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BSO

Jun 21, 2012   //   by admin   //   Blog  //  2 Comments

Un cuento para el Día de la Música, una Banda Sonora Original para aquellos tiempos vividos (y bebidos) a toda velocidad. Con la participación estelar de Body Count, Los Calis, Barricada, Calamaro, Metallica, Alphablondy La ilustración es de Exprai
 BSO
Lo recuerdo. Recuerdo aquel disco de Platero y Tú, sonando una y otra vez en la vieja furgoneta de Josema. Recuerdo las botellas en la cocina de Maider, allá en Beasain, de par de mañana. Recuerdo a Body Count en los bares de macarras. Las botellas de sidra en el gaztetxe de Ordizia. Los marianitos con Patxi. Y a Silvia, paseando el perro, de gau-pasa. Recuerdo el beso que nunca me atreví a darle, el olor a hierba de su pelo, la carta que le escribí, el dibujo que ella hizo en su respuesta. Recuerdo que nunca volvimos a saber el uno del otro. Recuerdo a María tirada en mitad de la carretera de Leitza. A Alphablondy en la playa de Carraspio. Recuerdo a Mikel tiritando la noche que llegamos, en taxi, después de que la furgo de Iñigo se quedara tirada bajando Lizarrusti. Cómo le dejé mi chupa, mientras miraba de reojo las cicatrices de su cara. Recuerdo que nunca condenaron al hijoputa que le disparó el bote de humo a un metro de distancia. Lo recuerdo dándole una y otra vez la vuelta a la cinta de Patagonia, el día de la madre de todas las borracheras, allá en Lekeitio. Recuerdo muy bien aquel verano loco y alcohólico.

Recuerdo “Esta es una noche de rocanrol”, de Barricada, en casa de Alfredo, como paseábamos por Villava persiguiendo a dos chicas de las que, una vez que las encontrábamos, nos escondíamos, muertos de vergüenza.

Recuerdo aquel concierto de reaparición de La banda trapera del Río en Arrasate. A Mintxo, bebiendo vasos de leche, y a todos los camellos que le entraban justo entonces, que había ingresado en Proyecto Hombre. Recuerdo a Josema meando por la ventanilla, mientras conducía a toda hostia y en el loro sonaba AC/DC. Recuerdo aquel concierto en Barcelona. Y aquel trompo volviendo de un concierto de La Polla en Aoiz después de que las novias nos dejaran a los tres a la vez. Recuerdo a Los Calis, y a Sabina, mientras Migueltxo conducía por carreteras oscuras e interminables de la Ribera, en silencio.

Recuerdo la voz rota y desesperada de Janis Joplin en los walkman, aquel día de reyes que me extirparon el tumor. Recuerdo a todos los amigos que vinieron a verme al hospital. Y el cuaderno en el que empecé a escribir “Cuestión de supervivencia”, que entonces se titulaba “La virgen puta”. Recuerdo las cintas de Metallica que me dejaba Mikel, el pelos, en aquel turno de noche de 12 horas en la fábrica, justo antes de que cayera enfermo.

Recuerdo los bares jevis del casco viejo de Iruña con Yoli. Y aquellos besos interminables en el Kayak. Recuerdo a los Red Hot Chili Peppers en el asiento de atrás del coche. Recuerdo Solidariti, aquella canción lenta de los Angelic upstars, que yo sabía que era un presagio. Recuerdo que la oí el día que cumplí 19 y conocí a Maite. Recuerdo los caracoles azules de su pelo, su sonrisa, su culito respingón, sus celos enfermizos, las llamadas a casa. Recuerdo lo valiente y lo fuerte que era. Recuerdo cómo la esperaba a la puerta del supermercado, muerto de frío, oyendo a Sanchís y Jocano. Recuerdo “Crímenes perfectos”, de Calamaro, y pienso en todas las otras chicas que nunca llegué besar, Cristina y la pupa de su nariz, Nerea y sus hermosas cartas…

Recuerdo a Baldin Bada en el Bar Lacalle de Jarauta. Los empujones. El olor a cerveza y serrín. Los pelotazos contra la persiana. Las miradas cruzadas de punta a punta de la barra. Aquella rubita de primero, en Irubide, que apoyó su cabeza en mi hombro mientras Gari cantaba “Aitormena”, lo bonita que era y lo joven que me parecía a mí, que ya estaba en tercero.

Recuerdo a Belladona en un concierto de Aste Nagusia, en Donosti, mientras dormíamos en la playa y la gente nos tiraba botellas, nos llamaba “piesnegros”. Recuerdo el sabor del colacao con agua, y el calor de las rejillas de los aparcamientos…

Me recuerdo a mi mismo tumbado en el cuarto, a oscuras, otra vez Calamaro “Otra vez a brindar con extraños”. Recuerdo a toda la gente que ha pasado por mi vida, recuerdo las fábricas, la universidad, los euskaltegis, los fanzines… Gracias a la música, lo recuerdo todo.

FIN
(En Discos de rock puede probar tú también a escribir algo sobre tu BSO, los discos de tu vida y llevarte algún premio)

YA FALTA MENOS

Jun 17, 2012   //   by admin   //   Blog  //  2 Comments

¡YA FALTA MENOS! El jueves 28 estrenamos
¡ESTAMOS DE ESTRENO!!
El jueves 28 de junio (20.00 h.) estrenamos los montajes de los tres textos del I Concurso de Textos Teatrales sobre las Fuiestas de San Fermín: «Fiambre», de Patxi Irurzun; «Los abuelos por San Fermín», de Josu Castillo y «¡Pum!», de Miguel Munárriz.
La entradas, a 3 €.
Es decir, 3 obras, por 3 €.
A la venta, a partir del 21 de junio

FORZA ITALIA! En la columna de Xabi Larrañaga

Jun 9, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Hoy Xabi Larrañaga, habla de Dios nunca reza en su columna de la contra de Diario de Noticias:

FORZA ITALIA!

EN Dios nunca reza, el profundo, desnudo y muy entretenido diario de Patxi Irurzun, el escritor confiesa su deseo de que pierda la selección española de fútbol. No tengo el libro a mano -ando lejos-, pero por lo que recuerdo en él explica que prefiere que gane otro equipo no por ser nacionalista, sino precisamente porque con el cuento de la Eurocopa le obligan a serlo. Supongo que también influirá la evidencia sociológica de que en general la bandera rojigualda no despierta aquí arriba los amores que enciende allá abajo. Ni el himno, ni el ejército, ni el cani, cani, cani Sergio Ramos.
Me gustó esa confesión porque en los tiempos que corren, o sea que frenan,cuando pretenden prohibir hasta el silbido, cada vez resulta más difícil ser uno mismo con su opinión libre y sincera en bastantes tribunas. España sería un país más acogedor si cualquiera pudiera ascender en la escala social,intelectual y política sin necesidad de esconder su verdadera manera de sentir y pensar para ser aceptado. Falta la posibilidad de ser ciudadano ejemplar limitándonos a cumplir la ley, no el mandato patriótico de turno.
Y no, no es ofensivo ni maleducado querer la derrota de la neollamada Roja. Un murciano quizás lo sueñe porque lo que en realidad juzga ofensivo es el dinero público que reciben esos deportistas; y maleducado,tanto forofismo institucional. También lo puede desear un apátrida cansado o nacionalista periférico, ¿y? ¿Acaso en Madrid aplauden a la selección catalana de algo?La opción italófila para mañana no conlleva odiar a nadie, pues incluso el menos español de nosotros tiene amigos españoles, y yo a mucha honra. Tampoco se desprecia una cultura o un idioma, ni siquiera el propio. Basta el poema del brasileño Lêdo Ivo para entenderlo: «Mi patria no es la lengua portuguesa. Ninguna lengua es una patria. Mi patria es la tierra tierna y untuosa donde nací, y el viento que sopla en Maceió». Así que menos balones fuera: ¡Aupa Malta y Liechtenstein!

VENGA LA GUERRA (SOBRAN ESTÚPIDOS)

May 31, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments
 
 
 
El bar estaba petado. Cada vez que entraba o salía alguien la marea humana avanzaba o retrocedía como una ola gigante que hacía añicos contra sus tímpanos besos enkalimotxados, carcajadas psicotrópicas, conversaciones que pretendían salvar al mundo y se convertían sólo en humo de tabaco.

—No hay ninguna guerra buena– dijo el primer borracho.

—Puta bola – contestó el segundo, y recordó aquella canción de Eskorbuto: “Venga la guerra, sobran estúpidos, venga la guerra, sobran payasos”.


Estaban anclados por sus gin-tonics a la barra del bar, con la mirada perdida al fondo del televisor que, entre la selva de cabecitas danzantes proyectaba imágenes de racimos de bombas que convertía cada noche en Kabul en una animada pirotecnia y un rastro multicolor de muertos colaterales.

—La guerra puede ser buena; una guerra que borre para siempre de la faz de la tierra a quienes las declaran, da igual en nombre de qué: dios, alá, la democracia…

—Democracia. Se les llena la boca con esa palabra, pero ¿acaso nos han preguntado qué queremos?

—Para qué. Total, sólo se trata de vidas humanas. También se les llena la boca de condolencias y condenas cuando hablan de las víctimas, pero lo cierto es que la vida humana nunca ha valido una mierda.

—Ni la vida ni la muerte. Deberían preguntarnos si estamos de acuerdo, si realmente necesitamos tantos muertos ¿A quien pueden interesarle, más que a los que han convertido la muerte en un negocio?

—Por eso hace falta una guerra que extermine a todos esos que las incuban bajo sus gorros de plato como piojos monstruosos o como bombas de sangre bajo pechos enchatarrados y uniformados; una guerra que reduzca a cenizas a todos los mundos, países y razones tabloides que las justifican y las alientan; una guerra en que por fin los vencedores sean los miles de cadáveres con que se han saldado todas las guerras. Que vuelvan a reclutarnos, que vuelvan a darnos sus consignas, y sus armas. Esta vez sabremos a quien apuntar.

—Joder, eres un poeta– dijo el segundo borracho.

—Qué va, solo intertextualizo. “Johny cogió su fusil”, Dalton Trumbo– citó el primero y en el breve instante en que soltó amarras para atizarse otro lingotazo de gin-tonic, la mar arbolada de cuerpos ebrios le arrastró, le colocó en el centro de un remolino en que dos tipos, uno de los cuales había derramado su cerveza sobre el otro, se insultaban, se empujaban, intercambiaban finalmente violentos puñetazos.

El borracho sintió una nausea, su corazón encaramándosele a la boca y rompiendo a sudar sangre. Era repugnante. Aquellos tipos eran capaces de matarse con sus puños desnudos.

—Quizás por ello los seres humanos inventamos las armas, las guerras: para no despellejarnos los nudillos, ni ensuciárnoslos de sangre– pensó el borracho, y regresó, abriendose paso a duras penas, hasta la barra, a curar su herida con alcohol, apurando el gin-tonic.

—Igual tienes razón, igual ni siquiera esa guerra sea justa– dijo –Igual todos esos carniceros también son inocentes, o tan culpables como todos.

—Igual, yo que sé– contestó el segundo borracho, rematando también su copa.

Y enfilaron ambos la puerta del bar.

Era tarde y fuera, en la calle, todo estaba a oscuras.

(Otro viejo cuento escrito para los periódicos, recuperado por Exprai -e ilustrado por él en su día-)

UN CAPÍTULO DE REGALO EN EL PRIMER CUMPLEAÑOS DE JANIS

May 29, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Hace aproximadamente un año que publiqué  mi novela más salvaje ¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis! (de las visitudes que ha corrido -reseñas, entrebestias, de qué va, etc.- podéis informaros aquí: http://ohjanis.blogspot.com). Y para celebrar la efeméride hoy de regalo un capítulo, el 23, del libro. Si alguien está interesado en hacerse con un ejemplar (quedan muy pocos), puede pedirla en office@eutelequia.com, por 15 euricos de nada y sin gastos de envío. ¡Salud!

La bella y la bestia echan un casquete en el basurero
La atormentada historia de amor de la guitarrista superputa y el fan que recorría medio mundo persiguiéndola con una polla de goma en la visera fue consoladora –nunca mejor dicho—. Comparándome con Cornelius, y a pesar de que a él le faltaran dos hervores, lo mío con Janis me parecía una tontería, de modo que me relajé un poco durante varios meses, seguí con mis películas y bajé el pistón en mis salidas nocturnas con François Elisalde, que sustituimos por largos paseos por los suburbios de Manila, los días de descanso semanal en el Petit Bayonne.
Elisalde, quien resultó ser una caja llena no sé si de sorpresas o de bombas, echaba a andar, o se subía a la buena de dios en los jeepneys, los coloridos taxis colectivos, y dejaba que estos o nuestros pies nos llevaran a barriadas chabolistas, a campamentos de latón de quita y pon sobre una vía de tren, a montañas de basura en los grandes vertederos a cielo abierto, a muelles abandonados en los que se veía, sumergidos en un agua negra alquitranada, a adolescentes rebuscando no se sabía muy bien qué entre ratas y peces despanzurrados, bolsas de plástico a la deriva, botellas vacías y sin mensajes de ningún náufrago, porque para náufragos ya estaban ellos…
Al principio a mí me daba repelús toda aquella inmundicia, e incluso la gente que vivía, literalmente, sobre ella, no entendía cómo podían resignarse a ello, pero después me fui acostumbrando: a Elisalde le gustaba charlar con los scavengers o recicladores de basura de Payatas o Tondo, con los niños mendigos de Intramuros, con los pescadores de Navotas… y, escuchando a todos ellos, yo comprendí que en realidad los pobres no podían elegir, no se trataba de resignación sino de supervivencia, y que esta no siempre consistía, exclusivamente, en ganarse las alubias de modos más bien penosos, sino en descojonarse un poco todos los días, beber un vaso de ron, cantar una canción en el karaoke, volver achispado a casa, acostarse y tocarle un poco el culo a tu mujer, cerrar, en definitiva, los ojos y que al día siguiente volviera a brillar el sol…
Aunque para ser sincero, también creo que me acostumbré a todo aquello un poco a la fuerza, pues muchos días Elisalde desaparecía repentinamente y yo le esperaba compadreando con los pescadores, los pedigüeños o los scavengers, invitándoles a sanmigueles y ron Bustamante en los billares o cantando temas de Bon Jovi y de Scorpions en los karaokes.
Había billares y karaokes, por cierto, en cada esquina de la ciudad, incluso en los baruchos de los vertederos, construidos con chatarra y cartones sobre un suelo de basura compactada por las excavadoras, como aquel de Payatas, donde una vez, esperando a Elisalde, bebí hasta caerme redondo.
Payatas era el mayor basurero de Manila, en el que cada día 500 camiones vaciaban sus vientres llenos de una hez que alimentaba a miles de personas y que vivían allá mismo, en casitas levantadas sobre diferentes montañas de porquería humeante de más de veinticinco metros de altura.
La primera vez que vi aquel lugar quise salir corriendo, regresar a nuestro condominio –cuyo edificio, al igual que el de los ministerios, la bolsa, los grandes centros comerciales, se distinguían desde Payatas en un horizonte de smog contaminado, cosa que curiosamente no sucedía al revés: desde los rascacielos no se veían, o no se querían ver, las barriadas de chabolas, las ciudades-basura…–, quise sí, volver cagando leches al búnker para poner en el video alguna de mis películas, en la que yo apareciera bebiendo una botella de champán directamente escanciado desde los pechos de una puta con collar de diamantes y bragas de encaje de Christian Dior. ¿Qué se me había perdido a mí en aquel lugar tan horrible, qué necesidad tenía de soportar aquella peste, a aquella gente desdentada y llenas de heridas infectadas que me miraban como si fuera un puto marciano?, me preguntaba, y aunque siempre me juraba que nunca más lo haría, cada semana acompañaba a Elisalde en su descenso a los infiernos, no sabía muy bien por qué, quizás porque donde yo me sentía realmente un marciano era tirándome todos los días a aquellas tías tan buenas o mirando los cheques con mi nombre y todos esos ceros. No acababa de creérmelo, necesitaba romper la burbuja, salir de ella para mirarla desde fuera, y la mejor manera de hacerlo era pisar tierra firme, o mejor todavía, pisar detritus, basura, mierda pura…
Vamos, que yo no era precisamente la madre Teresa de Calcuta, no visitaba lugares como el basurero porque me importara o sintiera solidaridad por la gente que vivía allá, al contrario, lo hacía por puro egoísmo, para darme cuenta de lo de puta madre que vivía yo. En cuanto a Elisalde, no sabía cuáles eran sus motivaciones, pero no tardaría en descubrirlas.
Primero fue de una forma premonitoria, el día que bebí hasta perder el control en Payatas. Elisalde, una vez más desapareció, me dejó colgado con cuatro borrachines en un karaoke (por si todavía no ha quedado claro, en Payatas un karaoke era una chabola con paredes de hojalata y el suelo de tierra, en mitad de la cual había plantado un televisor con dos cables, uno para el micrófono y otro del que colgaba un libro de hojas sobadas con una lista de quinientas o mil canciones, cuyas letras iban apareciendo en subtítulos en la pantalla, sobre un fondo de fotos de tías jamonas en bikini; el resto del atrezzolo componía una nevera con algunas latas y botellas de licor y una señora con un delantal con bolsillos en el que iba metiendo las monedas que le daban los artistas, tres o cuatro franksinatras de barrio pedos perdidos); pero, a lo que íbamos, aquel día Elisalde se había largado —la última vez que lo vi estaba pegando la hebra con tipo algo barullas que decía pertenecer al sindicato de scavengers—, así que yo pensé “Ya volverá”, y me pedí un ron, e invité a otro a la parroquia, incluido un tipo al que había estado evitando, pues se había empeñado en que cantara “Bésame mucho” (la única canción en español del repertorio) y que era, sin duda, uno de los dos tipos más feos que había visto en mi vida, una especie de hombre elefante, con los huesos del cráneo desmesurados, granos supurantes y una boca de dientes negros que parecía la rejilla de una alcantarilla, desde la que subía un olor hediondo, incluso para un lugar como el basurero; un pelma insufrible, al menos durante los tres o cuatro primeros vasos de ron, luego recuerdo que me repetí a mí muchas veces muchas veces aquello de “ya volverá”, con sus correspondientes lingotazos, y que finalmente accedí a cantar la dichosa canción, “como si fuera esta noche la úuultima vez”, y de reojo veía como a la puerta de la chabola se iba apiñando un grupo de curiosos, primero algunos niños, después sus padres, al final resultó que había allá casi cien personas, todas descojonadas de la risa, “el guiri está borracho, el guiri está borracho”, supongo que se avisaban unos a otros, y tenían razón, yo estaba como una cuba, de repente salía del karaoke y rebuscaba entre el basural, encontraba un maniquí desmembrado, volvía con él bailando al karaoke, y con todos los niños de Payatas siguiéndome los pasos, como si fuera un flautista de Hamelín, solo que yo en vez de una flauta soplaba ya directamente de la botella de ron, “que tengo miedo a perderte, perdeeeerte otra vez”, y abrazaba al maniquí, lo arrojaba fuera del bar, volvía a salir a remover entre los desperdicios en busca de otro tito, un sombrero de paja, un juguete roto…
Así estuve, haciendo el ganso, un buen rato, hasta que anocheció, después ya no tengo muy claro qué pasó, creo que varios hombres a mi alrededor se peleaban por pagarme una copa, y yo trataba de complacerlos a todos, no lo sé, lo único que recuerdo nítidamente es el sabor a tierra y sangre en la boca, el relente de la madrugada en mi cara, yo despertando de la borrachera, tirado con la cara contra el suelo, en mitad de la chabola, en la que ya únicamente quedaba la mujer del delantal, dormida en su silla, y las moscas zumbando sobre la pantalla del televisor, las catódicas y las de verdad, gordas, verdes, a cientos…
Me dolía la cabeza y tenía sed y ganas de mear, así que me levanté y salí del karaoke. Me alejé unos pasos y saqué el pajarito, y cuando empecé a orinar descubrí a mis pies un brazo, sobresaliendo entre cartones, botellas de plástico… Después se oyó un trueno a lo lejos, y un rayo iluminó el basurero. Comprobé entonces que hacía solo unas horas había estado bailando con el cadáver al que ahora regaba con una lluvia dorada, el cadáver de plástico de aquel maniquí descuajeringado que yo había desenterrado. Después hubo otro relámpago, y entonces fue cuando los vi también a ellos dos, el hombre elefante, alejándose de la chabola, acompañado de una chavalita de unos quince años, que rodeaba su cintura y le reía sus gracias de borracho con una carcajada como un cascabel.
Sentí una repentina curiosidad, me resultaba difícil creer que un ecce homo como aquel fuera capaz de despertar atracción, ni siquiera un morbo insano en cualquier otro ser humano, mucho menos en una chica guapa como resultó ser aquella –lo comprobé en el siguiente relámpago, que pareció caer justo entre medio de la bella y la bestia, la chica tenía un pelo largo y brillante, que mecía suavemente un viento en pijama, recién levantado, y en su boca llevaba una veta de luna; todo eso y el culo que gastaba, claro, redondito, duro, aquellas nalgas que se tensaban y destensaban trepando por las diferentes terrazas de basura de la montaña…–.
Les seguí a hurtadillas y no tardé en darme cuenta de que, pensara lo que pensara, aquellos dos iban a echar un casquete, les delataban las bromas que intercambiaban, el movimiento de sus cuerpos, como un baile de apareamiento…
La pareja, por fin, se detuvo en una de las lomas, casi en lo alto de la smokey mountain, una especie de mirador con una vista de lo más romántica: la montaña de basura humeante a sus pies, las bolsas de plástico agujereadas, ondeando como banderas de ejércitos vencidos, las torrenteras tintineantes de jugos lixiviados y aguas negras… Y de repente se miraron a los ojos, durante unos segundos, como si se hubieran visto por primera vez (no, la primera vez nadie se atrevía a mirar a aquel monstruo a los ojos, ella ya debía de conocerle, quizás era una fan incondicional de Sara Montiel), «Bésame, bésame mucho,» pareció cantarle él después al oído, y ella efectivamente le besó, le besó mucho y con lengua, y justo en ese momento sobre sus cabezas se oyó rugir al cielo, como si estuvieran contraviniendo alguna ley de la naturaleza.
Yo reconozco que sentí también una mezcla de rechazo y mala hostia de un calibre semejante al de aquel trueno, y dirigida casi exclusivamente a aquel cabezón de hombre, en todas sus acepciones, era un sentimiento injustificado, animal, de nuevo el macho alfa marcando el territorio, incapaz de consentir que otro ejemplar de la manada, además deforme y con halitosis, tumbara a una de las hembras en edad de reproducción, pero de repente sucedió algo que me hizo cambiar completamente de idea, el hombre, aquella mala bestia, se quitó su camiseta, quedó desnudo, mostrando un torso lleno de bubones y quistes de grasa, y extendió aquella prenda, sucia y desgarrada, salpicada de sangre y pus, sobre el lecho de basura, lo convirtió repentinamente en un tálamo nupcial, sobre el que ella se tumbó como si lo hiciera sobre una manta de armiño, y abrió sus piernas, pude ver sus muslos de alabastro a la luz de la luna y los truenos, y al ecce homohundiendo su rostro desfigurado entre ellos, abriendo la alcantarilla de su boca y liberando a través de ella un animal extraño, hermoso, una especie de pequeña serpiente, con la piel alicatada de piedras preciosas, que se introdujo en la vagina de la chica y masticó su clítoris como si fuera un chicle Bang Bang, lo estiró, lo infló, lo reventó, y con cada explosión de placer, yo veía el cuerpo de la chica arquearse, sus pechos como pequeños planetas, y en el centro sus pezones que parecían principitos negros, y, sobre todo, aquella sonrisa esculpida en su rostro, que era la expresión de la pura felicidad, Punset no tenía ni puta idea, la felicidad no era solo una sala de espera, en ella había también una puerta y de vez en cuando la puerta se abría, vale, te despachaban en un par de minutos, a veces en solo unos segundos, pero la receta que te daban allá dentro era suficiente para ir tirando unos días, unos meses, “tú también has hecho feliz a esta gente, antes en el karaoke”, me decía después Elisalde, que había regresado, por fin, y no había venido solo, a sus espaldas había ahora un ejército de scavengers, alzando sus ganchos, sus pinchos para remover basura, y estaban también todos los borrachos de todos lo karaokes de Payatas, y de todo de Manila, con sus corazones desgarrados y macerados en alcohol de garrafón entre los dedos, convertidos en granadas de mano, y los niños que había muerto en el basurero esa mañana por culpa de una diarrea, enarbolando sus pañales, como si fueran ondas, el hombre elefante y su chica también se sumaron a las columnas, él todavía con su enorme falo tieso, disparando balas de semen que volvían bellas a todas las muchachas a las que alcanzaban, yo también recibí un tiro en mitad de la frente, y también dejé de sentirme culpable, por haber pensado hacía unos segundos que él hombre elefante era un monstruo, sin derecho a ser amado, ahora recordaba quien era el otro tipo, uno de los dos más feos que había visto en mi vida, era yo mismo, yo y mi ruindad, mi egoísmo, pero el hombre elefante me redimía con sus proyectiles de esperma, yo también podía formar parte de aquella horda de desheredados, que avanzaba hacia el corazón de Metro Manila e iba tomando los rascacielos, los centros comerciales, las iglesias y los polideportivos, y a nuestro paso se iban sumando más combatientes, vi a Janis, mi negrita —ella de nuevo, no era tan sencillo olvidarla—, la vi subida en un neumático, que era en realidad una prolongación de sus propias nalgas, sobre las que también cabalgaban Pancho Villa y Ramoncín comiéndose una paraguaya y meando en las caras de quienes se asomaban a las ventanas de los rascacielos, vi en una de esas ventanas a mi madre increpándonos y tirando todas mis cosas a la calle, mi ropa, mis discos, mis películas, y a Ronald Reagan vestido de vaquero, abrazado a la muñeca hinchable con el rostro de Margaret Tatcher, extrayendo de la goma de su tanga billetes de dólar y arrojándolos a nuestros soldados, pero ellos no se dejaban comprar, quemaban, incendiaban, saqueaban, “a ver, los jarraitus de la calle Jarauta, aquí eso de presoak kalerano viene a cuento”, trataba de mantener el orden en nuestra filas nuestro general François Elisalde, y todos juntos avanzábamos, llegábamos hasta el mismísimo palacio presidencial, donde cantábamos al unísono el himno, «Bésame, beeeeesame mucho», y los generales, los presidentes, los tertulianos de la COPE, al oírnos, se defenestraban locos de amor desde el balcón, dejaban libres sus tronos para que la escoria de la tierra y un grupo de refugiados políticos de Plutón, nos tumbáramos sobre ellos a hacernos pajas y dormir, por fin, la mona de aquella borrachera purificadora de sangre y basura, de fuego y lefa.
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