Las que voy contando cada mes en www.blogsanfermin.com, en plan abuelo cebolleta. La última es esta, con un cameo del Cojo Manteca:
NO HAY PEOR RESACA QUE LA DEL PATXARÁN
Yo hace veinte años que no tomo una copa. De patxarán, quiero decir. Cuando tenía trece o catorce, unos sanfermines, me bajó a casa una ambulancia de la DYA (y casi tuvo que hacer el viaje de vuelta con mi madre, del soponcio que se llevó, la pobre). Esos ángeles de la guarda con chalecos reflectantes me habían recogido de un hierbín de Antoniutti babeando espuma por la boca, después de pimplarme a medias una botella de patxarán casero con un amigo (vale, también nos fumamos un china, que le compramos al Cojo Manteca en el bar Malembe; y, sí, además nos ventilamos una botella de “¡champandedoscientas!” que compramos en una tienda de la plaza San Francisco, cuando para que te despacharán alcohol no había que poner tu DNI sobre el mostrador, bastaba con enseñarles un retrato de Manuel de Falla). Pero lo que me dejó una resaca que todavía perdura y se manifiesta en cuanto huelo en un radio de cien metros a la redonda sus efluvios, fue el patxarán. No hay peor resaca que la del patxarán. Ninguna que aguante mejor el paso del tiempo. Ninguna tan cabezona, con mejor memoria. Puto patxarán.
Los de la DYA, ninó ninó, me llevaron a Urgencias, donde me lavaron el estómago (o al menos eso ponía en la factura que me llegó unos meses después; yo la verdad no me acuerdo de nada) y después me dejaron en casa. Por el camino yo ya me iba sintiendo algo mejor y me quedé con la cara del conductor, que luego resultó ser también el chófer de la villavesa que cogía todos los días para ir a clase, menuda lacha. Todavía me lo encuentro de vez en cuando por ahí y me pongo colorado como una endrina al verlo.
En casa, dice mi madre, aunque yo de eso tampoco me acuerdo, me dio por escupirle al gato. El pobre daba acrobáticos saltos por todo el cuarto de estar cada vez que yo le apuntaba con el lanzallamas de mi boca. Después, el fuego ya se volvió hacia dentro y me consumí en una camada de veinte horas al cabo de las cuales me levanté de mis cenizas, hecho una braga.
No volví a salir hasta el día 14. Me tomé una tónica, anduve como una alma en pena por la verbena infantil, sin la chispa suficiente para presentarme y dar besos coleccionables en las mejillas a las chicas (toda la precocidad que teníamos los chavales de entonces con el alcohol y las drogas era inversamente proporcional en lo tocante –aunque no sé si esta es la mejor palabra- a las chicas) y, pobre de mí, volví a casa de lo más formalico, para alivio de mi madre, que pensó que la madre de todas las borracheras me había escarmentado para siempre. Y de algún modo así fue, o al menos la DYA no volvió a bajarme en coma etílico a casa, como mucho el conductor de la villavesa, la última villavesa, lo cual servía para cortarme el pedo automáticamente y que eso de “Me habrá sentado mal algo que he cenado” sonara convincente después de tirar la cadena en el baño y que por la taza desaguaran destornilladores, bulumbas, tequilas con kiwi y otras cuantas marranadas con, no obstante, resacas mucho más limpias que las del patxarán.
El patxarán, el puto patxarán, en definitiva, me repugna, no lo puedo ni ver, soy un mal navarro y un peor sanferminero, pero a la vez, en mi defensa, diré que a veces también lo echo de menos. Echo de menos untar un Faria en la copa, verme cara de interesante al fondo del vaso durante sobremesas de mover hielos, no parecer una nenaza después de los cafeses (“Yo un licor de melocotón)…
Por lo demás, la factura de la DYA nunca llegamos a pagarla (nunca supe si era una prehistórica factura en la sombra), al Cojo Manteca solo volví a verlo en un telediario rompiendo cabinas de teléfonos con la muleta y el gato nunca me guardó rencor. Eran otros tiempos.
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La cabeza me va a estallar. La noto bullir. Esto va por temporadas y últimamente los periódicos y también las circusntancias de la vida me llenan de relatos la mollera. Leo los periódicos y encuentro literatura por todo los lados. El tipo que pide un alargador de pene y le mandan una lupa. El que se autosecuestra y exige un rescate de 23.100 euros. ¿Para qué necesita esos 100 últimos? Tengo, también sueños raros, en los que aparece Tachenko, y me apetece hacer una semblanza sobre aquel jugador de baloncesto soviético que convirtió su apellido en un sustantivo y en el nombre de un grupo indie. Dios, estoy mal. Que alguien me ayude. Necesito echar todo eso sobre un papel, que me lean las masas, alimentarlas con el caldo de mi cabeza. ¿Nadie se da cuenta? ¿Nadie me va a dar una oportunidad? El talento me rebosa. Ya estoy harto de falsa modestia. Yo le hago una columna, una colaboración en un pispás, señora directora. Le garantizo lectores. Tengo historias para dar y regalar, de los periódicos y también de verdad, tengo mantas que tirar, crónicas para no dormir, historias de la mafia, hilos que alguien importante se ha dejado en mi chaqueta después de asaltarme y que llevan hasta la madeja, ases en la manga, momentos extraños en mi vida… ¿Por qué no dice nada? No, mejor no abra la boca, ¡No, por favor!… Ya le llamaremos, lo sabía.
Uno de los cuentos que va rescatando pacientemente Exprai en su página, y que ilustró en su día para el periódico en el que yo los escribía (GARA). Aquí están todos los recuperados hasta el momento. Era una buena gimnasia semanal. Un cuento cada siete días, durante unos cinco años. Son muchos cuentos y de algunos yo ya ni me acordaba.
REFRANES
Había llegado a la estación con una hora de adelanto.
—Hombre precavido vale por dos –recordé el refrán.
Pero nunca me habían gustado los refranes. A menudo dos hombres no valían más que uno solo. Ni siquiera unos cuantos hombres valían más que uno solo. De hecho creía que los hombres eran más ruines y en consecuencia peligrosos a medida que diluían sus personalidades en matrimonios, familias, religiones, patrias… Quizás yo fuera un misántropo, pero al menos obraba con cierta justicia, pues no me excluía a mismo de ese odio a la humanidad. Sabía por ejemplo que después de todo el refrán era cierto y que mi precaución me desdoblaba en dos hombres: un cobarde y un desgraciado. Era un desgraciado porque nunca había tenido suerte y un cobarde porque nunca había tenido el valor de buscarla. Siempre salía corriendo cuando las cosas amenazaban con cambiar. Por eso llegaba siempre con una hora de adelanto a las estaciones de autobuses. Las estaciones de autobuses eran tierra de nadie. En ellas el tiempo parecía detenido. Todos estaban punto de llegar o de partir hacia algún lugar. Asustados. Aturdidos. Pero seguros mientras esperaban.
Aquella estación, en concreto, era triste, oscura, desangelada… Me gustaba, estaba llena de posibilidades, de historias, una por cada viajero que esperaba un autobús, o que llegaba a la ciudad, una por cada pervertido que merodeaba alrededor de los destartalados y malolientes baños… Era todo aquello, la vida, los sueños y las miserias de la gente, sus dudas y sus temores, lo que alimentaba el arte. El mundo, el ser humano con todas sus aspiraciones y sentimientos cabían dentro de una pequeña estación de autobuses.
—Eh, colega ¿tienes un cigarrito?– interrumpió mis pensamientos una voz rota por el vino y el tabaco, una voz que parecía llegar de ultratumba.
Era uno de los vagabundos que se arremolinaban alrededor de una fogata en uno de los andenes inutilizados. Continué adelante, en dirección a la cafetería, sin prestarle atención, como si realmente fuera un espíritu que habitaba otro mundo, un mundo que pretendíamos invisible dentro del nuestro, que a su vez pretendíamos perfecto.
Me sentí avergonzado. Me hubiera gustado alargarle un pitillo, decirle “Vaya rasca hace esta mañana, tronco”, hacerle saber que a mis ojos ni nuestro mundo era perfecto ni él invisible. Pero ni siquiera me atreví a mirarle. Siempre salía corriendo. Era un cobarde. Un desgraciado. El mundo, el ser humano, la vida, con todas sus contradicciones, también cabían dentro de tu propia cabeza.
Entré a la cafetería.
La clientela la componían personas que difícilmente coincidirían por voluntad propia en otro lugar: trabajadores del turno de noche, hombres de negocios en tránsito, trasnochadores en busca del último –o el primer– bar abierto…
—¿Qué va a tomar el señor?– preguntó el camarero. Era ecuatoriano. Extranjeros. Más hombres y mujeres invisibles, seres humanos que sobrevivían en las juntas y los ángulos muertos de nuestro mundo perfecto: en clubes de carretera, subidos a los andamios, en las estaciones de autobuses interurbanos…
Me tomé mi café despacito y después salí a la sala de espera. Había varios bancos, con gente esperando. Hombres y mujeres solos que miraban los terminales en los cuales aparecían escritos sus destinos. Yo también me senté en uno de aquellos bancos y miré los horarios de llegada y partida. No sabía qué hacer, a donde dirigirme. Me hubiera gustado quedarme para siempre allá sentado, en aquella estación de autobuses.
—Eh, tronco ¿tienes un cigarrico?– volvió a interrumpir alguien mis pensamientos, esta vez un yonki.
Le miré a los ojos. Al fondo de ellos había escombros, una bicicleta rota y oxidada, peces de colores muertos…
Le pasé la pava de mi cigarrillo.
—Este es el último– me excusé.
El se encogió de hombros.
—Tranqui tronco, siempre que ha llovido ha parado– dijo.
Pensé que tal vez deberían empezar a gustarme los refranes.
El precioso texto que escribió hace unos días Claudio Ferrufino sobre ‘Dios nunca reza’ ha sido publicado también en el semanario
Uno de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia).
http://issuu.com/semanariouno/docs/semanariouno_443 (en la penúltima página)
Lo afea un poco que han puesto una foto mía. A este paso me hago famoso en Bolivia, aquí no se puede. Dentro de poco contaré algo sobre este autor boliviano, pero si alguien quiere hincarle ya el diente Alberdania publicó su novela El exilio voluntario, de la que se pueden leer aquí sus primeros capítulos. Y esto es lo que dice la editorial:
El exilio voluntario. Claudio Ferrufino-Coqueugniot.
*Premio Casa de las Américas
La novela de Ferrufino-Coqueugniot puede leerse de diversas maneras. Como un detalle casi testimonial de la vida de un inmigrante boliviano en los Estados Unidos, o como un libro de experimentación literaria y lingüística. Ahí, en parte, radica su riqueza, en las posibilidades que entrega al lector de situarse en diferentes facetas a ratos, o siempre, yuxtapuestas.
La vida de Carlos Flores, universitario nacido en Bolivia cuya discusión interna está en la de ser o no ser un hombre de acción, lo separa del inmigrante usual que emigra por factores económicos. Sin embargo, ya en el campo, el país ajeno, extraño, se ve inmerso en esa realidad y comienza a vivirla, sufrirla y también disfrutarla. Su prurito individual cede paso a opciones colectivas. En el momento en que se solidariza con sus compañeros de trabajo y/o infortunio –y estos se solidarizan con él–, su punto de vista se altera. Sin dejar de lado el intelectual que presume ser, piensa en los aspectos sociales de su voluntario destino desde la óptica de un trabajador, que encima soporta un exilio, la ausencia de la tierra y de la madre, la orfandad del idioma, la adversidad del clima. Como Sísifo, carga una piedra que nunca se deja de cargar. Ello añade a la nostalgia, al cuestionamiento personal, pero, al mismo tiempo, a la dinámica de la lucha y la posibilidad de vencer, en casi absoluta soledad, aquello que se le opone.
Uno a veces se devana los sesos pensando en cómo escribir un cuento, y a veces no tiene más que coger los comentarios anónimos que caen en su blog, como este a cuenta de la foto (solo de la foto, la de arriba) que ilustraba uno de los post. Madre mía, qué tipo más fiero. A mí lo que más me gusta es el final.
Si que hay que ser PENDEJOS para hacerse de gato. Ese buey chingado de las pelotas marrano cornudo no solo dormira con gatos, sino tambien se los follara, de cansarse de ellos se los comera tambien en diversos platos no obstante tambien se bebera sus orines.
Ese cojudo para Halloween ya no necesitará máscara, debe ganar bien trabajando en el circo y para follar con su mujer le metera un polvazo colocandose la mascara de Brad Pitt esa de $1 porque asi de feo ese criminal nadie va a querer que se lo entierre esa verga que hsata debe tenerla igualita que el gato, como un anzuelo para que entre y ya no salga, que pendejos carajo.
Ya imagino ese buey no faltara aquel pendejo que se haga lo mismo pero con cara de perro y lo quiera perseguir en la vida real, debe ser la cagada porque si buscan cara de perro en google encontraran varios putos de mierda con el mismo trauma creyendose animales del diablo.
Imagino que si lo llevas a un restaurant y pides el menu del dia te lo debe tirar en la cara y contentarse solo con su Ricocat (comida para gatos), ya imagino esos cornudos que tengan cara de ratas deben andar cojonudos de miedo con este loco traumado puto de mierda que no conocera el paraiso porque ni Dios se lo querra guardar, y creo que ni el diablo engrosaria sus filas con ese embutido de hombre transformer, por temor a que convierta en gays a su poblacion infernal.
Imaginen como sera el culo de este pendejo, seguramente se hizo una cola el marrano cochino y se la puso en el horto para parecer mas gato, su revista porno debe ser las aventuras de gardfield en la gaticueva de las putas.
Adios pendejos y por favor dejen sus apestosos comentarios.
Un saludo desde Mexico que cada vez está más ahogado con la delincuencia y nadie sabe que hacer, las mafias gobiernan nuestro pais, te matan por 1 peso y se necesita un imbecil con cara de gato descender drogado desde un avion para que todos piensen que es Cristo y los viene a salvar, maldito demonio convertido en quirofano por un par de pesos ahora te puedes convertir en cabra con el pene de king kong y la cara de Elvis Presley la puta que lo pario!