LA ALCALDESA ES UNA POSESA (O EL DÍA QUE ME SALUDÓ LA BARCINA)
Así me lo contaron y así lo cuento yo.
Fue un amigo que estuvo trabajando un año en una de las casetas de la feria del libro de Madrid:
—Una vez nos compró un libro una de las infantas, esa que dicen que es tontica—eso dijo mi amigo, yo no sé si es verdad, lo que sí sé es que la otra hermana es una lista—. El caso es que le sacaron un montón de fotos —continuó— y ella se fue tan contenta con su libro; pero cuando se despejó la zona, apareció uno de los guardaespaldas y lo devolvió, devolvió el libro. Y exigió también el dinero que había costado.
Fin de la cita.
Esto otro no me lo contaron, me pasó a mí: una vez, unos sanfermines, me saludó la Barcina. Yo estaba trabajando de barrendero, en el turno de noche. Empezábamos a las cuatro de la madrugada y acabábamos a las diez o las once de la mañana, dependiendo de la cantidad de jiña que ese día hubiera excretado la ciudad y/o de la resaca que tuviéramos nosotros. A la hora del encierro hacíamos una parada para almorzar, a la altura de Casa Marceliano. Los bares de los alrededores solían invitarnos, no sé si por pena o por solidaridad. Pinchos. Caldico. Algunos hasta algún trozo de tarta (pero no diremos cuáles para que no los lleven a la Audiencia Nacional). También teníamos reservado nuestro propio hueco, entre las dos vallas, junto a los de la cruz roja, la prensa, los enchufados… Y fue por ahí por donde pasó la Barcina, por entonces alcaldesa (uno de los gritos de moda en el txupinazo aquel año fue, de hecho, “La alcadesa es una posesa”). Muy pizpireta, muy diplomática, muy bienqueda con los currelas (“Hola, buenos días, buen trabajo”, dijo), muy bienqueda sobre todo con los fotógrafos, que inmortalizaron el momento. No sé si al día siguiente salió algo en los papeles, no quise mirar, me daba lacha que alguien pudiera reconocerme (no vestido de barrendero, por supuesto, sino saludando a la Barcina).
Y así habría quedado la cosa, de no ser porque media hora más tarde, cuando acabó el encierro y todo el mundo se había ido a comer churros y los fotógrafos a ver si al revelar les salía un premio Pulitzer, mientras nosotros barríamos la mierda de la parte de atrás de ayuntamiento, aparecieron unos gorilas apartándonos a empujones y la Barcina se abrió paso entre ellos, y ya no saludaba, ni sonreía, y le daba igual que sus guardaespaldas nos empujaran, o desbarataran los montoncitos de basura que habíamos ido agrupando por el suelo… Se ve que la alcaldesa tenía prisa, que llegaba tarde a mover el cucu en el baile de la alpargata con Vargas Llosa, a decir “Que vienen los vascos” delante de alguna alcachofa, a alguna de esas cosas suyas…
Recuerdo que yo, todavía con la conciencia remordiéndome por haber sido bien educado y haber devuelto el saludo antes a la primera edila, en lugar de, no sé, tenderle la mano con el guante empapado en jugos lixiviados, a ver qué hacía, recuerdo, digo, que me puse farruco con uno de los guardaespaldas, pero poco, porque él enseguida se llevó la mano a la mariconera.
Y por eso también, digo yo, al final mi amigo tuvo que apechugar y devolver el dinero a la infanta. Porque cuando un gorila se palpa la ropa y los complementos uno no sabe muy bien si está buscando la cartera o una pipa.
Así me lo contaron y así lo cuento yo.
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