CUENTO SANFERMINERO POR CAPÍTULOS. TEXTO: PATXI IRURZUN. FOTOS:
LUIS AZANZA
CAPÍTULO 5 (y último)
Aquellos sanfermines y los peculiares actos de su programa festivo fueron algo excepcional. En lo que se refiere a lo sucedido en el partido, sólo se les otorgó cierta relevancia al día siguiente, en el que, en efecto, la imagen del capitán merengue dando un beso de tornillo al escudo blaugrana, acaparó las portadas de todos los periódicos. Yo de hecho, madrugué, aquel 8 de julio, para comprar la prensa. Sin embargo, dado que me encontraba alojado en un hotel del casco viejo y faltaban sólo cinco minutos para las ocho, antes de dirigirme al kiosko decidí darme una vuelta por el recorrido del encierro. Lo hice por pura curiosidad, pues ya el día anterior, tras la fuga de las avestruces, el consistorio había anunciado la suspensión del resto de encierros e incluso el vallado había sido retirado por la tarde. Mi intuición, sin embargo, no me falló, ni a mi ni a otros miles de personas, que a pesar de todo, por una pura inercia festiva, se habían congregado en la cuesta de Santo Domingo, a la espera de que sucediera algo, no se sabía muy bien qué. Tras una espera de varios minutos la situación la resolvió espontáneamente la propia multitud adelantando el llamado “encierro de la villavesa”, el cual solía celebrarse el día 15 de julio, horas después de que concluyeran las fiestas. Éste heterodoxo encierro solía reunir a todos aquellos a los que nueve días de borrachera les sabían a poco. Solían ser lo mejor de cada casa y actuaban como si la no-fiesta no fuera con ellos, como si los sanfermines no hubieran finalizado y al igual que los días anteriores el encierro debiera celebrarse. La diferencia era que en lugar de correr —o más bien de hacer eses— ante las astas de los toros lo hacían delante de la primera villavesa (como llamaban en Pamplona a autobuses municipales) que aparecía por el recorrido del encierro.
Los chóferes de las villavesas solían disputarse el privilegio de conducir esa línea y yo lo entendí perfectamente aquella mañana, pues el espectáculo de una legión de borrachos ejecutando arriesgados recortes a un autobús municipal, cayendo de bruces ante sus ruedas o siendo heridos por los retrovisores, resultaba entre patético y sobrecogedor (y también un tanto pestilente, pues tras el paso de la procesión de dipsómanos impenitentes en el aire quedaba un vapor irrespirable, mezcla de vino peleón, orina y vómitos).
Durante el resto de las fiestas el encierro de la villavesa se repitió puntualmente, sin incidentes reseñables (excepción hecha del día en que un camión de reparto de barriles de cerveza se adelantó al autobús de línea y fue desvalijado por los corredores).
En realidad no tiene la menor importancia, lo cito sólo porque curiosamente mi mala suerte, el hecho de que me encargaran la guía turística de los sanfermines en el año de la lengua azul, me permitió ampliar la perspectiva, conocer en profundidad unas fiestas que según pude comprobar tenían muchos más matices, colores, o escenarios que aquellos por los que eran mundialmente conocidas: el encierro y las corridas de toros. Ello, por supuesto, repercutió en mi guía, que resolví como era habitual en mí con profesionalidad y elegancia, a pesar de las calamidades. Después de todo —esto, modesto que es uno, todavía no lo había contado—, por eso mismo me llaman “Güan”, que aparte de ser la transcripción fonética que delata mi origen malagueño, alude a mi solvencia como redactor. Y es que está mal que yo lo diga, pero un servidor es conocido como el número uno, el “One” de la profesión. Puede que sea un gafe, un malhadado, un malasombra o sombrón, un agorero, atrabiliario, infausto, en suma, un cenizo recalcitrante, pero al menos mis guías son capaces de devolver a los lugares que visito el encanto que le arrebataron tsunamis, epidemias y otras catástrofes. Por todo ello, insisto, soy el “Güan” (bueno por ello, y por cierto cachondeito a cuenta de mis problemas con el inglés y su pronunciación; por cierto, que mi próximo trabajo será un recorrido por Nueva Orleans, la ciudad del jazz y la música cajún, de la casa del sol naciente y la buena mesa).
Por lo demás, concluido satisfactoriamente mi trabajo en Pamplona sólo me quedó la espinita de ver cómo lo que allá había sucedido aquella tarde de julio nunca se reconoció en su justa medida. Ni siquiera a la mañana siguiente, cuando, una vez presenciado el encierro de la villavesa, compré los periódicos y pude leer algunos de los titulares que hacían referencia al partido: “Circo Romano”; “El color del dinero”, decían algunos; y los más radicales —la prensa deportiva—: “Infamia”, “Patochada”…
Han pasado ya varios días desde esa que estoy convencido, sin embargo, de que fue una fecha histórica. Los sanfermines finalizaron y la canícula estival derritió como un helado aquel acontecimiento sin par, dejando sólo el rastro inapreciable de algunos lamparones sobre una camisa que se limpiaba cada día. En la sequía informativa del verano se diluyeron también otras noticias: los pinchos de moda durante aquel verano en los bares de Pamplona incluían siempre entre sus ingredientes delicias, muslos, yemas de huevo de avestruz; y la cuarentena provocada por el mosquito culicoides inícola, la enfermedad de la lengua azul, fue levantada en agosto, tras constatarse que no se habían producido contagios, volviendo a celebrarse por todo el país corridas de toros y encierros de reses bravas.
Después, el sol de verano redujo a la categoría de anécdota lo sucedido—un Barça-Real Madrid con las camisetas de los jugadores intercambiadas— hasta convertirlo en cenizas esparcidas en la memoria colectiva. Yo, sin embargo, estoy convencido de que a la vez esas cenizas son el lecho del que renace el polluelo de un ave fénix, y de que aquel partido fue trascendental para la historia invisible de la humanidad, pues todos cuanto lo presenciaron por un momento fueron capaces de ponerse en la piel de su peor enemigo, de comprender que debajo de la camiseta del equipo rival hay otra camiseta que todos compartimos, nuestra piel, y bajo ella, un mismo corazón, en el que, en el fondo, las tradiciones, la fe, las banderas ondeando al viento se hunden por pura casualidad, menos arraigadas de lo que creemos, tan frágiles que la simple picadura de un mosquito puede ponerlas en cuarentena.
Estoy plenamente convencido. Aquel partido fue un hito secreto, una efemérides de culto, un mojón escondido tras el follaje en el camino hacia un mundo mejor. Algo, en suma, para lo que no encuentro calificativos. Ni siquiera en mi diccionario de sinónimos.
FIN
CUENTO SANFERMINERO POR CAPÍTULOS. TEXTO: PATXI IRURZUN. FOTOS:
LUIS AZANZA
CAPÍTULO 4
El partido se ha celebrado respetando el horario y el lugar en el que lo hacen las corridas de abono de San Fermín: a las seis y media en la plaza de toros. Ello, la disposición geométrica del ruedo, ha obligado a alterar, además del color de las camisetas de los equipos participantes, el reglamento. Curiosamente, los cambios han aportado al mismo una frescura y una agilidad considerables. Había, por ejemplo, muchas menos interrupciones, pues cuando el balón rodaba por la arena no existían fueras de banda: rebotaba contra el tablado y volvía a entrar al terreno de juego (o más bien no acaba de salir). Circunstancia que los jugadores de más talento han aprovechado para ensayar nuevos jugadas: autoparedes, pases indirectos… Ha sido como si el fútbol volviera a su estado puro, el patio de colegio, el callejón suburbial, la playa ardiente…
Pero empecemos por el principio.
En las horas previas al partido se han producido algunas carreras y enfrentamientos en las inmediaciones de la plaza de toros. A los hinchas violentos de ambos equipos, al parecer, había dejado de hacerles efecto el antídoto inoculado por el chupinazo, que les había provocado el día anterior sensaciones extrañas, contradictorias para ellos, como la diversión responsable, el pacífico respeto al prójimo… Ahora por el contrario la resaca se presentaba especialmente virulenta y volvían en sí reafirmándose en sus posturas más trogloditas. Continuaban ambas aficiones, eso sí, inusualmente unidas, como una prolongación de los disturbios iniciados tras ser suspendido el encierro. Y es que su propósito era compartido: impedir a toda costa que una aberración como aquella —sus héroes vistiendo la camiseta rival; o más bien, la camiseta propia siendo profanada por sus acérrimos enemigos— llegara a buen puerto. Para ello ultrasur y boixos nois habían tomado los accesos a la plaza de toros, que en buena parte se encuentra además protegida por la antigua muralla de la ciudad, y desde la misma arrojaban a quienes trataban de acercarse botellas, de las que se encontraban perfectamente abastecidos. Pero ni siquiera semejante e inagotable arsenal —en unas fiestas eminentemente báquicas como éstas— les ha sido de mucha ayuda. Desde abajo otra alianza igualmente contra natura les ha hecho frente y ha tomado la plaza sin demasiadas dificultades: algunas peñas pamplonesas han hecho causa común con los antidisturbios. Ha bastado que algunos forasteros intenten decir a los mozos qué deben de hacer con sus fiestas, por dónde pueden pasar y por dónde no, para que se dirigieran a la plaza en bloque con la policía –y eso, que según me dicen por aquí ningún agente antidisturbios sería jamás admitido como socio en una peña pamplonesa—.
Una vez desarmados y cautivos los violentos el partido ha dado comienzo a la hora prevista. Se había pensado en distribuir al público de tal modo que por seguridad cada afición ocupara una mitad de la plaza, pero dadas las circunstancias semejante disposición ha resultado caótica e inoperante y a los únicos que se distinguía uniformemente ataviados eran los policías forales, justo en la línea entre sol y sombra. Por una parte, como había sucedido en el encierro el día anterior, muchos aficionados combinaban símbolos y banderas —y ropa interior— de los dos equipos; por otra el público autóctono mayoritariamente simpatizaba con el Barcelona —aunque lo hiciera por puro antimadridismo— pero respetaba escrupulosamente su indumentaria sanferminera, de un blanco nuclear.
Así las cosas, cuando el primero de los equipos, el Real Madrid, ha saltado a la arena se ha impuesto un abucheo que, poco a poco, ha ido disminuyendo hasta tornarse en tímido aplauso cuando los espectadores han comprendido que aquel equipo en realidad ¡era el Barcelona!
La ovación, por otra parte, ha coincidido con la aparición del Barcelona (que en realidad era el Real Madrid) y de ese modo ha sucedido el proceso contrario, los aplausos se han ido desvaneciendo al reconocer a algunos de los llamados galácticos y ha habido silbidos, que a su vez se confundían con las palmas de los madridistas que distinguían bajo el uniforme blaugrana a Zidane, a Robinho, Ronaldo… Ha llegado, en fin, un momento en el que los vaivenes confusos de aquella marea de vítores y reproches se han transformado en una calma chicha, un silencio expectante, sólo roto por una carcajada nerviosa y generalizada, cuando los jugadores han posado para las fotos de equipo y se ha producido una avalancha de fotógrafos y cámaras que se han enredado en un cómico tumulto tratando de inmortalizar un momento como aquel.
No era para menos. Una foto de Raúl con el corazón blaugrana latiendo sobre su blanco pecho o la resplandeciente dentadura de Ronaldinho haciendo juego con la elástica merengue era portada segura al día siguiente.
Finalmente, cuando los periodistas han despejado el redondel ha dado comienzo, de una vez, el partido.
Yo —hago aquí un inciso— había entrado a la plaza con una acreditación de mi editorial, que a su vez lo era de dos o tres diarios deportivos, y me encontraba en las localidades reservadas a la prensa, por lo que asistía a los lances del juego emparedado entre media docena de locutores radiofónicos, quienes, terriblemente enojados, arrojaban sus opiniones sobre el enfrentamiento con la misma violencia con que los hinchas radicales habían arrojado antes botellas.
Sin embargo, por mucho que les pesara, tras unos minutos de confusión, el público se ha limitado a aplaudir unánime las nuevas jugadas, los regates espectaculares, a jalear los lances de pundonor y sancionar el juego sucio, sin diferenciar colores, aunque sólo fuera por evitar la confusión a la que les estaban llevando aquel partido esquizofrénico.
El único momento crítico ha llegado con el primer gol. El autor ha sido el capitán del Real Madrid, Raúl, quien tras batir al guardameta ha corrido inconscientemente primero a abrazar a los jugadores rivales, vestidos con la camiseta de su equipo habitual —en concreto se ha encaramado a los brazos de Etoo, tal vez porque en su día éste fuera compañero suyo—; después, algo aturdido, ha tratado de solucionarlo correteando hacia el tendido en el que ha visto ondear banderas madridistas, dándose cuenta a medio camino de que no hacía sino persistir en su error. Se ha vuelto, pues, y se ha dirigido hacia el otro extremo de la plaza, en el lugar en que se agitaban algunas senyeras, pero tampoco esa opción le ha convencido y finalmente se ha detenido torero en el centro del ruedo.
Y entonces ha sido cuando ha sucedido: Raúl ha cerrado los ojos, ha estirado con furia de la camiseta y llevándose el escudo del Barça a la boca lo ha besado apasionadamente. Un silencio sepulcral se ha apoderado durante unos segundos de la plaza. Como si de repente, en mitad de una misa, un obispo pisoteara una hostia consagrada. Un silencio estupefacto e incómodo. No se escuchaba nada, ni siquiera a los vocingleros locutores de radio. Parecía que el tiempo se hubiera detenido en un fotograma y todos los presentes por un momento intuyeran que en cuanto la película se reanudara ya nada sería como antes. De hecho, no ha servido de mucho que Raúl, al ser consciente de su equivocación, haya comenzado a toser y a escupir aparatosamente, como si en lugar del escudo del Barça hubiera besado a un demonio libidinoso y con halitosis. El partido ha transcurrido a partir de ese momento sumido en una sensación extraña, que no ha contribuido a difuminar el resultado final: 3 goles del Real Madrid (que en realidad era el Barcelona) por 2 del Barça (que en realidad era el Madrid). Un empate habría resultado mucho más apropiado, mucho menos complicado, habría reducido aquel acontecimiento a algo puntual, un espectáculo festivo e irrepetible, y desde luego habría ahorrado la terrible comezón que reconcomía los corazones de los aficionados más sentidos, quienes han abandonado la plaza de toros como almas en pena, despojados de las emociones que dejaban tras de sí los buenos partidos —la victoria, la derrota, la revancha…—, sin saber muy bien si habían traicionado a sus colores, si su equipo en realidad había ganado o había perdido y sobre todo si, en el fondo, ello tenía importancia alguna.
Continuará
CUENTO SANFERMINERO POR CAPÍTULOS. TEXTO: PATXI IRURZUN.
CAPÍTULO 3
Utilizar avestruces para el famoso encierro ya a priori resultaba una decisión absurda, rayana en lo cómico, contradictoria, paradójica, antinómica, disparatada, argüitiva… El toro es el animal noble, bravo y valiente por antonomasia, mientras que la imagen de un avestruz ocultando su cabecita en la tierra es símbolo universal de cobardía (unas atribuciones con las que de todos modos no estoy de acuerdo: los toros siempre me han parecido unos bichos algo cabezones, que en lugar de romperse los cuernos pensando en como escapar a una muerte segura —mostrándose más dóciles, por ejemplo, o renunciando a pelear— entran, con una puntería bastante burriciega, al trapo de aquellos que, a la postre, tras unas cuantas banderillas y otros platos de mal gusto, van a darles matarile. El avestruz, por el contrario, obra de un modo igualmente estúpido, pero al menos da muestras de una mente imaginativa, pues espera llegar con su cuello enterrado en la tierra hasta un mundo antípoda, hasta una ciudad del mundo al revés en donde los avestruces corretean felices y despreocupados porque allá la muerte no existe).
Sin embargo, los corredores habituales del encierro, los llamados divinos, no deben de leer a Bernardo Atxaga
[1] y la presencia de estos fantásticos animales les ha parecido hasta tal punto ofensiva que para la primera carrera han establecido una barrera humana a solo unos metros de los corrales de Santo Domingo. Su intención: detener la pantomima y evitar que se enviara al mundo una imagen ridícula de un acto que para ellos está revestido de un sentimiento trascendental, casi religioso. Todo ello sin demasiado éxito, pues hacía ya años que no se veía una afluencia tan masiva al encierro, no sólo de periodistas sino de público e incluso de corredores.
La policía municipal, calibrando como mínima la peligrosidad de los avestruces, ha relajado los controles de acceso al recorrido, y al mismo han entrado un elevado número de individuos evidentemente borrachos, que, con sus lamparones de kalimotxo, las ropas trastocadas y el caminar bamboleante aportaban al acontecimiento un inusual dinamismo y colorido, reducido en otras ocasiones a un blanco y un rojo ceremoniales. Por otra parte, entre la avalancha de corredores se han introducido unas cuantas decenas de activistas del PETA, el grupo ecologista que se manifiesta contra el maltrato animal en Pamplona durante los últimos años. Su protesta, que se ha convertido ya en un acto apócrifo del programa de fiestas, ha consistido, como es habitual, en exhibirse en cueros y ello ha provocado un efecto dominó, una corriente simpática entre la turba alcoholizada, que en buena parte se ha desprendido igualmente de sus ropas y ha mostrado sin pudor, en una especie de terapia colectiva, sus nalgas estriadas, sus genitales pendulones, sus barrigas cerveceras… El encierro, en definitiva, se ha tornado algo grotesco, circense, orgiástico; una marea de desinhibición que ha sido incapaz de contener el dique de músculos de los divinos. Dique que, por otra parte, se ha desmoronado en cuanto los avestruces han salido de los corralillos a una velocidad supersónica, como si viajaran a lomos del cohete que anunciaba la apertura de los portones.
Los animalicos han enfilado la cuesta completamente aturdidos, dando zancadas kilométricas y espasmódicos brincos que les hacían golpearse contra el vallado y la muralla, dejando un remolino de plumas a su paso. Ante tan amenazadora estampa, los divinos se han venido abajo, arrojándose al suelo, como un castillo de naipes, a medida que la manada se acercaba. Ésta, por su parte, avanzaba contraviniendo su condición de aves rátidas (aquellas que no pueden volar) y también todos los tópicos sobre su supuesta cobardía, pues al llegar a la altura de los primeros corredores, las avestruces, en lugar de esconder su cabeza en una alcantarilla, han agitado sus alas atrofiadas y propulsándose con las poderosas patas se han elevado tres, cuatro, incluso cinco metros y han saltado fuera del recorrido del encierro.
He sido testigo de la gran evasión en primera fila, pues me encontraba apostado en la cuesta del Museo, justo sobre la hornacina en la que los mozos cantan pidiendo protección a San Fermín antes del encierro, y lo cierto es que yo también me he encomendado al santo cuando he visto aquellos bichos primero elevándose y cubriendo apocalípticamente el cielo con sus aleteo desesperado y después cayendo uno detrás de otro, como siniestros paracaidistas, sobre nosotros.
La idea de sustituir a morlacos por avestruces, en definitiva, se ha revelado también a posteriori no sólo estrambótica sino incluso temeraria, pues los resultados del experimento han sido: una estampida humana entre el público que ha provocado el mayor número de contusionados en la historia de los encierros —yo, afortunadamente, he salido sin un rasguño—; la muerte de dos avestruces y la desaparición de otros seis; y una revuelta entre las hordas etílicas de corredores, que se han sentido estafados y han arremetido contra el mobiliario urbano al comprobar que finalmente la carrera no se llevaría a cabo. Por aportar, al menos, un dato positivo, que además tal vez sirviera de prólogo esperanzador para el otro gran acontecimiento del día, el Barça-Madrid con las camisetas cambiadas, se puede decir que en esta atípica mañana sanferminera se han visto muestras inusuales de camaradería entre miembros de las dos hinchadas, las cuales rompían escaparates y tiraban litronas a la policía hermanados en un solo bando. Eso sí, todo hay que decirlo, esto tal vez se debiera a que el “estriptis” previo al encierro ha revelado que muchos de ellos combinaban elásticas merengues con calzoncillos blaugranas, o viceversa, y de ese modo resultaba imposible discernir quién era quién.
El partido de esa tarde, en definitiva, prometía emociones fuertes.
Continuará
[1] Bernardo Atxaga abunda en estas y otras consideraciones sobre el avestruz en su obra “Lección sobre el avestruz”, que en realidad cito de oídas, pues no recuerdo si la he leído o no. La cultura del usar y tirar, el plagio remozado e inconsciente es otra deformación profesional del buen redactor de guías turísticas, uno de sus vicios convertido en virtud.
CUENTO SANFERMINERO POR CAPÍTULOS. TEXTO:
PATXI IRURZUN. FOTOS:
LUIS AZANZA.
CAPÍTULO 2
Pamplona por San Fermín es la ciudad del mundo al revés. Sólo aquí podía tener lugar ese Barça-Madrid con los colores de las camisetas cambiados (bueno sólo aquí y en cualquier otra ciudad cuyo ayuntamiento esté dispuesto a pagar algunos millones de euros a los equipos participantes, en lugar de gastarse ese dinero en, qué sé yo, guarderías o carriles-bici).
Para cubrir tan sonado acontecimiento han venido a la ciudad periodistas de todo el mundo mundial y también las facciones más facciosas de las hinchadas de ambos clubs, que se resisten a ver a sus héroes vistiendo la camiseta del eterno rival y que llegan, dicen, con intenciones de reventar la fiesta. Ésta, sin embargo, la fiesta, se ha encargado el primer día de engullir tanto a unos como a otros. En lo que se refiere a los hinchas violentos, en cuanto ha sonado el cohete ha sido como si éste dejara caer desde lo alto una bomba química, un gas de la risa, una metralla de buen rollo, un perfecto antídoto, en definitiva, que neutraliza las malas intenciones de cualquiera que no llegue a la ciudad a divertirse o ganarse honradamente la vida.
Las hordas de ultrasur y boixos nois, pues, se han diluido como corderitos sedados entre la bulliciosa multitud; y en cuanto a los periodistas, han estado bastante distraídos esta mañana cubriendo el primer encierro de la historia protagonizado por avestruces y que, ciertamente, se ha convertido en un espectáculodantesco, como ellos mismos —que seguramente no tienen como libro de cabecera un diccionario de sinónimos— sin duda lo calificarán mañana en los titulares de sus periódicos.
Continuará
CUENTO SANFERMINERO POR CAPÍTULOS. PATXI IRURZUN. FOTOS: LUIS AZANZA
Dedicado al club de fans de Patxi Irurzun (Gotzon & Zipo) y a sus churumbeles.
CAPÍTULO 1
Me llamo Güan y soy un cenizo. Sólo a un cenizo como yo, a un gafe, a un malhadado, a un malasombra o sombrón, a un agorero, atrabiliario, infausto (a estas alturas ustedes ya habrán descubierto que mi libro de cabecera es un diccionario de sinónimos), sólo a mí, en suma, que soy un aguafiestas —nunca mejor dicho—, podían haberme encargado una guía turística sobre los sanfermines en el año de la lengua azul.
Parece un chiste: la lengua azul es una enfermedad transmitida por un mosquito llamado culicoides imícola (parece el nombre de un pivot griego, pero es el nombre genérico del insecto); una enfermedad que afecta, entre otros, al ganado bovino, y que al ser altamente infecciosa ha traído como consecuencia la suspensión de corridas de toros y todo otro festejo que implique el traslado a pie de reses bravas. Por ejemplo, los encierros de Pamplona. ¿Se imaginan ustedes las fallas de Valencia sin fuego? ¿Unos huevos fritos sin pan? ¿Un domingo de resaca en estado vegetativo sin una película lacrimógena en la tele? Pues algo semejante entiendo yo que deben de ser unos sanfermines sin encierros ni corridas de toros.
Mi profesión, redactor de guías turísticas, es una profesión dura. No se enfaden. Yo sé que hay decenas de trabajos muchos peores que el mío (por ejemplo, esos actores que anuncian pomadas contra las hemorroides). Pero pónganse ustedes en mi lugar: ¿Cómo voy a escribir sobre los sanfermines si este año por la calle Estafeta en lugar de miuras y cebadagagos los mozos van a correr delante de avestruces?
Ustedes, evidentemente no conocen la respuesta, del mismo modo que yo no sé cómo un actor logra que le tomen en serio en los castings después de haber anunciado Hemoal o cómo se unta un huevo frito sin pan, pero no se preocupen por mí, son muchos años ya de profesión y en otras peores me he visto: por ejemplo, hace tan sólo unos meses, el terrible tsunami arrasó todos las playas paradisíacas que yo acababa de reseñar en mi guía del sudeste asiático repletas de gente sonriente. Realmente soy un cenizo recalcitrante y a veces hasta me siento un especie de autor intelectual de esas catástrofes (por otra parte he de reconocer algo avergonzado que me saco un sobresueldo como enviado especial, pues siempre soy el primero en llegar a las zonas devastadas).
Espero de todos modos que aquí, en Pamplona, la cosa no vaya más allá de la supresión de encierros y corridas de toros, aunque todo puede ser, pues para reemplazarlos el consistorio de la ciudad ha programado algunos actos que estén a su misma altura y sigan concitando la atención del resto del mundo, me temo que sin prever las consecuencias. Desconozco en qué puede acabar un encierro con avestruces, pero estoy convencido de que el acontecimiento programado para mañana, día 7 de julio, San Fermín, se convertirá en algo histórico: ni más ni menos que un partido de fútbol Barça-Real Madrid, con una particularidad revolucionaria: los jugadores del Real Madrid irán vestidos de azulgranas y viceversa, los del Barça, de merengues. Puede tratarse —lo que no sé si para bien o para mal— de algo memorable, fausto, indeleble, inolvidable, memoratísimo….
Continuará