Hoy he sabido, por un artículo de prensa, que el pasado 17 de julio falleció en México
María Luisa Elío. Igual el nombre no os suena, pero seguro que – al menos si habéis leído alguna vez
Cien años de soledad- no es la primera vez que lo veis escrito, porque a esta autora pamplonesa dedicó su famoso libro
García Márquez, y así consta en todas las ediciones del mismo. Ella, y su marido, el cineasta catalán
Jomí García Ascot, fueron unos de los primeros que supieron de las andanzas de los Buendía y que al oírlas de boca del colombiano, le animaron a seguir con el proyecto. Cualquier escritor sabe que enseñar o hablar de una obra cuando está se encuentra en período de gestación es peligroso, una opinión a favor o en contra puede ser determinante, hacer que la misma se abandone o se tuerza, o -por el contrario- también que se retome con ímpetu, se aborde con renovado brío… Recordemos, además, que, según cuenta García Márquez, cuando empezó a escribir esta obra que lo ha hecho universalmente conocido y supongo que millonario todo su patrimonio era una resma de quinientos folios en blanco.
El caso es que María Luisa Elío, además de todo eso, escribió un libro titulado Tiempo de llorar, en el que cuenta su vuelta con Diego, uno de sus hijos, a Pamplona, la ciudad en la que nació y de la que partió al exilio -a México- siendo una niña. ‘Regresar es irse,’ menciona en el mismo, al encontrarse con una ciudad triste y gris y opresiva, como la Pamplona de los 60… Sobre todo cuando como en su caso, los recuerdos no pueden ser sino deprimentes. El padre de Maria Luisa, el juez Luis Elío -uno de los primeros en las listas negras de falangistas y requetés, por rojo y por ser consecuente con sus ideas: repartió algunas de sus tierras entre quienes la trabajaban- permaneció tres años encerrado en un cuchitril, una pequeña habitación en la capital navarra durante la guerra civil -desde la que cada mañana oía los disparos de los pelotones de fusilamiento- hasta poder huir a Francia, donde, tras pasar por un campo de prisioneros, se reunió con su familia y emigró a México. Luis Elío, por cierto, da también cuenta de su experiencia en un libro titulado Soledad de ausencia (un libro que, como algunos otros –Los culpables, de Galo Vierge, del que colgaré en breve una reseña-, Navarra, de la esperanza al terror, 1936, o el que editó y reedito Pamiela sobre la fuga del fuerte de San Cristóbal, deberían de ser de lectura obligatorio en los centros educativos navarros).
Tristemente nadie o casi nadie sabe en Pamplona quién fue María Luisa Elío (a pesar de que la hayan recordado a menudo escritores de la talla de Miguel Sánchez-Ostiz, a través del cual llegué yo a esta autora), no hay una calle con su nombre (al contrario, se usan triquiñuelas para que permanezcan las de otros, como el Conde de Rodezno, por culpa de quienes el padre de la escritora hubo de enterrarse vivo y exiliarse, y tuvo suerte) ni se han hecho actos conmemorativos (quizás, probablemente, gracias a dios). Aunque no deja de ser triste en una ciudad que aspira a ser capital cultural (ja, ja, ja…).
Maria Luisa Elío, y lo suyos, de todos modos, intuyo que tampoco serían partidarios de ese tipo de actos, de hecho la muerte de la escritora (quien conoció y fue amiga de artistas como Luis Buñuel, Octavio Paz, Álvaro Mutis,Eliseo Diego -que también le dedicó un libro, Cuatro de oros...), su muerte, decía, fue anunciada discretamente en una pequeña esquela de un periódico mexicano, firmada por su hijo Diego, quien, por lo demás, dirige la editorial mexicana DGE / Equilibrista y sigue en la brecha, trabajando para que las resmas de folios en blanco se conviertan en patrimonio de todos.