Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine On (diarios Grupo Noticias), 02/08/25
Hace
unas semanas me acredité como periodista para escribir una crónica
del concierto que Scorpions ofreció en Iruña el pasado 15 de julio.
No todos los días se ve la gira de sesenta aniversario de un grupo.
A lo largo de esas seis décadas los alemanes han ofrecido más de
cinco mil conciertos. De hecho, Scorpions ya tocó en Pamplona en
1997. Como cantaba Pablo Milanés, “el tiempo pasa, nos vamos
poniendo viejos” y la imagen que yo guardaba de Klaus Meine, el
cantante de Scorpions, que se movía por aquella época como un
huracán, distaba lógicamente bastante del ancianito heavy de
setenta y siete años que el pasado día 15 se mantenía a duras
penas −aunque
con una envidiable dignidad−
sobre
el escenario del Navarra Arena (yo, por mi parte, regresé a casa con
la espalda convertida en un acordeón tras tres horas de pie sobre la
pista -un lugar, amigos promotores, terrible para que los periodistas
veteranos tomen notas en los conciertos−).
Sobre
eso, el tempus
fugit,
o sobre la transformación radical que sufrió la ciudad en apenas
unas horas (del blanco sanferminero al negro con el que se vestían
las huestes metaleras) podía haber hablado en mi crónica, en esta
crónica, de no ser porque la acreditación tardó en llegar y cuando
llegó parecía una broma de mal gusto.
“Al
recoger su entrada deberá abonar en taquilla veinte euros para
charity”,
decía
el mensaje que me enviaron. Respondí indignado que no pensaba pagar
por trabajar y que qué demonios era eso de charity.
Tardaron, pero me respondieron que esa aportación era algo que
pedían a todos los periodistas e invitados y especificaron que el
“donativo” era para un refugio de gatos, a los cuales no pude
evitar imaginarme gordos y lustrosos y maullando el Still
loving you con
un collar de diamantes al cuello.
Contesté
de nuevo, explicando que mis aportaciones solidarias ya las hacía en
mi vida privada y para los fines que yo decidía y preguntando si esa
mordida (o ese clavada −de
aguijón, en
este caso−)
también la aplicaban a quienes montaban el escenario, probaban el
sonido, o a los propios músicos…
Finalmente,
la promotora, ante las quejas, decidió que la aportación fuera
voluntaria. Yo, por supuesto, no pagué. El periodismo ya es una
profesión bastante precarizada para encima tener que soportar estos
pequeños impuestos revolucionarios y este menosprecio por nuestro
trabajo (a ello se suman últimamente otras pretensiones igualmente
lamentables, como que sean las propias promotoras las que decidan qué
fotos deben publicar los medios). El concierto, por lo demás, muy
bonito.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine On (diarios Grupo Noticias), 16/08/25
Ojos
barrenderos. La expresión la utiliza el escritor Miguel Salabert en
su novela El exilio interior
para referirse a alguien
cabizbajo, con una mirada humillada. Y la utiliza de una manera tan
natural que al leerla pensé que se trataba de un término de uso
común, más o menos habitual en algunos lugares.
El
exilio interior refleja los
años, lúgubres, terribles, de la posguerra española, en los que
millones de personas tuvieron que vivir de esa manera, con los ojos
barrenderos, enterrados en vida por una losa de silencio durante los
cuarenta años de paz franquista −la
paz de los cementerios−,
habitando ese exilio interior al que Salabert alude en el título.
Escrita en la década de los 50 del pasado siglo, la novela fue
traducida y publicada por primera vez en francés en 1961. Después
vendrían otras ediciones en inglés, húngaro o griego. Y solo en
1988 llegaría a las librerías de España, en su idioma original.
Curiosamente,
si bien la novela fue silenciada durante todo ese tiempo, el título
de la misma, El exilio
interior, se socializó hasta
convertirse en un concepto recurrente para referirse a ese último
reducto de libertad, ese búnker que son la mente y las ideas y
principios de cada persona, que el totalitarismo, la injusticia, las
circunstancias adversas, no pueden asaltar. El propio Adolfo Suárez
utilizó el término, ante lo cual Miguel Salabert replicó: “Cuando
un Adolfo Suárez u otro cualquiera de sus congéneres emplea una
expresión de cuño literario, ya puede decirse que esta se ha
convertido en un lugar tan común como un urinario público, aunque
de mucha menos utilidad”.
Por
lo demás, la novela nos regala hallazgos literarios maravillosos,
esos ojos barrenderos que el autor deja caer, sin darle importancia,
en una frase corriente de la misma; pinceladas de humor (la primera
parte es casi una novela picaresca, ubicada en la infancia del
personaje durante la guerra y los primeros años de posguerra, los
años inhabitables, como los llama él); o un demoledor retrato de la
universidad franquista y la desesperada autodestrucción de sus
mentes más brillantes, con algunos descensos a los infiernos que
anteceden a los que describiera Luis Martín-Santos en Tiempo
de silencio.
Reeditada
por Hoja de lata, con prólogo de Isabelle Touton y Germán Labrador,
y con epílogo de la hija del autor, la escritora Juana Salabert, la
lectura de El exilio interior
nos hace recordar, por otra parte, que también hoy en día hay
millones de personas exiliadas dentro de sí mismas (por ejemplo,
aquellas a quienes no se reconoce su talento, usurpado por
oportunistas o por otros con menos escrúpulos y más dotados para la
sociedad del espectáculo) u obligadas a sobrevivir −sin
papeles, acechadas por la violencia machista, la pobreza, el
desahucio, el racismo…−
con ojos barrenderos.