Hace algún tiempo a veces yo era director de un banco. Yo era EG. Ese que recoge con una mano 900.000 euros, que se sepa, al año, más trienios, más blindajes… mientras con la otra ondea una banderita donde se lee Banca Cívica, Obra Social, Transparencia (hay que escribirlo así, con mayúsculas, para que cuele)… Sí, yo era EG, y esto lo digo totalmente en serio. Lo era a ratos. Un negro. El que le escribía algunas cartas: “Muy rico el vino que me enviaste”, “Muy interesante el libro que me regalaste”, cosas de ese tipo, y también discursos, cuando se jubilaban algunos empleados, prólogos para libros…
Una vez hice uno para el libro de un amigo íntimo suyo. Me pareció una cosa muy fea. Encargar a un negro que te escriba el prólogo para un amigo. Pero bueno, era mi trabajo, y mis buenos ochocientos euros al mes que me pagaban por eso (el ‘sueldazo’ se lo debía a un jefe progre que teníamos en la agencia de comunicación en la que trabajaba, uno que de joven contaba que era troskista y que el día que se murió Pinochet trajo bollos para celebrarlo).
Otra vez me pidieron que escribiera unas palabritas para el presidente del gobierno foral y a la sazón de la caja de ahorros, y como metí un par de metáforas, me lo tumbaron porque decían que nadie iba a creerse que aquello lo hubiera escrito él. Esto también va en serio. Como lo de incluir estrofas de Eskorbuto o de La Polla en todos aquellos bodrios por encargo, que a veces sí colaban.
En el prólogo para su amigo EG se despide diciendo “Mañana sol ¡y buen tiempo!” Era una pequeña venganza, una tontada, que no compensaba, que no servía para limpiarme. Porque con aquel trabajo yo me sentía sucio. Era como un mal chiste, uno esos en los que se te aparece el genio de la lámpara y cuando te pregunta qué quieres tú dices tocar muchos culos y te convierte en taza de baño. Yo quería vivir de lo que escribía y acabé firmando cartas con el nombre de otro, de uno de esos tipos que siempre había odiado, y también escribiendo anuncios de hipotecas o depósitos financieros. Pero el jefe progre me dijo el primer día que no me preocupara, que me iba divertir mucho, que allá se pasaban el día riéndose, y también que el dinero no iba ser un problema (se lo olvidó decir que no iba a serlo para él).
Otro mal chiste. Cuando ganas miles y miles de euros al año , cuando dejas un Chillida en el hueco de la escalera como si fuera la bolsa del Eroski, no te preocupa nada, y te pasas la vida riéndote, sí, riéndote de los otros, claro. Como EG. El otro día, al leer lo de los 900.000 euros, me entraron ganas de coger una metralleta y plantarme en Carlos III. Primero pensé en que ojalá me hubieran pagado a mi proporcionalmente los raticos que me pasé siendo él, pero luego me cabreé, me cabreé mucho, me pareció insultante, indecente, más aún teniendo en cuenta que eso no era ningún chiringuito, era una caja de ahorros (ahora ya no sé qué es ni de quién es), de la cual ha salido dinero a espuertas, por ejemplo, en dietas secretas que deberían ser un fotomatón, un retrato para estampar en la carta de dimisión, pero que sin embargo Barcina y famiglia han utilizado para venderse como los campeones de la austeridad y, de paso, para reírse otra vez, para reírse de todos nosotros. Aquí lo que interesa y para según quién prescribe de un día para otro.
Es como si yo voy a casa de EG (vamos de Enrique Goñi, yo soy un parado, sin prestación ni subsidio ni renta básica ni nada, ya no tengo nada que ocultar, ni miedo ni vergüenza de nada –he ahí una buena idea, el paro te puede quitar muchas cosas, pero te da otras, te da libertad para según qué e ideas sobre en qué emplear el tiempo o la rabia o hacia donde apuntar con el dedo-), como si voy a la casa de Barcina, decía, o de mi jefe, apando con todos los Oteiza o Chillidas que encuentre por ahí, en el cuarto de las escobas, y si me detiene la policía va y digo “Vale, no voy a volver a hacerlo”. “¿Y los cuadros?” “Los cuadros me los quedo, eso ya forma parte del pasado, ahora voy a ser buen chico”, “Ah, bueno”, “Ah, bueno, no, como voy a ir algo más justillo de vez en cuando volveré pasarme y me llevo algún otro ¿vale?”. “Pues vale”.
Lo mismo lo mismo no es, dirán algunos, porque yo soy un ladrón y ellos lo hicieron todo por lo legal. Son corruptamente legales. Y además, la justicia es igual para todos, salta el otro, el suegro de Urdangarín. Pero eso habrá que verlo. También sentí ganas de entrar en la Zarzuela con una metralleta, o mejor con un auditor, uno de verdad, el otro día, cuando la Casa Real dijo que hacía públicas sus cuentas. Estos ya ni siquiera se cortaron un pelo a lo hora de reírsenos a la cara, lo anunciaron el Día de los Inocentes (aunque últimamente cualquier noticia del periódico parece una inocentada).
Más indecencia, más insultos. “Robespierre, vuelve”, circulan por ahí unos logos, para hacer camisetas, pegatinas… Y cuánta razón que llevan, pero no pasará nada, no parece que vaya a pasar nada, mientras nos quede todavía un Barça-Madrid. “Jessica, vuelve”, lo dijo el otro día Paquirrín, esa es todavía la consigna. No pasó nada tampoco un día que debería ser un hito de la historia moderna, el día que a la democracia, o lo que fuera esto, se le dio la puntilla, el día que Papandreu huyó hacia delante con el órdago de un referéndum y todos los demócratas de toda la vida, los nuestros los primeros, se echaron las manos a la cabeza, dijeron que era una locura, eso de preguntar a la gente. ¿Qué sabe la gente? ¿Qué pinta la gente en todo esto? La gente solo somos los negros que escribimos sus mentiras, datos de las agencias de calificación, soldados de infantería, los que tenemos que exponernos a las balas para que los palacios y los hemiciclos y los consejos de administración sigan a salvo, lejos de la crisis, y las máquinas registradoras sigan haciendo clin-clin. (Esto Miguel Sanz no podría decirlo porque es una metáfora, o igual no, quizás ya hay en marcha otra guerra, otra de verdad, con muertos de verdad, con bombas y tiros y eso, no muertos de los otros, de hambre, o de infartos, o de desahucio, muertos de asco e impotencia; las guerras, por lo demás, ya se sabe, reactivan la economía, las hacen por nuestro bien, y ya hay misiles que van de aquí para allá y nos los ponen en los telediarios todos los días para que vayamos acostumbrándonos).
En fin, hay quien dice que la revolución será twiteada, pero no sé, quizás sea más práctico lo que—hablando de guerras— escribía Dalton Trumbo en ‘Jhonny cogió su fusil’, aquello de sí, sí, dadnos los fusiles (o las metralletas) cuando montéis la próxima guerra, esta vez quizás sepamos a dónde apuntar. De momento, ya vamos afinando la puntería con el dedo.
El escritor boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Premio Nacional de literatura 2011, ha escrito este hermoso texto sobre mi diario en el suplemento Ideas del periódico Página Siete de La Paz. Así da gusto empezar el año:
El Diario de un escritor (Patxi Irurzun)
Conducía a las tres de la mañana por la avenida Santa Fe, que une las ciudades de Littleton, Englewood, Denver. La ruta va paralela a las vías del tren. Uno infinito, cien vagones de carbón quizá, machacaba la noche, chis chas, chis chas; algún coyote se miraba en las orillas, cabeza gacha, oliendo el rastro de conejos que de tantos son por acá plaga. Al frente una lucecilla, el ojo del monstruo, y un hombre solitario. Pesarosos los trenes de la oscuridad, sin la alegría refulgente como se presentan de día. Este era epítome de soledad: un hombre que se iba de casa, quién sabe por cuánto, llevando multitud de carros metálicos, llenos al tope de polvo y roca, cada uno con una cima que los hacía parecer, en colectivo, una minúscula cordillera en movimiento.
En esa parte no hay vida otra que la salvaje. De a ratos un foco anuncia un rancho. Las pequeñas calles urbanas que se desgajan de Santa Fe poseen rostro sórdido. No hay hileras de faroles que las describan. La individualidad feroz de Norteamérica ha creado estos barrios oscuros, donde, y peor con la nieve sucia de barro y frío, abunda el desasosiego y se ahogan sollozos de angustia y miseria. A muy corta distancia nos miramos con el ferroviario. ¿Qué hacen dos personas a esa hora en la pradera de nadie? Trabajan. Le toco bocina que dudo escuche, pero hago señal de saludo con mis luces, y contesta con bramido de cachorro viejo. Luego lo traga la sombra y yo me escurro por debajo del entramado de avenidas que cuelgan del cielo.
Me pongo a pensar en un libro precioso, y triste, que comencé a leer en los aviones, Dios nunca reza, de Patxi Irurzun. No quiero describir los méritos ni el currículo de este escritor diez años menor que yo. La riqueza de las comunicaciones puede desnudarlo ante cualquiera que se interese; desgajarlo, levantarlo, hundirlo. Por qué ahora, dónde la relación del dietario vasco, navarro, español, europeo con mi derredor. En lo poco que veo de lontananza no hay tascas, ni voces que supondrían España. La vida cuesta aquí, durísima. Lo hace en todas partes. Silencio.
Alberdania publicó Dios nunca reza no hace mucho, en septiembre del 2011 (Irun). Su editor me envió el libro de Patxi porque se lo pedí. De él había leído cuentos de gran calidad, y las primeras páginas de su diario, que empieza un martes 17 de junio de 2008, seguían por ahí. Avancé hasta un instante en que me pareció leer algo que yo podría haber escrito, sensaciones, recuerdos, frustraciones, sueños. Será, me dije, que nosotros escritores, escribidores, escribas y amanuenses formamos un corro de quejumbrosos desposeídos, un sindicato apócrifo de fracasados y cobardes. Disquisiciones nacidas del recuerdo, de los años de trabajos insulsos y arteros, de los lustros sin escribir porque había que traer el pan a casa, jugar con los hijos, aguardar por los próximos, contemplar, desear y amar a la mujer que acompaña, sin nunca saber si devendrá eterna, o si otra vez, como sucede a menudo, estaremos como ese tren que se hundió en Englewood sin pena ni gloria, añadido numérico al voraz mundo insomne y terrorífico.
Irurzun camina por esa ansia del creador que ve que su obra se va por la canaleta sin poder hacer nada. Lucha, claro que lo hace, roba unas horas cuando los demás duermen. Contempla su casa, la que habita, la que pierde, la nueva, porque su narración es la historia de un traslado, tal vez incluso metafórico, que viene junto al próximo nacimiento de una hija, June, que significa la esperanza, mientras Urko, el niño suyo que un poco es él y mucho no, implica solidez y Malen, esposa y misterio, ánfora de preguntas sin respuesta o viceversa.
Difícil situación. Hay que arañar para alcanzar la renta, llevar el chico a mamá para cuidarlo, lidiar con el paro impuesto por esta falacia del Primer Mundo, ni siquiera eso en el Tercero. Encima el embarazo, el pie doblado de la niña en las visiones del médico, otra metáfora tal vez de que a pesar de andar en principio chueco, ha de llegar el tiempo en que lo hagamos derecho. Todo tiene arreglo. Hasta dejar la casa antigua, que guarda tanto, desde un olor a fritura hasta un gemido de amor y el llanto nuevo de los nuevos. No aferrarse, saber perder para ganarlo. Una casa se construye otra vez, una y mil veces, apenas se van ajustando los cacharros en los rincones. Libro de soliloquios, de límites donde a ratos asoma el fracaso, pero allí está el artista, puliendo líneas de un cuento, digiriendo el posible éxito de ganar un premio, bien elucubrando acerca de sus apéndices, sus vástagos, festejando el sexo de antes y el por venir con la mujer que ama. Páginas que de la penuria de lo cotidiano se entrelazan para formar eternidades.
Se piensa que los escritores somos seres extraterrenos, que nuestra sensibilidad, y lo que es peor, nuestra inteligencia, sobrepasan aquellas de los pobres mortales. La lástima es que existen autores que se lo creen y viven como tales la orgiástica dicha de los dioses falsos. Patxi no recrea de su vida personal genialidades ni encuentros de tercer tipo. Su literatura está presente, respira, habla de ella, la madura, la asimila para el momento en que pueda plasmarla. No es ajena a su brega diaria, a aguantar cabronadas de jefes en empleos inmundos, a preocuparse por las bombillas eléctricas, cerraduras, faros y vetustez del coche. Se pensaría qué pena que este hombre va perdiendo sus años en burradas semejantes, sin ser cierto. Contar los avatares domésticos de una existencia jodida por las circunstancias puede convertirse también en literatura.
Las palabras nos habitan, en cualquier lado. Quién sabe si el conductor del tren, al observarme, no pensó en escribir una historia sobre el tipo que manejaba el coche blanco junto a su máquina. Lo vi devorado por la oscuridad. Así me vería él. E inventamos el resto.
Llueve, de Diego Vasallo -al que conocí ayer- con letra de Roger Wolfe
Fue ayer en Le Bukowski, de Donosti, legendario bar que yo no conocía a pesar de tenerlo a una hora de casa, autovía mediante. Ahora, sin embargo, ya puedo decir que me he subido al escenario del Bukowski, el mismo que han pisado muchos de las leyendas del punk-rock. Aunque yo ayer estuve de telonero, o de padrino, acompañando a Iñaki Estévez en la presentación de su primera criatura, su primer libro, Hotel Desafío. Todo lo que se puede contar sobre él ya lo han dicho y mejor dicho mi compadre Esteban Gutiérrezaquí y el gran David Refoyo en el prólogo de la obra, yo solo subrayé que Iñaki bebe de las fuentes del rock en sus relatos, tanto en la inspiración, la forma (los relatos parecen letras de canciones, y en cada uno de ellos hay varios guitarrazos que ponen los pelos de punta, frases deslumbrantes, llenas de fuerza y sugerencia), pero sobre todo la actitud. Iñaki escribe relatos que suceden en moteles de carretera típicamente americanos, en la Ruta 66, y sin embargo consigue que nos resulten familiares, porque le son propios, porque ha mamado con avidez de la teta nutricional del rock, porque ha viajado a esos lugares y porque el rock y las canciones han estado junto a él en cada momento de su vida, cuando se ha sentido solo o hundido, cuando ha amado, cuando ha follado como si fuera la primera y la última vez, cuando ha cerrado puertas y ha tirado la llave… Iñaki, en suma, no puede desprenderse de todo ese bagaje cultural al contar sus vivencias.
En la presentación uno hizo lo que pudo, como siempre, que yo no sé porque me invitan a apadrinar niños, yo soy un padrino gris y de los que no dan la paga, y por si fuera poco se me olvidó la chuleta y no pude leer la cita-moco que tenía preparada y que siempre viste mucho o sirve para disimular un poco. En todo caso, la presentación estuvo bien, lo mismo que el tercer tiempo, en el que pude conocer, entre otros, a Diego Vasallo, con el que estuve charlando un rato sobre diarios y dietarios. Luego, al volver a casa, no pude evitar enredar un poco en internet y rebuscando en los discos que Diego ha publicado después de dejar Duncan Dhu (que , por cierto, es un personaje de Stevenson en su novela Secuestrado), me encontré con La máquina del mundo, en el que canta poemas de Roger Wolfe, con referencias a Karmelo Iribarren, Michel Gaztambide… Todo un hallazgo. Y un gran tipo, Diego Vasallo.
Del Bukowski directo a coger el coche, que lo tenía aparcado debajo de un viaducto algo siniestro al final de la cuesta de Egia, y para casa, por la autovía en la que, sin embargo, por una vez, no llovía, ni nevaba, ni había niebla, solo hacía frío y estaba oscuro, y paré en una gasolinera en la que no había nadie…. Vamos, como si se tratara de uno de los cuentos de ‘Hotel Desafío’ puesto del revés. Mañana (jueves 29), Iñaki juega en casa con su libro y presenta en Irún, para los que se quieran acercar. Mientras tanto, salud, literatura y rocanrol.
Esto es lo que escribí para el libreto del disco LOS RITMOS DEL ESPEJO, que editó el colectivo de solidaridad con Chiapas de la CGT para apoyar al municipio autónomo y zapatista Flores Magón, y a La Culebra, en Chiapas, a donde viaje en el año 2004. Recuerdo aquel viaje y la gente con lo que lo hice con mucho cariño. El dibujo de la portada es de mi gran amigo Kalvellido y el disco aparecían canciones, entre otros, de Amparanoia, Fermín Muguruza, El Cabrero, Cifu, Ojos de Brujo, Los de abajo…
VALIENTES. Patxi Irurzun
“Las personas valientes tienen una estrella en el lugar del corazón y cuando mueren su corazón se queda en el cielo”. Lo decían los Capitanes de la Arena, los meninos da rua que retrató en unhermoso libro, pleno de rabia y esperanza,el escritor brasileño Jorge Amado. Y aquellos niños de la calletenían razón, pues nunca he visto un cielo tan estrellado como aquella noche, tumbado sobre la pista de baloncesto del caracol zapatista de La Garrucha.
Yo estaba allá, acompañando a algunos miembros de la Comisión de Solidaridad con Chiapas, quienes habían hecho entrega del dinero recaudado (en buena parte con iniciativas como la primera entrega de ‘Los ritmos del espejo’) para construir un hospital en La Culebra. Esperábamos a que la Junta del Buen Gobierno encontrara un lugar en el que pudiéramos dormir sin que nuestros huesos de güeritos se astillaran y crujieran al día siguiente como un mueble viejo. Comenzaba a hacer frío, pero allá se estaba bien, con la espalda pegada al asfalto caliente, después de haber visto que el sol salía para todos pero se acostaba junto a la estrella roja zapatista que, dibujada sobre los tableros de las canastas, nos daba cobijo.
La libertad es como el sol, el mayor bien del mundo, decían también los Capitanes de la Arena. Porque la libertad era lo único que tenían aquellos pequeños. Todo lo demás se lo habían robado. Un hogar. Un futuro. Su niñez. Pero el sol seguía saliendo todos los días, también para ellos. Y eso no se lo podía arrebatar nadie, ni siquiera aunque la policía o los escuadrones de la muerte los asesinaran, porque entonces sus corazones se iban al cielo y brillaban como pequeños soles, como estrellas.
Del mismo modo, nadie puede matar un sueño, como el zapatista, ni hay retenes militares, fronteras, muros de piedra o de papel, que puedan aprisionar, hacer callar la música. Esta música, libre y solidaria, que llega como un rayo de sol, hasta los caracoles y las comunidades rebeldes, allá donde el cielo es más estrellado, donde resplandecen los corazones de los niños de la calle y de los niños que morirán en La Culebra por culpa de un simple diarrea hasta que no tengan un hospital; los corazones de la pequeña Ramona y aquellos otros que cayeron para que los demás podamos seguir en pie; los corazones iluminados de todas las personas valientes