Francis Novoa Terry acaba de publicar en Groenlandia su obra Contrafábulas, para la que he escrito el prólogo, y ahí abajo os lo dejo, así como el enlace desde donde se puede leer este divertido libro, con unas magníficas ilustraciones de Felipe Solano:
La peña está mal. Como una cabra. El autor de esta animalada que tienes entre las manos, por ejemplo: peruano, madrileño, heavy, escritor, curriqui, incendiario (quema una ETT casi cada vez que se pone a escribir)… y ahora autor de un libro de fábulas. O mejor dicho, de Contrafábulas, que así se titula, y muy bien titulado. Contrafábulas. Cágate, lorito. La peña, sí, está como una puta cabra. Y el mundo del revés. El mundo no se arregla escribiendo libros, no al menos los libros de mierda que se leen por ahí. Algunos han hecho añicos el espejo aquel al borde del camino del que hablaba Stendhal; es lo que se lleva, lo fragmentario, la deconstrucción, lo experimental, un pufo como una catedral, vamos, porque esos pedazos por lo general no cortan, no alcanzan a nadie, no proyectan nada ni se convierten en proyectiles, son inofensivos. Francis lo sabe bien y también que para cambiar el mundo, o al menos para retratarlo y hacer un poco de sangre lo que hacen falta no son libros de mierda sino libros como cóctels molotov, como facas, libros que den coces, zarpazos, que embistan, que muerdan, que arañen… Francis, sin inventar nada, es un rebelde, un lanzador de cuchillos con gafas de sol, Francis va contra corriente, hace lo que nadie hace hoy en día: recurrir a un género como la fábula, tan tradicional como olvidado, y que sin embargo ha sido a lo largo de los siglos el vehículo, el piloto suicida con el que arremeter contra los vicios y tropelías de sociedades enfermas, el guante de seda con el que noquear a los poderosos, el dedo que señala el traje nuevo del emperador… Las fábulas, además, las contrafábulas de Francis (porque ese es un matiz importante, Francis no podía recurrir a la tradición así como así, ir a beber de sus fuentes como un dócil borreguito, Francis es heavy, hostia, un potro salvaje, un gallo de pelea, y tiene que poner todo patas arriba, poblar estas fábulas de elementos que hasta ahora no aparecían en ellas, de caperucitas violadas, de ratones insumisos que no siguen al flautista, de cabras que fueron actrices porno), las contrafábulas de Francis, decía, se desprenden de su carácter metafórico y se transforman en cuentos realistas, naturalistas, son otra vez el espejo de Stendhal al pie del camino. Si el mundo está lleno de cerdos, de tiburones despiadados que nos muerden la cartera y el corazón cada día, de buitres que los avalan y hacen del despojamiento ley, de ovejas asustadas que cagan votos sobre los que esos carroñeros se suben, de perros policías, perros guardianes, perros con porra para proteger el cortijo a cambio de un currusco de pan, si el mundo se ha convertido en una finca particular, un establo, una jaula, qué mejor que escribir sobre los seres humanos cómo lo que realmente somos: animales. Todo eso lo explica mucho mejor, en realidad, el propio Francis en su contrafábula “Seres civilizados”. Léanla. Lean esa y todas las demás. Háganlo sin miedo, que en estas contrafábulas no hay Moraleja, ni Barrio de Salamanca, son fábulas de extrarradio, de bar de barrio, de autobús urbano… Rúmienlas. Y después, una vez hecha la digestión quizás comprendan que ya va siendo hora, queridos seres civilizados, de hacer un poco el bestia.
Patxi Irurzun.
Prólogo para Contrafábulas de Francis Novoa Terry. Ya disponible en el ISSUU y en el SCRIBD:
Lo hice yo, con mi hijo, y es ese de arriba. Después escribí una columna para Guía del niño y de repente el patito feo se convirtió en cisne. «Me encanta Patxi». No, no es que me quiera mucho, es lo que opina una lectora de la revista: «
Empezar vuestra revista por el final es una obsesión, no lo puedo evitar. Sé que mucha gente lee las revistas así, sin ningún motivo especial. Pero yo tengo uno: unas ganas impresionantes de leer los textos de Patxi Irurzun. No puedo parar de reírme con ellos. Me encanta cómo este chico puede hacer de las situaciones más cotidinas, en las que todos nos identificamos, una historia de carcajada continua. Mi más sincera enhorabuena»
Jo, y encima me llama chico…
Y ahora os dejo con la historieta:
EL MUÑECO DE NIEVE MÁS FEO DEL MUNDO
Nunca había imaginado que hacer un muñeco de nieve fuera tan difícil… Bueno, probablemente para los demás padres no lo sea. Me pregunto qué recordará H de mí, cuando sea mayor. Un padre es alguien que arregla enchufes, te enseña a andar en bici en una mañana –y que luego no se pasa el resto de la semana con la espalda convertida en un acordeón gimoteante, ay, ay…-; alguien, en definitiva, que hace con sus propias y fornidas manos muñecos de nieve tamaño Goliat, y no esa birria que me ha salido a mí y al lado de la que ALF, aquel extraterrestre de la serie de televisión, era un adonis.
Y mira que he bajado a la calle con ilusión, esta mañana mágica, casi perfecta de sábado: “¡Está todo nevado!”, he gritado al levantarme, y H ha pegado un brinco desde su cama, sin remolonear, se ha colocado junto a mí en la ventana y la luz blanca y deslumbrante de la nieve le ha iluminado el rostro…
-¿Bajamos a hacer un muñeco, campeón?- he dicho yo entonces mi frase de superpadre, y ha funcionado:
-¡Síiiiiii!- ha contestado H, y hasta me ha dado un beso (últimamente no lo hace porque, con la barba, dice que pincho).
Así que ahí estábamos los dos, ya en la calle, con nuestra zanahoria, la bufanda con dibujitos de renos, todos los complementos que un muñeco de nieve puede desear… Pero luego ha sido empezar a amontonar la nieve y no sé qué ha pasado, ésta se me escurría entre los dedos, como arena, no había manera de compactarla, o cuando lo conseguía, al intentar clavar la zanahoria, el muñeco se deshacía…
-Este muñeco es un adefesio- me he rendido finalmente, desilusionado.
Pero H se ha reído, me ha tirado una bola, ha hecho la croqueta sobre la nieve… así hasta que, agotados, hemos subido a casa.
-Mira, mamá, el muñeco Adefesio- ha corrido entonces H a la ventana, arrastrando a su madre.
-Pues sí que debía de ser feo- ha contestado Malen, porque un grupo de niños había rodeado a nuestro muñeco de nieve alienígena y lo destrozaba a patada limpia.
-¡Vándalos!- me he puesto hecho una furia, y ha sido H quien ha tenido que pararme los pies:
-Déjalos, papá, total, se iba a dirritir…-me ha dicho.
Y tenía razón. Después de todo, lo importante era que nos lo habíamos pasado en grande. Eso y que, quién sabe, quizás cuando H sea mayor recuerde divertido aquella mañana que hizo con su padre el muñeco de nieve más feo (y más efímero) del mundo.
Por fin, con casi un año de retraso, he resucitado el ciberfanzine de literatura subterránea que editaba hace unos años. En un blog. Otro blog: http://fanzineborraska.blogspot.com.Es un número especial y, de momento, sin vocación de continuidad, sobre LA VIDA AG (antes de Google). Hay textos e ilustraciones de casi cuarenta autores, todos estupendos. El desaguisado del diseño es mío, porque yo me lo guiso (o me los desguiso), yo me lo como todo solito. Vamos, que no tengo ni idea. Pero las colaboraciones, que son lo que cuentan, son de lujo. Aquí os dejo el editorial que he escrito, para que veáis de qué va la cosa:
LA VIDA M.A.G.
“¿A dónde vamos?”, preguntábamos a nuestros padres los sábados por la tarde, y ellos contestaban: “A mirar escaparates”. Se fumaba en los autobuses, en los institutos y universidades, en la consulta del médico (y solía ser el médico quien fumaba). Los adolescentes se masturbaban hojeando el LIB, Interviú, y otras revistas acartonadas, algunos, a otros les bastaba con fantasear. Escribíamos cartas, salíamos a la calle a buscar a los amigos, cortábamos y pegábamos, pero lo hacíamos con nuestras novias o contra los del colegio de enfrente… No había móvil, ni redes sociales. ¿Cómo nos las apañábamos? Después llegó Internet, Google, Facebook… Parece que han pasado siglos (bueno, ha pasado uno, en realidad) pero fue solo ayer, hace 15 años. Borraska surgió en aquel tiempo fronterizo, cuando los emails tardaban horas en entrar a la bandeja de entrada y el contador del teléfono corría como un fórmula 1. De forma autodidacta y con espíritu y estética de fanzine. El espíritu porque nos lo pedía el cuerpo y la estética porque no teníamos ni idea. Y seguimos sin tenerla. Ahora volvemos en forma de blog, que es facilito, ajustado a las capacidades de los que nacimos MAG (Mucho Antes de Google). El ciberfanzine de literatura subterránea ha resucitado, muy lentamente, con pachorra, en un número especial y sin vocación de continuidad, en el que casi cuarenta creadores escriben sobre cómo era su vida antes de que las nuevas tecnologías irrumpieran. ¿Qué recuerdan de aquellos tiempos? ¿Cómo se adaptaron a los cambios? ¿De qué modo influyó en su forma de escribir? ¿Hemos ganado libertad o la hemos perdido? ¿Seguimos, en el fondo mirando escaparates?
Reseña de ‘Dios nunca reza’ en Estado crítico, por DANIEL RUIZ GARCÍA
SALTAR, CAER, LEVANTARSE
Escribir no es ningún deporte de riesgo. No nos hace ningún bien, o al menos no nos hace más bien que mal. Aunque mucha gente así lo crea, los que escribimos no somos personas más inteligentes que los que no lo hacen. Estamos en la media de la torpeza y la idiotez, con el plus, casi siempre, de una proporción de vanidad más que considerable. Escribir es una acción, un verbo, un estar, pero ese estar no suele ser nada agradable. Sobre todo cuando lo que escribes apenas se compra y se lee, comparado con, pongamos, cualquier bestseller que se distribuye en las tiendas de los aeropuertos o en los Carrefour. Porque -y este es otro malentendido bastante extendido entre los ágrafos- los escritores suelen ser gente más bien pobre, o en todo caso, si tienen liquidez, no la han obtenido precisamente de la literatura. Muchos de los que publican libros apenas llegan a fin de mes. Hay muchas formas mejores de hacerse rico. Y probablemente, con bastante menos esfuerzo. Porque escribir es algo muy desagradecido: visto desde una perspectiva material, resulta absolutamente miserable la correspondencia entre el esfuerzo que supone escribir una novela y los rendimientos económicos que ello reporta. Aun así, muy pocos de los que empiezan a fumar de este tabaco son capaces de dejarlo, de manera que acaban sometidos de por vida a esta suerte de sacerdocio de pobres, consagrados a una vida de arrastre detrás de palabras y letras que acabarán llevándolos a la muerte como un inevitable cáncer de pulmón.
Dios nunca reza es un libro de memorias pero también es una novela biográfica sobre las miserias, servidumbres, renuncias y pequeñas alegrías de un escritor tocado por ese infortunado vicio. Un escritor joven que no obstante lleva años predicando en los desiertos de la literatura y recibiendo a cambio escasos beneficios y parcas satisfacciones. Es un diario íntimo que conmueve desde el primero hasta el último capítulo, porque exuda sinceridad. Una sinceridad, casi siempre, muy dolorosa. Porque Irurzun es consciente de que, por más desagradecido que resulte ese vicio, por más que le haga toser y le supure bilis, no podrá renunciar a él hasta la muerte.
No se piense, por el tono de mis palabras, que estamos ante una obra de tintes románticos, grandilocuente, apasionada. La miseria está ahí, pero Irurzun la aborda con naturalidad. Con la misma naturalidad con que uno asume, por ejemplo, una enfermedad de diabetes que deberá acompañarlo de por vida. El registro del dietario le permite a Irurzun realizar una contabilidad exhaustiva de sus desvelos cotidianos como escritor, pero también como padre y “prepadre”, como esposo, como amigo… En realidad, la obra puede leerse como una novela intimista sobre una mudanza, la mudanza de un escritor hacia otra casa junto a su mujer y su hijo, pero también la mudanza interior de un escritor que no quiere renunciar a serlo por encima de las miserias laborales y los trabajos castrantes y embrutecedores.
Me he sentido muy cercano a los desvelos de Irurzun en esta novela. Su estilo es llano, limpio, sencillo, con momentos de gran explosión lírica, y de forma muy especial en el último tramo. Es, así lo pienso, un libro muy hermoso, que arañará especialmente a todos aquellos que, como quien esto suscribe, sobrelleva como puede este insano vicio de la escritura, encallado a fuerza de golpes, acostumbrado a un programa creativo precariamente construido a base de verbos: saltar, caer, levantarse.
Ya que lo hemos mentado en el post anterior, ahí va este cuento:
1986: EL COJO MANTECA EN PAMPLONA
Por aquel tiempo bebíamos litronas y, algún sábado, pillábamos chocolate. Aunque todavía no frecuentábamos los bares a veces entrábamos en uno de ellos, cerca de la Plaza San Francisco, donde siempre había unos vejetes con pintas de bohemios jugando al ajedrez con el Cojo Manteca, que se haría célebre en las revueltas de estudiantes de aquel año. El Cojo Manteca no tenía en absoluto aspecto agresivo, allá sentado en su silla de ruedas, con la cicatriz en su cabeza afeitada y dándole vueltas al siguiente jaque mate. Precisamente entrábamos a aquel bar porque ni él ni los vejetes apartaban la mirada del tablero mientras trapicheaban. Eran como máquinas de tabaco: echabas la moneda y ellos te devolvían, fría e impersonalmente, el costo. Salíamos pronto de casa. Nos citábamos hacia las cinco o las seis, comprábamos unas litronas y nos sentábamos a beberlas en las escaleras de la Biblioteca. Era un lugar agradable. Nadie te molestaba, tal vez porque en la plaza no resultaba extraño ver a media docena de alcohólicos trasegando tetra-bricks de vino, cantando y hablando con su mala sombra, o con yonkis mendigando duros «para un bocadillo, tronco», decían, aunque nunca se les veía comer, sólo arrastrarse como cadáveres sobre sus piernas como palitos. Y junto a ellos estudiantes que hacían un alto para fumarse un cigarrillo, vecinos paseando al perro, jugando con los niños… La Plaza de San Francisco era como un cuartito de estar en el que nos dejaban entrar sin pedir permiso y donde a cambio, nosotros, desagradecidos, nos tomábamos algunas libertades, como colocar los pies sobre la mesa camilla, o vomitar sobre la alfombra… Mientras bebíamos las litronas en las escaleras de la Biblioteca discutíamos. Las conversaciones surgían espontaneamente, saltaban como chispas, y luego iban tomando cuerpo, convirtiéndose en resplandecientes llamaradas que prendían fuego a aquel mundo de mierda. Pensábamos que tal vez éste funcionara mejor si los grandes hombres celebraran las cumbres en las que decidían el rumbo de la humanidad sentados en el banco de cualquier parque, en las escaleras de un portal, si tomaran las decisiones en ese momento de clarividencia en la frontera entre lucidez y melopea. A veces, tras vaciar las litronas, íbamos a los bares, casi siempre al mismo, uno de la calle Jarauta. Ponían a Eskorbuto, y a Hertzainak, y a los Cika, , había gente de nuestra edad y la cerveza estaba barata. Nos sentábamos en una mesa, o amoldábamos el costado a la barra. Pasaban las chicas y les mirábamos. De repente, al fondo se veía gente que entraba asustada. Aparecían dos cascos blancos. Encendíamos un cigarrillo y le dábamos un trago a la cerveza. Ellos sacaban a los que no bebían; o a los que jadeaban, se les aceleraba el pulso; a cualquiera. Les hacían el pasillo y a veces se llevaban a alguno detenido. Entonces, cuando se iban, salíamos a la calle y les tirábamos piedras a las furgonetas. Sabíamos que al día siguiente los periódicos hablarían de disturbios provocados por “los de siempre” pero para nosotros “los de siempre” eran ellos. El Cojo Manteca también tiraba piedras, en Madrid, se había levantado de su silla de ruedas y rompía con las muletas los cristales de las cabinas telefónicas. Mientras tanto algunos estudiantes a los que nadie sabía exactamente quien había elegido se reunían con el ministro y firmaban papeles. Jesús Quintero, El Loco de la colina, invitaba al Cojo Manteca a su programa, le pasaba cubatas y cigarrillos. El Cojo Manteca se levantaba en mitad de la entrevista y decía «me voy a mear». Era todo cuanto quedaba de aquellas revueltas de estudiantes. Aquí, nosotros seguíamos tirando piedras. Después volvíamos al bar . Ponían una de Kortatu o de los «Barri» o de La Polla. Las chicas nunca nos miraban al pasar. Pedíamos más cerveza. Así todos los sábados.
De «La polla más grande del mundo y otros 69 cuentos», Patxi Irurzun (Baile del Sol, 2007)