Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (Diarios Grupo Noticias) 18/09/21
Irse de vacaciones da mucho trabajo. Como se suele decir, se
necesitan unas vacaciones para recuperarse de las vacaciones. Al final uno se pasa sus días de descanso pateando,
haciendo deporte, conduciendo, sacándose fotos, comiendo como un vikingo,
achicharrándose, sudando la gota en la barbacoa o bajo la sombrilla,
discutiendo con la familia, poniéndose crema para el sol, o crema para cuando
se te ha olvidado ponerte crema para el sol, limpiándose de arena las orejas,
el ombligo, las partes pudendas… Iba a decir que para mí las vacaciones ideales
serían aquellas en las pudiera pasarme los días enteros sin salir de casa,
aligerando la pila de libros para leer, viendo series y películas raras, en
calzoncillos, sin ducharme durante días… pero la última vez que pedí ese deseo
el gracioso del genio de la lámpara nos trajo una pandemia.
Así que mejor me callo.
De hecho, este verano que ya acaba he hecho todo lo
contrario: he pasado unos días en Torrevieja, Alicante. Cada vez que compraba
el pan o el periódico el tendero, a la hora de cobrar, me decía: “Por
veinticinco pesetas”. Bueno, es un chiste, un chiste para boomers. En realidad, Torrevieja, Alicante, no está poblada por
exconcursantes del “Un, dos, tres”, yo diría más bien que todos los miembros de
las fuerzas de seguridad del estado pasan sus vacaciones allí, a juzgar por el
número de pulseritas beneméritas, mascarillas de la policía nacional o banderas
de la legión ondeando en las urbanizaciones, como si estas fueran cuarteles de
verano. Y además ya no quedan tiendas
donde comprar el periódico, las han cambiado todas por cadenas de comida rápida,
casas de apuestas, inmobiliarias con letreros en ruso…
Siento, de todos modos, una inexplicable para mí, que soy de
naturaleza misántropa y asocial, atracción por lugares como Torrevieja, Salou,
Benidorm, Lloret de Mar… No sé muy bien por qué. Igual es porque allí no me
siento ridículo en pantalón corto. Yo al final me rendí, hace dos veranos.
Hasta entonces me había negado a dejar mis pantorrillas al aire (entre otras
cosas porque soy de fisonomía tirillas y piernas caponatas; y también porque
estos últimos años me estoy quedando calvo de los tobillos), pero tengo que
reconocer que es cómodo y fresquito, todo lo cual no quita para que cada vez
que me pongo los pantalones cortos me sienta Caillou. Excepto en Lloret de Mar,
Benidorm, Salou, Torrevieja… donde todo el mundo lleva gorra y hace lo que le
viene en gana, y me parece muy bien. Creo que eso es lo que me atrae de esos
lugares. Me siento un espectador, fascinado por esa especie de zoológico
humano, del cual a la vez yo también formo parte, como si me desdoblara, como
si me perdonara a mí mismo y me otorgara el derecho a relajarme, a caminar por
la calle en bermudas, a montarme en el trenecito turístico, a dejar la
barriguita al aire en la playa…
La playa, por cierto, me da un asco terrible. No entiendo en
qué momento de la historia decidimos que un lugar tan hostil como ese —el
viento, la sal, el sol, los que juegan a tenis… — era el mejor para pasar los
veranos. Si lo piensas bien, resultaría mucho más lógico tumbarse en un
glaciar. Y, total, en lo que a logística se refiere, tendrías que llevar una
cantidad parecida de pertrechos, incluso alguno menos, porque no te haría falta
la nevera.
Las vacaciones, en definitiva, son para desconectar, pero a
menudo no dan más que problemas. Claro que el problema, el principal problema
de todo esto es que ya les gustaría a las otras tres cuartas partes de la
humanidad tener y tener derecho a tener ese
tipo de problemas…
Publicado en magazine ON (diarios de Grupo Noticias), 03/09/21
La imagen que
todos tenemos de Frankenstein, es decir, la de ese monstruo un poco lerdo,
inocentón, de color verde, y con dos tornillos en el cuello, tiene en realidad
poco que ver con la que la escritora Mary W. Shelley dibuja en su famosa
novela. Para empezar, Frankenstein no es en realidad el monstruo, sino el
nombre de su creador, el doctor Victor Frankenstein. Pero es que además el
monstruo de Frankenstein es un ser de inteligencia despierta, capaz de
expresarse en un lenguaje culto, que ha aprendido de manera autodidacta leyendo
libros como El paraíso perdido, de Milton, el Wherter de Goethe
o Vidas paralelas de Plutarco, lo cual ya es el triple
de lecturas que la de muchos de esos tertulianos de la tele que saben de todo.
El año sin
verano
Frankenstein, que lleva por subtítulo El moderno
Prometeo (es decir, aquel titán de la mitología griega que robó el fuego a
los dioses y lo entregó a los humanos) tampoco se escribió, como se asegura a
menudo, durante aquel verano sin sol que Mary Shelley pasó acompañada de su
esposo, Percy Bysshe
Shelley, y
de John Polidori, el médico de Lord Byron, en la villa que este
último tenía en Suiza. Frankenstein, de hecho, no es una novela que se lea en
una sentada, ni en dos, con lo cual tampoco es factible que su escritura se
llevara a cabo en unos pocos días. Sí es cierto, en todo caso, que la chispa
que prendió el fuego creador se produjo durante aquel retiro, después de que
Byron retara a sus invitados a imaginar un relato de terror con el que
entretener el encierro, pues fuera de la mansión llovía a mares y las
tormentas, los rayos y centellas, se sucedían sin tregua, creando el ambiente
idóneo para contar alrededor de la chimenea historias de fantasmas, aparecidos
o vampiros.
Todo ello sucedió en 1816, el llamado año sin verano, en el que debido a la erupción del volcán Tambora, en Indonesia y otros fenómenos metereológicos, el cielo se oscureció durante semanas, sumiendo al hemisferio norte en una estación anormalmente fría. Por entonces Shelley era una joven de solo 19 años, que ignoraba todavía el éxito que alcanzaría la novela que inspirada en aquellas veladas escribiría durante los meses siguientes y que podríamos decir que fue pionera en el género de la ciencia ficción, si no fuera porque desde mucho tiempo antes ya estaba escrita la Biblia. El encierro de aquellos jóvenes románticos y letraheridos, en todo caso, fue realmente fructífero, pues además de Frankenstein, en él se gestó El vampiro, de Polidori, que fue probablemente el primer relato de vampiros, anticipándose casi 80 años al Drácula de Bram Stoker.
El origen del
mal
En lo que
concierne a Frankenstein, la novela es mucho más que una novela de terror o de
ciencia ficción, en ella se reflexiona sobre temas como la culpa (el monstruo
de Mary Shelley, a diferencia de otros, tiene remordimientos), el determinismo,
la rebelión ante el destino, la crueldad humana, el rechazo, el origen del
mal…
Estructurada en
forma de caja china, es decir, un relato que alguien cuenta a alguien que
alguien cuenta a alguien, etc., utiliza
recursos como cartas o confesiones en primera persona (buena parte del libro,
por ejemplo, es la narración del propio monstruo a su creador, cuando vuelven a
encontrarse, después de que el doctor lo abandone, aterrorizado por la
insoportable idea de haber creado a un ser abominable). Y quizás sea esa,
precisamente, la parte más atractiva de la novela: el monstruo —sabemos a
través de su propio testimonio— es originalmente un ser bondadoso, que busca el
amor de los humanos, pero solo obtiene de ellos rechazo, como consecuencia de
su aspecto horrible y desmesurado (el doctor Frankenstein revela en el libro
que fabricó a su vástago en tamaño XL porque le resultaba más sencillo de
montar), lo cual poco a poco va generando en la criatura un sentimiento de odio
y de venganza hacia su creador, al que culpa de su soledad en un mundo, el de
los humanos, poco piadoso con el extraño, el diferente, el difícil de ver….
Son lo demás quienes lo convierten, pues, en un monstruo, no es su propia
naturaleza.
Refugiado en una
cabaña, desde la que puede espiar sin ser visto los movimientos de una familia
y escuchar sus conversaciones, el monstruo de Frankenstein aprenderá por su
propia cuenta primero a hablar y después a leer (a leer a Plutarco,
recordemos), nada de lo cual, sin embargo, le servirá para acercarse a ningún
ser humano sin despertar en él recelo o temor. Atormentado por ello, busca al
doctor Frankenstein y le exige que cree para él una compañera, con la que atemperar
su dolor, de lo contrario, lo amenaza, destruirá todo lo que el doctor ama. Victor
Frankenstein accede en un primer momento, pero finalmente desecha la idea de
dar vida a una monstrua, la monstrua de Frankestein, aterrorizado por la idea
de que los dos engendren monstruitos, es decir, creen una nueva raza que
destruya a la humanidad. Como consecuencia de esa negativa, el monstruo,
despechado, decide llevar a cabo su horrible venganza.
Y hasta ahí
puedo leer.
Como vemos, el monstruo de Frankenstein no tenía el cerebro sujeto por tiritas, sino pegado a su ser con toda la hondura de las contradicciones, los temores, las necesidades afectivas de cualquier ser humano. Se podría decir, incluso, que se convierte en monstruo por una sobredosis de humanidad.
Frankenstein en el cine
La imagen icónica, el monstruo tontorrón de cabeza cuadrada y atornillada, zapatos como barcas y al que el traje le tira de la sisa, comenzó a pergeñarse en la adaptación cinematográfica de 1931 El doctor Frankenstein, dirigida por James Whale,en la que el gran Boris Karloff interpreta al desdichado ser. Desde entonces (y antes, en realidad) han sido muchas las interpretaciones que se han hecho de Frankenstein. Por ejemplo, otro de los grandes actores del cine de terror, Christoper Lee, dio vida a un Frankenstein más humano, aunque con más cicatrices (tal vez por eso mismo; aunque quizás el cambio de imagen solo se debiera a que el maquillaje de Karloff era una marca registrada y no se podía imitar). Más recientemente, será otro monstruo (este de la interpretación), Robert de Niro, quien encarne a la terrible criatura en Frankenstein de Mary Shelley, de Kenneth Branagh. Y también hay películas en las que el monstruo ni siquiera aparece, como Mary Shelley, de Haifaa al-Mansour, que se centra en la figura de la escritora y narra lo acontecido aquel año sin verano en la mansión de Lord Byron y las vicisitudes que la autora hubo de pasar para demostrar que ella, y no su marido, era la autora de la magistral novela.
No nos podemos olvidar de otra adaptación algo más carpetovetónica, como la que José Carabias hacía en El monstruo de Sancheznstein, el programa-concurso infantil de RTVEcon guión de Guillermo Summers, en el que el menudo actor (la elección de Carabias, que medía un metro y medio, fue sin duda arriesgada) hacía el papel de un remedo de Franskenstein llamado Luis Ricardo, cantidubi dubi dubi cantadubi dubi da (esta era la pegadiza tonadilla que acompañaba sus apariciones).
Aunque sin duda el Frankestein más entrañable es Herman Munster, el padre de aquella estrambótica familia de monstruos buenos y felices en cuyo hogar lo sobrenatural, lo extravagante, lo terrible era normal; aquella familia, los Monster, que simbolizaba todo lo que al pobre Frankenstein de Mary Shelley le fue negado por nosotros, los monstruosos humanos con nuestros temores incontrolados y aborrecibles prejuicios.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en el magazine ON (diarios Grupo Noticias) 03/09/2021
En cuarto de EGB me nombraron “chiclero mayor” de mi clase. Los curas de mi colegio tenían esas cosas. A veces, cuando se ausentaban durante un rato del aula dejaban a algún alumno al cargo, sentado en la silla del profesor y con la tiza en la mano para apuntar en la pizarra el nombre de quien hablara o hiciera una gamberrada (por ejemplo, recitar el abecedario de un tirón con un eructo).Y lo más curioso era que había chavales a los que aquello, vigilar a los demás, les gustaba, les hacía sentirse importantes, daba igual que el resto los odiáramos, a esos chavales les compensaba ganarse el favor del profe de turno, aunque a cambio tuvieran que soportar amenazas, burlas o incluso algún que otro soplamocos al salir de clase. Supongo que los curas ya sabían perfectamente que de mayores esos niños se convertirían en policías —o confidentes de la policía—, árbitros de futbol, inspectores de hacienda… Por eso mismo nunca entendí por qué me eligieron a mí como “chiclero”.
El
“chiclero” era una figura que los curas de mi colegio habían inventado para
cobrar las multas que imponían a aquellos a los que pillaban mascando chicle
durante las clases, y que había que pagar precisamente con chicles (no sé si
eso tenía mucho sentido). La cuestión es que uno de los alumnos era quien debía
de ocuparse de recaudar esas deudas y guardar
hasta que llegara el verano el botín, que se repartía entonces entre
todos los compañeros. Y aquel año me tocó a mí. Por lo visto, yo aparentaba ser
un niño formal y responsable, bastante
tímido, al que aquella responsabilidad también quizás podía darle
autoconfianza… Pues me cago en su estampa.
Yo lo quería, en lo que me esforzaba, era en ser malote, en juntarme con
los últimos de la fila y los repetidores, con los que fumaban ligarza y tiraban
pilongas y bolas de nieve a los coches desde lo alto de la muralla.
Aquel
curso fue una tortura para mí. Del mismo modo que había compañeros que pagaban
sus multas religiosamente, otros —aquellos para más inri a los que más solían
castigar— dejaron de hacerlo desde el principio. Y, por si eso fuera poco,
muchos días cuando salía de clase con la bolsa de los chicles era yo mismo
quien, una vez en casa, me los zampaba en unos atracones culpables y adictivos.
No podía evitarlo. Levantaba antes mis ojos la bolsa, veía todos los chicles
con forma de melón, o de canica de colores,
los Bang-Bang, los Cheiw de fresa
ácida, los Cosmos negros… y no me podía contener, comenzaba a comérmelos con
un ansia irrefrenable. Así que que cada poco tiempo tenía que reponerlos de mi
propio bolsillo. Los chicles que yo me zampaba y los que no me atrevía a
reclamar a los morosos. Me angustiaba pensar qué sucedería si al llegar el
verano no había conseguido mantener al día mis cuentas chicleras. No quería, de
hecho, que ese año llegara el verano. Odiaba ser el chiclero mayor (además, qué
estupidez era esa, si había un chiclero mayor se suponía que había otros
menores, alguien que te ayudaba, pero yo
estaba más solo que la una).
Al final, conseguí reponer a tiempo los chicles que faltaban gracias a que mi cumpleaños era justo antes de las vacaciones y mis abuelos y tíos solían darme la paga. Pero después no quise ni siquiera recoger la parte que me correspondía de los chicles recaudados, ni volví a comer uno de ellos en mucho tiempo. Me imagino que la lección que había que sacar de todo aquello era que uno debía ser comedido, administrar con responsabilidad sus bienes, y más aún los de los demás, controlar sus impulsos… Pero yo lo único que aprendí de aquella experiencia horrible fue que de mayor no quería ser chiclero, ni nada que se le pareciera, nada de aquello que habían imaginado para mí los curas de mi colegio.
“Nuestra imaginación avanza a la velocidad de la luz y el mundo a paso de tortuga”
Publicado en GARA/NAIZ
“La baba celestial” es la primera novela que la escritora iruindarra dirige al público adulto. Una obra de ciencia ficción con grandes dosis de humor que narra el avance y la mutación de una extraña sustancia capaz de destruir a la humanidad y que funciona como una metáfora de nuestro comportamiento como especie ante otro tipo amenazas globales.
Patxi Irurzun. Iruñea
Publicada por Apache, La baba celestial es la primera incursión de Regina Salcedo en la novela para público adulto y en el género de la ciencia ficción propiamente dicho, tras varias obras juveniles de literatura fantástica y diferentes poemarios (Protagonistas, Iceberg, Mujer Varada y Lo que dejamos fuera). Regina Salcedo es también coautora junto con su hermana Leticia y Liébana Goñi de Pequeño diccionario sentimental. 57 palabras para empezar a amar el euskera.
-¿De dónde surge el
chispazo inicial de “La baba celestial”, hay algo en ella que tenga que ver con
la situación pandémica que vivimos?
Sí, la escribí durante el confinamiento. Pensaba en eso que
se dice de que la realidad supera la ficción, pero pensé que raramente supera
la ciencia ficción. Nuestra imaginación avanza a la velocidad de la luz y el
mundo lo hace a paso de tortuga y, por eso, cuando alcanzamos «el futuro» resulta que no hay colonias en Venus ni androides
prodigiosos. Y aquí ocurre parecido: llega una epidemia global y no la pasamos
matando zombis, sino en casa viendo Netflix. En la novela sucede que por fin un
ente extraterrestre visita la Tierra y resulta que no hace nada de lo que
esperábamos, ni siquiera logramos comunicarnos con él. Y claro, la gente se
decepciona y pronto se olvida de su presencia.
–Uno de los elementos
que me han parecido más destacados en la novela es el humor, que está muy
presente a lo largo de ella, algo que no es nuevo en el género de la ciencia
ficción pero que no es muy habitual ¿Se planteó ese tono desde el principio,
surgió de un modo natural?
El humor forma parte de mi manera de ser y enfrentar la
vida, se cuela en todo lo que hago. Por tanto, lo que me ocurre cuando escribo
es que debo ver si ese tono casa o no con la historia y, en consecuencia,
potenciarlo, controlarlo o incluso eliminarlo. En este caso, me venía bien
porque ayuda a que la trama avance de forma amena, es un rasgo del narrador que
lo hace menos cretino y también sirve para potenciar el efecto final. La
apuesta de escribir un libro con un tono humorístico marcado es la más
arriesgada, porque si tu humor no coincide con el del lector, estás perdido.
–Hablando de humor,
¿tiene la sensación a veces de que la ciencia ficción, la fantasía, incluso la
literatura de humor no se toman en serio?
Tiene gracia que lo preguntes porque hace poco di una charla
titulada Humor y entretenimiento, dos
palabras peligrosas en ciencia ficción y fantasía. En ella hablaba de cómo,
en nuestro país, el humor en literatura adulta es algo que genera desconfianza
e incomodidad, que los críticos necesitan justificar con muchos argumentos para
validarlo. Basta un titular español sobre el fallecimiento de Terry Pratchett
para constatarlo. Decía: Los grandes
temas de Terry Pratchett, mucho más que fantasía y humor. Me parece
horroroso, más vale que Terry estaba muerto cuando se publicó. Es una falta de
respeto enorme, pues menosprecia los dos pilares básicos de su obra, pero
evidencia lo que te comento: la fantasía y el humor solo son aceptables si los
avalan esos «grandes temas». Lo demás son payasadas y, no lo
olvidemos, la literatura es una cosa muy sesuda y muy seria que solo persigue
un elevado fin. La periodista que escribió esto obvió que un gran porcentaje
del humor de Pratchett se basa en el absurdo, en situaciones hilarantes que no
pretendían otra cosa (nada fácil de conseguir, por otro lado) que arrancarnos
una carcajada. Como decía Artaud: «es
la parte pura, liberadora del humor
lo que deseo reivindicar».
–El personaje
principal me parece una especie de antihéroe, que se empeña en rehuir constantemente
el éxito o, dicho de otro modo, de buscar una especie de felicidad que no
depende de ese éxito, al contrario de lo que muchas veces nos hace creer. ¿Lo
ve así?
Yo no lo llamaría antihéroe, porque no es alguien que se
enfrente al sistema, que haga cosas heroicas. Es solo una persona en crisis,
narcisista e inmadura. Me venía muy bien para ejemplificar la esencia del ser
humano contemporáneo. Tampoco quería que fuese un completo cuñado, porque todos
tenemos nuestras zonas luminosas y momentos de epifanía. Es además un personaje
sin una evolución lineal y constante, porque eso es poco realista; lo normal es
que suframos retrocesos, la caguemos en algunos aspectos y avancemos en otros.
Somos irregulares y contradictorios. Jules Frost no es que renuncie al éxito,
es que el éxito no hace más que evitarlo y a él no le queda más remedio que
adaptarse, aunque con un gran poso de frustración.
–Al respecto de esto,
de la inacción del protagonista, remite al Bartleby de Melville, o hay
reminiscencias de Lovecraft, me recuerda también a veces a algunas historias de
Verne… ¿Qué referentes literarios ha manejado?
Sí, la referencia a Bartleby viene por el hecho de que la
Baba, al igual que ese misterioso personaje de Melville, resulta incomprensible
para los humanos ya que no parece perseguir ningún objetivo. Esa falta de
metas, esa abulia existencial, es lo más impenetrable para nuestra mente
pragmática y utilitarista. Otra razón para tomar de referencia esta obra tan
abierta a la interpretación es que yo también deseo que cada lector pueda
elaborar su propia teoría sobre la Baba. Otro referente es la novela Stalker. Me interesa mucho esa hipótesis
de que, ante una visita alienígena de la que probablemente ni nos enteraríamos,
nosotros actuemos como las hormigas que se topan con los restos de un picnic y
son incapaces de comprenderlos, y acaban utilizándolos a su precaria manera.
-¿Hay en la novela
una metáfora o una advertencia de nuestro comportamiento, como género humano, a
amenazas –climáticas o de otro tipo- a la que
no damos el valor que tienen o ante las que nos comportamos
infantilmente?
Así es; la manera irresponsable, chapucera y egoísta de actuar ante la Baba Celestial es una metáfora de cómo funcionamos tanto a nivel personal como de especie. Se dice que el individuo es inteligente y la masa estúpida. Yo pienso que, ante las dificultades, todos somos bastante idiotas; tendemos a tirar para adelante sin enfrentar el verdadero problema, a no anticipar las consecuencias futuras de nuestros actos, a buscar solo la satisfacción inmediata, como los niños. No reaccionamos hasta que el batacazo es inevitable. Y por eso estamos condenados. Hemos tenido tiempo para reaccionar ante el cambio climático del que llevan años advirtiéndonos y hemos elegido fracasar. Solo nos queda poner parches mientras vemos cómo se hunde el barco.
LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS, de Emilio Carrere
Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 28/08/2
A La torre de los siete jorobados podríamos calificarla, para entendernos más que nada (porque en realidad es una novela incalificable, rara, excéntrica en la que confluye el folletín, lo policiaco, el humor, lo fantástico, incluso lo cabalístico…), como una novela de misterio. Empezando por su propia autoría. Pues aunque esta se atribuye (podríamos decir también que para entendernos) a Emilio Carrere, uno de los más destacados escritores de la bohemia madrileña de finales del siglo XIX y principios del XX, parece cada vez más claro que, tal como demuestra Jesús Palacios en el prólogo a la edición de 1998 de la editorial Valdemar, en realidad el cogollo del libro fue escrito por un autor algo menos conocido: Jesús de Aragón, alias Capitán Sirius, que fue además quien ideó toda la trama que particulariza a esta rara avis de la literatura española, es decir, la siniestra y criminal banda de jorobados que protagonizan la obra y la ciudad subterránea que estos habitan bajo las calles de Madrid.
Carrere y la vida bohemia Pero vayamos por partes, como diría el descuartizador de Boston (he aquí otro ejemplo de usurpación de la personalidad, pues esta expresión se atribuye habitual y erróneamente a Jack el destripador): ¿Quién era Emilio Carrere?
Carrere, como hemos adelantado, formó parte de toda aquella pléyade de estrellados escritores (los hermanos Sawa, Pedro Luis de Gálvez, Armando Buscarini, Eugenio Noel…) que con el cambio de siglo rimaron hambre y poesía; aquellos que pululaban como almas en pena, desgreñados y con los zapatos con agujeros, por las redacciones de los periódicos, ofreciendo sus versos escritos a golpe de sabañón, o por las casas de putas, los cafés, las comisarías, dando sablazos, o pena, acarreando, por ejemplo, una caja de zapatos con el cuerpo de un hijo recién nacido y muerto y pidiendo ayuda para su entierro (el tan conocido como macabro pasaje que se atribuye a Pedro Luis de Gálvez y del que da cuenta Valle Inclán en Luces de bohemia, la obra que sin duda mejor inmortalizó a aquel grupo de artistas del hambre; otras son La novela de un literato, de Cansinos Assens o más recientemente Las máscaras del héroe de Juan Manuel de Prada).
A Carrere, por
ejemplo, no se le caía la cara de vergüenza, porque más cornadas da el hambre
(y porque en realidad buena parte de estos escritores dedicaban más tiempo a
la vida bohemia que a la literaria, es
decir, a escribir), a la hora de ofrecer a editores y directores de los
periódicos artículos repetidos, refritos de otras obras anteriores, novelas a
las que solo cambiaban el título, incluso novelas inconclusas, armadas con poco
más que las tapas.
El Julio Verne español Es el caso de La torre de los siete jorobados. Parece ser que Carrere vendió a un editor (Juan de Palomeque, si hacemos caso a las memorias de Cansinos Assens), una novela ya publicada previamente con el título Un crimen inverosímil, que engordó marrulleramente por la mitad con varias páginas en blanco o fragmentos inconexos de otras obras. Fue esta parte de la “nueva” novela, en realidad, más de la mitad de la misma, la que Jesús de Aragón, el Capitán Sirius, un hoy olvidado autor de novelas de ciencia ficción y misterio (al que, sin embargo, se conoció en su época como el Julio Verne español), tuvo que recomponer por encargo del estafado editor, imitando el estilo de Carrere y llevando el gusto por lo estrambótico y lo arcano de este hasta el feliz extremo de inventar la secta de los jorobados y ese Madrid de galerías bajo tierra por las que este negro literario nos conduce con una luminosa antorcha en la mano.
Jesús Palacios
coteja concienzudamente en el prólogo citado anteriormente los pasajes de la
novela que se pueden atribuir a un autor y a otro. La suma da como resultado
una novela extravagante, un alocado folletín de aventuras, una novela de
misterio escrita por una especie de Edgardo (así se referían a su admirado Edgar Allan Poe) chulapo, que mantiene
al lector con la boca abierta y la respiración contenida, pues por La torre
de los siete jorobados desfilan aparecidos, resucitados, alquimistas…
todo ello contado a la vez con un tono zumbón, que da la impresión a veces de
mostrarse descreído con la propia y fantástica trama, pero sin que esta se
resienta en ningún momento.
Tortugas humanas Ese tono castizo y siniestro, esa mezcla de azucarillos, ratas y aguardiente, lo mantiene otro Edgar, Edgar Neville, en la adaptación al cine que realizó en 1944 en una película igualmente excepcional por su rareza dentro de la cinematografía española. En ella, Neville muestra cierta conmiseración con los malvados jorobados de la novela, pues sugiere que si crean esa ciudad subterránea de galerías y abismos que solo ellos conocen se debe a que allí pueden sentirse plenos, libres, a salvo de las burlas y las miradas de los “normales”, de todos aquellos que únicamente los quieren para frotar por sus chepas los billetes de lotería o las fichas del casino (“Estas simpáticas y tristes tortugas humanas llevan en su mochila el talismán de la buena ventura”, escribe Carrere).
Lizarraga, artista en el exilio Pero antes que Neville hubo otros intentos por llevar al cine La torre de los siete jorobados que a pesar de resultar infructuosos es de justicia mencionar, como el del artista pamplonés Gerardo Lizarraga, a quien recientemente han reivindicado Blanca Oria y Juan Zapater con un documental (Estrellado), diferentes estudios y conferencias y una magnífica exposición (Gerardo Lizarraga. Artista en el exilio) que ha permanecido meses en el Museo de Navarra. Lizarraga, pintor, publicista, muralista…, se codeó a lo largo de su vida con artistas de la talla de Julio Romero de Torres, Salvador Dalí, Leonora Carrington, Ernest Hemingway o Remedios Varo (con la que estuvo casado), pese a lo cual y a la calidad y variedad de sus propias obras es —o ha sido hasta hace poco— un artista silenciado y desconocido. Tras el golpe militar del 36 huyó y fue internado en el campo de refugiados de Argelès-sur-Mer (de donde consiguió salvar milagrosamente varios de los dibujos e ilustraciones que allí realizó) y posteriormente se exilió a México. Lizarraga estuvo, además, vinculado durante toda su vida artística al mundo del cine. Participó, por ejemplo, en la adaptación cinematográfica de Fiesta, la novela de Hemingway, para la cual pintó decorados y cuadros taurinos, además de protagonizar un cameo junto a Ava Gardner, dándose la casualidad de que entre el atrezzo de la película se reencontró con un cartel festivo (el que anunciaba los sanfermines de 1930) que él mismo había pintado años atrás. Y también años atrás —es a lo que íbamos— Lizarraga proyectó dirigir La torre de los siete jorobados, atraído sin duda por los escenarios surrealistas y fantásticos que se describen en la novela (y que Neville reprodujo muy atinadamente en su película, sobre todo con una impresionante escalera curvilínea de estilo expresionista que se hunde en las profundidades de la tierra de cartón-piedra). Lizarraga, por el contrario, hubo de desistir en su empeño por culpa del estallido de la guerra civil.
Novela frankenstein La torre de los siete jorobados es, en definitiva, una novela rara, cuyo proceso de escritura —y sus adaptaciones al cine— son en sí mismo otros folletines; una novela frankenstein (de la novela de Mary Shellie, por cierto, también hablaremos en la próxima entrega) cuyas costuras y cicatrices dan como resultado una obra tan inquietante como gozosa que hará las delicias de los lectores más bizarros, en todos sus sentidos, es decir, de los más extravagantes, pero también de los más valientes. Anímense.