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Una nueva peripecia preadolescente y sanferminera para mi colaboración en blogsanfermin.com, con la aparición estelar de Vicky Larraz, Las Vulpess, Mayor Oreja, pastores alemanes como Diplodocus y dobermans majaretas y colmilludos:
OLÉ OLÉ
En una de las últimas apariciones estelares de Estafetakoa en el blog hablaba de aquel episodio sanferminero en que a Los Pecos casi los tiran al pilón los mozos de este pueblo grande, y eso me recordó un lance sanferminero preadolescente y por tanto algo ridículo que permanecía sepultado en mi memoria y que paso a relatar: fue hace muchos años, cuando Vicky Larraz cantaba en Olé Olé y en las piscinas privadas de Pamplona traían a los grupos y artistas que salían por la tele en Aplauso (una vez los del Anaitasuna, creo recordar, fueron más lanzados y recurrieron a otro programas más modennos, como La Bola de Cristal, y se animaron a organizar un concierto de Las Vulpess; total, que vendieron 43 entradas).
El caso es que aquel año en el Club Natación iban a actuar los susodichos Olé Olé, con Vicky Larraz al frente, y yo no sé por qué, pues a ninguno de la cuadrilla nos iba aquella música, decidimos colarnos. Y eso que de tres, dos éramos en aquella época socios de la piscina (dato, que por otra parte revela que de cuadrilla nada). Sin embargo, todavía no teníamos la edad necesaria para entrar, así que optamos por saltar la valla de la piscina que había al otro lado de las pasarelas, por donde los caballos de Goñi. Mi relación con las pasarelas nunca había sido nada buena. Siendo niño y todavía sin acabar las clases de perfeccionamiento de natación, un día vi venir por ellas, de frente, un pastor alemán que parecía un Diplodocus y no se me ocurrió mejor idea que tirarme al río. Prefería ser devorado por las fauces del Arga antes que por las de aquel animal. Por suerte era verano y el agua solo llegaba hasta los tobillos. En invierno, por el contrario, a causa del caudal, solían retirar las tablas de madera y solo quedaban los pilones de piedra, que teníamos que pasar saltando de uno en uno cuando el Pisahuevos, el cura que nos daba gimnasia, nos mandaba a hacer el cross. Yo iba a uno de aquellos centros de apartheid sexual, los Escolapios, y las clases de gimnasia consistían invariablemente en hacer La Beloso, o sea recorrer al trote y en este orden: Media Luna, cuesta de Beloso, serrería de La Txantrea, Magdalena, pasarelas y Media Luna otra vez. Para cuando llegabas a las pasarelas ibas follado (hablando figurativamente, claro) y mientras dabas saltitos de un pilón a otro el Arga bajo tus pies rugía llamándote por tu nombre.
Pero creo que nos hemos despistado un poco. La cosa es que tras atravesar las pasarelas decidimos saltar la valla del Club Natación. Había una leyenda que decía que durante la noche en las zonas verdes que quedaban tras ella soltaban unos dobermans a los que no daban de comer (Mayor Oreja y el negocio de la seguridad privada, todavía no habían hecho su agosto), lo cual acrecenta todavía más mis dudas: ¿Éramos jóvenes temerarios y sedientos de aventuras? ¿Llevamos aquel día algún chuletón al que previamente habíamos inyectado cloroformo? ¿Vicky Larraz era para tanto? Supongo que los tiros iban por ahí. Por aquellos años, recordemos, todos nos apiñábamos frente al televisor para ver si a Sabrina se le salía la teta durante la Gala de Nochevieja. Por una teta éramos capaces de todo, incluso de ser devorados por unos perros locos (otra leyenda decía que a los dobermans les iba creciendo el cerebro dentro de sus cabezas chiquiticas hasta que se convertían en asesinos en serie).
Una vez que saltamos la valla, sin embargo, por allí no se veía ningún perro majareta y colmilludo y, por el contrario, sí alguien apostado en el puente que llevaba hasta el otro lado del río, donde actuaba el grupo. “No controles, mis vestidos. No controles, mi forma de bailar porque soy total y a todo el mundo gusto”. Nos escondimos detrás de un bloque de piedra sobre el que había plantada una torre de luz. De vez en cuando alguno de nosotros se asomaba y el vigilante siempre estaba allí. Hasta que en una de esas nos vio. Y se acercó. Y nos descubrió. “¿Pero qué cojones hacéis ahí?”, dijo. “No controles, lalailolailola”, cantamos nosotros, pero no coló, el tipo nos echó, yo creo que conteniendo la risa. Así que saltamos la valla de nuevo y regresamos por donde habíamos venido, o sea, por las pasarelas, y luego por la Media Luna, y lo hicimos también a ritmo de cross, porque aquello estaba lleno de navajeros, y de gente borracha, o follando (esta vez sin el sentido figurativo), y después nos fuimos a casa, donde ya estarían algo tardados…
Fue, ya digo, un episodio preadolescente y ridículo, al que sigo sin encontrarle sentido. Sobre todo cuando busco en el Google: Olé Olé+Vicky Larraz, y me aparece una con el pelo cardado, y con hombreras y con más ropas estrafalarias, de las que no parece que vaya a escapársele ninguna teta.
¿Por qué escribes?» es lo que pregunta un periodista a un escritor cuando no ha leído sus libros. Una pregunta fácil, a la que se supone una respuesta difícil. Pero, ¿qué responde un escritor que sabe que el periodista no ha leído sus libros?
Tópicos, frases hechas, titulares trillados: «Escribo porque lo necesito»; «escribo porque no sé hacer otra cosa»; «escribo para que me quieran»… Casi ningún autor es capaz de reconocer que, a menudo, se escribe por pura venganza. En palabra de la escritora peruana Gabriela Wiener: «Pocos autores estarían dispuestos a reconocerse como unos cabrones».
Reportaje publicado en Gara
La segunda parte del cómic «La comunidad», editado por La oveja roja, narra la aventura de un grupo de jóvenes del 68 francés que desafiaron al capitalismo con un proyecto de vida rural en común. Se instalaron en las inmediaciones de una vieja molinería y siguieron a otro modelo de vida que no era el vigente.
Patxi IRURZUN
Yann Benoît, uno de los dos protagonistas principales de este cómic, pisó por primera vez un supermercado con 35 años. Un dato que, en cierto modo, resume la historia de «La comunidad»: el auge y caída de un proyecto común, la aventura colectiva de unos jóvenes que tras el 68 francés desafiaron al productivismo y al capitalismo, y trataron de demostrar al mundo que existía un modo de vida alternativo a la sociedad de consumo; y que -esa fue su pequeña victoria- a pesar del tiempo transcurrido siguen demostrándolo, gracias a este cómic.
«La comunidad (segunda parte) es la continuación de un título que publicamos en 2009 y que reconstruye la trayectoria de una de esas comunidades neorrurales que tras el 68 intentaron cambiar las bases de este mundo», nos cuenta el editor de la editorial madrileña La oveja roja, Alfonso Serrano. «Su larga historia -más de una decena de años- está llena de paralelismos y aprendizajes útiles para el neorruralismo actual. Este es un cómic sobre una opción que para muchos se está convirtiendo en alternativa económica y vital».
En esta segunda parte, el dibujante Hervé Tanquerelle, el otro protagonista principal de esta historia y autor del cómic, retoma la entrevista con su suegro, Yann Benoît, a través de la cual nos va contando las peripecias de «La comunidad». Si en la primera parte pudimos ver el desembarco del grupo en el mundo rural, estableciéndose y reconstruyendo una vieja molinería (La Minoterie), los andamiajes ideológicos con que levantaron esta (antimilitarismo, feminismo, etc.), en esta segunda entrega nos encontramos con el grupo en pleno apogeo de su proyecto: la autarquía como medio de vida parece haber triunfado, pero pronto comenzarán a surgir distintos ritmos y anhelos entre los que forman el colectivo (por ejemplo entre quienes tienen hijos y quienes no -hasta 18 niños, llegó a haber en La Minoterie-), las dificultades económicas, la pérdida de confianza colectiva…
Hervé Tanquerelle vuelve a utilizar los mismos recursos narrativos y técnicos que en la primera parte, los flash-back, la alternancia de diferentes estilos, del humor con las reflexiones políticas (son descacharrantes, por ejemplo, las relaciones con los vecinos agricultores y fachas)…
«Siempre me ha interesado lo que sucedió en el 68 y en los años 70. Siempre pensé que ese período era un `paréntesis encantado’, -cuenta el dibujante-. Cuando conocí a mi suegro, enseguida sentí una gran curiosidad por saber, por comprender lo que había vivido en esa época. Yo pasé mi infancia en las afueras de Nantes, en un contexto familiar clásico, ideológicamente de izquierdas. No conocía gran cosa del movimiento comunitario y sin duda tenía bastantes ideas preconcebidas sobre él».
Yann Benoît, por su parte, afirma que el verdadero héroe de `La comunidad’ es Tanquerelle, su yerno: «Nunca es fácil narrar con el tono justo una historia personal, y más aún cuando ésta es indisociable de una experiencia colectiva. La curiosidad y las ganas de Hervé de querer comprender de veras nuestras motivaciones de entonces me han obligado a volver la vista atrás, a analizarlo con mucha calma. De repente, también yo he comprendido qué me motivaba de verdad. Ahora, cuarenta años después, al leer el cómic, al final casi tiendo a mirar con bondad, con cariño, a esos jóvenes barbudos y greñudos que querían cambiar el mundo… y la vida». Unos jóvenes que, en realidad, no buscaron aislarse de la sociedad, ni romper con esta, sino servir de ejemplo, con sus logros y sus errores, para quienes crean que hay vida más allá del supermercado, del trabajo asalariado y del resto de los no tan sagrados mandamientos del capitalismo.
Mientras se descongelan las gulas, el champán se enfría y un cuñado dice Zaragoza con un polvorón en la boca, el escritor Willy Uribe lleva ya tres semanas en huelga de hambre. Ha dejado de comer para reclamar un indulto para David Reboredo, un extoxicómano gallego que ha ingresado en prisión después de haberse rehabilitado y al que se le acusa de haber vendido dos papelinas en el año 2006. La protesta de Uribe no es una cuestión personal (y a la vez lo es, en un su sentido más radical). El escritor vasco no conoce al extoxicómano gallego, pero a la vez podía haber sido él (los dos pertenecen a una generación en la que miles de jóvenes cayeron como moscas por culpa de la heroína, un pequeño y silencioso holocausto que nunca se ha investigado, ni ha habido interés en investigar). Uribe tomó la decisión de solidarizarse con Reboredo por eso, pero sobre todo por un agravio comparativo, al saber que cuatro mossos d’ escuadra eran indultados y reindultados después de haber sido condenados por un caso de torturas (otro pozal de mierda, el de la tortura, que tampoco conviene remover). La huelga de hambre de Willy Uribe va por ello mucho más allá del caso Reboredo. Es una huelga de hambre que denuncia situaciones que se repiten y perpetúan en un país en el que ante la justicia todos no somos iguales, ni siquiera aunque lo diga un rey (en realidad un rey, sancionado además por un sanguinario dictador, no es la persona más adecuada para hablar de igualdad). Ante un juez o ante un ministro de justicia no cuenta lo mismo ser pobre –una especie de pecado original e imborrable- u honrado, que rico o asalariado con un hueso (un uniforme, un cargo político…) al servicio del mal, o sea del capital. Una desigualdad sobre la que en realidad se basan todos los pilares sobre los que se sostiene un sistema de castas al que algunos llaman con desfachatez democracia (“Nosotros, los demócratas”, es de hecho una de sus frases favoritas).
La huelga de hambre de Willy Uribe es por tanto una protesta en favor de Reboredo, pero también de cualquiera de todos nosotros (porque cualquiera de nosotros, en realidad, podríamos también ser Reboredo, cualquiera de nosotros podríamos perder, estamos perdiendo el trabajo, la casa, la igualdad de oportunidades para estudiar o acceder a los servicios sanitarios y quizás por ello la esperanza, o los nervios, lo cual también nos convierte en sospechosos y potenciales “delincuentes”); y es sobre todo, esta huelga de hambre -y esa es la cuestión personal- una protesta en favor del propio Willy Uribe, una cuestión de dignidad personal y profesional (Uribe, con modestia, ha dicho que su huelga de hambre no es la de un escritor, sino la de una persona normal, pero no es cierto, en realidad un escritor es alguien que sabe contar mejor que el resto lo que está pasando y para un escritor hoy en día mirar a su alrededor y contar es algo que está poco menos que obligado a hacer); una protesta que contagia además esa dignidad y transmite la esperanza de saber que no todo está perdido cuando hay personas que están dispuestas a sacrificar su propia salud, su propia vida, por otras personas, y por una sociedad civil, por una auténtica democracia en la que la igualdad y la justicia no sean solo un polvorón que se deshace en la boca y cae hecho migajas sobre la mesa entre risas.