música terminó, con la emoción, arriba y debajo el escenario, dibujada en unos ojos brillantitos, limpios, por los que nadan los peces que no se sienten diferentes, como escribió y cantó Kutxi Romero en otro de los temas de Motxila 21: No somos distintos.
Publicado en Rubio de bote (magazine ON ,Grupo Noticias) 5/12/15
En segundo de BUP en mi clase del instituto éramos 34 chicas y solo dos chicos.
Había elegido una asignatura optativa que se llamaba “Hogar”, en la que te enseñaban punto inglés o a pintar figuritas de porcelana y a la que –eso no yo no lo sabía— apenas solían apuntarse chicos.
—¡Vaya potra! —me decían los otros chavales, pero ellos se matriculaban en “Electricidad”, otra de las optativas, mucho más masculina.
Yo había elegido “Hogar” porque decían, y era cierto, que daban aprobados generales y apenas había que aparecer por clase.
Recuerdo que en una de las evaluaciones había que hacer una bufanda y yo solo fui capaz de tricotar una de poco más treinta centímetros. Y que cuando me llegó el turno de presentarla, me la puse al cuello y estiré con todas mis fuerzas de los dos extremos. Y que la profesora me miró con cara de “a quién quieres engañar”, pero luego me puso un suficiente (aunque aquella bufanda solo era suficiente para David el Gnomo).
La verdad era que conmigo aplicaban una especie de discriminación positiva, que también tenía sus inconvenientes, porque en el resto de asignaturas, cuando los profesores preguntaban resultaba mucho más difícil pasar desapercibido y siempre me tocaba salir a la pizarra a declinar algún genitivo latino o resumir El laberinto de las aceitunas.
Me pegué todo el curso en tensión, por ello, y por las chicas, que para mí eran poco menos que extraterrestres, pues yo provenía del apartheid sexual de los colegios de curas. Pasar de los escolapios al instituto supuso para mí un cambio brutal. En el instituto se fumaba en los pasillos, se faltaba alegremente a clase para ir a beber claretes al bar (¡que estaba dentro del propio instituto!), teníamos huelgas, asambleas, manifestaciones, broncas con la policía casi cada semana. ¡Y había chicas! Chicas con el pelo cardado y pantalones ajustados y chupas de cuero —con hombreras— y chapas antinucleares o de Barricada o de Kortatu. Chicas por todos los lados ¡Chicas en la clase de gimnasia!…
Aquellos días de instituto están grabados en mi memoria como si los hubiera escrito con los dedos sobre cemento fresco. Salir en los recreos a la panadería a por un bollo de pan y a la carnicería a por quince pesetas de chorizo. Comprar cigarrillos sueltos. O gorronearlos. Ir a clase hecho un zakarro, como decía mi madre, por ejemplo, con chupa vaquera, pantalones de mahón —o de arrantzale, como los llamábamos— y macuto militar (en el que, sin embargo, había escrito con boli Bic “MILI KK”); o con una carpeta forrada con pegatinas anti-OTAN o con fotos del monstruo de Iron Maiden o de Julius Erving o de Maki Navaja.
En el instituto empecé a sentirme adulto, dueño de mí mismo, libre y a saber que la libertad en realidad no consistía en tenerla, sino en perseguirla, en buscar respuestas a preguntas que nunca se resolvían y que bullían en mi cabeza, aquella cabecita confusa de quinceañero que era como un puchero de pisto hirviendo, o como una acera recién cimentada. Y eso a menudo solía suceder, además de en el bar del instituto o escapándose de los antidisturbios, en las clases de literatura o de filosofía, esa asignatura que ahora quieren cargarse, puede precisamente que para eso, para que seamos menos libres, para que no nos hagamos preguntas que no tienen respuesta, que no sirven para nada, para que nos convirtamos en ciudadanos prácticos, que votan y consumen y ven la tele y si se indignan ya tienen emoticonos con el ceño fruncido en el facebook y en el whatsapp. Para que, cuando volvamos a las cavernas, ya no nos quede el fuego ni las sombras, pero podamos optar entre “Hogar” o “Electricidad” (o entre ir al instituto o estudiar una FP para ser toreros).
Medalla de oro de Nafarroa a Jose María Jimeno Jurío
“En lo que hoy denominamos memoria histórica mi aita fue el auténtico pionero”
Roldán Jimeno
Historiador, etnógrafo, precursor en el campo de la memoria histórica y de la historia del euskera… Es difícil resumir con una sola palabra el vasto trabajo de José María Jimeno Jurío, sin duda una de las grandes personalidades de la cultura navarra, y sin embargo, no siempre justamente reconocida. Hoy, Día de Nafarroa y Día Internacional del Euskera, recibe por fin la Medalla de oro de la Comunidad, a título póstumo y de la mano de su hijo Roldán Jimeno, con quien GARA ha charlado sobre la figura imprescindible del historiador, pero también sobre sus aspectos más familiares.
Patxi Irurzun. Iruñea
Sus investigaciones sobre los crímenes de la guerra civil en Nafarroa y la posterior represión (por las que recibió amenazas) pusieron las bases para una obra referencial como es Navarra 1936, De la esperanza al terror. Sobre sus estudios sobre el euskera Txillardegi escribió que lo que Koldo Mitxelena había supuesto para la lingüística vasca, Jimeno Jurío lo supuso para la historia del euskera. .Recorrió todos los caminos de Nafarroa, habló, siempre de igual a igual, de manera humilde y afable, con los vecinos de cada pueblo, para recuperar su toponimia y su historia. Convirtió la Historia en algo cercano y humano, aproximándose a lo pequeño, a lo local. Roldán Jimeno, su hijo y alumno privilegiado, evoca en esta entrevista la figura del pequeño gran historiador de Artaxoa, de quien Eugenio Arraiza escribió: “Sin él, Nafarroa sería distinta, menos soberana, menos plena, menos hermosa”.
¿Cómo recibieron usted y su familia la noticia de este reconocimiento póstumo, hay sensaciones contradictorias o agridulces?
La concesión de la Medalla de Oro ha supuesto toda una sorpresa inesperada. Cuando falleció mi aita, en 2002, diversas entidades culturales y sociales le propusieron para el premio Príncipe de Viana de la Cultura. El Gobierno de Navarra de entonces, para evitar la polémica ante una no concesión, cambió las bases para que no se otorgase a título póstumo. Aquello nos dolió mucho. De alguna manera, este premio, aunque tardío, cicatriza aquella herida.
En su caso particular, además, supongo que es imposible separar a Jimeno Jurío como personalidad y como padre y maestro…
Yo he sido un gran afortunado, pues, en efecto, fue un lujo para mí tener un maestro doméstico, que me guió en mis primeros pasos y con el que trabajé codo con codo en mis primeras investigaciones. Además, después de fallecido, con la preparación de sus Obras completas, he seguido aprendiendo de él y lo sigo haciendo, pues todavía nos queda una docena de libros por sacar. Por suerte, también he heredado muchísimas de sus amistades, muchas de ellas del gremio de los historiadores, por lo que, no lo voy a negar, hacerme yo un hueco en este mundo me ha resultado mucho más fácil.
¿Qué recuerdos más tempranos tiene en cuanto al trabajo de su padre? ¿Despertaron su vocación o marcaron el camino que usted siguió?
Yo soy hijo único, y me tocaba ir con mis padres a todas partes. Formaban parte de mi cotidianeidad infantil las exhumaciones de fusilados del 36 o el trabajo de campo etnográfico, por no decir las fotocopias de documentos antiguos que mi aita podía tener desplegados por su mesa. Supongo que todo eso caló en mí. Durante mi adolescencia a mí me gustaba la Historia, pero tampoco me veía como historiador, quizás por esa edad rebelde en la que uno no quiere distanciarse de sus progenitores. Yo, más allá de creerme en aquellos años anarquista, no sabía muy bien hacia dónde iba a encaminar mi vida. Y cuando llegó el momento de escoger un camino, fue cuando afloró en mí esa vocación oculta, y, la verdad, acerté de lleno. Primero estudié la carrera de Historia, en la que los consejos de mi aita siempre fueron determinantes, y luego la de Derecho.
Su madre también fue un apoyo importante para Jimeno Jurío, trabajó a menudo con él… ¿Hay una parte de esta medalla de oro también para ella?
Qué duda cabe. Mi aita y ella se llevaban catorce años. Coincidió, además, que mi aita, que trabajaba de bibliotecario para la Caja de Ahorros Municipal, fue un pionero en las prejubilaciones de las cajas, en 1983. Tenía una edad fabulosa para seguir investigando, por lo que él era el que estaba entre casa y los archivos, y mi ama trabajando, trayendo la parte importante del jornal a casa. Pero también le echaba una mano en sus cosas, si era necesario, y, por supuesto, los fines de semana le solía acompañar a realizar entrevistas etnográficas o lo que fuera menester.
El método de trabajo de su padre estaba muy ligado al trabajo de campo, el contacto con la gente, escuchar a todos por igual, prestar atención a las pequeñas cosas… Algo que corre el riesgo de caer en desuso en una sociedad tan tecnológica y especializada como la actual.
Para el trabajo de campo, ya sea para la recogida de datos etnográficos, para los testimonios toponímicos o incluso para la recuperación de la memoria histórica, hace falta tener una sensibilidad especial, una empatía con tus entrevistados, un cariño inmenso hacia lo que haces, y un conocimiento profundo de lo que investigas.
Se destaca también en ese sentido, con respecto a ese modo de trabajar de José María Jimeno Jurío, su carácter afable y humilde, capaz de abrirle muchas puertas…
Son, en efecto, dos de los rasgos que caracterizaban su personalidad y que, en efecto, le abrían muchas puertas. Quizás por eso mi aita conectaba con todo el mundo desde el primer momento. Provenía de una familia de agricultores de Artajona, profundamente tradicionalista, y conocía muy bien la idiosincrasia de la Navarra rural, que era la suya. Igual le daba hablar con un pastor, con un cura viejo que con la persona más insigne. De todos aprendía y con todos conectaba bien, con cada cual en su registro, pero siempre desde ese carácter afable y humilde.
Jimeno Jurío, además, abarcó muchos campos (toponimia, folklore, memoria histórica, euskera…), y se convirtió en un referente en muchos de ellos, todo ello sin tener títulos universitarios (se le vetó, por ejemplo, el acceso a la Universidad de Navarra)…
Mi padre estudió Magisterio y fue maestro de primera enseñanza. Luego fue al Seminario y durante los años en los que estuvo de sacerdote, compaginó su labor pastoral con la docencia, ya fuera en el Puy de Estella, en el Instituto Laboral de Alsasua, donde fue jefe de estudios… en aquella época se matriculó en primero de Historia de la Universidad de Navarra y sacó, con buenas notas, varias de las asignaturas en las que se matriculó. Luego se hizo cura rojo, se secularizó, e intentó retomar sus estudios en ese centro, cuando ya había publicado varios libros y decenas de artículos. Entonces le pusieron el veto, so pretexto de que no tenía perfil de historiador. Aquello fue un escándalo que tuvo su reflejo en la prensa. Mi padre se quedó con la pena de no haber podido tener la carrera, pero, francamente, yo solo puedo decir que he aprendido más Historia de mi aita que en la propia carrera de Historia.
En el campo de la memoria histórica José María Jimeno Jurío abrió el camino en Navarra, aunque tuvo que enfrentarse también a muchas dificultades, amenazas, y dificultades… ¿Qué le debemos en ese apartado?
En lo que hoy denominamos memoria histórica mi aita fue el auténtico pionero, ya no solo en Euskal Herria, sino en todo el Estado. Comenzó con sus investigaciones en 1974, todavía en el franquismo, y desde luego en la clandestinidad más absoluta. Su objetivo en aquel momento fue realizar un listado identificando a los fusilados navarros a raíz del golpe de 1936, que fue completando con trabajos de mayor calado. Con los años fue rellenando miles de fichas, que convergieron finalmente en el proyecto de Altaffaylla. Actualmente esas fichas se han digitalizado por el Fondo documental UPNA-Parlamento de Navarra, y en los dos últimos años han servido como apoyatura documental para la exhumación, al menos, de una docena de cuerpos.
Y en lo que se refiere al euskera debía de ser una imagen impagable verlo a él, a Pablo Antoñana y a Jorge Cortés Izal recibiendo clases, ya mayores, de Asisko Urmeneta.
Aquellas clases de euskera eran increíbles. Y doy fe que, aunque Asisko lucía en aquel entonces ligera cresta y se evadían hablando de todo lo divino –para criticarlo, claro– y de todo lo humano, había un hueco para el euskera. En varias ocasiones me veía yo ayudando a mi padre con las etxerako-lanak del nor-nori-nork y demás con las que venía a casa. Aquel cuarteto de maestro y discípulos fueron, incluso, a un programa navideño de la ETB, a cantar con Oskorri. Nos organizaron un microbús y allá fuimos todas las familias. Fue una experiencia inolvidable.
Esta medalla de oro es importante, pero sin duda el mejor homenaje para su padre supongo que es la edición de sus Obras Completas (que además usted mismo dirige) y que lo será ahora y siempre leerlo…
Siempre digo que el mayor homenaje que se le ha tributado a mi padre ha sido este proyecto, del que ya hemos sacado 50 volúmenes y acabarán siendo alrededor de 65. Supone la reedición de todas sus publicaciones, pero también la publicación de infinidad de trabajos que dejó sin publicar, algunos tan importantes como la monografía de la represión del 36 en Sartaguda, el pueblo de las viudas. Ha sido un proyecto titánico, que ha podido ser una realidad gracias a la editorial Pamiela, que ha contado con la colaboración de Udalbide y Euskara Kultur Elkargoa.