Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 10/06/22
¿A quién no le ha pasado? De
repente un conocido, un vecino, un compañero de trabajo deja de hablarnos o
empieza a mirarnos mal, sin que sepamos por qué. Son los malentendidos. Tal vez
ese vecino está convencido, equivocadamente, de que has sido tú quien le ha
hecho una raya en el coche, o alguien le ha contado a alguien que alguien una
vez mató un perro y por el camino, en ese teléfono roto, eres tú —que nunca has
matado una mosca— el que te has convertido en un mataperros. Los malentendidos
crean realidades paralelas, personas, situaciones, mundos que no existen pero
están en este.
Ha habido, incluso,
malentendidos históricos que han desatado guerras, acabado con civilizaciones,
cambiado el curso de la historia.
En 1853, en Trabubu, una
pequeña isla de Indonesia, se desató una guerra genocida entre dos tribus por
culpa de un error de traducción. Los ortanchibiri, habitantes de las montañas,
vivían tradicionalmente aislados de sus vecinos, los majajachi, a quienes los
primeros atribuían prácticas como la antropofagia y la zoofilia poliamorosa.
Entre ambas tribus había existido siempre una ojeriza secular y una falta de
comunicación irresoluble, entre otras cosas porque los ortanchibiri hablan un
idioma incomprensible, casi secreto, basado sobre todo en modalidades tonales.
Un pequeño, apenas inapreciable matiz en la entonación cambia completamente el
significado de una palabra o una frase. Y así, durante una hambruna que asoló
la isla, cuando a los ortanchibiri no les quedó más remedio que bajar de las
montañas y pedir ayuda a los majajachi, el traductor de esta tribu, la cual
había decidió auxiliar a sus vecinos acabando de ese modo con su enemistad
ancestral, no consiguió sin embargo pronunciar correctamente la expresión “miraamaajaauu”
(que quiere decir “daremos de comer a vuestros niños”) y en lugar de eso dijo
“miramajau” (que quiere decir “nos comeremos a vuestros niños”). Ello desató un
enfrentamiento encarnizado que acabaría exterminando a los pacíficos majajachi,
más acostumbrados a hacer el amor —aunque fuera con cabras— que la guerra.
Los malentendidos históricos
han afectado también al mundo del deporte. En el último partido de los play-offs de la NBA de 1948, el alero de
los St. Louis Bombers, Milton Tolaba, consiguió que el base rival, Jhon Kee, de
los Providence Steamrollers, le pasara por error el balón en la última y
decisiva jugada llamándole por un apelativo íntimo: Sugarcube (terroncito de azúcar). Jhon Kee creyó que quien le pedía
el balón era su compañero y por entonces pareja sentimental, el pivot Bary
Able. Lo que John Kee desconocía era que a su vez Bary Able era amante de
Milton Tolaba, a quien tenía la fea costumbre de revelar las intimidades de Sugarcube, el base de los St. Louis
Bombers. Total, que John Kee erró su asistencia y fue así como un enrevesado
triángulo amoroso decidió el título de aquel año.
Aunque para malentendidos,
estos reales, los referidos a la pasada visita del rey emérito, de quien nos
cansamos de escuchar que había venido a competir en unas regatas, al tiempo que
veíamos cómo lo llevaban de un lado a otro en tacataca o tenían que subirlo al
Bribón en grúa. No puede tratarse más que de un malentendido pretender que ese
hombre es un atleta. Eso o que la vela es un deporte muy poco exigente.
Claro que en realidad el error, la anomalía democrática, el anacronismo intolerable, está en la propia existencia de la monarquía. Eso sí que es un malentendido histórico.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 28/05/22
Todo empezó hace unos meses, en una extraña presentación de La verdad es aburrida, mi última novela.
No vino mucha gente. Bueno, eso no es extraño, lo extraño esta vez fue que los
organizadores colocaron entre el público algunos maniquís y muñecas hinchables
para hacer bulto. El presentador no se había leído el libro —lo cual tampoco es
raro— así que hizo un refrito de algunas reseñas que habían aparecido en
prensa. Y, como en ellas, dijo que mi obra aborda una problemática tan peliaguda
como el suicidio.
Yo, por no contrariarle, me callé, igual que cuando se destacaba en algunas de esas reseñas la maestría con la que había tratado el asunto. Lo cierto es que en mi libro, que yo sepa, no se suicida nadie. Pero cuando se publicó, un conocido crítico mencionó el tema entre otros de los que sí se ocupa la novela —la locura, la muerte, la enfermedad— y con los que al parecer el suicidio pega. Era evidente que el crítico tampoco había leído el libro, pero como la crítica no era mala (desde luego era mucho mejor que la que hicieron en otro periódico en la que escribieron mal, yo creo que adrede, el título de la obra: La verdad, es aburrida) tampoco entonces dije nada.
Y a partir de ahí en el resto de reseñas y críticas que
vinieron comenzaron a repetirlo como un mantra: una novela sobre el suicidio,
el suicidio en el último libro de Valentín Tineo, etc.
La cuestión es que en aquella extraña presentación, entre los maniquís y las muñecas hinchables había también un catedrático de psiquiatría y que al final del acto me invitó a participar en un simposio sobre conductas suicidas que se celebraría en unas semanas. Acepté. Pagaban bien (bueno, pagaban) y, en realidad, mi intervención no ofrecía demasiadas complicaciones, pues por suerte o por desgracia había un buen número de escritores suicidas sobre cuya obra podía disertar: Hemingway, Alfonsina Storni, Mishima, Pérez-Reverte (vale, este último no se ha suicidado, pero sí sienten ganas de hacerlo quienes lo leen, ja, ja… Perdón, es un chiste que suelo hacer en mis conferencias).
Y es que mi intervención en el simposio fue un éxito, y a
partir de entonces comenzaron a llamarme para más encuentros, ciclos, charlas, tertulias… Me he hecho famoso. El otro día, sin ir más
lejos, me practicaron una colonoscopia y la doctora me preguntó si era el que
había escrito “esa novela sobre el suicidio”. Le contesté que sí, un poco avergonzado,
pues pensé que a partir de entonces esa doctora se acordaría de mí y de mis
profundidades cada vez que me viera en la tele o en alguna entrevista o leyera alguno
de mis libros.
Bueno, en realidad he llegado a la conclusión de que nadie lee mis libros, o de que todos mis lectores son maniquís y muñecas hinchables. Pero intento no darle demasiada importancia. De hecho, acabo de acordar con mi agente que mi siguiente novela ni siquiera voy a escribirla, ni a publicarla, ¿para qué?, será una novela fantasma, como la anterior, pero nadie se dará cuenta, nadie la leerá —obviamente— a pesar de lo cual la presentaré, saldrán reseñas, participaré en simposios, aumentará mi popularidad… Todavía no sé sobre qué irá, eso sí. Da igual. Ya se lo inventará algún crítico. Lo único que sé y me hace falta de momento es el título. Se va a llamar La mentira es la que manda y va a ser un éxito, estoy convencido.
“Discopático es un disco de música alegre y letras reflexivas” Nico Lieutier, bajista de La Vela Puerca
El
grupo uruguayo regresa a Euskal Herria después de tres años con disco nuevo
bajo el brazo, Discopático, publicado
por el sello navarro El Dromedario Récords. Tocarán el viernes 27 en la sala
Santana de Bilbao y el 28 en la Tótem de Pamplona
A sus espaldas hay veinticinco años de recorrido y una
docena de discos, pero sus nuevas canciones suenan frescas. Vienen de reventar
estadios en su Montevideo natal, pero en Euskalherria se sienten como en casa.
Aquí tienen también cientos de seguidores, un buen puñado de amigos, e incluso
la discográfica de este nuevo trabajo.
Reconocen, además, haber mamado
de grupos como Barricada y La Polla. Su regreso es una buena oportunidad para
reencontrarse con ellos y para bailar sus nuevas canciones y corear los viejos
himnos. Hablamos con Nico Lieutier “Mandril”, bajista de la banda.
¿De dónde
viene el extraño título de este nuevo disco, Discopático?
Este disco fue compuesto de una manera diferente a los
anteriores donde nosotros arrancábamos siempre de la melodía de la voz para
componer la música. Esta vez al Enano, el cantante, que es quien por lo general
suele hacer esas melodías, se le ocurrió arrancar desde la música afro, desde
un tipo de música que hace como líneas de bajo que crean un ambiente mantra. Él
tenía varias ideas que había grabado con la voz en su móvil, se reunió conmigo,
y así empezamos haciendo las bases. Por eso el nombre inicialmente quería
referirse a la música negra o afro, pero buscando esa palabra derivó hacia otra
cosa, surgió un poco el chiste, cuando
el Enano tuvo problemas en la espalda, no podía doblarse, y al ir al médico le
dijo que tenía una discopatía, y él le contestó que eso él ya lo sabía, porque
eso debía de ser la enfermedad por los discos. Así fue como surgió esa palabra,
que en realidad no existe pero elegimos porque reunía varias cosas que nos
gustaban.
Discopático fue grabado entre agosto del año pasado y
febrero de este, supongo que esos meses todavía de pandemia habrán afectado a
la composición, la producción del disco…
En realidad nos empezamos a juntar para este disco en marzo
de 2020, apenas había empezado la
pandemia, y en dos meses ya estaba todo ese trabajo prácticamente hecho, es
decir cuando empezó todo las bases ya estaban y la música no se vio tan
afectada. Las letras fueron escritas al final y sí tienen alguna reminiscencia,
pero en realidad como todos los discos son letras bastante atemporales, son
reflexiones, vivencias, del Enano, sobre todo, que es quien más escribe…
Es un
disco con canciones bastante vitalistas, optimista.
Me gustó más la palabra que empleaste primero, vitalista que
optimista, vitalista es el rescate de la vida, como oposición a la muerte, algo
que rescata la alegría pero puede incluir también en ese rescate la tristeza, o
sea, la vida como es. Vitalista me
parece más realista que optimista. De hecho, en realidad este disco alegre no
es, se puede decir que es un disco de música alegre y letras más bien
reflexivas, con el que te puedes encontrar lavando los platos y moviendo la
patita, pero estás cantando una cosa que es bastante oscura. Puede ser esa
mezcla.
Es un
disco con ritmos muy bailables, pero también hay medios tiempos, canciones más
rockeras ¿Han intentado incluir todos los gustos e influencias del grupo?
Yo creo que hay como cinco o seis canciones que son el eje
de disco, que salen de esa línea de bajo que comentaba antes, y que le dan un
tempo bastante bailable, después hay unas pinceladas por aquí y por allá de
otras cosas, una lenta, un rock más furioso, alguna que no sabría cómo
definirla… Pero en general el disco está bastante equilibrado siempre alrededor
de esa idea del bajo.
En el
sonido, tan contundente y a la vez tan cristalino supongo que habrá tenido
mucho que ver la producción de Ale Vázquez
Fue un placer trabajar con Ale Vázquez, el argentino, siempre
es un desafío encontrarte con alguien que no conoces, alguien que nos habían
recomendado. Hasta que no estás en la cancha no sabes cómo va a funcionar, pero
lo hizo de manera óptima, en lo humano fue increíble, supo dejar a cada miembro
de la banda contento, lo cual es casi un milagro, y en lo musical, sobre todo
en el sonido, fue un paso adelante, porque en los últimos discos veníamos
haciéndolo nosotros y es un salto de calidad. Él también creo que nos fue
descubriendo y adaptándose, se creó una linda simbiosis. Además, Ale fue un trabajador incansable,
llegó a acostar una noche al Enano, que es “inacostable”, a las seis de la
mañana…
Hay
varias colaboraciones en el disco, como Andrea Echeverri, de Aterciopelados, ¿qué
nos puede contar sobre ellas?
Lo de Andrea surgió en el último momento, habíamos hecho
todo el disco solitos y nos pareció que podíamos darnos el lujo de invitar a
alguien a quien admirábamos. Contactamos con ella y enseguida le gustó la idea,
y la verdad es que estuvo buenísimo, porque la canción venía por otro lado,
pero ella la llevó a su mundo, a su terreno, le dio su rocanrol, y se transformó
en una canción nueva, mejor. Luego está Diego Arquero, que es un colega muy
joven montevideano, que vive muy cerca de donde ensayamos y de donde grabamos,
un rapero, muy amigo del Enano, que se crió en Sevilla, por eso tiene ese
acento. Su participación fue muy natural. Y a ultimísimo momento llamamos a
Tito de Molotov, a quien conocemos de hace muchos años, por si quería meter su
guitarra y puso un solo muy histriónico, muy suyo, al final de un tema. Son
colaboraciones muy escuetas, pero que le dan mucho nivel al disco.
¿Cómo
es regresar a Euskalherria, donde La Vela Puerca tiene tantos seguidores y
amigos, y cómo van a ser los conciertos?
Para nosotros ir a tocar al País Vasco siempre tiene un sabor muy especial, porque cuando formamos el grupo veníamos muy influenciados por grupos como Barricada, La Polla, y todos esos grupos que hicieron tanta historia, por la forma de hacer las cosas, las letras. Cuando teníamos veinte años mamábamos de todo eso, con un respeto impresionante, así que la primera vez que vinimos a conocer el País Vasco y su gente nos enamoraron, luego hemos vuelto más veces, no es por pasarles la mano, pero es un lugar que amamos, tenemos amigos, y es como otra casa para nosotros. En cuanto a los conciertos que venimos haciendo, no presentamos todo el disco porque recién ha salido y no nos parece que la gente se tenga que comer doce canciones que igual todavía no conoce, haremos seis y también canciones viejas. Es una gira de reencuentro. Después de tres años que no venimos, creo que la gente quiere bailar y divertirse, más que a apreciar temas nuevos, así que serán una mezcla de las dos cosas.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diaruios Grupo Noticias) 14/05/22
Hace unas semanas mi amigo el fotógrafo mexicano Juan Lemus
me envió una nota de voz comunicándome roto de dolor la muerte del pintor
Miquel Fuster, del cual había sido la sombra durante años, desde que Fuster fue
acogido por la Fundación Arrels de Barcelona, tras pasar tres lustros viviendo
en ese infierno que es la calle en el que siempre hace frío y los demonios —la
soledad, el alcoholismo, la locura— nunca cometen el pecado mortal de la
pereza.
Conocí a ambos hace años en unos encuentros literarios organizados por el Foro Social de Segovia. A Fuster, en realidad, apenas llegué a saludarlo, pero con Juan establecí de inmediato una amistad gracias a la cual puedo sentirme amigo interpuesto de Fuster —los amigos de mis amigos son mis amigos, etc.—, más si cabe si, como he mencionado, Juan Lemus ha sido durante estos años un compañero inseparable del pintor.
Juan trabaja para la Fundación Arrels, que atiende a las personas sin hogar de Barcelona. A Segovia acudió acompañando a Miquel Fuster a presentar su novela gráfica Quince años en la calle, en la que el pintor retrata esa larga temporada en el infierno durante la cual malvivió en las calles, parques y montes de la Ciudad Condal, tras un pasado prometedor como ilustrador en editoriales y agencias como Bruguera, Selecciones ilustradas o Norma editorial.
Aquella misma noche, cerveza va, tequila viene, Juan me
contó cómo Fuster había acabado en la calle después de varios golpes de mala
suerte: un desengaño amoroso, la pérdida de su casa como consecuencia de un
incendio…
Lo que vino después, esos quince años en el infierno, está
magníficamente retratado en el cómic de Fuster, en el que se recogen una serie
de historietas y escritos que describen la vida de los sintecho de manera
desgarrada, como desgarrado es el trazo de los dibujos de Fuster, una maraña de
heridas asestadas a punta de lápiz que le confieren un estilo personalísimo,
una caligrafía inconfundible del padecimiento.
En Quince años en la
calle Fuster nos cuenta, por ejemplo, lo dolorosa que resulta la invisibilidad (las
personas que ni siquiera se dignan a mirarle o a devolverle el saludo cuando se
dirige a ellas), las palizas de desalmados que se sienten fuertes golpeando a
los más débiles, la soledad (a Fuster le parece hermosa la figura de un maniquí
en un escaparate, añora en ella los cuerpos de las mujeres que amó, el sexo
para el que se siente ya desahuciado), el fuego y la sed devastadora del
alcohol…
Fue el propio Juan Lemus, que durante años — después de que
Arrels facilitara a Fuster una habitación propia en la que poder dibujar todo
ese horror y a la vez borrarlo— acompañó a su amigo en charlas, presentaciones,
entrevistas en las que concienciar y denunciar el problema de las personas sin
hogar, fue él, decimos, quien encontró a su compañero muerto, dormido para
siempre en la cama de su pequeño apartamento, tal y como describe en una
emotiva carta de despedida que se puede leer en la web del pintor (www.miquelfuster.com).
Juan, en realidad, no fue la sombra de Fuster, como antes he escrito, sino que compartió con él su luz, largas y caudalosas horas de conversaciones, su memoria prodigiosa, todo aquello que la vida en la calle y el alcohol no pudieron a pesar de todo arrebatarle. Y fue él quien, además, salvaguardó su talento artístico y a quien, entre otras almas generosas, debemos ese legado, esa obra que podemos considerar ya fundamental y de referencia sobre las personas sin hogar que es Quince años en la calle, de Miquel Fuster.