«Para nosotros, que no creíamos en nada, el punk-rock fue una religión» (Patxi Irurzun)
Entrevista en Gara/Naiz (19/07/20)
En su último trabajo, «Tratado de hortografía» (sí, con hache), recién publicada por la editorial Pamiela, el escritor y colaborador de GARA Patxi Irurzun (Iruñea, 1969) firma a través de una historia pequeña, cotidiana y actual una novela que rememora, sin caer en la nostalgia, el Rock Radikal Vasco. Hacen cameos Evaristo, Eskroto y Mahoma, pero esta obra es, por encima de todo, literatura
Miren Lacalle/Iruña
¿Quién no recuerda a Las Tampones, aquel grupo punk de los 80, y su canción “Estamos contra las reglas”? Aquella que interpretaron en horario infantil en un conocido programa de televisión, con el consiguiente y monumental escándalo… Un momento, ¿pero esas no fueron Las Vulpes y su tema “Me gusta ser una zorra”? En “Tratado de hortografía” (Pamiela), la última novela de Patxi Irurzun, el escritor txantreano recuerda, en un refrescante kalimotxo literario en el que se confunden realidad y ficción, los años del Rock Radikal Vasco.
Por sus páginas hacen cameos Evaristo, Josu y Jualma de Eskorbuto, Eskroto, Mahoma… Pero que nadie se confunda, “Tratado de hortografía” es, por encima de todo, una novela. Literatura. Que nadie busque en ella una enciclopedia del RRV ni un “Cuéntame” punk. La novela, de hecho, se ancla con fiereza en la actualidad. El protagonista es una antigua estrella del rock vasco –el cantante de Los tampones– que, a través de un diario, nos cuenta cómo sobrevive décadas después de perder su fulgor a las dentelladas de la vida (la complicada adolescencia de sus hijos, la precariedad laboral o el inevitable balance, al llegar al medio siglo de vida, entre lo soñado y lo obtenido). Todo ello, es cierto, entre inevitables recuerdos de aquellos días de ruido y furia de los ochenta.
¿Cuál fue el chispazo inicial de Tratado de hortografía?
Siempre había querido escribir una novela sobre el rock radikal, que viví con mucha intensidad de chaval: los casettes, los conciertos los fines de semana, que eran como un ritual, como ir a misa, el “Bat, bi, hiru!” de “Egin”, nuestra hoja parroquial… En muchas de mis novelas y cuentos aparece todo eso de un modo secundario, y me apetecía darle más protagonismo. Tenía todo en la cabeza y una frase con la que arrancar: ‘Para nosotros, que no creíamos en nada, el punk-rock fue una religión’, pero cada vez que lo intentaba no funcionaba, quizás porque intentaba hacer la gran novela que, a mi juicio, estaba por escribir del Rock Radikal Vasco, o quizás porque yo no soy músico y todo lo había vivido desde fuera, como espectador. Aunque también es cierto que, hablando con músicos que sí estuvieron en el ajo, me decían que tampoco recordaban gran cosa de esos años, que los vivieron como en una nebulosa, lo cual me hizo sentirme menos intruso.
Y encontró la manera de contar esa historia con un formato de diario, escrito desde la actualidad por una vieja gloria de un imaginario grupo de rock, ¿Los Tampones…?
Sí, empecé a escribir el diario de una forma casi casual, sin premeditación, y pronto me di cuenta de que la cosa fluía –de hecho el diario está escrito en tres meses–, seguramente porque los diarios son un cajón de sastre y me resultaba fácil alternar en él recuerdos de la juventud del protagonista, con la rutina de su vida actual, los conflictos con sus hijos adolescentes, la precariedad en la que vive, el duelo por una muerte muy próxima… En la novela está ese trasfondo de los ochenta, la historia de Los Tampones, su escándalo televisivo (que evidentemente recuerda aquel episodio de Las Vulpes) y todo ello determina la vida del protagonista, pero su historia está contada desde el presente.
Por otra parte, yo ya había escrito un diario, este real, anteriormente, “Dios nunca reza”, y encontré pronto el mismo tono, que me dio entonces muy buenos resultados.
En ese sentido, «Tratado de hortografía» es una novela generacional, porque retrotrae a los 80 pero también nos habla de quienes ahora rondan el medio siglo.
Sí, el libro habla, por ejemplo, sobre la gente que llega a los cincuenta y no ha tenido nunca un empleo estable o un sueldo que supere los mil euros; o de esa violencia oculta que es entrar a los supermercados y comparar los precios de las bandejas de carne y tener que llevarte la más barata y seguramente la menos saludable. Es decir, habla sobre precariedad e invisibilidad. Y se reflexiona también sobre en qué ha quedado todo aquello por lo que peleó esa generación en su juventud, si ha servido para algo, qué errores cometieron…
En el grupo de guerrilla ortográfica en el que participa el protagonista, de hecho, hay un intento un poco patético de encontrar respuestas a todo ello, de ahí también el título, ese error u horror ortográfico que señala todas esas contradicciones.
También parece evidente que hay muchas referencias autobiográficas en ese protagonista: escritor, colaborador en un periódico, bibliotecario…
Sí, bueno, podría hacerme el guay y decir que es un libro de autoficción, que es lo que se lleva ahora, pero yo prefiero decir que es una novela, en las que de toda la vida los autores han nutrido sus historias con sus propias vivencias, con lo que han vivido y con lo que les habría gustado vivir… A mí me habría gustado ser músico, pero tengo menos oído que un orinal, así que me lo invento, y así, por ejemplo, puedo compartir escenario con Evaristo. En el libro hay un momento en el que menciono algo que siempre dice mi madre cuando lee mis cosas: “¡Pero si este eres tú!”, da igual que el protagonista sea una mujer, o mayor o más joven que yo. Y es verdad y a la vez no lo es, es así como funciona la literatura.
Antes ha mencionado «Dios nunca reza», pero esta novela se puede ligar con varias de sus obras anteriores, por ejemplo, las primeras en las que aparece la ciudad imaginaria de Jamerdana.
Así es, recupero Jamerdana, ese compendio de todas las ciudades vascas, y recupero en cierto modo también el tono juvenil y desenfadado de “Ciudad retrete” o “Cuestión de supervivencia”, pero también se puede ligar el libro, por lo que hemos hablado antes, con mis libros más autobiográficos, “Dios nunca reza” o “Atrapados en el paraíso”. Pero es que, además, en él también podemos encontrar mi faceta como escritor de periódicos, porque he insertado, a modo de samplers, fragmentos de algunas de mis columnas…
O está Zarraluki, otro territorio mítico que aparecía en algunos de mis cuentos o en “Pan duro”. El propio grupo de Los tampones ya tenía un precedente en otro relato, “Ultrachef”, o en una radionovela punk que escribí para “Radio Euskadi”. No sé, tengo la impresión de que “Tratado de hortografía” es un libro que da sentido o encauza mucho de lo que he escrito anteriormente, yo creía que de un modo deslavazado. Eso es muy bonito y emocionante descubrir: cómo en realidad lo que has estado haciendo durante todos estos es años era, sin saberlo, una especie de corpus, de organismo literario mayor.
Sorprende esta vuelta a los orígenes, tras sus últimas novelas de género histórico, con las que ha tenido cierto éxito.
Pero incluso con ellas tiene algo que ver, porque el protagonista acaba de escribir una novela de ese tipo, con cierta desgana, y porque esas novelas, “Los dueños del viento” y “Diez mil heridas”, también tienen su componente de novela social, como esta. Por otra parte, también podriamos decir de “Tratado de hortografía”, que es una novela histórica y pretende reivindicar algo como el Rock Radikal Vasco que ha dejado muy poca huella en la literatura si lo comparamos con lo que significó para muchos de nosotros.
¿Recuperará a los personajes en nuevas entregas?
Esa es la idea, porque con este tipo de historias es con las que yo disfruto y me siento cómodo escribiendo, y porque tengo la sensación de que en realidad solo he empezado a rascar en algo que tiene mucho más por debajo, sobre lo que hay mucho que contar y rescatar, en esa nebulosa de los 80. Me gustaría y tengo pendiente hablar con muchos de sus protagonistas, El Drogas, Jimmi de Tijuana, Marino Goñi… Pero también es cierto que este es un libro de kilómetro cero, con una historia local, una editorial de casa, y un libro, por tanto, que va a tener que pelear duro en ese gran circo de la literatura. Habrá que ver qué pasa, si la gente prefiere una lechuga de la huerta o una iceberg del Mercadona. Yo confío, de todos modos, primero, en lo que he escrito, de lo que estoy muy satisfecho, y después en el boca-oreja y en el espíritu fanzinero y maquetero de “Tratado de hortografía”.