Domingo, 20 de julio de 2008
En los últimos días se han fundido tres o cuatro bombillas de la casa. Es como si esta intuyera que se acaba un ciclo, que vamos a apagar la luz dentro de poco. Claro que nosotros le damos pistas, ya no limpiamos tan a menudo como antes, acumulamos en las habitaciones, a la vista, trastos que normalmente suelen estar escondidos… Es su pequeña venganza. Además, hace unos días la goma de la puerta del balcón, que había aguantado cinco años suspendida en una posición inverosímil, se despegó definitivamente. Y la pintura de una esquina de techo del cuarto de estar ha comenzado a abombarse.
Así que también intentamos engañarla, por ejemplo, comprandole algún juguete a Urko, que se sume a todos los que hay en su habitación, para hacer creer a esta casa rencorosa y posesiva que no tenemos que trasladarnos dentro de unos días, que todavía hacemos lo que se hace con las casas, llenarlas de cacharros inútiles, como retales de una vida que se va consumiendo y renovando día a día.
El último juguete, ayer, fueron unos muñequitos que representan a los personajes de Peter Pan. Todo un éxito. Urko no ha parado de inventar historias con ellos. Esta mañana incluso, no quería ir a una exposición sobre Mortadelo y Filemón a la que le habíamos prometido llevarle hace ya varios días, antes de San Fermín.
-No, porque luego se me olvida a qué estaba «juegando»- ha protestado.
Y me ha recordado a mí cuando era pequeño, la manera en que me sumergía en mundos imaginarios, desconectando por completo de la realidad, creando la mía propia, mi propia medida del tiempo; mundos de los que no quería salir, porque no sabía si volvería a encontrar el camino de regreso hacia ellos; mundos que se desvanecen para la mayoría de las personas conforme se convierten en adultos. Otros, por el contrario, nos resistimos a crecer, a dejar de ser peterpanes. Escribir, por ejemplo, es solo un juego, la manera en que un hombre de (casi) cuarenta años pueda seguir trasteando todavía con sus geypermanes o sus clicks de Famobil sin resultar ridículo. Me pregunto si Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón, se habrá sentido alguna vez ridículo, al pintar sus monigotes. Supongo que no. Hacer reír es algo muy serio. Y él nos ha hecho reír, nos hace reír todavía de lo lindo. Me ha emocionado ver en la exposición (a la que finalmente hemos ido permitiendo a Urko llevarse sus muñequitos) los primeros originales de Mortadelo y Filemón (que al principio llevaba un gorrito y fumaba en pipa), poder ver los trazos de lápiz bajo la tinta china, las correcciones con tipex, los pedacitos de papel con los diálogos escritos a máquina, cortados y pegados sobre la historieta… Pura arqueología del tebeo.
La exposición, además, era en la Fundación Buldain, un pequeño chalet en Huarte (el pueblo de mi madre), dedicada a Patxi Buldain, pintor, desertor y ácrata, que huyó a Francia durante la posguerra. Buldain, en París, alternó con Picasso, Camus, Jacques Brel, fue uno más entre ellos. Pero en Huarte todo lo que saben contarte sobre él (incluso mi madre, a pesar de que el pintor vivió durante algún tiempo en la planta superior de su casa) es que Patxi era un rojo, y que escapó para librarse del servicio militar. Supongo que Buldain cruzó la frontera no solo por ello (una razón más que suficiente), sino también para dejar atrás un país gris, castrante, en el que se trataba a todos como a niños pequeños pero a los que no se les permitía jugar.
Algo ciertamente cruel, porque los niños tienen todos la capacidad innata de crear, de inventar. Y creo que hoy, como entonces, todo parece preparado para despojarles de ella a medida que se hacen mayores, para convertirlos en hombres y mujeres sin otra función que la de producir, consumir, exclusivamente para que puedan conseguir una profesión que desempeñar con precisión mecánica, y obtener un buen sueldo, para hacerles creer que con él pueden comprar todo, incluso los mundos imaginarios que les están arrebatando, reduciendo a escombros..
Todo el mundo en la calle habla de crisis, crisis económica, pero las crisis las crean y las destruyen, les marcan los tiempos, perfectamente, los bancos, los gobiernos, las multinacionales. Nadie, sin embargo, habla de esa otra crisis terrible, que permite que los niños se hagan mayores sin saber apreciar las marcas de lápiz bajo la tinta china. Es como si la casa en que viviremos dentro de unos años también comenzara a quedarse a oscuras, vacía, o fuera a llegar a ella un inquilino que derribara las paredes, sin licencia de obra, sin saber donde están las vigas maestras