Una crónica de la intervención de Javier López Menacho en el Foro Auzolan (Pamplona), sobre su libro “Yo, precario” o la literatura como salvación, los peligros de la fama y un máster en miedo.
Antes de ir a ver a Javier López Menacho al Foro Auzolan de Pamplona estuve en dos asambleas, una en la escuela de mis hijos, que se ha quedado pequeña, tienen en ella a los niños amontonados, como si el colegio fuera, o pretendieran que fuera un contenedor, una lata de sardinas, todas calibradas con el mismo tamaño y bañadas en el mismo aceite industrial, con el que engrasar la máquina en el futuro. Hablaron, entre otros, los profesores y no pudieron evitar mostrar su desánimo y su cansancio, que en realidad era un grito de auxilio: ¡Son vuestros hijos! Después, me paré en la asamblea de parados. Hay más de cincuentamil en Navarra –yo soy uno de ellos, desde hace demasiado tiempo— y solo unos cincuenta irreductibles en esa asamblea. Parados, en realidad no están, y allá andaban tramando nuevas movilizaciones, llenos de optimismo, manteniendo encendida la llama. Luego seguí para Auzolan, en busca de Javier, comprendiendo, en parte, el porqué del éxito de su libro: en “Yo, precario”. López-Menacho se convierte en un cartógrafo que ha trazado las líneas de todo ese mapa que cruza y cubre las ciudades de punta a punta, todo ese paisaje, toda la esa orografía emocional que la crisis ha dibujado: montañas de desánimo y, a la vez, pozos repletos de agitación y esperanza.
Desde mi bandeja de entrada a mi plato de sopa
A Javier lo conocí hace unos meses. Alguien me habló de él, antes de que él hablara todo el mundo. Yo andaba preparando una antología de cuentos sobre un conocido deporte para altos en el que Javier es un experto y en el que yo fui una estrella infantil (en serio, lo digo). Me lo recomendaron, nos escribimos, congeniamos (una misma visión sobre la literatura como tabla de salvamento, catarsis, chocolatina para el espíritu, necesidad vital, sueño en el que creer y por el que vivir)… Después ya vino todo lo demás (lo suyo, digo, lo del libro, las entrevistas, su éxito, las sucesivas ediciones…; para mí la vida seguía igual, como decían Hertzainak que decía Julio Iglesias). Y así le puse cara y camisa de cuadros, lo vi en fotos, en la tele, en periódicos, cuando me tomaba la sopa, de modo que al encontrarnos en la librería Auzolan lo reconocí en seguida, y él a mí, se acercó, nos presentaron me abrazó, (“Ah, que ya os conocéis”, “Sí, bueno, por email”, “Ah, como se conoce ahora todo el mundo”), luego empezó a llegar gente, mucha gente, Javier se puso frente a ella y empezó a hablar, con todas las tablas que en solo mes y medio han puesto bajo sus pies, a veces con trampa, como si fuera un cadalso, y en las que él demostró que se mantiene firme e intacto.
Un inciso
(Aquí, en Literaturas.com, me pidieron una entrevista con Javier López Menacho, después de haber interceptado una comunicación entre nosotros por Facebook; lo que viene a continuación son algunas de las cosas que dijo ayer Javier, pero yo no he hecho otra cosa que robárselas a Roberto Valencia, coordinador del Foro Auzolan, hábil y empático interrogador, viviseccionador de libros, donado hablador, mejor escritor…).
Haciendo el Arturo Bandini por Barcelona
A Javier López Menacho en Pamplona le pasó mismo que cuando llamó para el trabajo de hombre-chocolatina del que habla en su libro: que lo contrataron en cuanto lo escucharon hablar, con su acento jerezano; aunque afirmar esto no es del todo justo, dos de las personas más antipáticas y con menos salero que yo he conocido en mi vida eran dos vecinos andaluces de mi bloque, por una parte, y por otra, en Auzolan Javier no llevaba la cabeza cubierta, se mostró sin máscara, con su sinceridad y su inocencia aplastantes, así que en realidad Javier se ganó al público por su acento pero sobre todo por las palabras sobre las que lo ponía. Empezó contando una historia que era una película de Hollywood (“Porque para uno de Jérez Barcelona es Hollywood”): chico que deja un trabajo más o menos seguro y aburrido y apisonador y busca cumplir su sueño, se va a Barcelona en busca de él, se apunta a másters y cursos de literatura con nombres muy largos, pero también tiene que hacer un ejercicio práctico de realismo sucio y pagar el alquiler, consigue trabajos basura, hombre-chocolatina,speaker de partidos de fútbol, escribe por las noches, envía lo que escribe a una editorial, le contestan, les ha gustado, lo publican, el libro cae en manos de Gemma Nierga, va a su programa, a Javier le tiembla el café mientras habla, pero eso por la radio no se ve, salen más entrevistas, aquí, allá, otra edición del libro, va a Ana Rosa, se agobia con la repercusión mediática, se mira al espejo, decide a quién quiere ver ahí enfrente, ahora elije él a donde va, elije, por ejemplo, el Foro Auzolan y nos cuenta todo esto.
El máster en miedo
Todo esto él lo cuenta mucho mejor, que conste, y cuando uno lo escucha tiene la impresión de que López Menacho es un hombre bueno y que cree además en la bondad humana (“La mayoría de la gente es buena”, dijo). El problema, quizás —esto lo digo yo— sean las minorías, los resentidos, los envidiosos, quienes cuando ven un hombre bueno lo primero que intentan es malearlo. Javier ha perdido la cuenta de las entrevistas que ha hecho y en muchas de ellas quien preguntaba muchas veces no se había leído “Yo, precario” ni falta que le hacía porque ya tenía las respuestas y los titulares escritos antes. Otras veces la lectura de “Yo, precario” era intencionadamente superficial, no pasaba de la anécdota, el hombre-chocolatina, ja, ja, no llegaba al fondo trágico de la historia ni a la socialización de esa historia, pues López Menacho en su libro no habla solo de sí mismo, sino de todos los precarios (sin agitar ninguna bandera ni ponerse un megáfono en la boca, eso sí). Hay, quien, incluso —también pasó en Pamplona— lo acusa de ser un fraude, alguien que ha “utilizado” la precariedad. “Tiene usted toda la razón”, contestó con toda amabilidad el hombre bueno, pero también dijo que si su precariedad económica quizás podría tener vuelta atrás, podría volver a Jerez a casa de papá y mamá, también existe una “precariedad del alma”, la de aquel que no puede trazar su propio camino, mirar hacia delante, labrarse un futuro…
López Menacho es, también un hombre sincero. “¿Por qué nunca citas los nombres de las empresas que te contrataron?”. “Por miedo. Porque he trabajado para ellos y ellos saben todo sobre mí. Yo en miedo tengo un máster”, dijo, y también dijo que escribe por egoísmo, “Me interesaba quitarme el diablo que llevaba dentro; lo estaba pasando muy mal”, y que la dignidad es una responsabilidad de todos, que tal vez no sea indigno solo quien paga cuatro euros a la hora, sino, a veces, según cómo, también quien decide cobrarlos, o está dispuesto a aceptar determinados trabajos o condiciones.
Una llama encendida, otro email más y algunos pintxos
López Menacho, en definitiva, y eso es algo que transmite a su modo de escribir y eso es probablemente, en parte, el secreto del éxito de su libro, Javier López Menacho es un idealista, un hombre optimista, un hombre sencillo y sin malear, un hombre que quizás hace falta en un panorama literario en que algunos valores como la confianza en el género humano, la solidaridad, la bonhomía, no han tenido mucho caché durante demasiado tiempo. Alguien que también mantiene encendida la llama y al que me gustaría haber llevado a la asamblea de la escuela. Alguien que, cuando salimos de la librería, recibió ya en su móvil un email de alguien que había estado presente en ella y que le decía que se había sentido muy reconocido en todo cuanto contaba. Hay, en definitiva y sobre todo, empatía en “Yo, precario”. Cuando salimos de la librería, por lo demás, Javier dijo que iba a idealizar Pamplona, tras su triunfante intervención —y también tras algún que otro pintxo—. Luego, nos despedimos y algunos —la vida sigue igual— nos quedamos en la Pamplona de verdad, con una crónica pendiente que escribir.