EL ÚLTIMO PEATÓN (1)
MIERDAS DE PERRO
Me convertí en el último peatón por culpa de King África, el día que sonó en el viejo reproductor de cedés del coche una de sus canciones. Fue un error, que conste. “Punk extremo”, había escrito yo en el disco hacía miles de años, sin recordar que grabé aquello para una vez que me tocó turno en una txozna de 5 a 8 de la mañana, esa hora en que hasta los piesnegros bailan al son de Raffaella Carrá, Georgie Dann, Camilo Sesto…. El caso es que cuando se oyó aquello de “¡Booooooomba!”, el motor del coche infartó. Normal. Yo, en realidad, me compré el coche para oír música, así que en aquel reproductor solo habían sonado AC/DC, Motorhead, La banda del abuelo… A mí conducir me daba asco: esa cara de perro que se le pone a la gente al volante, los listos que se cuelan por el arcén, los que aparcan en doble fila, los que piensan que la distancia de seguridad es el hueco que les dejas para que adelanten… Las clases de filosofía las deberían impartir los profesores de autoescuela. Pero es que luego pilla tan lejos el centro comercial, el fútbol, el estanco cuando llueve…
Decidí, pues, que era un buen momento para desacelerar, para decrecer, para dejar de disparar indiscriminadamente balas de humo por el tubo de escape… No es que de repente me hubiera convertido en un guai, solo es que el del taller se puso una capucha y me apuntó con la calculadora cuando le pregunté por cuánto me saldría desfibrilar el motor. Asustado, corrí a refugiarme en casa y allá estuve un buen rato, dejando que el sofá me tragara, que los gritos en el televisor de los juligan y de Belén Esteban me disolvieran en esa nada feliz de la mente en blanco, pero sobre ella se dibujaba una y otra vez esa palabra: “Peatón, peatón…”. Desvelado, pensé que lo mejor sería asumir cuanto antes mi nueva condición bípeda, y decidí, para empezar, hacer una misión de reconocimiento y acercarme andando al súper del barrio.
Fue entonces, al pisar la acera, cuando empezaron a aparecer las mierdas de perro. Mierdas de perro inundaban la ciudad. Y allá estaba yo, el último peatón, bajo aquel sol de justicia, solo frente a ellas, mientras en las casas los vecinos escuchaban el telediario, y se oían las voces de ministros, economistas, gurús paniaguados aventando el miedo y la mierda. Más mierda. Mierdas de perro. Unas tú las pisas y otras te quieren pisar. Escuchando a los vecinos insultar a esos televisores y a sus perros ladrar. Últimamente todo el mundo tenía un perro, eso lo explicaba todo. Pero ¿cuándo los sacaban a pasear? Supuse que de madrugada, cuando nadie pudiera hacer preguntas indiscretas, ni pronunciar esas palabras terribles como estigmas: ERE, subsidio, desahucio… Los perros no hacían preguntas. Los perros olisqueaban el miedo de sus dueños y después lo cagaban sobre las aceras, o meaban sobre las paredes, en las que alguien, hacía mucho tiempo, había escrito alguna de esas pintadas que nadie parecía recordar en los barrios. Pintadas antiguas como “Revolución” o “Huelga General”. En los barrios los vecinos solo recordaban el nombre de sus perros. Bueno, yo al menos había echado a andar, era el último peatón, pero también podía ser el primero, pensé, y esquivé una mierda de perro enorme. Una mierda del tamaño de King África.
Colaboración para Udate (Gara)
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