Un texto para el catálogo solidario de Artsalud / ALCER
Este relato, que también apareció publicado en el diario ADN, antes de que me echaran de muy malos modos, forma parte del libro-catálogo de la asociación Artsalud, que recopila textos, fotos y cuadros de artistas en un proyecto en favor de ALCER, la asociación de lucha contra enfermedades del riñón. Me lo entregó en mano la pasada semana el pintor y poeta Ángel González González, coordinador del proyecto, y con el que pasé un día desopilante en el Monasterio de Yuste y Plasencia, como enviados especiales de la revista Reliquias&Jorobas, del que ya daré cuenta en otra anotación de este cuaderno de bitácora.
OXÍGENO
Hay un cuento de Pío Baroja en el que el mismísimo dios desciende a la tierra durante una procesión y desdeñando a todos los poderosos, se aparta para besar la frente de una vieja prostituta. Me acordé de él hace unos días, poco después de haber cogido la villavesa (o esa subcontrata que el ayuntamiento tiene con una empresa de transporte animal para mi barrio). Por increíble que parezca, en la lata de sardinas en la que yo me monté, había una burbuja de aire, hacia la que me abrí paso desesperado. Necesito ese burbuja, respirar dentro de ella para sobrevivir el resto del día. Un hueco en el que desplegar mi botella de oxígeno: un libro. Pero esa mañana no leí una sola línea. El aire en la burbuja estaba viciado, olía a sudor, vino, orina… Pronto descubrí, sentado en el suelo, al mendigo. Era ya un anciano, y llevaba varios días deambulando por el barrio. Hice todo el trayecto, como el resto del pasaje, a una distancia de seguridad, tratando de repeler aquel hedor. Y después, apenas bajé del autobús, me olvidé del hombre, engullido por la marea de peatones apresurados, a los que, poco más adelante, detuvo un semáforo. Fue entonces cuando cruzó ante mis ojos otro autobús, y vi pegado al cristal, el rostro de un niño con síndrome de Down, que saludaba a todos los que esperábamos. En una mañana como aquella era lo más parecido a un ángel. Y, sin embargo, nadie se fijo en él, todos tenían la mirada clavada en el muñequito rojo del semáforo. El niño, de todos modos, de repente sonrió. Vi sus ojos entornarse, elevarse sobre toda la masa de peatones y posarse a nuestras espaldas. Entonces me giré, y allá estaba el mendigo, agitando su mano, devolviéndole al pequeño el saludo, sonriendo él también.
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