AMIANTO, LENTO Y SILENCIOSO ASESINO
En 1986 los trabajadores de la fábrica de retretes POZAL S.A. que formaban parte de un programa de “reinserción laboral” pararon la producción y se encerraron durante casi un mes. Lo que motivó este hecho fue que los materiales con los que trabajaban contenían amianto, y como consecuencia de su manipulación, comenzaron a enfermar uno tras otro. Al cabo de casi un mes de encierro se produjo el violento desalojo en el que murieron dos de ellos. El suceso pareció no importarle a nadie, es mas, no sólo no conmovió el fatídico final, sino que todos los trabajadores que se encontraban en contacto con el mineral maligno ya habían sido juzgados como “inservibles” abocados a morir en una fábrica, que tenia cada día mas beneficios a costa de la vida de unas personas que habían sido engañados vendiéndoles una “nueva oportunidad” en la vida.
El relato es estremecedor, no solo por el fatal desenlace, sino porque se trata de una historia no del todo ficticia que Patxi Irurzun narraba en su novela “Ciudad Retrete” [1] . En los años ochenta, POZAL S.A. podía ser cualquiera de las numerosas fábricas donde se utilizaba amianto, mineral que gozaba de múltiples utilidades en aquella época y era empleado en mas de tres mil productos a pesar de las consecuencias letales tanto en la salud de los trabajadores expuestos como en cualquier otra persona que estuviera en contacto con él.
El amianto en el Estado Español ha sido más conocido por su nombre comercial “Uralita”, filial de la multinacional Eternit, que comenzó a fabricar “fibrocemento” en 1920 utilizado primordialmente como aislante en la construcción y tuberías de agua por sus propiedades ignifugas, aislantes, su larga duración y bajo coste. Desde su extracción hasta la eliminación de los deshechos, pasando por su utilización se liberaban importantes cantidades de fibras que se insertaban en los pulmones de los trabajadores provocando distintos tipos de enfermedades mortales como la asbestosis, mesotelioma y cáncer de pulmón.
En el 2002 se prohibió su producción pero se estima que alrededor de 140.000 trabajadores estuvieron expuestos a crisolito o amianto blanco. El índice de mortalidad por amianto se incrementó un 90% en el periodo 1992-2002. Lamentablemente, con la prohibición del amianto no acaba su historia, dado que los cánceres causados por el mineral pueden presentarse hasta 30 y 40 años después de la exposición. Por este motivo la asociación de victimas del amianto AVIDA [2] estima que “hasta el año 2010 se producirían unas 1500 muertes anuales de personas expuestas al amianto entre 1960 y 1975, tasa que aumentará hasta 2300 muertos entre los trabajadores expuestos en 1991”
Tras estos datos desgarradores, es inevitable preguntarse cómo se ha llegado a esta situación, y mas cuando en 1930 se constataba una relación entre asbestosis y fibras de amianto y ya en 1973 la Organización Mundial de la Salud reconocía que la exposición a amianto causaba mesotelioma y cáncer de pulmón. Es evidente que ha existido un “pacto de silencio” de las empresas, administraciones y mutuas de accidentes de trabajo. Según manifiesta Ángel Cárcoba [3] desde el Departamento Confederal de Salud Laboral de CC.OO., “no se conoce ningún caso donde un médico de empresa o de mutua haya certificado a favor de las victimas”. De igual forma, los trabajadores de la fabrica Fibrocementos de Levante denunciaron que no les daban los resultados de los reconocimientos médicos para ocultar lo que estaba ocurriendo “porque sin enfermedad, no había problema”.
Junto a todo esto, también cabe destacar que para el reconocimiento de la enfermedades profesionales los trabajadores se ven obligados a pasar por procesos judiciales con los costes tanto temporales como económicos que conllevan, y aun así muchas veces sin ningún éxito, encontrándonos actualmente, con una Infra-declaración cada vez mas acuciada de las mismas, ya que si echamos un vistazo a las estadísticas nos damos cuenta que, curiosamente, en el Estado no muere prácticamente ningún trabajador por enfermedad profesional.
Las victimas del amianto han conseguido, tras casi 70 años de “silencio” culminar su lucha, por el momento, en el proceso de Turín donde los principales encausados son los dueños y responsables, de Eternit Suiza y Bélgica, que han dominado la producción de amianto por todo el mundo durante un siglo. Se les acusa de la muerte de 2.619 trabajadores, y se pide un millón de euros de indemnización para cada victima y penas de trece años de cárcel para los máximos responsables de la empresa, ampliable a los principales accionistas.
La lucha contra el amianto no termina aún, todavía quedan cerca de dos millones de toneladas de amianto en edificios, vagones y naves industriales en el Estado español y 150 países donde está permitida su extracción y transformación. Francisco Martínez, trabajador de la fabrica Fibrocementos de Levante señalaba que “el amianto es un bomba del tiempo”, el cronometro esta encendido, la avaricia empresarial nos asedia a todos. Tras encabezar una larga lucha con la que se consiguió la prohibición del amianto, Angel Cárcoba en su alegato “Yo Acuso” [4] realiza un llamamiento para la creación de un Tribunal Penal Internacional del Trabajo“donde comparezcan y se diriman las responsabilidades de quienes convierten el trabajo en lugares de violencia, enfermedad y muerte”.
[1] Irurzun, P, 2002, Ciudad Retrete, Txalaparta
[3] Ángel Cárcoba Alonso es miembro del departamento de Salud Laboral de CC.OO. Presidió el Grupo de Trabajo de la Comisión Europea sobre amianto.
[4] Cárcoba, A., 2008, Yo acuso, Departamento de salud laboral de CCOOESKORBUTO: HISTORIA TRISTE
(También estaba muy bien y era una joya para la bibliografía eskorbutiana aquella maqueta con fanzine, Ya no quedan más cojones, Eskorbuto a las elecciones, que yo me compré una vez en un puesto del Paseo Sarasate, en Pamplona (a mí me costó 200 pelas y luego la he visto en ferias de coleccionistas a 60 euros) y que me dejé levantar por partida doble: el fanzine por una chica del instituto que me hacía tilín (y me quedé sin fanzine y sin chica) y la cinta, prestándosela a un amigo para que la derritiera el sol en el salpicadero de su furgoneta. ¡Ay!).
Alguien rodará esa película si todavía queda algo de honradez y también de memoria, esa memoria que se pierde entre las páginas de los libros de historia y que sin embargo es la verdadera Historia, la que vivieron los hombres y mujeres anónimos, la de los bares, las fábricas, los bloques de viviendas… La de, en este caso, las calles, las casas ocupadas, las furgonetas de la policía y los siniestros calabozos -algunas cosas nunca cambian-… La historia de una generación perdida, desaparecida, borrada de esa Historia con mayúsculas durante los salvajes y felices años ochenta por aquel holocausto con minúsculas que fue la heroína y el bicho, el SIDA, y también una vida que se quedaba pequeña, aburrida, fea y abocaba por ello inevitablemente a la muerte. Una generación que merece justicia histórica y que, aunque descreída, escéptica, recelosa de etiquetas, idolatrías y cualquier otra palabra que atentara contra la libertad individual, que la diluyera entre una multitud aborregada(las multitudes son un estorbo), tuvo también sus mártires, como Iosu y Jualma, los dos miembros de Eskorbuto muertos en aquel combate contra la rutina y contra aquella emergente democracia de mentirijillas en la que seguía habiendo mucha policía y poca diversión. Una película en tonos grises, oscurecidos por el humo de fábricas que cerraban de un día para otro en la margen izquierda del Nervión, y por la que deambulen de las filas del INEM a los primeros gaztetxes, de las comisarías a las bajeras, jóvenes con pelos largos y caras enfermas que se cagaban en dios, en la patria -daba igual como se llamara- y en un rey por cuya calavera estaban dispuestos a cortarse los testículos.
Entretanto, mientras llega la película, Eskorbuto, al menos ya tiene un libro, una biografía que recoge en buena parte lo que fue la Historia Triste de aquella banda que se hacía llamar la más honrada del mundo. Historia Triste, además de un testimonio histórico de la vida salvaje en los años 80, es una biblia atea para los eskorbutines, los fieles seguidores del grupo, aquellos que en aquella época se convertían en escudos humanos para los hostias que le llovían al mismo tiempo desde todos los lados («En España nos llaman terroristas; en Euskadi nazis», solían decir, pues además de sus enemigos naturales -los militares, los partidos…- se enfrentaron también con lo que ellos consideraban un montaje comercial y político: el Rock Radikal Vasco; arremetieron contra las Gestoras Pro-Amnistía al sentirse desprotegidos tras una detención en Madrid, pasaje del que se da cuenta repetidamente en el libro…), y que pasados los años ven -estos eskorbutines- como muchos de los que en vida odiaban a Iosu y Jualma citan ahora sus frases, aquellas frases que eran puras sentencias.
«Historia triste» reúne una completa biografía del grupo (incluidos algunos memorias del propio Iosu Expósito), todas sus letras, recuerdos de personas que estuvieron próximas a ellos -Fermín Muguruza, Roberto Mosso…-, fotos inéditas, artículos periodísticos… Curiosamente parece que hablar de Eskorbuto forzaba a escribir muy bien (Pablo Cabeza, Josu Arteaga, Oscar Beorlegi), con una profundidad inusitada. Tal vez porque Eskorbuto no era sino una versión encuerada a ritmo punk-rock de la filosofía, las dudas que a lo largo de los siglos han asolado al ser humano: dios, la enfermedad, el sueño, la muerte…
Superviviente
Soy un guarro. Ahora mismo, aquí me tenéis, manoseando el retrete de un bar. Bueno, es sólo una metáfora, en realidad estoy escribiendo esta columna, pero existe un estudio de la Universidad de Arizona, según el cual se encuentran 400 veces más bacterias en el teclado de un ordenador que en la taza de un inodoro. Claro que en la vida hay que arriesgarse. El otro día, por ejemplo, decidí por fin comerme una de las moras que resisten, como una anomalía urbana, en las zarzas de la Cuesta de Santo Domigo. La tenía fichada desde hacía varios días, la veía ahí cada vez que bajaba a comer a casa, desafiando al tigre que se agazapaba en mi estómago. Tan tranquila, orgullosa, sintiéndose una superviviente, convencida de que ningún urbanita milindri sería capaz de zampársela, del mismo modo que no bebería agua del Arga o no permitiría a su hijo chupar los caramelitos que un señor le ha regalado a la puerta del colegio. Pero a mí ninguna mora se me pone chula, y por fin un día, en un arrebato jipi, me la tragué. Fue como volver a aquellos años de colegio y borotas, de tapias y sol, en los que las ovejas ramoneaban en el Campo del moro y las bacterias nos dejaban en paz porque escribíamos con bolis BIC, que nuestras madres compraban por racimos a Donan Pher, el emperador del bolígrafo… Qué tiempos. Después vino la desilusión, resultó que un día uno se daba cuenta de que Donan Pher en realidad quería decir Fernando, si lo leía del revés; o que -muchos años más tarde- una noche, bajando por la Cuesta de Santo Domingo, el tipo que caminaba dando tumbos unos metros por delante de ti echaba una cálida, dorada y prolongada meada justo sobre el zarzal con el que alimentabas todos tus recuerdos de infancia.