(Artículo publicado en 2005, año del bicentenario de la muerte de Andersen, en DIARIO VASCO Y DIARIO DE NOTICIAS)
Es, este 2005, año de efemérides literarias, no sabemos si para bien o en detrimento de las obras y autores que se conmemoran. Es probable, por ejemplo, que miles de personas hayan leído durante estos últimos meses el Quijote, pero también es más que probable que otros tantos miles —incluso cientos de miles— hayan decidido, convertidos en víctimas colaterales del bombardeo mediático, borrarlo para siempre de su lista de libros pendientes. Contra lo que –aquí- pudiera parecer el del Quijote no es el único centenario que celebramos en estas fechas. Además cumplen siglos el prolífico, a ratos visionario y fantástico Julio Verne y el famoso autor de cuentos tan universales como “El traje nuevo del emperador” o “El soldadito de plomo”, Hans Christian Andersen, que es de quien nos vamos a ocupar en estas líneas.
El nombre de Andersen se suele unir inevitablemente a los cuentos para niños y de hecho cada año el 2 de abril, fecha de nacimiento del genial escritor danés, se celebra el día internacional del libro infantil y juvenil. Sin embargo, Andersen escribió también novelas, piezas teatrales y, sobre todo, fue un incansable viajero. “Viajar es vivir”, sentenció en su libro autobiográfico “El cuento de mi vida”. Y Andersen, que murió a los 70 años, tuvo una vida prolongada: hasta 29 viajes realizó, por Europa, África y Asia, de los cuales dejó constancia en varios libros. En “Viaje por España” (hay una magnífica edición de Marisa Rey, publicada por Alianza editorial) relata el realizado entre septiembre y octubre de 1862 en un recorrido que le llevó desde La Junquera, pasando, entre otros lugares, por Barcelona, Valencia, Granada, Sevilla, Madrid o Toledo, hasta Behobia, hacia donde se dirigió vía Vitoria, en medio de una colosal nevada.
“Habíamos llegado al País de los vascos. El tren paró en Vitoria, una ciudad plena de recuerdos históricos y bélicos”. Y más adelante, tras rememorar las gestas de Zumalacarregui: “Nosotros ahora no veíamos sol ni cielo, solamente las oscuras nubes mientras la nieve caía; el viento soplaba ocultando la ciudad de Vitoria tras su blanco y trémulo cortinaje. Cada vez que abrían la portezuela del coche se colaba una bocanada de nieve; cada viajero que entraba se sacudía un carro entero de ella.
Andersen sigue camino hacia Olazagutía, final de vía, donde aguarda para tomar una diligencia en dirección a San Sebastián. En la localidad navarra decide quedarse en la estación en lugar de salir a través de la nieve hasta un restaurante próximo.
“¿Era esto estar en España?, se preguntada, aterido de frío.
Afortunadamente para él la temperatura se suaviza al reanudar el camino y llegar a San Sebastián, que le causa una grata impresión: “Entramos en un pueblo; los faroles estaban todavía encendidos a primera hora de la mañana. El pueblo tenía aspecto de ciudad, con casas bien construidas y grandes soportales. Estábamos en San Sebastián”.
Y más adelante: “San Sebastián está pintorescamente situado en una caleta del golfo de Vizcaya; las rocas que lo rodean se alzan en pico desde el fondo de sus aguas verdes y profundas. Vimos el pueblo a la luz del sol naciente, que tiñó las nubes de púrpura. Nadie nos había mencionado esta ciudad de modo especial, ni se nos había dicho que mereciese la pena una visita larga, la cual sin duda merece. Es una ciudad genuinamente española, con un paisaje maravilloso. En el verano florecen los jazmines silvestres en las montañas, el aire está preñado de fragancias. San Sebastián es la meta de las excursiones de muchos franceses; se nota que aquí uno está entre los descendientes de las tribus del país, los fornidos iberos, en su lengua: escauldunac.
Hans Christian Andersen volvería 4 años más tarde al País de los vascos en tránsito hacia Portugal (se alojó en la “Fonda de Beraza” de San Sebastián), pero este primer viaje que reseña en su libro “Viaje por España” lo realizó cumpliendo un viejo sueño que terminó por tornarse pesadilla. España había sido desde su infancia y en su fértil imaginación un lugar paradisíaco, el país de la luz y el verano eternos. A pesar de que “Viaje por España” se mantiene fiel a sus ilusiones y el país no sale del todo mal parado, lo cierto es que el periplo por el paraíso imaginado en su infancia fue infernal, como deja constancia en su diario. No se trata sólo de que en el país del verano eterno hubiera terminado hundido en nieve hasta las rodillas. Cuando llegó a La Junquera el escritor de Odense tenía ya 57 años y su obra era conocida en toda Europa. En toda Europa excepto en España, donde si bien se reunió con personajes como el Duque de Rivas o Cánovas del Castillo, que le trataron con una cordial indiferencia, se topó sólo con tres personas que conocieran su obra: un filipino, un alemán de paso y la hija de un orientalista.
Fue un golpe bajo a la vanidad de un autor acostumbrado a ser recibido y protegido por reyes o artistas de la talla de Charles Dickens. Lo cual, por otra parte, no está nada mal para el hijo de un zapatero pobre y una lavandera que limpiaba sus penas con aguardiente.
La historia de Hans Christian Andersen es una ejemplar muestra de superación por encima de todo tipo de barreras: sociales, físicas… Andersen es el patito feo de su propio cuento que acaba convertido en cisne. Nació en una cama que sus humildes padres construyeron con sus manos y con la madera de un ataúd –como si se tratara de la moraleja de cualquiera de sus cuentos—; fue un niño “raro”, que jugaba con muñecas y al que en una fábrica textil a la que entró a trabajar con 11 años desnudaron para verificar qué sexo tenía su voz dé ángel —un ángel feo como él solo—; con 14 años realizó su primer viaje –y probablemente el más importante-, a Copenhague, donde fue rechazado por su aspecto desastrado cada vez que intentó convertirse en bailarín o actor; recibió una educación tardía, desgarbado con 17 años entre alumnos de 11 y maestros que le golpeaban… Pero siempre fue consciente de su talento y confió en él, hasta convertirse en uno de los más grandes autores de la literatura universal y en uno de los mayores viajeros de su época. Y aunque vivió siempre en soledad —no fue correspondido por Edvardo Collin, hijo de uno de sus protectores, ni por Jenny Linn, famosa cantante lírica de la época, sus dos grandes amores—, la vida, fue para él –y así es como termina su libro “Viaje por España”- “el más maravilloso de los cuentos”.