Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 06/08/22
Por la mañana temprano hemos ido a andar. Hay tregua en
el infierno. La ola de calor ha dejado al retirarse una espuma de nubes grises
y estreñidas, que agradezco porque así no me tengo que vestir de Caillou, con
el pantalón corto y la visera. Habría pasado más desapercibido, de todos modos,
pues nos cruzamos con otras parejas de maduritos quechuas y dechlatones, muy
preparados para la vida moderna y andarina. Yo llevo puesta una camiseta del
Supermabo. Calculo que dentro de dos años será vintage y la venderán en el Zara, pero ahora resulta cutre. ¡Ay, qué
tiempos aquellos en los que las señoras salían a andar deprisa y con faldas de
tablas y los señores con las tetas al aire o con un paraguas colgando por
detrás del cuello de la camisa a cuadros!
Al volver, nos hemos cruzado con un empleado de limpieza
echando a los contenedores las bolsas que todos los cojonazos dejan por los
suelos. Me he acordado del verano que trabajé como barrendero. Recuerdo que era
invisible, o que quienes me miraban lo hacían con asco o con condescendencia. En
los barrenderos solo se fija el sol, que les clava sus rayos como machetazos en
la cabeza. Pero el sol no tiene la culpa, es su naturaleza. A los barrenderos
no los matan los golpes de calor, sino la indiferencia.
Antes de subir a casa hemos comprado algo en el súper. Al
pagar la cajera me ha preguntado si tengo tarjeta de cliente y yo le he dicho
en voz bajita el número de mi DNI, mientras controlaba de reojo si en la cola
había alguien con cara de hacker. La
cajera lo ha repetido cifra por cifra a grito pelado. Me ha pasado eso antes unas
quinientas veces más, pero merece la pena arriesgarse porque ahora tengo
acumulados 2,23 euros en la tarjeta.
Ya en casa he encendido el ordenador y he solicitado el
bono cultural para mi hijo, porque él, como el 90% de los chavales de dieciocho
años, no tiene DNI electrónico, ni Clave, ni ninguna de esas cosas que cuando
no te has olvidado la contraseña o el sistema no se cuelga o los SMS de
confirmación no se extravían sirven para hacerte la vida más sencilla. Ha sido
una cosa rápida, una o dos horas de nada, porque a mitad del proceso me han
pedido un documento de representación legal
que por lo visto cada cual debe autogestionarse. Cuando he ido a
imprimirlo, se ha acabado la tinta. Yo creo que cambié el cartucho hace un mes,
pero bueno… Por suerte tenía otro. Al sustituirlo, se han impreso tres o cuatro
páginas de prueba, con alineaciones y unos cuantos borrones bien oscuros y bien
empapados, y el cartucho ha vuelto a quedarse tieso.
Después de comer, hemos echado la siesta y luego hemos
salido otra vez a pasear, ya solo por el gusto de ponernos la chaquetica y
esnifar un poco de petricor, pues ha empezado a chispear. Hemos pasado junto a
las vallas de la piscina. No había nadie, solo un grupo de adolescentes
tumbados sobre la hierba mojada, con los cuerpos temblando después de salir del
agua o de jugar a verdad o atrevimiento. Me han dado envidia y también un poco
de pereza. Me he acordado de mí mismo, con esa edad, avergonzado de todo, por
ejemplo de mi aspecto físico. Algunas cosas ya las he superado, pero eso no.
Ahora yo soy esas señoras y esos señores que salen a andar deprisa, aunque
nunca seré capaz de hacerlo con las tetas al aire.
Luego hemos cenado, hemos intentado buscar algo en Netflix pero cuando llevábamos media hora intentando elegir nos hemos aburrido y nos hemos ido a la cama. En fin, mañana será otro día y todos seremos más viejos.
Todavía conservo mi primer Bukowski. Es una edición de La
senda del perdedor del Círculo de lectores (por cierto, con errata incluida
en su portada, pues el apellido del autor aparece escrito como Bukowsky). En mi
casa solía ser yo quien elegía los libros del Círculo. El vendedor, que pasaba
cada treinta días, traía junto con el libro seleccionado la revista con la
oferta para el próximo mes y la ficha para elegir la nueva compra. Esta
normalmente permanecía en blanco hasta el momento en que aquel vendedor volvía
a tocar el portero automático, con lo cual había que rellenarla a toda prisa en
el espacio de tiempo en que “el del Círculo” tardaba en subir las escaleras.
“¡Patxi, elige tú!”, me apremiaba entonces mi madre, pues yo era el único que a
lo largo de aquel mes se había tomado la molestia de ojear la revista. Aquello
tenía una ventaja, y era que las prisas impedían a mi madre supervisar mi
elección y desechar lecturas inapropiadas para mi edad. Por entonces tendría
trece o catorce años y los de Bukowski no eran precisamente libros juveniles —o
tal vez sí—.
Un
puñetazo en la mandíbula
Sea como fuere, recuerdo que La senda del
perdedor me impactó como un puñetazo en mi mandíbula lectora, desencajando
todo lo que yo hasta entonces entendía que era la literatura. Fue —extrapolándolo
a la música— como pasar de escuchar Parchís a los Sex Pistols. Sin transición. De Los Hollister, Julio Verne o El
pequeño Nicolás a todos aquellos autores a los que Bukowski abrió la puerta: Henry Miller, Céline, Hubert Selby J., los
beats… y John Fante, por supuesto.
“¿Pero se puede escribir así?”, recuerdo que me preguntaba mientras devoraba con ansiedad adolescente las páginas de La senda del perdedor. “¿Se puede hablar del sexo, la masturbación, el alcohol, el acné… —de todo aquello que a un adolescente le preocupaba— de este modo tan desenfadado, tan desabrido y tan divertido al mismo tiempo? ¿Se puede escribir de la misma manera que se lanza un uppercut o un corte de mangas?”
La pesadilla
americana Se
podía. Bukowski lo hacía en esa novela, que de todos modos probablemente sea su
novela más comedida, la menos y a la vez la más bukowskiana, porque en ella
está la precuela de todas las demás: Mujeres,
Cartero, Factotum… En las páginas de
todas estas novelas —que se publicaron antes que La senda del perdedor— el niño que mira con desconfianza el mundo
de los adultos o escucha sus conversaciones escondido debajo de la mesa camilla
—de esa magistral manera arranca la novela que nos ocupa— acaba convertido en
lo que siempre había sospechado: un fracasado que da tumbos de bar en bar, de pensión
en pensión, de un trabajo de mala muerte en otro…
La senda del perdedor, por el contrario, es una novela de iniciación, en la que Bukowski evoca su infancia y su primera y atormentada juventud; una novela en la que ya se advierte que el sueño americano es una pesadilla (hay una escena demoledora en la que durante una fiesta de graduación el protagonista va vaticinando el futuro que aguarda a cada uno de sus compañeros —lavaplatos, basurero, ladrón— mientras los profesores les entregan sus diplomas y peroran sobre la América de las oportunidades y el arcoíris al final del camino de baldosas amarillas); una novela, en fin, en la que se perfila el famoso alter ego del autor, Henry Chinaski, ese perdedor, solitario, borracho, fanfarrón, adicto al sexo y las apuestas de caballos, que odia el mundo y ama la música clásica y que escribe compulsivamente poemas y relatos para desahogar toda su perplejidad, su descreimiento y su ira.
Algo
más que folleteo y borracheras
El mundo de Bukowski/Chinaski, así visto, aparentemente no es muy atractivo
—excepto para todos aquellos que mostramos inclinación hacia lo sórdido y hacia
la épica del fracaso—, pero hay en su escritura algo hipnótico, un trozo de
cristal medio sepultado en un vertedero en el que se refleja el sol de una
manera deslumbrante.
Yo desde luego me sentí inmediatamente iluminado por esa luz
y comencé a seguirla con devoción, en la biblioteca, donde las fichas de los libros
de Bukowski aparecían manoseadas, mucho más que las demás, lo cual me
demostraba que había toda una legión secreta de bukowskianos que lo leían a
escondidas, pues lo cierto era que, según iría descubriendo, Bukowski era un autor
desprestigiado, al que los críticos ignoraban o desdeñaban, como una suerte de escritor
de segunda categoría, popular, para adolescentes o pajilleros, del mismo modo
que despreciaban a los escritores emergentes en los que la influencia del viejo
indecente era obvia, y a los que calificaban de imitadores o epígonos (en
realidad calificaban de epígono de Bukowski a cualquier escritor que
introdujera en sus novelas escenarios como una fábrica o un bar de barrio; y en
realidad si calificaban a esos jóvenes escritores de epígonos era porque
reconocían la originalidad de Bukowski). Aquellos críticos, en fin, se fijaban
más en el trozo de cristal del vertedero, que consideraban solo la esquirla de
una botella rota, que en la luz que desprendía, es decir, la poesía, la belleza
y la reflexión sobre la condición humana que a menudo se agazapaba tras el
realismo sucio y los relatos de borrachos y folleteo de Bukowski.
La admiración por Bukowski, por otra parte, se veía irremediablemente contenida por el innegable e hiriente machismo que rezumaban sus historias, que resulta indefendible, si bien, y sin que ello lo justifique, cabe decir que Bukowski no era solo un misógino sino también un misántropo, y que si en sus historias las mujeres a menudo se cosifican o se reducen a trozos de carne, los hombres tampoco salen bien parados, convertidos casi siempre —empezando por el propio Chinaski— en personajes embrutecidos, repulsivos o con el cerebro hecho puré por la batidora de la estupidez humana.
La
huella de Bukowski Todo
ello no parece invitar a leer a Bukowski, precisamente, ni a reivindicarlo,
pese a lo cual lo considero uno de los autores, sino el que más, que, para bien
o para mal, ha dejado su huella literaria con mayor profundidad, casi como una
marca de fuego, sobre mi lomo de escritor y lector.
Creo también que es incuestionable la impronta de Charles
Bukowski en la literatura de las últimas décadas: su estilo descarado y
desmitificador; su poética de lo cotidiano, lo pequeño y lo feo; su humor
prevaleciendo sobre la sordidez y el desencanto (el pesimismo de Bukowski era
el de un optimista bien informado); su posicionamiento a favor de los
perdedores, los invisibles (“Prefiero
oír hablar de un vagabundo norteamericano de hoy que de un dios griego muerto”,
escribió), los torpes, los que tropiezan, los que la cagan, los que tienen
almorranas, espinillas, sueños que no se van a cumplir, en fin, las personas
corrientes…
Por no hablar (bueno, en realidad sí hablaremos de ello) de que leer a Bukowski merece la pena aunque solo sea para descubrir a través de él a John Fante, cuyas maravillosas novelas, como Espera a la primavera, Bandini, fueron rescatadas del olvido como consecuencia del famoso prólogo que un Bukowski convertido ya en una especie de estrella pop de la literatura mundial escribió para una de ellas: Pregúntale al polvo, de la que nos ocuparemos aquí la semana que viene.