Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en semanario ON (27/06/20), con diarios de Grupo Noticias.
Hipercor me debe 7,49 euros. Eso es lo que me costó el cable de carga más lento del mundo. Noches enteras de pandemia tratando de reanimar el corazón verde de mi teléfono a través de un cable moribundo que no hay manera de devolver a la tienda, a la que ya he ido cuatro veces para nada (a los 7,49 euros habría que añadir, por tanto, una dieta por kilometraje y unos cuantos litros de mala leche, que no se pagan con dinero). En el primer intento tuve que volverme a casa porque no hacían devoluciones por culpa de la cuarentena, a pesar de que el establecimiento estaba abierto y las cajas registradoras haciendo clinclín. En el segundo me atendió de muy malos modos un empleado que en cuanto me vio llegar dijo que no devolvían productos que ya habían sido desprecintados. “Es la norma”, argumentó, aunque la norma, en mi ticket de compra, no diga exactamente eso sino que el producto debe ser devuelto en su embalaje original y en perfecto estado, como estaba, bueno, no, porque era el cable más lento del mundo. Da igual, el caso es que no se trataba de eso sino de que era un producto defectuoso y, salvo que seas Rappel, si no lo sacas de la cajita y lo utilizas resulta un poco difícil comprobar si funciona (es decir, si en lugar de un cable al desenvolverlo te encuentras una txistorra de Larrasoaña ¿tampoco puedes devolverla?). Llegados a este punto y ante mi insistencia, el empleado dijo que tenía que probar el cable. “¿Ves? Funciona”, dijo tras enchufarlo diez segundos en su teléfono. “Ya, pero yo te estoy diciendo que me paso noches enteras para hacer una carga completa y que eso no es normal”. “No podemos devolverlo, es la norma”, insistió él, y por un momento yo pensé si acaso sería el dueño de Hipercor. De hecho, me dio la espalda y se fue a hacer algo mucho más importante que atender a un quejica como yo. Intenté después hacer una reclamación en Atención al cliente, donde me dijeron que como mucho podían probar el cable durante una noche entera y a ver qué pasaba. Eso no solucionaba nada —de hecho, ese era el problema— pero puesto que era lo único que me ofrecían y yo estaba ya al borde de un ataque de nervios, accedí. Craso error, pues me fui de la tienda sin el cable, sin el dinero y sin ningún tipo de justificante, esperando a que contactaran conmigo en el número de teléfono que les anoté con las manos dentro de dos bolsas para la fruta. Como todavía estoy esperando la llamada, tuve que volver otra vez a la tienda, donde ya me trataron directamente de mentiroso asegurando que me habían llamado varias veces y que el cable sí funcionaba. Fue entonces cuando decidí escribir este artículo —y así se lo advertí— entre otras cosas porque a mi lado había una chica haciendo alguna otra reclamación con episodios igualmente kafkianos (es decir, cuando me di cuenta de que mi queja trascendía de lo particular a lo universal y de que en realidad no se trata de los 7,49 euros, que también, sino de la lucha y de la dignidad del individuo contra el sistema). Paralelamente yo había iniciado una reclamación telemática que no hizo sino aumentar el absurdo —mensajes tipo en los que me pedían los datos del ticket de compra, ticket que previamente me habían pedido en otros mensajes anteriores, etc.—) y en la que todavía estoy enredado. A estas alturas, dudo mucho de que vayan a compensarme con un cable de carga supersónica, sesenta litros de leche con calcio y media docena de txistorras picantes. Tampoco me importa ya mucho, la verdad. Yo al menos tengo la oportunidad de que mi hoja de reclamación —esta— no acabe en una papelera. Me bastaría, en todo caso, con una disculpa (y con los 7,49 euros). Mientras no llegue juro por Evaristo Páramos que en cada nueva novela que escriba y de vez en cuando también en mis columnas de opinión aparecerán personajes que despotriquen contra Hipercor o que se planten en sus oficinas de Atención al cliente con una garrafa de gasolina.
“Hablar
de los victimarios era y sigue siendo un tabú”
Bingen
Amadoz, escritor
Matones,
victimarios, cuneteros… Sus nombres propios
fueron impronunciables durante décadas, todavía lo siguen siendo en
muchos casos, pero Bingen Amadoz recopila en Matones testimonios e historias que nos revelan quiénes fueron
aquellos que acabaron con la vida de miles de navarros tras el golpe militar de
1936
Patxi
Irurzun/ Iruñea
Acabaron con sus vidas e intentaron acabar también con su
memoria. Aunque todos supieran quienes habían sido los asesinos, los delatores,
los que con frialdad elaboraban listas en sacristías y casas con blasón. En el
caso de Bingen Amadoz él mismo es esa memoria, pues lleva el nombre de su tío
asesinado. Matones parte de esa
historia familiar y desde allí nos lleva a otras muchas, a lo largo de todo Nafarroa,
las de aquellos que fueron impunemente asesinados, violadas, cazados como
conejos, y las de sus familias, humilladas, saqueadas, obligadas a callar
durante décadas…Bingen Amadoz ha
escrito —con un gran pulso narrativo, por cierto— en realidad su historia, la
de las víctimas, antes que la de los verdugos, y no busca venganza, sino
reparación y justicia, tal y como señala la profesora y antropóloga Jacqueline
Urla en el prólogo de Matones,
publicado por Pamiela
¿Se
puede decir que el germen de Matones
es la experiencia propia, lo sucedido con su familia?
Nada es casual desde luego. Nacer en el seno de una familia
supone heredar inevitablemente su historia, su propia cultura y también las
dolorosas vivencias de los referentes más cercanos. Se me impuso además el
nombre del hermano mayor de mi padre, asesinado con solo 22 años. Hay una
cierta obligación moral para honrar su memoria y la de todos los que corrieron
la misma suerte por pensar y por soñar con un futuro mejor para todos. En mi
casa siempre hubo transmisión de la memoria y por suerte yo no olvido
fácilmente.
En ese
sentido, en el prólogo y a lo largo del libro, se dice que de todos modos no
hay un deseo de venganza sino de reparación.
Sí. El deseo de venganza no existe en los testimonios
recogidos. Solo existe dolor. No sé si existió en los años posteriores a
aquella enorme tragedia. Lo cierto es que a pesar de que las víctimas mortales
se contaron por millares y los robos y las humillaciones fueron incontables, no
se conoció por parte de los represaliados ningún acto de venganza. Tal vez
fuera por miedo a empeorar las cosas o quizás esto signifique sencillamente que
la catadura moral de las personas victimizadas nada tenía que ver con la de los
victimarios. Justicia, reparación y dignidad en cambio son valores que
identifican a nuestras familias y por eso se reivindican con firmeza.
A lo
largo de muchos años, todavía hoy, hablar de los victimarios, con nombres y
apellidos, parecía casi un tabú. ¿Por qué cree que ha sido?
Era y sigue siendo un tabú en buena medida. No se habla
sobre esto entre los descendientes de las partes que un día estuvieron
enfrentadas. A ciencia cierta nadie está seguro de cuánto y hasta dónde saben
los otros. ¿Por qué tanto silencio? Pues, fundamentalmente por el miedo,
también por el desconocimiento, que es una consecuencia del mismo silencio. En
algunos casos por el deseo de ocultar. No ocurre esto en Alemania o en Italia.
Claro que existe una gran diferencia. Allá el fascismo perdió la guerra y aquí
en cambio la ganó. Los malos que se creyeron buenos nos gobernaron con mano de
hierro durante cerca de cuarenta años para que nadie rechistara y además cuando
murió el dictador en su cama, en la época de lo que se llamó transición,
ordenaron las cosas de tal manera que las marionetas se fueron moviendo al
ritmo de los hilos que ellos controlaban. Cambiaron las camisas azules por las
blancas de demócratas de toda la vida y de esta manera no hubo justicia, ni se
cerraron las heridas abiertas. Y los culpables pudieron terminar sus días
gozando de un anonimato impune que les protegió.
Una de
las cosas que impresionan al leer las historias es el gran número de personajes
insignificantes que se sintieron importantes al formar parte del bando de los
matones. ¿Hay algo de psicológico o psicótico en ello?
Sí. Creo que investigar la personalidad de los matones es
todo un reto para los profesionales de
la psicología y de la psiquiatría. Estoy convencido de que en muchas de las
acciones protagonizadas por los matones hay elementos psicóticos, de descontrol
mental, al menos transitorio. De otro modo resulta humanamente incomprensible
tanta crueldad, tanta ausencia de empatía, y tanto odio exacerbado y absurdo.
Una de las cosas que más asustan seguramente es saber que los que se apuntaron
a matar eran gentes “normales” que no atemorizaban a nadie en las fechas
previas al golpe de estado. Luego al mundo cercano lo barrió un huracán, las
pasiones más bajas se desataron y ya nada fue igual.
También
me parece terrible, incluso más que los propios arrestos y fusilamientos, esas
personas que hacían fríamente listas de personas que había que eliminar.
Eran los prolegómenos del asesinato. De las denuncias se
hacía criba en las Juntas de Guerra Carlistas, en las casas de los sublevados o
en las de los ricos que decidían quién debía vivir y quién no. Se hacían las
listas que luego pasaban a los ejecutores. A la hora de confeccionar las listas
había discusiones: “Este no que es pariente, este sí que no va a misa, vamos a
añadir a aquel otro que se destacó en tal manifestación o como militante de una
organización”. Los que elaboraban las listas conocían muy de cerca a los
condenados, que no iban a tener a su favor ni a un abogado defensor ni a un
juez benevolente, sencillamente porque nunca habría juicio.
A pesar
de esa impunidad, otra de las cosas que se repiten y llama la atención en el
libro es cómo de alguna manera muchos esos victimarios tuvieron una especie de
justicia poética o del destino, con muertes horribles o funerales a los que
nadie acudía.
Los matones lo eran a pesar de todos los pesares. Muchos de
ellos no solamente eran aborrecidos y denostados por las familias de sus
víctimas. Sus amigotes, habían sido compañeros de hazañas inconfesables y cuando
las cosas se fueron serenando, se ponía distancia sobre todo a los que se
habían destacado en hechos crueles, que
vistos desde una perspectiva de intentar una cierta normalización de la
convivencia, se hacían inaceptables para todos. Había entre los asesinos
personalidades muy difíciles de encajar en el conjunto de la comunidad. Por
otra parte, en las familias represaliadas existía la romántica idea de creer
que la justicia divina caía sobre los culpables condenándoles en vida a sufrir
castigos corporales, consecuencia de enfermedades que se los llevaba
prematuramente. Cierto es que algunos de ellos malvivían no pudiendo acallar la
voz de su mala conciencia. Hubo entre ellos suicidios y locuras varias. Se les
castigó en multitud de ocasiones con entierros solitarios y eso en nuestra
cultura cobra un gran significado.
En Matones hay un montón de trabajo de
campo que parece recopilado a lo largo de muchos años, de escuchar historias,
encontrarse con gente, etc. ¿Cómo se ha conformado el libro?
Hay una parte que surge de mis propios conocimientos.
Siempre pregunté mucho y en mi casa el silencio solo se mantuvo de puertas afuera. Por otro lado
durante seis años he ido recogiendo testimonios de personas que vivieron aquella
terrible experiencia. Perdieron a sus padres, a sus hermanos o a otros
familiares y amigos. La segunda generación que recibió la herencia de sus
mayores con todo detalle, también ha participado en entrevistas y encuentros, a
veces acompañando a los protagonistas directos y otras como testigos
importantes que sabían muy bien de qué hablaban. Para la recogida de las
palabras me moví por pueblos y ciudades de Nafarroa, a veces para seguir las
pistas de los matones me desplacé a Gipuzkoa, Alto Aragón y Castilla. Hubo
contactos telefónicos para recabar informaciones con personas que trabajan la
Memoria en distintos lugares. ¿Como conseguí los contactos con las personas que
tenían mucho que contar y que querían hacerlo? Pues generalmente a través de
amigos que hicieron de intermediarios y gracias a la ayuda de asociaciones
memorialísticas que siempre han estado dispuestas a echar una mano. También
encontré a los testigos en actos de homenaje, inauguraciones de memoriales,
actos institucionales organizados como reparación para las víctimas, en exhumaciones…
Libros
como Matones son necesarios en cuanto a la reparación y a la memoria histórica,
pero ¿qué más pasos serían necesarios dar?
Yo creo que en Nafarroa y en el conjunto de Euskal Herria, se han dado muchos pasos, sobre todo en estos últimos tiempos, en favor de la reparación y la memoria. Las asociaciones memorialísticas están muy activas y gracias a ellas ha habido un empuje muy importante que ha implicado directamente a las instituciones, que por fin están, en gran número, en manos de fuerzas al menos antifascistas. Esto facilita las cosas evidentemente. Sin embargo queda mucho por hacer. Hay centenares de exhumaciones pendientes solo en Nafarroa. En muchas comarcas del estado ni siquiera se ha empezado. Lo he podido comprobar en visitas recientes a lugares donde todavía no se ha podido hacer nada y entiendo que todas las personas asesinadas y arrojadas a las cunetas y a las fosas comunes merecen ser honradas dignamente.
Colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 13/06/20
No me interesa demasiado el rap pero tengo la vejiga tímida, soy un bicho raro y me gusta el baloncesto. Ahora que el confinamiento va acabando intento leer de golpe todos los libros que dicen que hemos leído. Y entre ellos está Búnker, del rapero sevillano Toteking, quien yo pensaba que, como todos los raperos, era un gallo pero al que también se le corta el pis cuando en los urinarios públicos se le pone al lado uno de esos que mean alegres y campanudos. Me acuerdo de aquel capítulo de ¿Qué fue de Jorge Sanz? en el que cuando este ligaba e iba con una chica a casa se llevaba al baño una botella de agua y la vertía desde bien alto en la taza, simulando que era el chorro de su orina el que provocaba ese estrépito —nunca mejor dichas, las dos últimas sílabas—, pues alguien le había contado que eso impresionaba a las mujeres, que lo identificaban como una muestra de potencia viril. Pero la mayoría de las mujeres prefieren a los hombres que mean sentados. Me acuerdo también de cuando teníamos quince años y estábamos asustados y para hablar con las chicas nos cogíamos unos pedos terribles y no entendíamos porque ellas nos rehuían, con lo graciosos y arrojados que éramos.
Toteking además lee a Vila-Matas, que le ha escrito el
prólogo de Búnker —“Joder, magnífico”,
dice Vila-Matas en la faja del libro— y que es su prescriptor literario. Toteking
leyó, por ejemplo, Guía de Mongolia,
de Svetislav Basara, porque Vila-Matas se lo recomendó en un email. Vila-Matas
y Toteking se escriben emails. Yo también he leído Guía de Mongolia y, la verdad, es un buen libro. Un libro de de
humor cabrón, como dirían ellos. Me
gustan los libros que llevan a otros libros. Búnker —y este artículo— van un poco de eso. Guía de Mongolia, por ejemplo,
me recordó, no sé por qué, a otro
libro: Vidorra, de Jean Pierre
Martinet. Le regalé Vidorra a F.L
Chivite, que, como el protagonista del libro, vive en una casa con vistas al
cementerio. Asomarse cada mañana por la ventana y ver un paisaje de lápidas me
imagino que da mucha serenidad y quita mucha la tontería. Chivite, de hecho,
escribe unas columnas maravillosas en el periódico, y eso y poco más es lo que
en realidad he leído durante este confinamiento ¿Qué habrá leído Toteking
durante estos días? Igual se lo pregunto en un email.
Búnker tiene,
además, una portada muy chula, al menos para quienes jugábamos a baloncesto en
el siglo XX: una portada que imita la piel de unas Converse blancas. Las
Converse, cuando yo jugaba a baloncesto, se llamaban John Smith y eran de tela.
Una vez, cuando tenía quince años, me quiso fichar otro equipo y me
convencieron prometiéndome unas Converse de cuero. Acepté. Fue un error. Toteking
dice en Búnker que todo se acabó el
día que Michael Jordan enseñó su casa en un documental y la gente ya no quiso
ser Michael Jordan para jugar como él sino para tener una casa como la suya. Yo,
de hecho, cuando fiché por aquel equipo perdí a mis amigos y ya nunca más me
divertí jugando al baloncesto. Acabé poniéndome las Converse de cuero para
salir a emborracharme y espantar a las chicas. Era, en suma, un estúpido.
“Viajar a tus recuerdos es buscar pelea”, dice Toteking en Búnker, que es un libro honesto.
Toteking busca pelea, pero al primero que se sacude es a sí mismo. Nos
enseña sus debilidades e inseguridades,
sus TOC, sus rarezas y errores, y todo eso lo hace más fuerte y más
hermoso. Toteking se levanta por las mañanas y no se cuelga del cuello una cadena
gorda de oro, sino que ve con serenidad un paisaje de lápidas que le recuerdan
quién es. Toteking mea sentado. Toteking no sale del búnker con una biblia en
la mano, como el criminal de Trump, sino con un libro sincero, sencillo, joder,
magnífico. Creo, en fin, que empezaré a
interesarme por el rap; al menos por el rap de Toteking.