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LA MENTIRA ES LA QUE MANDA (Patxi Irurzun) Empieza a leer.

Ago 6, 2024   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

ABRIL

Jamerdana, sábado 15 de abril de 2023

“Hoy han detenido a Silvio”.

Esa es la última frase que escribí en este diario, hace ya más de dos meses. A mí me parece que han pasado dos siglos. Y todavía no acabo de creérmelo. Pero es cierto. Tan cierto como que acabo de volver de visitar a mi hijo en la cárcel. Estoy reventado. Son casi quinientos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Tengo el culo carpeta, los ojos inyectados en cafeína, mis manos de señor mayor agarrotadas tras horas aferrándose con furia al volante…

Pero no es nada de eso lo que me agota.

Es la cabeza, que parece que me va a estallar.

Esta maldita cabeza mía que no se detiene nunca.

Cada vez que regreso de Soto del Real intento reconstruir en el coche los cuarenta minutos de la visita, como si de ese modo pudiera prolongarla hasta la semana siguiente y así no dejar solo, allí dentro, a Silvio.

−¿Qué tal la superabuela?

−Mucho mejor, Silvio, no parece que haya estado ocho días en la UCI. Te manda musus1y achuchones.

−¿Sabes, aitá? Me ha escrito El Drogas. Le pasaste tú la dirección, ¿no?

−Bueno, me la pidió él. Todo el mundo se está volcando con vosotros. Vamos a hacer todo lo que podamos para sacaros de aquí.

−Tranquilo, aitá, diles que estamos fuertes… −reproduzco en mi mente, una y otra vez, las frases que hemos intercambiado atropelladamente.

Y trato sobre todo de recordar los gestos que las acompañan, la tristeza de los ojos de Silvio tras el cristal, el leve temblor en su voz impostada. Busco en la armadura fisuras a través de las que ver las heridas que intenta ocultarme. Silvio nunca ha sabido pedir ayuda a tiempo. Siempre se ha comido a solas sus marrones. Siempre se ha tragado en silencio su dolor.

Una vez, cuando era pequeño, mientras jugaba en el patio de la escuela me di cuenta de que caminaba despacito, encorvado y sujetándose la barriga, y de que le costaba seguir las carreras de los otros niños. Parecía un viejo de seis años.

−¿Qué te pasa? −le pregunté.

−Nada, me duele un poco la tripa −contestó.

Al día siguiente, de todos modos, lo llevé al ambulatorio. Y de allí nos mandaron directos a Urgencias. Tenía una apendicitis aguda.

−Si llegan solo una hora más tarde habría sido ya una peritonitis −dijeron los médicos.

Ahora, tengo miedo de que en la cárcel alguien le esté haciendo daño. Cada vez que pienso en ello me vienen a la cabeza algunas escenas de películas carcelarias, como la de la pastilla de jabón que cae al suelo de la ducha; pero tampoco hace falta recurrir a algo tan chusco, recuerdo también otras imágenes más tangibles: el odio en los rostros de los carceleros, cuando nos cachean antes del vis a vis; el desprecio cuando se dirigen a nosotros — “Ah, ustedes son los padres de los “chavales” de Beirut, ¿no?”, dicen, y remarcan lo de “chavales” con un retintín sarcástico—; su placer sádico cuando nos hacen saber que la comunicación ha terminado…

Me siento impotente. Ya no es como hace unos años, cuando Silvio o su hermana Janis montaban algún pollo en el instituto y yo iba a hablar con el profesor, el jefe de estudios o los padres de los otros alumnos y les contaba que mis hijos lo estaban pasando mal, lo terrible que había sido para ellos la muerte de su madre… Ahora, por el contrario, me da la impresión de que nada de cuanto hacemos, las entrevistas y ruedas de prensa, las encarteladas y encierros, sirve para ayudarle.

Hay, sin embargo, algo peor que esa impotencia: el sentimiento de culpa.

Ahora mismo, por ejemplo, mientras escribo este diario en busca de un poco de alivio, no puedo dejar de notar clavados en mi cabeza los ojos de plástico del oso panda, ni de pensar, cada vez que me giro hacia la mesa en que reposa la enorme cabeza del muñeco, que dentro de una semana, mientras los otros padres encabecen la manifestación en solidaridad con nuestros hijos −los chavales de Beirut− y en contra del montaje policial y judicial del que son víctimas, yo estaré dentro de ese muñeco, a cientos de kilómetros, dando saltos y haciendo cucamonas sobre un escenario, en un concierto de los Lendakaris Muertos.

Jueves, 20 de abril de 2023

Hoy me ha tocado el turno de mañana con mi madre en el hospital. Cuando he llegado el médico ya estaba pasando consulta.

−¿A qué día estamos? ¿Cuántos son treinta menos tres? −le hacía esas y otras preguntas simples a mamá, que respondía desconcertada y humillada, entre otras cosas porque se daba cuenta de su torpeza, de sus errores y de la extrañeza de la situación, como si fuera otra persona a la que no reconocía la que hablara por ella.

−No se preocupe, es normal, después de unos días en la UCI salen desorientados −ha intentado calmarme el médico luego, en el pasillo, cuando le he mostrado mi preocupación.

−Pero ¿volverá a ser… como antes?

−Bueno, yo no sé cómo era ella antes.

−Pues… era una mujer muy activa, estaba al día, tenía la cabeza muy bien −he contestado, por no decirle que desde luego mi madre antes sabía perfectamente que treinta menos tres no eran doce y que no estábamos en 1972.

−Sí, tranquilo. Ustedes pueden ayudarle, hablen con ella, recuérdenle cosas. Después de una operación como esa, de las complicaciones, la hemorragia, tantos días sedada… es como si le hubiera pasado un camión por encima.

Hace unos meses —así empezó todo— durante una clase de bachata sensual la superabuela tuvo un mareo. Al principio mis hermanos y yo no le dimos importancia, pero unas semanas después volvió a desvanecerse en una manifestación antitaurina. Y, poco más tarde, cuando le sucedió de nuevo lo mismo en una salida del Kantuz2, supimos que los dos “mareos” anteriores no habían sido en realidad ninguna tontería, que en el segundo de ellos incluso se la había llevado una ambulancia a Urgencias. Ella no nos dijo nada , “por no preocuparos; y porque os ponéis muy pesados”, se excusó. En la tercera ocasión nos enteramos porque, tras recogerla de nuevo una ambulancia, la dejaron en el hospital en observación durante unos días y no tuvo más remedio que avisarnos. Le hicieron entonces varias pruebas y descubrieron que había algo que no funcionaba bien en su corazón.

−Habría que sustituirle una válvula, pero es una operación de riesgo −nos advirtió el cardiólogo.

−Bueno, estoy harta de andar haciendo el ridículo, cayéndome por todos los lados, como si fuera una vieja. Así que adelante −decidió ella misma.

Pero nosotros, sus hijos, no estábamos tan convencidos. Tal vez fuera preferible que mamá siguiera cayéndose de vez en cuando a que no volviera a levantarse nunca. De hecho, esta mañana, viéndola tan vulnerable, tan envejecida, tan irreconocible, me he preguntado si no debimos de insistirle un poco más para que se lo pensara mejor, antes de la operación.

Cuando he vuelto a la habitación me la he encontrado caminando hacia su cama a trompicones, apoyada en un andador y arrastrando el gotero. Llevaba la bata abierta por la espalda, dejando al aire un trasero que parecía un albaricoque pocho, y uno de los faldones, empapado, estaba convirtiendo el suelo en una pista de patinaje.

−¡Mamá, ya sabes que no puedes ir al baño sola! −la he reñido.

−¡Ay, chico! Ya no puede una ni hacer pis tranquila −ha protestado, mientras la ayudaba a cambiarse el camisón y a tumbarse en la cama.

Al mover las sábanas se ha elevado una vaharada de efluvios corporales, que se ha mezclado con el aire viciado del hospital y la respiración densa de mamá, como agua estancada en su boca. Pero también, entre todos esos hedores, he distinguido su olor, el olor de su piel que conservo todavía pegado a la mía y que compartimos desde que nací. He pensado entonces en lo que me había dicho el médico, hacía apenas unos minutos −“Hablen con ella, recuérdenle cosas”−, y he decidido empezar por el principio.

***

Creo que el primero de todos mis recuerdos es el día que murió papá, en un accidente de tráfico. Yo era muy pequeño, tenía solo tres años, pero conservo grabada a cincel en la memoria una imagen: nosotros, los cuatro hermanos, en el cuarto de estar, colocados, como hacen a veces los niños, cabeza abajo en el sofá, tratando tal vez de comprender desde esa perspectiva lo que estaba sucediendo tras el cristal esmerilado de la cocina, en donde se distinguía la silueta de mamá, sentada en una silla, con la cabeza entre las manos, mientras a su alrededor se acercaban a consolarla la abuela, los tíos y otras personas a las que no conocíamos.

Después, veo a mamá, frente a nosotros, en aquel sofá del cuarto de estar. Unos segundos antes se ha levantado de su silla en la cocina y todos le han abierto respetuosamente paso. Ella ha cerrado la puerta de la cocina, primero, y después la del cuarto de estar. Y se ha acercado a nosotros. En su rostro hay un gesto de dolor desconocido, imposible en el rostro invencible de una madre. Mamá, de todos modos, intenta dibujar una sonrisa, pero esta, tal vez porque nosotros la vemos del revés, se asemeja más bien a una grieta que se abre en un muro o a una costura que se suelta. Sergio, mi hermano mayor, al descubrirla tan abatida, hace ademán de incorporarse, como si comprendiera de repente que hay algo indecoroso o inapropiado en la postura en la que estamos, pero mamá le indica, nos indica a todos los hermanos con un gesto de su mano, que no nos movamos. Y no solo eso, después ella misma apoya la cabeza sobre el sofá, se da un pequeño impulso con las piernas y se coloca entre nosotros, haciendo igualmente el pino. Por último, mamá cierra los ojos y de la comisura de uno de ellos brota una lágrima, que se desliza por su frente y desaparece entre sus cabellos, en dirección contraria al que debía ser su cauce natural. Y así, cabeza abajo en el sofá, nos quedamos durante un buen rato los cinco, solos, aislados de todo cuanto sucede fuera de esa habitación, en una extraña paz.

LA MENTIRA ES LA QUE MANDA

Al protagonista de esta tragicómica y furiosa novela los problemas lo roen por todos los flancos. Su madre acaba de salir de la UCI y uno de sus hijos mellizos lleva varios meses en la cárcel, víctima de un montaje policial y mediático, mientras la otra viaja por Europa disfrutando de su año «orgasmus» . En medio de esa tormenta, nuestro antihéroe busca refugio bajo el disfraz de un enorme oso panda, acompañando al grupo Lendakaris Muertos en algunos de sus conciertos. Tras el éxito de Tratado de hortografía y Chucherías Herodes, esta tercera entrega de las peripecias del que fuera cantante de Los Tampones, el famoso grupo de Rock Radikal Vasco, aborda temas como la indefensión del ciudadano de a pie ante los tentáculos del poder o las relaciones familiares cuando nos convertimos a la vez en padres de hijos adolescentes y de nuestros propios padres.

Todo ello narrado con el habitual e inconfundible humor, fiero y entrañable, del autor.

“Patxi Irurzun es nuestro escritor vivo favorito”
Lendakaris muertos

“Una novela tierna y cabrona”
Miren Lacalle

«Hoy en día, a J.D. Salinger le llamarían el Patxi Irurzun estadounidense».
Kutxi Romero (Marea)

“¿Ya estás con tus gansadas otra vez, hijo?”
Blanca Ilundain, madre del autor

Para saber más: https://patxiirurzun.com/portfolio/la-mentira-es-la-que-manda-pamiela-2024/

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