Club de lectura de verano: «El triunfo» (Francisco Casavella)
EL TRIUNFO, de FRANCISCO CASAVELLA
y otras novelas quinquis
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 21/08/21
El Vaquilla, José Luis Manzano, Sonia Martínez, Dum-Dum Pacheco, los supermirafioris, los tirones, El Pico, Perras callejeras, El Pico 2, los chutes de heroína en primer plano, los navajeros, nuestras madres apuntándonos a judo para defendernos de los navajeros… ¿Quién no recuerda a los quinquis y el cine que los reflejó, las películas de Eloy de la Iglesia o de José Antonio de la Loma?
Aquel fenómeno social, aquella realidad de los años setenta y ochenta fruto de un desarrollismo salvaje que arrojaba a la cuneta, a los descampados, poblados y barrios de aluvión, a cientos de jóvenes de clase trabajadora —condenados, no obstante, al desempleo, la heroína, y la delincuencia, en ese orden— fue documentada fielmente por el cine quinqui, cuyas películas eran a menudo interpretadas por los propios delincuentes juveniles, convertidos de ese modo en héroes populares y trágicos, con tristes finales en la mayoría de los casos. El cine quinqui se reivindicó como un subgénero en sí mismo, que también tuvo su banda sonora: Los Chichos, los Chunguitos, Los Calis, La banda trapera del río, Burning…
Un
escritor sobrado
La
literatura, sin embargo, apenas se ocupó de estos bandoleros de extrarradio,
con honrosas excepciones, como la primera y brillante novela de Francisco Casavella, El triunfo (1990),en la que se narra la historia de cuatro rateros de poca monta
atrapados en el fuego cruzado entre dos bandas que se disputan el dominio del
Barrio (entiéndase el barrio chino de Barcelona).
Francisco Casavella, escritor enorme y malogrado (murió con 45 años, apenas unos meses después de recibir el Premio Nadal por Lo que sé de los vampiros, y tras haber escrito obras descomunales como la trilogía El día del Watusi), se llamaba en realidad Francisco García Hortelano, es decir, compartía apellidos —que no parentesco— con otro famoso escritor, Juan García Hortelano, lo cual le llevó primero a leer sus obras y después a dedicarse a la literatura. Es como si te llamas Guillermo y te apellidas Séspir, con esas gracias no te queda otra que probar suerte escribiendo, suerte que en el caso de Casavella le fue favorable.
Su primera novela, El triunfo, tenía de hecho un título premonitorio y reveló que nos encontrábamos ante un escritor de fuste. En ella, como decimos, se cuenta la vida de Palito (el narrador), el Topo, el Tostao y el Nen, cuatro jóvenes rumberos barceloneses que asisten a una guerra entre la vieja guardia, un grupo de legionarios que ha controlado el hampa del Raval, y los nuevos kies, los “moros” y los “negros”, que irrumpen con fuerza en el barrio. Junto a la narración en primera persona de Palito, que podía ser la extrapolación a la literatura de El Torete o el Pirri interpretándose a sí mismos en el cine, y que se vale de la jerga y el buen oído del autor (algo fundamental a la hora de escribir novelas quinquis), aunque sin despreciar una elaboración literaria o poética del discurso… junto a esa narración de Palito, decíamos, en la novela se intercalan una serie de capítulos en los que el Ghandi, el capo del barrio, expone su visión de la jugada, en este caso con un lenguaje más lírico, incluso arcaico, en un contraste que parece un alarde de Casavella, mostrando de partida todas sus cartas de escritor sobrado (de talento).
El triunfo es mucho más que una novela sobre quinquis, rebasa con creces el carácter documental, y en ella también late una tragedia clásica, el enfrentamiento entre un hijo (el Nen) que intenta desagraviar la memoria de su padre, y aquel que se lo arrebató, el Ghandi, quien representa la fuerza bruta, la ley del más fuerte y de la costumbre; y es, además, una novela que junto con la oralidad, el lenguaje callejero, bebe de fuentes clásicas, de Shakespeare (a quien se cita al inicio) o del Diablo Cojuelo (el Nen y los rumberos buscan refugio a menudo en los tejados, sobrevuelan su destino trágico en la tierra, observando la ciudad desde las alturas y alejándose de ella, de su violencia y su crueldad, mientras cantan rumbas y beben vino).
La
lírica lumpen
Tal vez sea El triunfo de Casavella la
primera, o una de las primeras novelas quinquis, si bien es cierto que en la
literatura española existe una larga tradición de obras sobre el hampa o la
pequeña delincuencia, que va desde la literatura picaresca (¿qué es sino una
novela quinqui Rinconete y Cortadillo?),
pasando por las novelas de los bajos fondos de Madrid de Baroja (la trilogía de La
lucha por la vida) o Galdós (Misericordia, Nazarín…) hasta el
Pijoaparte de Marsé, la Cecilia Ce
de Mercè Rodoreda o Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos.
Y, hablando de literatura quinqui, no podemos desde luego obviar algunas de las novelas —posteriores a la de Casavella— de Montero Glez, como Manteca Colorá, Talco y bronce o Sed de champán (con aquella primera frase memorable: “El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era lo único en el mundo que jamás le daría por el culo”).
Montero Glez, como Casavella, cuenta en ellas historias de soldados rasos, pobres diablos reclutados por la fuerza o por las circunstancias para guerras entre narcos o grupos de delincuencia organizada… Por esas trincheras de barrio bajo pululan prostitutas, pequeños camellos, ladronzuelos, pícaros… Y como Casavella, Montero Glez posee por una parte el don del oído, la capacidad de captar la voz de la calle, de los barrios, el nuevo y cambiante lenguaje de germanía, y por otra de convertir toda esa materia prima en una suerte de afinada lírica lumpen o rumba literaria.
Otras novelas quinquis
Algo de lo que, en mi opinión, adolece Javier
Cercas en Las leyes de la frontera,
con la que intentó acercarse al fenómeno quinqui, y en su caso a la figura de
El Vaquilla, emulada a través del Zarco, el protagonista de la novela, a la
cual le falla el tono, como le falla el oído al autor (el resultado viene a ser
como cuando alguien intenta imitar a un rapero colocándose una visera al
revés).
La novela de Cercas, según él mismo ha reconocido, parte de una visita que hizo en su juventud a un poblado de barracas en Girona y la impresión que le causó, por una parte, y, por otra, de una exposición que el CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) dedicó a los quinquis y cuyo catálogo, titulado Quinquis de los ochenta, es un buen compendio de esa subcultura, en el que se recogen testimonios, carteles de películas, carátulas de discos y casetes… No hay, sin embargo, apenas alusiones a la literatura (excepto a Los mundos marginados. Poemas de la cárcel, de David González, que ya citamos aquí en otra ocasión).
De haber sido así, de haberse dedicado un apartado a los libros, además de las novelas de Casavella o Montero Glez, podríamos haber incluido en él, entre otros (a la hora de citar siempre se corre el riesgo del olvido o la ignorancia, pido disculpas) a Paco Gómez Escribano (Yonqui, Manguis, etc.), Eduardo Romero y su Autobiografía de Manuel Martínez o a Gabriel Oca Fidalgo, un tan magnífico como desconocido autor leonés, que además de haber conocido de primera mano los infiernos de la heroína, se ha inyectado en vena también a escritores como Celine, Bukowski, Burroughs o El Ángel, y se nota, vaya que si se nota, en sus recomendables novelas La carretera muerta, Ansiedad o la última de todas ellas titulada, precisamente, Una novela quinqui.